domingo, 11 de marzo de 2012

Fernando Pessoa (1888–1935)

 El libro del
       Desasosiego
                                                                       Fragmento


Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura; y su crítica científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades salvajes de la «ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la libertad de discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas metafísicos, arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen a la metafísica. 

Ebrias de algo dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política, de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca definió.

Pero el criticismo ordinario de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados.


En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación. Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir.

Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a todas.

Nosotros perdimos ésta, y también las otras.

Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la formula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.


Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha.


Unos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución. Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la conciencia.


  Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la muerte. 
        Pero otros, Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer.



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