El DESPERTAR DEL
HOMBRE LAICO
Cuando por primera vez estudié la historia mundial, en el colegio
secundario, fui sorprendido por las extrañas virtudes del ejército turco, que
más o menos se sintetizaban así: en 1453 tomaba Constantinopla y ponía fin, de
tal manera, a la Edad Media; inmediatamente, una cantidad de señores se ponían
a refutar a Aristóteles con pesas que caían de una torre y planos inclinados,
o mirando a través del tubo de un telescopio. Esta doctrina sobre las propiedades del ejército turco es bastante
popular y, aunque no sea con tal nitidez, figura en muchos textos escolares. Y
hasta tal punto domina en la enseñanza que al doblar el cabo del año 1453 se pasa
a otro volumen y a otro año de estudios. Cuando ya de grande me interesé por la historia de la ciencia, encontré
que en aquella época tenebrosa que antecedió a la caída de Constantinopla los
europeos habían inventado o reinventado la pólvora, la imprenta, las armas de
fuego, la brújula, la pintura al óleo, las catedrales, el molino de viento, el
molino de agua, las lentes, el timón, la exclusa, la forja de fuelle, la
medicina y la cirugía, el reloj mecánico, los fundamentos de la ciencia
experimental, los vitrales, los esmaltes, los mapas matemáticos, la navegación
de altura, la industria de los tejidos y del vidrio. ¿Quiénes habían elaborado
todo eso? En general, es peligroso cortar la historia en pedazos. Pero, si debemos
buscar el viraje que originó nuestra civilización, hay que buscarlo en la época
de las Cruzadas. Es ahí, en las comunas burguesas, donde verdaderamente se
inician los Tiempos Modernos, con una nueva concepción del hombre y su destino. Entre el derrumbe del Imperio Romano y el despertar del siglo XII el
mundo occidental se sume en lo que propiamente debería llamarse "edad media". El hombre se sumerge en los valores espirituales y sólo vive para
Dios: el dinero y la razón emigran hacia mejores territorios, refugiándose en
Bizancio, en el imperio musulmán, entre los judíos. Bajo la doble presión de
la ética cristiana y del aislamiento militar, el hombre de Occidente renunció
durante seis siglos a las dos potencias que mejor parecen representar los
halagos de la materia y del pensamiento, la tentación del espíritu mundano. Es
difícil precisar por qué despierta Occidente. Lo que sucede es el resultado de
infinitos factores, desde una ética hasta la belleza de una mujer, desde una
estructura económica hasta el poder de convicción de un fanático a caballo. Es
muy difícil, y a menudo muy bizantino, establecer las causas últimas de un
acontecer histórico; parece mejor tomar el hecho en su totalidad, como una
estructura cerrada.
Hacia la época de las Cruzadas comienza el despertar de Occidente,
gracias a un conjunto de factores concomitantes: el debilitamiento del poder
musulmán, la relativa tranquilidad de las ciudades después de tantos siglos de
lucha y destrucción, la pérdida de las esperanzas en el advenimiento del reino
de Dios sobre la tierra, la reapertura del comercio mediterráneo. ¿Cuál de
todos ellos es el factor último? No es fácil discriminarlo, Pero en cambio es
fácil advertir que debajo de todos ellos actúan dos fuerzas fundamentales: la
razón y el dinero. El levantamiento de la razón comienza en el seno de la teología hacia el
siglo XI, con Berengario de Tours. San Pedro Damián combate esta tentativa,
manifestando su desconfianza por la ciencia y la filosofía, poniendo en duda la
validez de las leyes del pensamiento y, en particular, la validez absoluta del
principio de contradicción, que aunque rige en el mundo de lo finito —afirma—
no rige para el ser divino.
La polémica se agudiza con Abelardo, quien sostiene que no se debe creer
sin pruebas: sólo la razón debe decidir en pro o en contra. Es silenciado por
San Bernardo, pero representa, en pleno siglo XII, el heraldo de los tiempos
nuevos, en que la inteligencia, ya desenfrenada, no reconocerá otra soberanía
que la de la razón. "¡Oh, Jesús! —exclamará un teólogo en estado de
embriaguez racionalista—. ¡Cuánto he reforzado y ensalzado Tu doctrina! En
verdad, si fuera Tu enemigo, podría invalidarla y refutarla con argumentos
todavía más poderosos."
Pero para que esa soberanía de la razón se estableciera, era menester el
afianzamiento de su aliado el dinero. Entonces, toda la gigantesca estructura
de la Iglesia y de la Feudalidad se vendrá abajo. El dinero había aumentado silenciosamente su poderío en las comunas
italianas desde las Cruzadas. La Primera Cruzada, la Cruzada por antonomasia,
fue la obra de la fe cristiana y del espíritu de aventura de un mundo
caballeresco, algo grande y romántico, ajeno a la idea de lucro. Pero la
historia es tortuosa y era el destino de este ejército señorial servir casi
exclusivamente al resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el
Santo Sepulcro ni Constantinopla, pero se reanudaron las rutas comerciales con
Oriente. Las Cruzadas promovieron el lujo y la riqueza y, con ellos, el ocio
propicio a la meditación profana, el humanismo, la admiración por las ciudades
de la antigüedad.
Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la clase burguesa.
Durante los siglos XII y XIII, esta clase triunfa por todos lados. Sus luchas y
su ascenso provocaron transformaciones de tan largo alcance que hoy sentimos
sus últimas consecuencias. Ya que nuestra crisis es la reducción al absurdo de
aquella irrupción de la clase mercantil.
DEL NATURALISMO A LA MÁQUINA
Al despertar del largo ensueño del Medioevo, el hombre redescubre el
mundo natural y al hombre natural, el paisaje y su propio cuerpo.
Su realidad será ahora secular y profana, o tenderá a serlo cada vez más,
pues una visión del mundo no cambia instantáneamente. Pero lo que importa es
ver las líneas de fuerza que ocultamente empiezan a dirigir la orientación de
una sociedad, la inquietud de sus hombres, la dirección de sus miradas; sólo
así puede saberse lo que va a acontecer visiblemente varios siglos después. La
profanidad de Rafael no se explica sin esa oculta tensión de las líneas de
fuerza que empiezan a actuar ya en el siglo XII. Entre un Giotto y un Rafael
—comienzo y fin de un proceso— hay toda la distancia que media entre un
pequeñoburgués profundamente cristiano, todavía sumergido hasta la cintura en
la Edad Media, y un artista mundano, emancipado de toda religiosidad.
La vuelta a la naturaleza es un rasgo esencial de los comienzos
renacentistas y se manifiesta tanto en el lenguaje popular como en las artes
plásticas, en la literatura satírica como en la ciencia experimental. Los
pintores y escultores descubren el paisaje y el desnudo. Y en el redescubrimiento del desnudo no sólo influye la tendencia general
hacia la naturaleza, sino el auge de los estudios anatómicos y el espíritu
igualitario de la pequeña burguesía: porque el desnudo, como la muerte, es
democrático. La primera actitud del hombre hacia la naturaleza fue de candoroso amor,
como en San Francisco. Pero dice Max Scheler que amar y dominar son dos
actitudes complementarias, y a ese amor desinteresado y panteístico siguió el
deseo de dominación, que habría de caracterizar al hombre moderno. De este
deseo nace la ciencia positiva, que no es ya mero conocimiento contemplativo,
sino el instrumento para la dominación del universo. Actitud arrogante que
termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la
ciencia con el libro sagrado. El hombre secularizado —animal instrumentificum— lanza finalmente la
máquina contra la naturaleza, para conquistarla. Pero dialécticamente ella
terminará dominando a su creador.
EL DIABLO REEMPLAZA A LA METAFÍSICA
El fundamento del mundo feudal era la tierra; como consecuencia, esta
sociedad es estática, conservadora y espacial. En cambio, el fundamento del mundo moderno es la ciudad; la sociedad
resultante es dinámica, liberal y temporal. En este nuevo orden prevalece el
tiempo sobre el espacio, porque la ciudad está dominada por el dinero y la
razón, fuerzas móviles por excelencia. La dinámica es una rama moderna de la
física, contemporánea de la industria y de la balística del Renacimiento; los
antiguos sólo habían desarrollado la estática. La característica de la nueva sociedad es la cantidad. El mundo feudal
era un mundo cualitativo: el tiempo no se medía, se vivía en términos de
eternidad y el tiempo era el natural de los pastores, del despertar y del descanso,
del hambre y del comer, y del amor y del crecimiento de los hijos, el pulso de
la eternidad; era un tiempo cualitativo, el que corresponde a una comunidad que
no conoce el dinero.
Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de las figuras en una
ilustración no correspondían a las distancias ni a la perspectiva: eran
expresión de la jerarquía. Pero cuando irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica. En una
sociedad en que el simple transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que
"el tiempo es oro", es natural que se lo mida, y que se lo mida
minuciosamente. Desde el siglo XV los relojes mecánicos invaden Europa y el
tiempo se convierte en una entidad abstracta y objetiva, numéricamente
divisible. Habrá que llegar hasta la novela actual para que el viejo tiempo
intuitivo sea recuperado por el hombre.
El espacio también se cuantifica. La empresa que fleta un barco cargado
de valiosas mercancías no va a confiar en esos dibujos de una ecumene rodeada
de grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no poe¬tas. El artillero que debe
atacar una plaza fuerte necesita que el matemático le calcule el ángulo de
tiro. El ingeniero civil que construye canales y diques, máquinas de hilar y
de tejer, bombas para minas; el constructor de barcos, el cambista, el
ingeniero militar, todos ellos tienen necesidad de matemática y de un espacio
cuadriculado. El artista de aquel tiempo surge del artesano —en realidad de la misma
persona— y es lógico que lleve al arte sus preocupaciones técnicas. Piero della
Francesca, creador de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la
pintura. Entusiasmados con la novedad, los pintores italianos comienzan a
emplear una perspectiva abundante y muy visible, como nuevos ricos de este arte
geométrico. El viejo Uccello se extasía tanto ante el invento, que su mujer
tiene que reclamarlo repetidas veces para la comida. Leonardo escribe en su
Tratado: "Dispon luego las figuras de hombres vestidos o desnudos de la
manera que te has propuesto hacer efectiva, sometiendo a la perspectiva las
magnitudes y medidas, para que ningún detalle de tu trabajo resulte contrario a
lo que aconsejan la razón y los efectos naturales". Y en otro aforismo
agrega: "La perspectiva, por consiguiente, debe ocupar el primer puesto
entre todos los discursos y disciplinas del hombre. En su dominio, la línea
luminosa se combina con las variedades de la demostración y se adorna
gloriosamente con las flores de las matemáticas y más aún con las de la
física".
Según Alberti, el artista es ante todo un matemático, un técnico, un
investigador de la naturaleza.
Y así, también, irrumpe la proporción. El intercambio comercial de las
ciudades italianas con Oriente facilitó el retorno de las ideas pitagóricas,
que habían sido corrientes en la arquitectura romana. Pero es con la
emigración de los eruditos griegos de Constantinopla cuando en Italia comienza
el real resurgimiento de Platón y, a través de él, de Pitágoras. Cosimo recoge
a los sabios y él mismo sigue sus enseñanzas en la Academia de Florencia. De
este modo, el misticismo numerológico de Pitágoras celebra matrimonio con el de los florines, ya que la aritmética regía por igual el mundo de los
poliedros y el de los negocios. Con razón sostiene Simmel que los negocios
introdujeron en Occidente el concepto de exactitud numérica, que será la
condición del desarrollo científico. El viejo tirano dejaba sus múltiples
preocupaciones para asistir, embelesado, a las discusiones académicas; y, por
un complicado mecanismo, Sócrates lo aliviaba del último envenenado. Lo mismo,
más tarde, su nieto Lorenzo: "Sin Platón, me sentia incapaz de ser buen
ciudadano y buen cristiano", aforismo paradójico que no le impedía
degollar o ahorcar a sus enemigos políticos.
Nada muestra mejor el espíritu del tiempo que las obras de Luca Pacioli, especie de almacén en que se encuentran desde los inevitables elogios al duque hasta las proporciones del cuerpo humano, desde contabilidad por partida doble hasta la trascendencia metafísica de la Divina Proporción: "Esta nuestra proporción, oh excelso Duque, es tan digna de prerrogativa y excelencia como la que más, con respecto a su infinita potencia, puesto que sin su conocimiento muchísimas cosas muy dignas de admiración, ni en filosofía ni en otra ciencia alguna, podrían venir a luz". Sucesivamente la califica de divina, exquisita, inefable, singular, esencial, admirable, innominable, inestimable, excelsa, suprema, excelentísima, incomprensible y dignísima. Parece como si hablara del propio Duque de Milán. Este concepto pitagórico tuvo influencia en casi todos los artistas del Renacimiento italiano, así como en Durero. Pero también se extendió al campo de las ciencias, como puede observarse en los trabajos de Cardano, Tartaglia y Stevin. Finalmente, reaparece en la mística de la armonía kepleriana y en las hipótesis estético-metafísicas que sirvieron de base a las investigaciones de Galileo. Porque los que piensan que los hombres de ciencia investigan sin prejuicios estético-metafísicos tienen una idea bastante singular de lo que es la investigación científica. Este es el hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el mundo, las tiene a su servicio, es el dios de la tierra: es el diablo. Su lema es: todo puede hacerse. Sus armas son el oro y la inteligencia. Su procedimiento es el cálculo.
Jacobo Loredano asienta en su Libro Mayor: "Al Dux Foscari, por la muerte de mi hijo y de mi tío". Después de haber eliminado a Foscari y a su hijo, agrega: "Pagado". Gianozzo Manetti ve en Dios algo así como el maestro duno traffico. Villani considera que las donaciones y limosnas son una forma contractual de asegurarse la ayuda
divina. Inocencio VIII instaura un banco de indulgencias, en donde se
venden absoluciones por asesinatos. Esta mentalidad calculadora de los
mercaderes se extiende en todas direcciones. Empieza por dominar la
navegación, la arquitectura y la industria. Con las armas de fuego invade el
arte de la guerra, a través de la balística y la fortificación. Se
desvalorizan la lanza y la espada del caballero, a la bravura individual del
señor a caballo sucede la eficacia del ejército mercenario.
A estos ingenieros no les interesa la Causa Primera. El saber técnico toma
el lugar de la preocupación metafísica, la eficacia y la precisión reemplazan a
la angustia religiosa. Para juzgar hasta qué punto esto es la esencia del
espíritu burgués, véase la crítica que Valéry hace a la metafísica en Leonardo
y los filósofos: aunque falaz, es la misma que hace Leonardo, la misma que
hacen los pragmatistas y positivistas, esos ingenieros de la filosofía.
La mentalidad calculadora invade finalmente la política: Maquiavelo es el
ingeniero del poder estatal. Se impone una concepción dinámica e inescrupulosa.
Que no reconoce honor, ni derechos de sangre, ni tradición. ¡Qué lejos estamos
de aquella cristiandad unida en su fe contra los infieles! El Papa Alejandro
VI intenta la alianza de los turcos contra los venecianos. Las dinastías se
levantan y se liquidan mediante el puñal de asesinos a sueldo, a tantos ducados
por cabeza. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que puedan impedir el
desarrollo de los planes humanos. Leonardo, en sus laboriosas noches del
hospital Santa María, inclinado sobre el pecho abierto de los cadáveres, busca
el secreto de la vida y de la muerte, quiere ver cómo Dios crea seres vivos,
ansia suplantarlo, exclama: "Voglio fare miracoli!".
COMPLEJIDAD Y DRAMA DEL HOMBRE RENACENTISTA
Estamos hablando de las fuerzas dominantes, pero es necesario que ahora consideremos las contrafuerzas. El Renacimiento, como cualquier época, sólo puede ser profundamente juzgado si se lo pien¬sa como la lucha y la síntesis de fuerzas encontradas. La afirmación (provisoria y parcial ) de que el Renacimiento es un proceso de se¬cularización no implica negar el misticismo de Savonarola o de Mi¬guel Ángel. Bastaría sentir por un instante, en el Palazzo del Bargello, la tierna y estremecida actitud del San Giovannino, de Donatello, para comprender hasta qué punto es trivial aquella creencia so¬bre la mera profanidad del Renacimiento.
Una doctrina no traduce unívocamente una época, sino se for¬ma de manera
compleja; en parte por el desarrollo autónomo y pu¬ramente intelectual de las
ideas anteriores —por o en contra de esas ideas—, en parte como manifestación
del espíritu de su tiempo. Y también esto de manera polémica: al espíritu
religioso de la Edad Media sucede el espíritu profano de la burguesía; pero, al
asumir és¬te sus formas más groseras, suscita la reacción mística de
Savonarola. Artistas como Miguel Ángel y Botticelli fueron intensamente
conmovidos por esta reacción, y no sólo no contradicen la profani¬dad del
Renacimiento, sino que son su consecuencia.
Por eso es falso afirmar que "el Renacimiento es una vuelta a la
antigüedad". La historia no retorna jamás. Lo que hay es un retorno de
ciertas características del espíritu grecolatino, en la medida en que también
había sido un espíritu ciudadano, el producto de una cultura de ciudades, una
civilización.
Mas las ciudades renacentistas eran ciudades distintas de las antiguas y bastaría
la sola existencia del cristianismo para diferenciar radicalmente esta nueva
civilización de la antigua. ¿Cómo sería posible comparar el realismo de un
espíritu cristiano como Donatello con el realismo de un escultor griego? La importancia del cristianismo se revela hasta en aquella actividad del
espíritu que, por su naturaleza, parece más alejada: la ciencia positiva. Mucho
se sorprenderían los anticlericales de barrio si se les dijese que la ciencia
occidental nació gracias a la Iglesia, y no obstante es así. Creo posible
explicar aquel proceso de la siguiente manera:
Durante la Edad Media, la Iglesia está caracterizada por dos temas: el dogma y la abstracción. La burguesía aparece caracterizada por los dos temas contrapuestos: la libertad y el realismo. Entre los clérigos y los burgueses están los humanistas. El sentido naturalista, concreto, vivo del humanismo, frente a la aridez escolástica, lo hace un aliado de la burguesía: con su paganismo, conmueve los fundamentos de la Iglesia, es revolucionario, ayuda al ascenso de la nueva clase; los dos temas de la burguesía —libertad y realismo— son los suyos propios; y no es extraño, en consecuencia, que la mayor parte de los humanistas proviniesen de la clase mercantil. Al otorgar a los escritos de los antiguos tanto valor como a la Biblia, el cristianismo se hizo irreconocible en estos hombres; la yuxtaposición de ambos cultos tenía que conducir a la indiferencia y finalmente al ataque de la moral cristiana y de las instituciones eclesiásticas, paso que dio Lorenzo Valla, esa especie de protestante avant la lettre. Pero en el momento en que el humanismo se extasía con la antigüedad, en el momento en que hace de su culto un juego cortesano y exquisito, se vuelve conservador y reaccionario: técnicos como Leonardo, los hombres que mejor representan el espíritu de la modernidad, mirarán como a charlatanes a los señores que se pasaban el día discutiendo en la Academia, a esos pedantes que habían vuelto la espalda al lenguaje popular para entregarse a la vana resurrección del latín, a esos presuntuosos que habían dejado de llamarse Fortiguerra o Wolfgang Schenk para convertirse, grandiosamente, en Cartero-machus y Lupambulus Ganimedes. De esta manera, el humanismo pasa del tema de la libertad al tema del dogma, al dogma de la antigüedad. Y de la revolución pasa a la reacción.
En cuanto al burgués, había insurgido como realista, preocupándose solamente por lo que tenía delante de las narices, desconfiando de toda suerte de abstracciones. Pero con palancas y ruedas no se hace la ciencia moderna: es necesario unir los hechos en un esquema racional y abstracto. Por eso, paradójicamente, la ciencia positiva no pudo surgir sin la ayuda de la Iglesia, pues mientras su faz técnica y utilitaria proviene de la burguesía, su lado teórico, la idea de una racionalidad del Universo (sin la cual ninguna ciencia es posible), proviene de la escolástica. De este modo, apenas la burguesía ha llegado a la etapa de la ciencia, hace suyo el tema de la abstracción, que caracterizaba a la escolástica, pero lo instrumenta a su modo, uniéndolo al saber concreto y utilitario, entrelazándolo a los poderes temporales de la máquina y el capitalismo y, a través del número, al tema de la belleza en la proporción, que era típico del humanismo. Y así, en este fugaz reinado pitagórico, oímos la última parte de una compleja partitura, en que todos los temas iniciales aparecen complicados y entrelazados de tal manera que apenas puede distinguirse a Platón de Aristóteles, a las preocupaciones prácticas de las metafísicas, a la aridez escolástica de la intuición concreta. Pero esto no es todo. Además del cristianismo, hay dos fuerzas que complican aun más el proceso renacentista.
Como dice Jung, el proceso cultural consiste en una dominación progresiva
de lo animal en el hombre, un proceso de domesticación que no puede llevarse a
cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad. De
tiempo en tiempo, una especie de embriaguez acomete a la humanidad, que ha ido
entrando por las vías de la cultura. La antigüedad experimentó esa embriaguez
en las orgías dionisíacas, desbordadas de Oriente, y que cons¬tituyeron un
elemento esencial y característico de la cultura clásica. Según la ley ya establecida
por Heráclito de la enantiodromía, o contracorriente, todo marcha hacia su
contrario, y a la orgía dionisíaca tenía que seguir, fatalmente, el ideal
estoico y luego el ascetismo de Mitra y de Cristo; hasta que, con el
Renacimiento, un nuevo, tu¬multuoso y adolescente entusiasmo intenta el dominio
del espíritu humano. Este espíritu dionisíaco explica la duplicidad de muchos grandes hombres
del Renacimiento, que en ciertos casos llevará hasta la neurosis. Un ejemplo
sencillo lo tenemos en la ciencia: ni Leonardo ni ninguno de los precursores
tuvieron una idea sistemática de la racionalidad. En todo el Renacimiento se asiste a una lucha entre la magia y la ciencia,
entre el deseo de violar el orden natural —¡y qué sexual es hasta la misma
expresión!— y la convicción de que el poder sólo puede adquirirse en el respeto
de ese orden. En uno de sus aforismos, dice Leonardo: "La naturaleza no
quebranta jamás sus leyes"; pero en uno de sus arrebatos demiúrgicos,
exclama con soberbia: "¡Quiero hacer milagros!". Es probable que su
conciencia pensara en ese ins¬tante en milagros "científicos", pero
es seguro que su inconsciencia soñaba con milagros genuinos. El Renacimiento
está saturado de brujerías. La obra de los alquimistas y astrólogos es
eminentemente renacentista, y no poco de la química y de la astrología de
nuestro tiempo tiene origen en aquellas desaforadas investigaciones. El
Re¬nacimiento es demoníaco, por lo mismo que busca el dominio de la tierra.
Roger Bacon, el doctor mirabilis, padre de nuestra ciencia ex-perimental, era tenido por un poderoso mago: condensando el aire, había construido un puente de treinta millas entre Inglaterra y el continente, y por él había pasado con toda su comitiva, desvanecién-dolo detrás de sí. Con el arte pasan cosas similares: la duplicidad del espíritu renacentista nos explica esa especie de insatisfacción neurótica que nos parece intuir en la obra de tantos artistas renacentistas, y quizá en los más grandes: ya en la angustiosa y romántica escultura de Miguel Ángel, como en la melancólica pintura de Botticelli. Como ha señalado Berdiaeff, el hombre occidental ya no podía volver ingenuamente a la naturaleza, en el estado de ánimo del griego, porque de por medio estaba el cristianismo y así, mientras los antiguos lograron la perfección en el arte, el Renacimiento sufrió siempre los efectos de ese radical desdoblamiento del espíritu: ímpetu profano, herencia cristiana. En los hombres del cuatrocientos se siente la añoranza por la perfección clásica, que ya nunca más será alcanzable: la disociación que la conciencia cristiana ha establecido entre la vida divina y la terrena, entre lo eterno y lo perecedero, no podrá ser superada más en el curso de nuestra historia.
Esa disociación es más intensa en los países germánicos que en Italia, porque éste era un país antiguo, y no es asombroso que en ella hasta los mismos papas hayan sucumbido a la actitud profana. La irrupción gótica es la otra y potente fuerza de la modernidad, fuerza que ya oculta, ya aparente, hará que el conflicto básico de nuestra civilización sea más dramático, hasta terminar primero con la rebelión protestante y más tarde con la rebelión romántica y existencial. En la arquitectura gótica, angustiosamente estirada hacia arriba, incapaz de la medida y de la perfección grecolatinas, ve Berdiaeff la materialización de ese conflicto del alma europea, de ese carácter de imposible que es el rasgo característico de toda la cultura cristiana. En suma, si por Renacimiento consideramos no el mero, estrecho y falso concepto de los humanistas, sino el comienzo de los tiempos modernos, hay que tomarlo como el despertar del hombre profano, pero en un mundo profundamente transformado por lo gótico y lo cristiano. Como una civilización que simultáneamente produce palacios en estilo antiguo y catedrales góticas, pequeños burgueses anticlericales como Valla y espíritus religiosos como Miguel Ángel, literatura realista y satírica como Boccaccio y un vasto drama cristiano como La Divina Comedia. Olvidemos de una vez por todas las viejas fórmulas de los humanistas, para quienes el Renacimiento no era sino una vuelta a la antigüedad, como si jamás semejante milagro se hubiera producido; olvidemos sus teorías sobre la aberración del arte gótico y pensemos que justamente fueron las catedrales góticas el corazón de muchísimas comunas burguesas que se desarrollaron a partir de la Primera Cruzada. Sólo podremos entender la complejidad del Renacimiento y el dramático dualismo de nuestro tiempo si admitimos que ese tiempo nuestro nació como interacción de los pueblos de distinta raza y tradición. Italia nunca perdió del todo la noción de ser un pueblo antiguo, ni olvidó jamás el esplendor grecolatino, que perduraba en las ruinas de sus foros, en sus acueductos
y estatuas semiderruidas; y así como muchos soñamos con los
irre-cuperables instantes de la infancia, así los italianos imaginaban que de
ese melancólico universo de ruinas podía realmente resurgir el portentoso
pasado. En tanto que en aquellas ciudades nórdicas, formadas en torno de las
fortalezas feudales, el surgimiento de la nueva civilización se iba a realizar
con atributos más bárbaros y modernos, en ciudades esencialmente mercantiles,
con las más típicas características del capitalismo moderno. Pero, al mismo tiempo
paradójicamente en apariencia, serían la cuna de las reacciones más violentas
contra la nueva civilización: el romanticismo y el existencialismo.