La Espiral
La mayoría de la gente se enferma de no saber decir lo que ve o lo que piensa. Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano, sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos. Pero, siempre que nos acordemos de que decir es renovar, definiremos sin dificultad una espiral: es un círculo que sube sin conseguir cerrarse nunca. La mayoría de la gente, lo sé bien, no osaría definir así porque supone que definir es decir lo que los demás quieren que se diga, que no lo que es preciso decir para definir. Lo diré mejor: una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin realizarse nunca. Pero no, la definición es todavía abstracta. Buscaré lo concreto, y todo será visto: una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa.
Toda la literatura consiste en un esfuerzo por
tornar real a la vida. Como todos saben, hasta cuando hacen sin saber, la vida
es absolutamente irreal en su realidad directa: los campos, las ciudades, las
ideas, son cosas absolutamente ficticias, hijas de nuestra compleja sensación
de nosotros mismos. Son intransmisibles todas las impresiones, salvo si las
convertimos en literarias. Los niños son muy literarios porque dicen como
sienten y no como debe sentir quien siente según otra persona. Un niño, al que
una vez oi, dijo queriendo decir que estaba al borde del llanto, no “tengo
ganas de llorar”, que es lo que diría un adulto, es decir, un estúpido, sino
esto: “Tengo ganas de lágrimas”. Y esta frase, absolutamente literaria, hasta
el punto de que resultaría afectada en un poeta célebre, si él la pudiese
decir, alude decididamente a la presencia caliente de las lágrimas rompiendo en
los párpados, conscientes de la amargura líquida. “¡Tengo ganas de lágrimas¡”
Aquel niño pequeño definió bien su espiral.