jueves, 29 de marzo de 2012

Carl Gustav Jung (1875 –1961)


Sermones   
    Ad Mortuos
       
                  Sermón I

Los muertos regresaron de Jerusalén, donde no hallaron lo que buscaban. Me pidieron permiso para entrar y solicitaron enseñanza de mí y así yo les enseñé: Oíd: yo comienzo en la nada. La Nada es lo mismo que la Plenitud. En la infinitud hay tanto lleno como vacío. La Nada es vacía y llena. Vosotros podríais igualmente decir otra cosa de la nada, por ejemplo que es blanca o negra, o que no existe o que existe. Lo infinito y eterno no tiene propiedades porque tiene todas las propiedades. La Nada o lo Pleno lo llamamos nosotros Pleroma. Ahí dentro se deja de pensar y de existir, pues lo infinito y eterno no tiene propiedad alguna. En él no existe nadie, pues entonces se distinguiría del Pleroma y tendría propiedades que le diferenciarían como algo del Pleroma. En el Pleroma es nada y todo: no es posible pensar sobre el Pleroma, pues ello significaría diluirse a sí mismo. La Creación no es en el Pleroma sino en sí. El Pleroma es principio y fin de la Creación. Atraviesa por ella y por entre ella, como la luz del sol penetra el aire por todas partes. Aunque el Pleroma la penetra totalmente, la Creatur no tiene, sin embargo, parte alguna en ello, del mismo modo que un cuerpo completamente transparente no deviene claro ni oscuro por la luz que le atraviesa. Pero nosotros mismos somos el Pleroma, pues somos parte de lo eterno e infinito. Pero no tenemos participación en ello sino que estamos distanciados del Pleroma infinitamente, no espacial o temporal- mente sino esencialmente, en cuanto nos diferenciamos en esencia del Pleroma como Creación, que está limitada en el espacio y en el tiempo.
Sin embargo, en cuanto somos parte del Pleroma, también el Pleroma está en nosotros. Incluso en el punto más pequeño el Pleroma es infinito, eterno y completo, pues pequeño y grande son propiedades que están contenidas en él. Es la Nada que es en todas partes total e inevitable. Por ello hablo yo de la Creatur como una parte del Pleroma sólo a modo de imagen, pues el Pleroma no está realmente dividido en ningún aspecto, pues es la Nada. Nosotros somos también todo el Pleroma, pues, a modo de imagen, el Pleroma es el punto más pequeño sólo apuntado, no existente, en nosotros y la infinita bóveda del mundo que está a nuestro alrededor. ¿Por qué, sin embargo, hablamos del Pleroma en general, si es todo y nada? Hablo de ello por empezar en algún sitio, y para desengañaros de que en algún sitio, fuera o dentro, exista algo determinado de antemano fijamente o de algún modo. Todo lo denominado fijo o determinado es sólo relativo. Sólo lo que está arrojado al cambio es fijo y determinado. Pero lo cambiable es la Creatur; es, pues, ella lo único fijo y determinado, pues tiene propiedades, ella misma es Propiedad. Planteamos la cuestión: ¿Cómo surgió la Creatur? Las creaturas han surgido, pero no la Creatur, pues es la propiedad del Pleroma mismo, como también la no-creación, la muerte eterna. Creatur existe siempre y en todas partes, Muerte existe siempre y en todas partes. El Pleroma lo tiene todo, diferenciación e indiferenciación. La diferenciación es la Creatur. Es diferenciada. Diferenciación es su esencia, por ello se diferencia ella también. Por ello se diferencia el Hombre, pues su esencia es diferenciable. Por ello diferencia él también las propiedades del Pleroma que no existen. Las diferencia a partir de su esencia. Por ello el Hombre debe hablar de las propiedades del Pleroma, que no existen.


Sermón II


Los muertos seguían por la noche a lo largo de los muros y gritaban:
Sobre Dios queremos saber. ¿Dónde está Dios? ¿Está muerto Dios?
Dios no está muerto, es tan vivo como siempre. Dios es Creatur, pues es algo determinado y por ello diferenciado del Pleroma. Dios es propiedad del Pleroma y todo cuanto digo de la Creatur, vale también para Él. Sin embargo, se distingue de la Creatur en que es mucho menos claro y más indeterminado que la Creatur. Es menos diferenciado que la Creatur, pues el principio de su esencia es plenitud verdadera y sólo en cuanto es determinado y diferenciado es Creatur y en cuanto es la patentización de la verdadera plenitud del Pleroma.Todo cuanto no diferenciamos cae en el Pleroma y se anula con su oposición. Por ello cuando no diferenciamos a Dios, la verdadera plenitud deja de existir para nosotros. Dios es también el Pleroma mismo, del mismo modo que cada punto en lo creado y en lo increado es el Pleroma mismo.
El vacío actuante es la esencia del Diablo. Dios y Diablo son las primeras patentizaciones de la Nada, que nosotros llamamos Pleroma. Es indiferente si el Pleroma existe o no existe, pues se anula a sí mismo en todo. No es así con la Creatur. Dios y Diablo, en cuanto son Creaturas, no se anulan, sino que existen opuestamente como contraríos actuantes. No necesitamos prueba alguna de su existencia, basta que debemos siempre hablar de ellos de nuevo. Incluso aunque ambos no existieran, la Creatur, a partir de su naturaleza de diferenciación, los diferenciaría de nuevo M Pleroma. Todo lo que adquiere su diferenciación a partir M Pleroma es antinomia, por ello siempre a Dios le corresponde el Diablo. Esta mutua pertenencia es tan íntima y, como vosotros habéis experimentado, también tan indisoluble en vuestra vida como el Pleroma mismo. Ello proviene de que ambos están muy próximos al Pleroma, en el que todos los contrarios dejan de existir y son uno. Dios y Diablo son distintos por el lleno y el vacío, engendramiento y destrucción. Lo Actuante les es común. Lo Actuante les une. Por ello lo Actuante está por encima de ellos y es un Dios por encima de Dios, pues unifica lo Pleno y el Vacío en su acción.
Éste es un Dios del que vosotros nada sabíais, pues los hombres lo olvidaron. Nosotros le denominamos por su nombre: Abraxas. Es todavía más indeterminado que Dios y Diablo. Para diferenciar a Dios de él, llamamos a Dios Helios o Sol. Abraxas es acción, frente a él no hay nada sino lo irreal, por ello su naturaleza activa se despliega libre. Lo irreal no existe y no se opone. Abraxas está por encima del Sol y por encima del Diablo. Es, lo improbable, probable; lo irreal, activo. Si el Pleroma tuviera una esencia, Abraxas sería su manifestación. Es  cierta mente lo activo mismo, pero ninguna acción determinada, sino acción en general. Es irreal activo, porque no tiene acción determinada alguna. Es también Creatur, puesto que se diferencia del Pleroma.
El Sol tiene una acción determinada, al igual que el Diablo; por ello nos parecen mucho más actuantes que el Abraxas indeterminable.Es Fuerza, Duración, Transformación. Aquí los muertos levantaron un gran tumulto, pues eran cristianos.


Sermón III


Los muertos avanzaron como niebla a través de los pantanos y gritaron:
Háblanos más sobre el supremo Dios. Abraxas es el Dios difícilmente reconocible. Su poder es el supremo, pues el Hombre no lo ve. Del Sol ve el summum bonum, del Diablo el infimum malum, de Abraxas, sin embargo, la Vida indeterminada en todos los aspectos que es la madre del bien y del mal. La Vida parece ser más pequeña y más débil que el summum bonum, razón por la cual resulta difícil pensar que Abraxas supere en poder incluso al Sol, que es, sin embargo, la fuente iluminante de toda fuerza de vida misma. Abraxas es el Sol y a la vez el abismo eternamente arrollador del Vacío, del empequeñecedor y disgregador, del Diablo. El poder de Abraxas es ambivalente. Vosotros no lo veis pues en vuestros ojos lo opuestamente orientado de este poder deja de ser.
         Lo que Dios Sol dice es vida.
                             Lo que dice el Diablo es muerte.
Abraxas, sin embargo, dice la palabra digna y condenada, que es a la vez vida y muerte.
Abraxas produce verdad y mentira, bien y mal, luz y tinieblas en la misma palabra y en el mismo acto. Por ello es Abraxas temible.
Es soberbio como el león en el instante en que vence a su víctima. Es bello como un día de primavera.
Sí, es el gran Pan mismo y el pequeño. Es Príapo.
Es el monstruo del averno, un pólipo con mil brazos, serpiente alada, furia.
Es el Hermafrodita del principio más inferior.
Es el Señor de las ranas y los sapos, que viven en el agua y suben a la tierra, que cantan al mediodía y a medianoche.
Es el Lleno que se une con el Vacío.
Es la cópula sagrada, es el amor y su homicidio, es el santo y su traidor.
Es la más clara luz del día y la más profunda noche del absurdo. Verle significa ceguera, conocerle significa enfermedad, rezarle significa muerte, temerle significa sabiduría, no oponerse a Él significa salvación.
Dios vive detrás del sol, el Diablo vive detrás de la noche. Lo que Dios engendra a partir de la luz, el Diablo lo arrastra a la noche. Pero Abraxas es el mundo, su devenir y dejar de ser mismo.
A cada ofrenda del Dios Sol el Diablo presenta su maldición.
Todo cuanto solicitáis de Dios Sol, produce un acto del Diablo.
Todo cuanto creáis con Dios da al Diablo poder de actuación.
Esto es el terrible Abraxas.
Es la Creatur más poderosa y en él la Creatur se horroriza a sí misma.
Es la colisión patente de la Creatur contra el Pleroma y su nada. Es el horror del hijo ante la madre.
Es el amor de la madre por el hijo.
Es el encanto de la tierra y la crueldad del cielo.
El Hombre queda paralizado ante su semblante.
Ante él no hay preguntas ni respuestas.
Es la vida de la Creatur.
Es la acción de la diferenciación.
Es el amor de los hombres.
Es el habla de los hombres.
Es la claridad y la sombra del hombre.
Es la realidad cambiante.
Aquí los muertos aullaron y se enfurecieron, pues eran imperfectos.


Sermón IV


Los muertos llenaron el espacio de quejas y dijeron:
Háblanos de los Dioses y Diablos, réprobo.
Dios Sol es el supremo bien, el Diablo lo contrario, así pues tenéis dos dioses. Sin embargo, hay muchos bienes elevados y muchos males graves, y bajo ello hay dos dios-diablo: uno es lo Ardiente y el otro lo Creciente.
Lo Ardiente es el Eros en la forma de llama. Alumbra al consumirse.
Lo Creciente es el Árbol de la Vida, reverdece al acumular materia viva.
El Eros llamea y muere por ello; el Árbol de la vida, por el contrario, crece lenta y constantemente a través de los tiempos incalculables.
Bien y mal se unen en la llama.
Bien y mal se unen en el crecimiento del árbol.
Vida y amor se enfrentan en su divinidad.
Incalculable, como es el ejército de estrellas, es el número de dioses y diablos.
Cada estrella es un dios y cada espacio que llena una estrella es un diablo.
Pero el lleno-vacío del todo es el Pleroma.
La acción del todo es Abraxas, sólo lo irreal se contrapone a él.
Cuatro es el número de los dioses principales, pues cuatro es el número de las medidas del mundo.
Uno es el principio, el Dios Sol.
Dios es el Eros, pues unifica a dos y se extiende iluminante.
Tres es el Árbol de la vida, pues llena el espacio con cuerpos.
Cuatro es el Diablo, pues abre todo lo cerrado; disuelve todo lo configurado y corporal; es el destructor en el que todo deviene nada.
Feliz yo, a quien es dado conocer la pluralidad y diversidad de los dioses. Desgraciados vosotros, que sustituís esta indestructible pluralidad por un Dios. De este modo origináis el tormento de la no-comprensión y la mutilación de la Creatur, cuya esencia es diferenciación. ¿En qué sois fieles a vuestra esencia, a queréis convertir al mucho en uno? Lo que hacéis con los dioses os sucede también a vosotros. Todos os volvéis iguales y vuestra esencia se mutila.
Por la voluntad del Hombre impera igualdad y no por la voluntad de Dios, pues las de los dioses son muchas; en cambio, las de los hombres son pocas. Los dioses son poderosos y soportan su diversidad, pues, como las estrellas, están aislados y a una inmensa distancia entre sí. Los hombres son débiles y no soportan su diversidad, pues habitan casi juntos y necesitan la comunidad para poder soportar su carácter peculiar. Para la salvación os enseño lo inadmisible por causa de lo cual soy condenado.
La pluralidad de dioses corresponde a la pluralidad de hombres.
Innumerables dioses aguardan devenir hombres. Innumerables dioses han llegado a ser hombres. El Hombre participa de la esencia de los dioses, proviene de los dioses y va a Dios.
Del mismo modo que no resulta posible meditar sobre el Pleroma, tampoco es posible adorar a la multiplicidad de los dioses. Siquiera es posible adorar al primer Dios, la Plenitud activa y el summum bonum. Nosotros no podemos hacer nada para ello ni tomar nada de ello, pues el vacío activo lo traga todo en sí. Los dioses diáfanos forman el mundo del cielo, éste es plurifacético y se extiende y amplía infinitamente. Su señor supremo es el Dios Sol. Los dioses oscuros forman el mundo de la tierra. Son simples y se empequeñecen y disminuyen infinitamente. Su señor supremo es el Diablo, el espíritu de la luna, el satélite de la tierra, más pequeño y más frío que la tierra. No existe diferencia alguna entre el poder de los dioses del cielo y de la tierra. Los del cielo engrandecen, los de la tierra empequeñecen. Incalculable es la dirección de ambos.


Sermón V


Los muertos se burlaron y gritaron: instrúyenos, bufón, acerca de la Iglesia y de la santa comunidad.
El mundo de los dioses se manifiesta en la espiritualidad y en la sexualidad. Los del cielo aparecen en la espiritualidad, los terrenales en la sexualidad.
Espiritualidad recibe y capta. Es femenina y por ello la denominamos la Mater Caelestis, la madre celestial. Sexualidad produce y crea. Es masculina y por ello la denominamos Falo, el padre terrenal. La sexualidad del hombre es más terrena, la sexualidad de la mujer es más espiritual. La espiritualidad del hombre es más celestial aspira a lo más grande.
La espiritualidad de la mujer es más terrena, te dirige a lo pequeño.
Mentirosa y diabólica es la espiritualidad del hombre que se dirige a lo pequeño.
Mentirosa y diabólica es la espiritualidad de la mujer que se dirige a lo grande.
Cada uno debe orientarse a su lugar.
Hombre y mujer se convierten en diablo cuando no separan sus caminos espirituales, pues la esencia de la Creatur es diferenciación.
La sexualidad del hombre se dirige a lo terreno, la sexualidad de la mujer se dirige a lo espiritual. Hombre y mujer se convierten mutuamente en diablo cuando no separan su sexualidad.
El hombre conoce lo pequeño, la mujer lo grande.
El hombre se diferencia de la espiritualidad y de la sexualidad. Llama a la espiritualidad  Madre y la sitúa entre el cielo y la tierra. Llama a la sexualidad Falo y la sitúa entre él y la Tierra, pues la madre y el Falo son demonios sobrehumanos y patentizaciones del mundo de los dioses. No son más eficaces que los dioses porque están más próximamente unidos a nuestra esencia. Si no os distinguís de la sexualidad y de la espiritualidad, ni las consideráis como esencia sobre vosotros, entonces las degradáis con propiedades del Pleroma.

Espiritualidad y sexualidad no son vuestras propiedades, no son cosas que poseáis y abarquéis, sino que os poseen y abarcan a vosotros, pues son poderosos demonios, formas de manifestación de los dioses, y por ello cosas que van más allá de vosotros y existen por sí mismas. No se trata de que uno tenga una espiritualidad para sí o una sexualidad para sí, sino que se encuentra bajo la ley de la espiritualidad y de la sexualidad. Por ello ninguno puede ir en contra de estos demonios.
Vosotros debéis verlos como demonios y como asunto y peligro común, como lastre común que la vida os ha impuesto. Así también la vida os es asunto y peligro común, al igual que los dioses y principalmente el temible Abraxas.
El Hombre es débil, por ello es comunitario inevitablemente; la comunidad si no está bajo el signo de la madre entonces está bajo el signo del Falo.
Ninguna comunidad es desgracia y enfermedad. Comunidad en cada uno es ruptura y disolución.
La diferenciación conduce al ser único. El ser único se enfrenta a la comunidad. Pero, en virtud de la debilidad del hombre frente a los dioses y demonios y a su ley invencible, es necesaria la comunidad. Por ello sois tan sociales como es necesario no por la voluntad de los hombres, sino a causa de los dioses. Los dioses os fuerzan a la comunidad. En la medida en que os fuerzan, la comunidad origina necesidad, más desgracia hay.
En la comunidad cada uno se clasifica por encima de otro, de modo que cada uno llegue a sí mismo y evite la esclavitud.
En la comunidad rige abstención, en el estar solo rige disipación.
La comunidad es lo profundo, el aislamiento es la altura.
La medida correcta de comunidad purifica y clarifica.
La medida correcta de aislamiento purifica y complementa.
La comunidad nos da el calor, la soledad nos da la luz.


Sermón VI


El demon de la sexualidad entra en nuestra alma como una serpiente. Es como la mitad del alma humana y significa deseo de pensamiento.
El demon de la espiritualidad se sumerge en nuestra alma como el pájaro blanco. Es la mitad del alma humana y se llama pensamiento de deseo.
La serpiente es un alma terrena, semidemoníaca, un espíritu, y unifica los espíritus de los muertos. Al igual que éstos, revolotea en las cosas de la tierra y origina que nosotros las temamos, o que inciten nuestra concupiscencia. La serpiente es de naturaleza femenina y busca siempre la comunidad de los muertos que están retenidos en la tierra, aquellos que no hallaron el camino que lleva más allá, a saber: a la soledad. La serpiente es una puta y tiene amoríos con el diablo y con los malos espíritus, un maligno tirano y espíritu de tortura, siempre seduciendo a la peor comunidad. El pájaro blanco es un alma semidivina del hombre. Permanece junto a la madre y de vez en cuando se eleva. El pájaro es masculino y es idea actuante. Es casto y solitario, un mensajero de la madre. Vuela muy por encima de la tierra. Ordena la soledad. Trae de las lejanías noticias que han sucedido ya, lleva nuestras palabras a la madre. Hace de intercesora, advierte, pero no tiene poder alguno frente a los dioses. Es un recipiente del sol. La serpiente desciende y paraliza con astucia al demon fálico o lo incita. Eleva las ideas clarividentes de lo terreno, que se originan por todas partes y que con codicia se aspiran por todas partes. La serpiente no quiere, pero debe sernos útil. Libera nuestro encadenamiento y de este modo nos muestra el camino que no hallábamos a partir del ingenio de los hombres.
Los muertos me miraron con desprecio y dijeron: Deja de hablar de dioses, demonios y almas. Todo esto en general lo sabíamos ya desde hace tiempo.


Sermón VII


Por la noche, sin embargo, volvieron los muertos con ademanes acusatorios y dijeron:

Olvidamos hablar de una cosa, instrúyenos acerca de los hombres.
El hombre es una puerta a través de la cual penetran del mundo externo los dioses, demonios y almas en el mundo interno, del mundo grande al mundo pequeño. Pequeñez y nadería es el hombre, vosotros lo habéis ya pasado, pero volvéis a encontraros en el espacio infinito, en la pequeña o interna infinitud.
A distancia incalculable está una estrella sola en el cenit.
Éste es el Dios de este uno, éste es su mundo, su Pleroma, su divinidad.
En este mundo el hombre es el Abraxas, que da a luz o devora su mundo.
Esta estrella es el Dios y el fin de los hombres.
Éste es su Dios que le guía, o él va el hombre para hallar descanso, o él conduce el largo viaje del alma hacia la muerte, en él todo brilla como luz, todo cuanto remite al hombre al gran mundo.
A éste reza el hombre.
El rezo acrecienta la luz de la estrella, lanza un puente sobre la muerte, prepara la vida del mundo pequeño, y aminora el deseo falto de esperanza del gran mundo.
Cuando el gran mundo se torna frío, la estrella ilumina.
No hay nada entre el hombre y su Dios, en cuanto el Hombre puede separar su mirada del espectáculo llameante de Abraxas.
Aquí Hombre, allí Dios.
Aquí debilidad y nadería, allí eterna fuerza creadora.
Aquí oscuridad total y frío húmedo, allí Sol pleno.
A esto los muertos guardaron silencio y se elevaron hacia arriba como humo sobre el fuego del pastor, que por la noche esperaba a su rebaño.
                  


Escritos por Basílides 
de Alejandría, 
la ciudad donde 
se tocan Este y Oeste



sábado, 17 de marzo de 2012

Mircea Eliade: Lo Sagrado y lo Profano (1907– 1986)



El Centro 
          Del Mundo

La exclamación del neófito kwakiutl: «Estoy en el Centro del Mundo», nos revela de golpe una de las significaciones más profundas del espacio sagrado. Allí en donde por medio de una hiero-fanía se efectúa la ruptura de niveles se opera al mismo tiempo una «abertura» por lo alto (el mundo divino) o por lo bajo (las regiones infernales, el mundo de los muertos). Los tres niveles cósmicos —Tierra, Cielo, regiones infernales— se ponen en comunicación. Como acabamos de ver, la comunicación se expresa a veces con la imagen de una columna universal, Axis mundi, que une, a la vez que lo sostiene, el Cielo con la Tierra, y cuya base está hundida en el mundo de abajo (el llamado«Infierno»). Columna cósmica de semejante índole tan sólo puede situarse en el centro mismo del Universo, ya que la totalidad del mundo habitable se extiende alrededor suyo. Nos hallamos, pues, frente a un encadenamiento de concepciones religiosas y de imágenes cosmológicas que son solidarias y se articulan en un «sistema», al que se puede calificar de «sistema del mundo»de las sociedades tradicionales:


a) Un lugar sagrado constituye una ruptura en la homogeneidad del espacio; b) simboliza esta ruptura una «abertura», merced a la cual se posibilita el tránsito de una región cósmica a otra (del Cielo a la Tierra, y vice-versa: de la Tierra al mundo inferior); c) la comunicación con el Cielo se expresa indiferentemente por cierto número de imágenes relativas en su totalidad al Axis mundi: pilar (cf. la universalis columna), escala (cf. la escala de Jacob), montaña, árbol,  liana, etc.; d) alrededor de este eje cósmico se extiende el «Mundo» (= «nuestro mundo»); por consiguiente, el eje se encuentra en el «medio», en el «ombligo de la Tierra», es el Centro del Mundo. Un número considerable de creencias, de mitos y de ritos diversos derivan de este «sistema del Mundo» tradicional. No es cuestión de mencionarlos aquí. Vale más limitarse a un puñado de ejemplos sacados de civilizaciones diferentes y susceptibles de hacernos comprender el papel del espacio sagrado en la vida de las sociedades tradicionales, cualquiera que sea, por lo demás, el aspecto particular bajo el cual se presenta este espacio sagrado: lugar santo, casa cultual, ciudad, «Mundo». Por todas partes reencontramos (P. Arndt, "Die Megalithenkultur des Nad'a": Anthropos, 27. 1932.) el simbolismo del Centro del Mundo, y es dicho simbolismo lo que, en la mayoría de casos, nos hace inteligible el comportamiento tradicional con respecto al «espacio en que se vive».Comencemos por un ejemplo que tiene el mérito de revelarnos de golpe la coherencia y la complejidad de semejante simbolismo: la Montaña cósmica. Acabamos de ver que la montaña figura entre las imágenes que expresan el vínculo entre el Cielo y la Tierra; se cree, por tanto, que se halla en el Centro del Mundo. En efecto, en múltiples culturas se nos habla de montañas semejantes, míticas o reales, situadas en el Centro del Mundo: Meru en la India, Haraberezaiti en el Irán, la montaña mítica «Monte de los Países» en Mesopotamia, Gerizim en Palestina, denominada por otra parte «Ombligo dela Tierra»Habida cuenta de que la Montaña sagrada es un Axis mundi que une la Tierra al Cielo, toca al Cielo de algún modo y señala el punto más alto del Mundo, resulta que el territorio que la rodea, y que constituye «nuestro mundo», es tenido por el país más alto. Tal es lo que proclama la tradición israelita: Palestina, como era el país más elevado, no quedó sumergido en el Diluvio. Según la tradición islámica, el lugar más elevado de la tierra es la Ká'aba, puesto que «la estrella polar testimonia que se encuentra frente al centro del cielo». Para los cristianos, es el Gólgota el que se encuentra en la cima de la Montaña cósmica. Todas estas creencias expresan un mismo sentimiento, profundamente religioso: «nuestro mundo» es una tierra santa porque es el lugar más próximo al Cielo, porque desde aquí, desde nuestro país, se puede alcanzar el cielo; nuestro mundo, según eso, es un «lugar alto». En lenguaje cosmológico, esta concepción religiosa se traduce en la proyección de ese territorio privilegiado que es el nuestro a la cima de la Montaña cósmica. Las especulaciones ulteriores han cristalizado posteriormente en toda clase de conclusiones; por ejemplo, la que acabamos de ver: que la Tierra santa no fue inundada por el Diluvio. El mismo simbolismo del Centro explica otras series de imágenes cosmológicas y de creencias religiosas, de las que no mencionaremos sino las más importantes:


a) las ciudades santas y los santuarios se encuentran en el Centro del Mundo;
b) los templos son réplicas de la Montaña cósmica y constituyen, por consiguiente, el «vínculo» por excelencia entre la Tierra y el Cielo;
c) los cimientos de los templos se hunden profundamente en las regiones inferiores. Algunos ejemplos nos serán suficientes. A continuación trataremos de integrar todos esos aspectos diversos de un mismo simbolismo; así se verá con mayor nitidez cuan coherentes son esas concepciones tradicionales del mundo. La capital del Soberano chino se encuentra en el Centro del Mundo: el día del solsticio de verano, a mediodía, la varilla del reloj de sol no debe proyectar sombra. Asombra reencontrar el mismo simbolismo aplicado al Templo de Jerusalén: la roca sobre la que se había edificado era el «ombligo de la Tierra». El peregrino islandés Nicolás de Therva, que visitó Jerusalén el siglo xii, escribe del Santo Sepulcro: «Es allí donde se encuentra el centro del mundo; el día del solsticio de verano cae allí la luz del Sol perpendicularmente desde el Cielo». La misma concepción reaparece en el Irán: el país iranio (Airyanam Vaejah) es el Centro y el corazón del Mundo. De la misma manera que el corazón se encuentra en medio del cuerpo, «el país del Irán vale más que los restantes países porque está situado en medio del Mundo». Por ello Shiz, la «Jerusalén» de los iranios (pues se encontraba en el Centro del Mundo), era tenida por el lugar originario del poderío real y también por la ciudad natal de Zaratustra. En cuanto a la asimilación de los templos a las Montañas cósmicas y a su función de «vinculo» entre la Tierra y el Cielo, los propios nombres de las torres y de los santuarios babilonios dan testimonio: se llaman «Monte de la Casa», «Casa del Monte de todas las Tierras», «Monte de las Tempestades»,«Vinculo entre el Cielo y la Tierra», etc. El zigurat, propiamente hablando, era una Montaña cósmica: sus siete pisos representaban los siete cielos planetarios; al escalarlos, el sacerdote llegaba a la cima del Universo. Un simbolismo análogo explica la enorme construcción del templo de Barabuduren Java, que está edificado como una montaña artificial. Su ascensión equivale a un viaje extático al Centro del Mundo; al alcanzar la terraza superior, el peregrino realiza una ruptura de nivel; penetra en una «región pura», que trasciende el mundo profano. Dur-an-ki, «vínculo entre el Cielo y la Tierra»; así se denominaba un buen número de santuarios babilonios (en Nippur, en Larsa, en Sippar, etc.).Babilonia contaba con multitud de nombres, tales como «Casa de la base del Cielo y de la Tierra», «Vínculo entre el Cielo y la Tierra». Pero siempre era en Babilonia donde se efectuaba la unión entre la Tierra y las regiones inferiores, pues la ciudad se había edificado sobre báp-apsú, la «Puerta de Apsü», siendo apsú la denominación de las Aguas del Caos antes de la creación. La misma tradición reaparece entre los hebreos: la roca del Templo de Jerusalén se hundió profundamente en el tehóm, el equivalente hebraico de apsú. Lomismo que en Babilonia existía la «Puerta de Apsü», la roca del Templo de Jerusalén encerraba la «boca de te-hóm»El apsü, el tehóm simbolizan tanto el «Caos» acuático, la modalidad preformal de la materia cósmica, como el mundo de la Muerte, todo lo que precede a la vida y la sigue. La «Puerta de Apsü» y la roca que encierra la «boca de tehóm» designan no sólo el punto de intersección, y, por tanto, de comunicación, entre el mundo inferior y la Tierra, sino también la diferencia de régimen ontológico entre ambos planos cósmicos. Entre el tehóm y la roca del Templo que le cierra la «boca» se da una ruptura de nivel, un tránsito de lo virtual a lo formal, de la muerte a la vida. El Caos acuático que ha precedido a la creación simboliza al propio tiempo la regresión a lo amorfo efectuada en la muerte, el retorno a la modalidad larvaria de la existencia. Desde cierto punto de vista, las regiones inferiores son equiparables a las regiones desérticas y desconocidas que rodean el territorio habitado; el mundo de abajo, por encima del cual se asienta firmemente nuestro «Cosmos», corresponde al«Caos» que se extiende a lo largo de sus fronteras.




MIRCEA ELIADE
LO SAGRADO Y LO PROFANO
GUADARRAMA / PUNTO OMEGA
4ta. edición 1981
Traducción: Luis Gil










MIRCEA ELIADE
LO SAGRADO Y LO PROFANO
GUADARRAMA / PUNTO OMEGA4ta. edición 1981Traducción: Luis Gil

jueves, 15 de marzo de 2012

Octavio Paz: La LLama Doble (1914–1998)



  Amor y Erotismo 



Todos los días oímos esta frase: nuestro siglo es el siglo de la comunicación. Es un lugar común que, como todos, encierra un equívoco. Los medios modernos de transmisión de las noticias son prodigiosos; lo son mucho menos las formas en que usamos esos medios y la índole de las noticias e informaciones que se transmiten en ellos. Los medios muchas veces manipulan la información y, además, nos inundan con trivialidades. Pero aun sin esos defectos toda comunicación, incluso la directa y sin intermediarios, es equívoca. El diálogo, que es la forma más alta de comunicación que conocemos, siempre es un afrontamiento de alteridades irreductibles. Su carácter contradictorio consiste en que es un intercambio de informaciones concretas y singulares para el que las recibe. Digo verde y aludo a una sensación particular, única e inseparable de un instante, un lugar y un estado psíquico y físico: la luz cayendo sobre la yedra verde esta tarde un poco fría de primavera. Mi interlocutor escucha una serie de sonidos, percibe una situación y vislumbra la idea de verde. ¿Hay posibilidades de comunicación concreta? Sí, aunque el equívoco nunca desaparece del todo. Somos hombres, no ángeles. Los sentidos nos comunican con el mundo y, simultáneamente, nos encierran en nosotros mismos: las sensaciones son subjetivas e indecibles. El pensamiento y el lenguaje son puentes pero, precisamente por serlo, no suprimen la distancia entre nosotros y la realidad exterior. Con esta salvedad, puede decirse que la poesía, la fiesta y el amor son formas de comunicación concreta, es decir, de comunión. Nueva dificultad: la comunión es indecible y, en cierto modo, excluye la comunicación: no es un intercambio de noticias sino una fusión. En el caso de la poesía, la comunión comienza en una zona de silencio, precisamente cuando termina el poema. Podría definirse al poema como un organismo verbal productor de silencios. En la fiesta —pienso, ante todo, en los ritos y en otras ceremonias religiosas— la fusión se opera en sentido contrario: no el regreso al silencio, refugio de la subjetividad, sino entrada en el gran todo colectivo: el yo se vuelve un nosotros. En el amor, la contradicción entre comunicación y comunión es aún más patente.

El encuentro erótico comienza con la visión del cuerpo deseado. Vestido o desnudo, el cuerpo es una presencia: una forma que, por un instante, es todas las formas del mundo. Apenas abrazamos esa forma, dejamos de percibirla como presencia y la asimos como una materia concreta, palpable, que cabe en nuestros brazos y que, no obstante, es ilimitada. Al abrazar a la presencia, dejamos de verla y ella misma deja de ser presencia. Dispersión del cuerpo deseado: vemos sólo unos ojos que nos miran, una garganta iluminada por la luz de una lámpara y pronto vuelta a la noche, el brillo de un muslo, la sombra que desciende del ombligo al sexo. Cada uno de estos fragmentos ve por sí solo pero alude a la totalidad del cuerpo. Ese cuerpo que, de pronto, se ha vuelto infinito. El cuerpo de mi pareja deja de ser una forma y se convierte en una substancia informe e inmensa en la que, al mismo tiempo, me pierdo y me recobro. Nos perdemos como personas y nos recobramos como sensaciones. A medida que la sensación se hace más intensa, el cuerpo que abrazamos se hace más y más inmenso. Sensación de infinitud: perdemos cuerpo en ese cuerpo. El abrazo carnal es el apogeo del cuerpo y la pérdida del cuerpo. También es la experiencia de la pérdida de la identidad: dispersión de las formas en mil sensaciones y visiones, caída en una substancia oceánica, evaporación de la esencia. No hay forma ni presencia: hay la ola que nos mece, la cabalgata por las llanuras de la noche. Experiencia circular: se inicia por la abolición del cuerpo de la pareja, convertido en una substancia infinita que palpita, se expande, se contrae y nos encierra en las aguas primordiales; un instante después, la substancia se desvanece, el cuerpo vuelve a ser cuerpo y reaparece la presencia. Sólo podemos percibir a la mujer amada como forma que esconde una alteridad irreductible o como substancia que se anula y nos anula.

La condenación del amor carnal como un pecado contra el espíritu no es cristiana sino platónica. Para Platón la forma es la idea, la esencia. El cuerpo es una presencia en el sentido real de la palabra: la manifestación sensible de la esencia. Es el trasunto, la copia de un arquetipo divino: la idea eterna. Por esto, en el Fedro y en El Banquete, el amor más alto es la contemplación del cuerpo hermoso: contemplación arrobada de la forma que es esencia. El abrazo carnal entraña una degradación de la forma en substancia y de la idea en sensación. Por esto también Eros es invisible; no es una presencia: es la obscuridad palpitante que rodea a Psiquis y la arrastra en una caída sin fin. El enamorado ve la presencia bañada por la luz de la idea; quiere asirla pero cae en la tiniebla de un cuerpo que se dispersa en fragmentos. La presencia reniega de su forma, regresa a la substancia original para, al fin, anularse. Anulación de la presencia, disolución de la forma: pecado contra la esencia. Todo pecado atrae un castigo: vueltos del arrebato, nos encontramos de nuevo frente a un cuerpo y un alma otra vez extraños. Entonces surge la pregunta ritual: ¿en qué piensas? Y la respuesta: en nada. Palabras que se repiten en interminables galerías de ecos.

No es extraño que Platón haya condenado al amor físico. Sin embargo, no condenó a la reproducción. En El Banquete llama divino al deseo de procrear: es ansia de inmortalidad. Cierto, los hijos del alma, las ideas, son mejores que los hijos de la carne; sin embargo, en Las leyes exalta a la reproducción corporal. La razón: es un deber político engendrar ciudadanos y mujeres que sean capaces de asegurar la continuidad de la vida en la ciudad. Aparte de esta consideración ética y política, Platón percibió claramente la vertiente pánica del amor, su conexión con el mundo de la sexualidad animal y quiso romperla. Fue coherente consigo mismo y con su visión del mundo de las ideas incorruptibles, pero hay una contradicción insalvable en la concepción platónica del erotismo: sin el cuerpo y el deseo que enciende en el amante, no hay ascensión hacia los arquetipos. Para contemplar las formas eternas y participar en la esencia, hay que pasar por el cuerpo. No hay otro camino. En esto el platonismo es el opuesto a la visión cristiana: el Eros platónico busca la desencarnación mientras que el misticismo cristiano es sobre todo un amor de encarnación, a ejemplo de Cristo, que se hizo carne para salvarnos. A pesar de esta diferencia, ambos coinciden en su voluntad de romper con este mundo y subir al todo . El platónico por la escala de la contemplación, el cristiano por el amor a una divinidad que, misterio inefable, ha encarnado en un cuerpo.

Unidos en su negación de este mundo, el platonismo y el cristianismo vuelven a separarse en otro punto fundamental. En la contemplación platónica hay participación, no reciprocidad: las formas eternas no aman al hombre; en cambio, el Dios cristiano padece por los hombres, el Creador está enamorado de sus criaturas. Al amar a Dios, dicen los teólogos y los místicos, le devolvemos, pobremente, el inmenso amor que nos tiene. El amor humano, tal como lo conocemos y vivimos en Occidente desde la época del «amor cortés», nació de la confluencia entre el platonismo y el cristianismo y, asimismo, de sus oposiciones. El amor humano, es decir, el verdadero amor, no niega al cuerpo ni al mundo. Tampoco aspira a otro ni se ve como un tránsito hacia una eternidad más allá del cambio y del tiempo. El amor es amor no a este mundo sino de este mundo; está atado a la tierra por la fuerza de gravedad del cuerpo, que es placer y muerte. Sin alma —o como quiera llamarse a ese soplo que hace de cada hombre y de cada mujer una persona— no hay amor pero tampoco lo hay sin cuerpo. Por el cuerpo, el amor es erotismo y así se comunica con las fuerzas más vastas y ocultas de la vida. Ambos, el amor y el erotismo —llama doble— se alimentan del fuego original: la sexualidad. Amor y erotismo regresan siempre a la fuente primordial, a Pan y a su alarido que hace temblar la selva.

El reverso del Eros platónico es el tantrismo, en sus dos grandes ramas: la hindú y la budista. Para el adepto de Tantra, el cuerpo no manifiesta la esencia: es un camino de iniciación. Más allá no está la esencia, que para Platón es un objeto de contemplación y de participación; al final de la experiencia erótica el adepto llega, si es budista, a la vacuidad, un estado en que la nada y el ser son idénticos; si es hindú, a un estado semejante pero en el que el elemento determinante no es la nada sino el ser —un ser siempre idéntico a él mismo, más allá del cambio. Doble paradoja: para el budista, la nada está llena; para el hinduista, el ser esta vacío. El rito central del tantrismo es la copulación. Poseer un cuerpo y recorrer en él y con él todas las etapas del abrazo erótico, sin excluir a ninguno de sus extravíos o aberraciones, es repetir ritualmente el proceso cósmico de la creación, la destrucción y la recreación de los mundos. También es una manera de romper ese proceso y detener la rueda del tiempo y de las sucesivas reencarnaciones. El yogui debe evitar la eyaculación y esta práctica obedece a dos propósitos: negar la función reproductiva de la sexualidad y transformar el semen en pensamiento de iluminación. Alquimia erótica: la fusión del yo y del mundo, del pensamiento y la realidad, produce un relámpago: la iluminación, llamarada súbita que literalmente consume al sujeto y al objeto. No queda nada: el yogui se ha disuelto en lo incondicionado. Abolición de las formas. En el tantrismo hay una violencia metafísica ausente en el platonismo: romper el ciclo cósmico para penetrar en lo incondicionado. La cópula ritual es, por una parte, una inmersión en el caos, una vuelta a la fuente original de la vida; por otra, es una práctica ascética, una purificación de los sentidos y de la mente, una desnudez progresiva hasta llegar a la anulación del mundo y del yo. El yogui no debe retroceder ante ninguna caricia pero su goce, cada vez más concentrado, debe transformarse en suprema indiferencia. Curioso paralelo con Sade, que veía en el libertinaje un camino hacia la ataraxia, la insensibilidad de la piedra volcánica.

Las diferencias entre el tantrismo y el platonismo son instructivas. El amante platónico contempla la forma, el cuerpo, sin caer en el abrazo; el yogui alcanza la liberación a través de la cópula. En un caso, la contemplación de la forma es un viaje que conduce a la visión de la esencia y a la participación con ella; en el otro, la cópula ritual exige atravesar la tiniebla erótica y realizar la destrucción de las formas. A pesar de ser un rito acentuadamente carnal, el erotismo tántrico es una experiencia de desencarnación. El platonismo implica una represión y una sublimación: la forma amada es intocable y así se substrae de la agresión sádica. El yogui aspira a la abolición del deseo y de ahí la naturaleza contradictoria de su tentativa: es un erotismo ascético, un placer que se niega a sí mismo. Su experiencia está impregnada de un sadismo no físico sino mental: hay que destruir las formas. En el platonismo, el cuerpo amado es intocable; en el tantrismo el intocable es el espíritu del yogui. Por esto tiene que agotar, durante el abrazo, todas las caricias que proponen los manuales de erotología pero reteniendo la descarga seminal; si lo consigue, alcanza la indiferencia del diamante: impenetrable, luminoso y transparente.

Aunque las diferencias entre el platonismo y el tantrismo son muy hondas —corresponden a dos visiones del mundo y del hombre radicalmente opuestas— hay un punto de unión entre ellos: el otro desaparece. Tanto el cuerpo que contempla el amante platónico como la mujer que acaricia el yogui, son objetos, escalas en una ascensión hacia el cielo puro de las esencias o hacia esa región fuera de los mapas que es lo incondicionado. El fin que ambos persiguen está más allá del otro. Esto es, esencialmente, lo que los separa del amor, tal como ha sido descrito en estas páginas. Es útil repetirlo: el amor no es la búsqueda de la idea o la esencia; tampoco es un camino hacia un estado más allá de la idea y la no-idea, el bien y el mal, el ser y el no-ser. El amor no busca nada más allá de sí mismo, ningún bien, ningún premio; tampoco persigue una finalidad que lo trascienda. Es indiferente a toda trascendencia: principia y acaba en él mismo. Es una atracción por un alma y un cuerpo; no una idea: una persona. Esa persona es única y está dotada de libertad, para poseerla, el amante tiene que ganar su voluntad. Posesión y entrega son actos recíprocos.


    Como todas las grandes creaciones del hombre, el amor es doble: es la suprema ventura y la desdicha suprema. Abelardo llamó al relato de su vida: Historia de mis calamidades. Su mayor calamidad fue también su más grande felicidad: haber encontrado a Eloísa y ser amado por ella. Por ella fue hombre: conoció el amor; y por ella dejó de serlo: lo castraron. La historia de Abelardo es extraña, fuera de lo común; sin embargo, en todos los amores, sin excepción, aparecen esos contrastes, aunque casi siempre menos acusados. Los amantes pasan sin cesar de la exaltación al desánimo, de la tristeza a la alegría, de la cólera a la ternura, de la desesperación a la sensualidad. Al contrario del libertino, que busca a un tiempo el placer más intenso y la insensibilidad moral más absoluta, el amante está perpetuamente movido por sus contradictorias emociones. El lenguaje popular, en todos los tiempos y lugares, es rico en expresiones que describen la vulnerabilidad del enamorado: el amor es una herida, una llaga. Pero, como dice San Juan de la Cruz, es «una llaga regalada», un «cauterio suave», una «herida deleitosa». Sí, el amor es una flor de sangre. También es un talismán. La vulnerabilidad de los amantes los defiende. Su escudo es su indefensión, están armados de su desnudez. Cruel paradoja: la sensibilidad extrema de los amantes es la otra cara de su indiferencia, no menos extrema, ante todo lo que no sea su amor. El gran peligro que acecha a los amantes, la trampa mortal en que caen muchos, es el egoísmo. El castigo no se hace esperar: los amantes no ven nada ni a nadie que no sea ellos mismos hasta que se petrifican... o se aburren. El egoísmo es un pozo. Para salir al aire libre, hay que mirar más allá de nosotros mismos: allá está el mundo y nos espera.

El amor no nos preserva de los riesgos y desgracias de la existencia. Ningún amor, sin excluir a los más apacibles y felices, escapa a los desastres y desventuras del tiempo. El amor, cualquier amor, está hecho de tiempo y ningún amante puede evitar la gran calamidad: la persona amada está sujeta a las afrentas de la edad, la enfermedad y la muerte. Como un remedio contra el tiempo y la seducción del amor, los budistas concibieron un ejercicio de meditación que consistía en imaginar al cuerpo de la mujer como un saco de inmundicias. Los monjes cristianos también practicaron estos ejercicios de denigración de la vida. El remedio fue vano y provocó la venganza del cuerpo y de la imaginación exasperada: las tentaciones a un tiempo terribles y lascivas de los anacoretas. Sus visiones, aunque sombras hechas de aire, fantasmas que la luz disipa, no son quimeras: son realidades que viven en el subsuelo psíquico y que la abstención alimenta y fortifica. Transformadas en monstruos por la imaginación, el deseo las desata. Cada una de las criaturas que pueblan el infierno de San Antonio es un emblema de una pasión reprimida. La negación de la vida se resuelve en violencia. La abstención no nos libra del tiempo: lo transforma en agresión psíquica, contra los otros y contra nosotros mismos.

No hay remedio contra el tiempo. O, al menos, no lo conocemos. Pero hay que confiarse a la corriente temporal, hay que vivir. El cuerpo envejece porque es tiempo como todo lo que existe sobre esta tierra. No se me oculta que hemos logrado prolongar la vida y la juventud. Para Balzac la edad crítica de la mujer comenzaba a los treinta años; ahora a los cincuenta. Muchos científicos piensan que en un futuro más o menos próximo será posible evitar los achaques de la vejez. Estas predicciones optimistas contrastan con lo que sabemos y vemos todos los días: la miseria aumenta en más de la mitad del planeta, hay hambrunas e incluso en la antigua Unión Soviética, en los últimos años del régimen comunista, aumentó la tasa de la mortalidad infantil. (Ésta es una de las causas que explican el desplome del imperio soviético). Pero aun si se cumpliesen las previsiones de los optimistas, seguiríamos siendo súbditos del tiempo. Somos tiempo y no podemos substraernos a su dominio. Podemos transfigurarlo, no negarlo ni destruirlo. Esto es lo que han hecho los grandes artistas, los poetas, los filósofos, los científicos y algunos hombres de acción. El amor también es una respuesta: por ser tiempo y estar hecho de tiempo, el amor es, simultáneamente, conciencia de la muerte y tentativa por hacer del instante una eternidad. Todos los amores son desdichados porque todos están hechos de tiempo, todos son el nudo frágil de dos criaturas temporales y que saben que van a morir; en todos los amores, aun en los más trágicos, hay un instante de dicha que no es exagerado llamar sobrehumana: es una victoria contra el tiempo, un vislumbrar el otro lado, ese allá que es un aquí, en donde nada cambia y todo lo que es realmente es.

La juventud es el tiempo del amor. Sin embargo, hay jóvenes viejos incapaces de amor, no por impotencia sexual sino por sequedad de alma; también hay viejos jóvenes enamorados: unos son ridículos, otros patéticos y otros más sublimes. Pero ¿podemos amar a un cuerpo envejecido o desfigurado por la enfermedad? Es muy difícil, aunque no enteramente imposible. Recuérdese que el erotismo es singular y no desdeña ninguna anomalía. ¿No hay monstruos hermosos? Además, es claro que podemos seguir amando a una persona, a pesar de la erosión de la costumbre y la vida cotidiana o de los estragos de la vejez y la enfermedad. En esos casos, la atracción física cesa y el amor se transforma. En general se convierte no en piedad sino en com-pasión, en el sentido de compartir y participar en el sufrimiento de otro. Ya viejo, Unamuno decía: no siento nada cuando rozo las piernas de mi mujer pero me duelen las mías si a ella le duelen las suyas. La palabra pasión significa sufrimiento y, por extensión, designa también al sentimiento amoroso. El amor es sufrimiento, padecimiento, porque es carencia y deseo de posesión de aquello que deseamos y no tenemos; a su vez, es dicha porque es posesión, aunque instantánea y siempre precaria. El Diccionario de Autoridades registra otra palabra hoy en desuso pero empleada por Petrarca: comphatía. Deberíamos reintroducirla en la lengua pues expresa con fuerza este sentimiento de amor transfigurado por la vejez o la enfermedad del ser amado.

Según la tradición, el amor es un compuesto indefinible de alma y cuerpo; entre ellos, a la manera de un abanico, se despliegan una serie de sentimientos y emociones que van de la sexualidad más directa a la veneración, de la ternura al erotismo. Muchos de esos sentimientos son negativos: en el amor hay rivalidad, despecho, miedo, celos y finalmente odio. Ya lo dijo Catulo: el odio es indistinguible del amor. Esos afectos y esos resentimientos, simpatías y antipatías, se mezclan en todas las relaciones amorosas y componen un licor único, distinto en cada caso y que cambia de coloración, aroma y sabor según cambian el tiempo, las circunstancias y los humores. Es un filtro más poderoso que el de Tristán e Isolda. Da vida y muerte: todo depende de los amantes. Puede transformarse en pasión, aborrecimiento, ternura y obsesión. A cierta edad, puede convertirse en comphatía. ¿Cómo definir a este sentimiento? No es un afecto de la cabeza ni del sexo sino del corazón. En el fruto último del amor, cuando se ha vencido a la costumbre, al tedio y a esa tentación insidiosa que nos hace odiar todo aquello que hemos amado.


    El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo, estira los minutos y los alarga como siglos. El tiempo, que es medida isócrona, se vuelve discontinuo e inconmensurable. Pero después de cada uno de esos instantes sin medida, volvemos al tiempo y a su horario: no podemos escapar de la sucesión. El amor comienza con la mirada: miramos a la persona que queremos y ella nos mira. ¿Qué vemos? Todo y nada. No por mucho tiempo; al cabo de un momento, desviamos los ojos. De otro modo, ya lo dije, nos petrificaríamos. En uno de sus poemas más complejos, Donne se refiere a esta situación. Arrobados, los amantes se miran interminablemente:

wee, like sepulchrallstatues lay;
All day, the same our postures were,
And wee said nothing, all the day.

Si se prolongase esta inmóvil beatitud, pereceríamos. Debemos volver a nuestros cuerpos, la vida nos reclama:

Love mysteries in soules doe grow,
But yet the body is his booke.

Tenemos que mirar, juntos, al mundo que nos rodea. Tenemos que ir más allá, al encuentro de lo desconocido.

Si el amor es tiempo, no puede ser eterno. Está condenado a extinguirse o a transformarse en otro sentimiento. La historia de Filemón y Baucis, contada por Ovidio en el libro VIII de Las metamorfosis , es un ejemplo encantador. Júpiter y Mercurio recorren Frigia pero no encuentran hospitalidad en ninguna de las casas adonde piden albergue, hasta que llegan a la choza del viejo, pobre y piadoso Filemón y de su anciana esposa, Baucis. La pareja los acoge con generosidad, les ofrece un lecho rústico de algas y una cena frugal, rociada con un vino nuevo que beben en vasos de madera. Poco a poco los viejos descubren la naturaleza divina de sus huéspedes y se prosternan ante ellos. Los dioses revelan su identidad y ordenan a la pareja que suba con ellos a la colina. Entonces, con un signo, hacen que las aguas cubran la tierra de los frigios impíos y convierten en pantano sus casas y sus campos. Desde lo alto, Baucis y Filemón ven con miedo y lástima la destrucción de sus vecinos; después, maravillados, presencian como su choza se transforma en un templo de mármol y techo dorado. Entonces Júpiter les pide que digan su deseo. Filemón cruza unas cuantas palabras con Baucis y ruega a los dioses que los dejen ser, mientras duren sus vidas, guardianes y sacerdotes del santuario. Y añade: puesto que hemos vivido juntos desde nuestra juventud, queremos morir unidos y a la misma hora: «que yo no vea la pira de Baucis ni que ella me sepulte». Y así fue: muchos años guardaron el templo hasta que, gastados por el tiempo, Baucis vio a Filemón cubrirse de follajes y Filemón vio cómo el follaje cubría a Baucis. Juntos dijeron: «Adiós esposo» y la corteza ocultó sus bocas. Filemón y Baucis se convirtieron en dos árboles: una encina y un tilo. No vencieron al tiempo, se abandonaron a su curso y así lo transformaron y se transformaron.

Filemón y Baucis no pidieron la inmortalidad ni quisieron ir más allá de la condición humana: la aceptaron, se sometieron al tiempo. La prodigiosa metamorfosis con la que los dioses —el tiempo— los premiaron, fue un regreso: volvieron a la naturaleza para compartir con ella, y en ella, las sucesivas transformaciones de todo lo vivo. Así, su historia nos ofrece a nosotros, en este fin de siglo, otra lección. La creencia en la metamorfosis se fundó, en la Antigüedad, en la continua comunicación entre los tres mundos: el sobrenatural, el humano y el de la naturaleza. Ríos, árboles, colinas, bosques, mares, todo estaba animado, todo se comunicaba y todo se transformaba al comunicarse. El cristianismo desacralizó a la naturaleza y trazó una línea divisoria e infranqueable entre el mundo natural y el humano. Huyeron las ninfas, las náyades, los sátiros y los tritones o se convirtieron en ángeles o en demonios. La Edad Moderna acentuó el divorcio: en un extremo, la naturaleza y, en el otro, la cultura. Hoy, al finalizar la modernidad, redescubrimos que somos parte de la naturaleza. La tierra es un sistema de relaciones o, como decían los estoicos, una «cons-piración de elementos», todos movidos por la simpatía universal. Nosotros somos partes, piezas vivas en ese sistema. La idea del parentesco de los hombres con el universo aparece en el origen de la concepción del amor. Es una creencia que comienza con los primeros poetas, baña a la poesía romántica y llega hasta nosotros. La semejanza, el parentesco entre la montaña y la mujer o entre el árbol y el hombre, son ejes del sentimiento amoroso. El amor puede ser ahora, como lo fue en el pasado, una vía de reconciliación con la naturaleza. No podemos cambiarnos en fuentes o encinas, en pájaros o en toros, pero podemos reconocernos en ellos.

No menos triste que ver envejecer y morir a la persona que amamos, es descubrir que nos engaña o que ha dejado de querernos. Sometido al tiempo, al cambio y a la muerte, el amor es víctima también de la costumbre y del cansancio. La convivencia diaria, si los enamorados carecen de imaginación, puede acabar con el amor más intenso. Poco podemos contra los infortunios que reserva el tiempo a cada hombre y a cada mujer. La vida es un continuo riesgo, vivir es exponerse. La abstención del ermitaño se resuelve en delirio solitario, la fuga de los amantes en muerte cruel. Otras pasiones pueden seducirnos y arrebatarnos. Unas superiores, como el amor a Dios, al saber o a una causa; otras bajas, como el amor al dinero o al poder. En ninguno de esos casos desaparece el riesgo inherente a la vida: el místico puede descubrir que corría detrás de una quimera, el saber no defiende al sabio de la decepción que es todo saber, el poder no salva al político de la traición del amigo. La gloria es una cifra equivocada con frecuencia y el olvido es más fuerte que todas las reputaciones. Las desdichas del amor son las desdichas de la vida.

A pesar de todos los males y todas las desgracias, siempre buscamos querer y ser queridos. El amor es lo más cercano, en esta tierra, a la beatitud de los bienaventurados. Las imágenes de la edad de oro y del paraíso terrenal se confunden con las del amor correspondido: la pareja en el seno de una naturaleza reconciliada. A través de más de dos milenios, lo mismo en Occidente que en Oriente, la imaginación ha creado parejas ideales de amantes que son la cristalización de nuestros deseos, sueños, temores y obsesiones. Casi siempre esas parejas son jóvenes: Dafnis y Cloe, Calixto y Melibea, Bao-yu y Dai-yu. Una de las excepciones es, precisamente, la de Filemón y Baucis. Emblemas del amor, esas parejas conocen una dicha sobrehumana pero también un final trágico. La Antigüedad vio en el amor un desvarío e incluso el mismo Ovidio, gran cantor de los amoríos fáciles, dedicó un libro entero, las Heroidas , a las desventuras del amor: separación, ausencia, engaño. Se trata de veintiuna epístolas de mujeres célebres a los amantes y esposos que las han abandonado, todos ellos héroes legendarios. Sin embargo, para la Antigüedad el arquetipo fue juvenil y dichoso: Dafnis y Cloe, Eros y Psiquis. En cambio, la Edad Media se inclina decididamente por el modelo trágico. El poema de Tristán comienza así: «Señores, ¿les agradaría oír un hermoso cuento de amor y de muerte? Se trata de la historia de Tristán y de Isolda, la reina. Escuchad cómo, entre grandes alegrías y penas, se amaron y murieron el mismo día, él por ella y ella por él...» Desde el Renacimiento, nuestro arquetipo también es trágico: Calixto y Melibea, pero, sobre todo y ante todo, Romeo y Julieta. Esta última es la más triste de todas esas historias, pues los dos mueren inocentes y víctimas no del destino sino de la casualidad. Con Shakespeare el accidente destrona al Destino antiguo y a la Providencia cristiana.

Hay una pareja que abarca a todas las parejas, de los viejos Filemón y Baucis a los adolescentes Romeo y Julieta; su figura y su historia son las de la condición humana en todos los tiempos y lugares: Adán y Eva. Son la pareja primordial, la que contiene a todas. Aunque es un mito judeo-cristiano, tiene equivalentes o paralelos en los relatos de otras religiones. Adán y Eva son el comienzo y el fin de cada pareja. Viven en el paraíso, un lugar que no está más allá del tiempo sino en su principio. El paraíso es lo que está antes; la historia es la degradación del tiempo primordial, la caída del eterno ahora en la sucesión. Antes de la historia, en el paraíso, la naturaleza era inocente y cada criatura vivía en armonía con las otras, con ella misma y con el todo. El pecado de Adán y Eva los arroja al tiempo sucesivo: al cambio, al accidente, al trabajo y a la muerte. La naturaleza, corrompida, se divide y comienza la enemistad entre las criaturas, la carnicería universal: todos contra todos. Adán y Eva recorren este mundo duro y hostil, lo pueblan con sus actos y sus sueños, lo humedecen con su llanto y con el sudor de su cuerpo. Conocen la gloria del hacer y del procrear, el trabajo que gasta el cuerpo, los años que nublan la vista y el espíritu, el horror del hijo que muere y del hijo que mata, comen el pan de la pena y beben el agua de la dicha. El tiempo los habita y el tiempo los deshabita. Cada pareja de amantes revive su historia, cada pareja sufre la nostalgia del paraíso, cada pareja tiene conciencia de la muerte y vive un continuo cuerpo a cuerpo con el tiempo sin cuerpo... Reinventar el amor es reinventar a la pareja original, a los desterrados del Edén, creadores de este mundo y de la historia.

El amor no vence a la muerte: es una apuesta contra el tiempo y sus accidentes. Por el amor vislumbramos, en esta vida, a la otra vida. No a la vida eterna sino, como he tratado de decirlo en algunos poemas, a la vivacidad pura. En un pasaje célebre, al hablar de la experiencia religiosa, Freud se refiere al «sentimiento oceánico», ese sentirse envuelto y mecido por la totalidad de la existencia. Es la dimensión pánica de los antiguos, el furor sagrado, el entusiasmo: recuperación de la totalidad y descubrimiento del yo como totalidad dentro del Gran Todo. Al nacer, fuimos arrancados de la totalidad; en el amor todos nos hemos sentido regresar a la totalidad original. Por esto, las imágenes poéticas transforman a la persona amada en naturaleza —montaña, agua, nube, estrella, selva, mar, ola— y, a su vez, la naturaleza habla como si fuese mujer. Reconciliación con la totalidad que es el mundo. También con los tres tiempos. El amor no es la eternidad; tampoco es el tiempo de los calendarios y los relojes, el tiempo sucesivo. El tiempo del amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante. No nos libra de la muerte pero nos hace verla a la cara. Ese instante es el reverso y el complemento del «sentimiento oceánico». No es el regreso a las aguas de origen sino la conquista de un estado que nos reconcilia con el exilio del paraíso. Somos el teatro del abrazo de los opuestos y de su disolución, resueltos en una sola nota que no es de afirmación ni de negación sino de aceptación. ¿Qué ve la pareja, en el espacio de un parpadeo? La identidad de la aparición y la desaparición, la verdad del cuerpo y del no-cuerpo, la visión de la presencia que se disuelve en un esplendor: vivacidad pura, latido del tiempo.


                                                            México, 01 de mayo de 1993