La Oposición
de Oriente y de Occidente
Uno de los
caracteres particulares del mundo moderno, es la escisión que se observa en él entre
Oriente y Occidente; y, aunque ya hayamos tratado esta cuestión de una manera más especial,
es necesario volver a ella de nuevo aquí para precisar algunos de sus aspectos
y disipar
algunos malentendidos. La verdad es que hubo siempre civilizaciones diversas y múltiples,
cada una de las cuales se ha desarrollado de una manera que le era propia y en
un sentido
conforme a las aptitudes de tal pueblo o de tal raza; pero distinción no quiere
decir oposición, y
puede haber cierto tipo de equivalencia entre civilizaciones de formas muy diferentes,
desde que todas reposan sobre los mismos principios fundamentales, de los
cuales ellas
representan solamente aplicaciones condicionadas por circunstancias variadas.
Tal es el caso de todas
las civilizaciones que podemos llamar normales, o también tradicionales; no hay entre ellas
ninguna oposición esencial, y las divergencias, si existe alguna, no son más
que exteriores y
superficiales. Por el contrario, una civilización que no reconoce ningún
principio superior, que
no está fundada en realidad más que sobre una negación de los principios, está, por eso
mismo, desprovista de todo medio de entendimiento con las demás, ya que este entendimiento,
para ser verdaderamente profundo y eficaz, no puede establecerse más que por arriba, es
decir, precisamente por aquello que falta a esta civilización anormal y
desviada. Así pues, en el
estado presente del mundo, tenemos, por un lado, todas las civilizaciones que han permanecido
fieles al espíritu tradicional, y que son las civilizaciones orientales, y, por
el otro, una
civilización propiamente antitradicional, que es la civilización occidental
moderna.
No obstante, algunos han llegado hasta
contestar que la división misma de la humanidad en
Oriente y Occidente corresponde a una realidad; pero, al menos para la época actual, eso
no parece poder ponerse seriamente en duda. Primero, que existe una
civilización occidental, común a Europa y a América, tal es un hecho sobre el que todo el mundo debe estar de
acuerdo, cualquiera que sea por lo demás el juicio que se haga sobre el valor
de esta civilización.
Para Oriente, las cosas son menos simples, porque, efectivamente, no existe
una, sino varias
civilizaciones orientales; pero basta que posean algunos rasgos comunes, rasgos que
caracterizan lo que hemos llamado una civilización tradicional, y que éstos
mismos rasgos no se
encuentren en la civilización occidental, para que la distinción e incluso la
oposición de Oriente y de
Occidente esté plenamente justificada. Ahora bien, ello es efectivamente así, y
el carácter
tradicional es en efecto común a todas las civilizaciones orientales, para las
cuales, a fin de fijar
mejor las ideas, recordaremos la división general que hemos adoptado precedentemente,
y que, aunque algo simplificada quizás si se quisiera entrar en el detalle, no obstante es
exacta cuando uno se atiene a las grandes líneas: el Extremo Oriente, representado
esencialmente por la civilización china; el Oriente Medio, representado por la civilización
hindú; el Oriente Próximo, representado por la civilización islámica. Conviene agregar que
esta última, en muchos aspectos, debería considerarse más bien como intermediaria
entre Oriente y Occidente, y que incluso muchos de sus caracteres la acercan sobre todo a
lo que fue la civilización occidental de la Edad Media; pero, si se considera
con
relación al
Occidente moderno, debe reconocerse que se opone a él del mismo modo que las civilizaciones
propiamente orientales, a las cuales conviene asociarla bajo este punto de
vista.
Es en esto en lo que es esencial insistir: la
oposición de Oriente y de Occidente no tenía ninguna
razón de ser cuando en Occidente había también civilizaciones tradicionales;
así pues, no
tiene sentido más que cuando se trata especialmente del Occidente moderno, ya
que esta
oposición es mucho más la de dos espíritus que la de dos entidades geográficas
más o menos claramente
definidas. En algunas épocas, de las que la más próxima a nosotros es la Edad Media,
el espíritu occidental se parecía mucho, en sus vertientes más importantes, a
lo
que es
todavía hoy el espíritu oriental, mucho más que a lo que este espíritu occidental
ha devenido en
los tiempos modernos; la civilización occidental era entonces comparable a las civilizaciones
orientales, del mismo modo que éstas lo son entre ellas. Así pues, en el curso
de los últimos
siglos, se ha producido un cambio considerable, mucho más grave que todas las desviaciones
que habían podido manifestarse anteriormente en épocas de decadencia, puesto que llega
incluso hasta una verdadera inversión en la dirección dada a la actividad
humana; y
es en el
mundo occidental exclusivamente donde ha tenido nacimiento este cambio. Por consiguiente,
cuando decimos espíritu occidental, refiriéndonos a lo que existe en el
presente, lo que es
menester entender por tal es otra cosa que el espíritu moderno; y, como el otro espíritu no
se ha mantenido más que en Oriente, podemos, siempre en relación a las
condiciones
actuales, llamarle espíritu oriental. Estos dos términos, en suma, no expresan
nada más que una
situación de hecho; y, si aparece muy claramente que uno de los dos espíritus presentes es
efectivamente occidental, porque su aparición pertenece a la historia reciente,
no
pretendemos
prejuzgar nada en cuanto a la proveniencia del otro, que fue antaño común a Oriente y a
Occidente, y cuyo origen, a decir verdad, debe confundirse con el de la
humanidad misma, puesto
que tal es el espíritu que se podría calificar de normal, aunque sólo sea
porque
ha inspirado
a todas las civilizaciones que conocemos más o menos completamente, a excepción de
una sola, que es la civilización occidental moderna.
Algunos, que sin duda no se habían tomado el
trabajo de leer nuestros libros, han creído deber
reprocharnos haber dicho que todas las doctrinas tradicionales tenían un origen oriental, que
la antigüedad occidental misma, en todas las épocas, había recibido siempre sus
tradiciones
de Oriente; nosotros no hemos escrito nunca nada semejante, ni nada que pueda sugerir
incluso tal opinión, por la simple razón de que sabemos muy bien que eso es
falso. En efecto, son
precisamente los datos tradicionales los que se oponen claramente a una
aserción de este género: se encuentra por todas partes la afirmación formal de que la tradición primordial
del ciclo actual ha venido de las regiones hiperbóreas; hubo después varias corrientes
secundarias, que corresponden a períodos diversos, y de las cuales una de las más importantes,
al menos entre aquellas cuyos vestigios son todavía discernibles, fue incontestablemente
del Occidente hacia Oriente. Pero todo ello se refiere a épocas muy lejanas, de
las que se llaman comúnmente «prehistóricas», y no es eso lo que tenemos en mente; lo que
decimos, es primero que, desde hace mucho tiempo ya, el depósito de la tradición
primordial ha sido transferido a Oriente, y que es allí donde se encuentran
ahora las formas
doctrinales que han salido de ella más directamente; y después que, en el
estado actual de las cosas,
el verdadero espíritu tradicional, con todo lo que implica, ya no tiene representantes
auténticos más que en Oriente.
Para completar esta punt ualización, debemos
explicarnos también, al menos brevemente,
sobre algunas ideas de restauración de una « tradición occidental» que han visto la luz en
diversos medios contem poráneos; el único interés que presentan, en el fondo, es mostrar que
algunos espíritus no están satisfechos de la negación moderna, que sienten la necesidad de
otra cosa que lo que les ofrece nuestra época, que entrevén la posibilidad de
un retorno a la
tradición, de una u otra forma, como el único medio de salir de la crisis actual. Desafortuna damente, el «tradicionalismo» no es lo mismo que el verdadero espíritu tradicional; puede no ser,
y frecuentemente no es de hecho, más que una simple tendencia, una aspiración más o menos
vaga, que no supone ningún conocimiento real; y, en el desorden mental de nuestro tiempo, esta aspiración provoca sobre todo, es menester decirlo, concepciones fabuladoras y
quiméricas, desprovistas de todo fundamento serio. Al no encontrar ninguna tradición
auténtica sobre la que uno pueda apoyarse, se llega hasta imaginar pseudotradiciones
que no han existido nunca, y que carecen de principio en la misma medida que aquello a
lo que se querría substituir; todo el desorden moderno se refleja en esas construcciones,
y, cualesquiera que puedan ser las intenciones de sus autores, el único resultado que
obtienen es aportar una contribución nueva al desequilibrio general. En este género de
cosas, mencionaremos de memoria la pretendida «tradición occidental» fabricada por algunos
ocultistas con la ayuda de los elementos más disparatados, y destinada sobre
todo a hacer
competencia a una «tradición oriental» no menos imaginaria, la de los teosofistas; hemos hablado
suficientemente de estas cosas en otra parte, y preferimos dedicarnos a continuación
al examen de algunas otras teorías que pueden parecer más dignas de atención, porque en
ellas se encuentra al menos el deseo de apelar a tradiciones que han tenido una existencia
efectiva.
Hacíamos alusión hace un momento a la
corriente tradicional venida de las regiones occidentales;
los relatos de los antiguos, relativos a la Atlántida, indican su origen;
después de la
desaparición de este continente, que es el último de los grandes cataclismos
ocurridos en el
pasado, no
parece dudoso que restos de su tradición hayan sido transportados a regiones diversas,
donde se han mezclado a otras tradiciones preexistentes, principalmente a ramas
de la tradición
hiperbórea; y es muy posible que las doctrinas de los Celtas, en particular,
hayan sido producto
de esta fusión. Estamos muy lejos de contestar estas cosas; pero que se piense bien en esto:
la forma propiamente «atlante» ha desaparecido hace ya millares de años, con la civilización
a la que pertenecía, y cuya destrucción no puede haberse producido más que a consecuencia
de una desviación que era quizás comparable, bajo algunos aspectos, a la que comprobamos
hoy día, aunque con una notable diferencia teniendo en cuenta que la humanidad no
había entrado todavía entonces en el Kali-Yuga; es así como esta tradición no correspondía
más que a un período secundario de nuestro ciclo, y cómo sería un gran
error pretender
identificarla a la tradición primordial de la que han salido todas las demás, y
que es la única que
permanece desde el comienzo hasta el fin. Estaría fuera de propósito exponer
aquí todos los
datos que justifican estas afirmaciones; no retendremos de ellos más que la conclusión,
que es la imposibilidad de hacer revivir actualmente una tradición «atlante», o incluso de
vincularse a ella más o menos directamente; por lo demás, hay mucha fantasía en las
tentativas de esta suerte. No por eso es menos verdad que puede ser interesante
buscar el origen de los
elementos que se encuentran en las tradiciones posteriores, siempre que se haga con todas las
precauciones necesarias para guardarse de algunas ilusiones; pero estas investigaciones
no pueden desembocar en ningún caso en la resurrección de una tradición que no estaría
adaptada a ninguna de las condiciones actuales de nuestro mundo.
Hay otros que quieren vincularse al
«celtismo», y, porque apelan así a algo que está menos alejado
de nosotros, puede parecer que lo que proponen sea menos irrealizable; no obstante,
¿dónde encontrarían hoy día el «celtismo» en el estado puro, y dotado todavía
de una vitalidad
suficiente como para que sea posible tomar ahí un punto de apoyo? En efecto, no hablamos de
reconstituciones arqueológicas o simplemente «literarias», como se han visto algunas; se
trata de algo diferente. Que elementos célticos muy reconocibles y todavía utilizables
hayan llegado hasta nosotros por diversos intermediarios, eso es verdad; pero
estos
elementos
están muy lejos de representar la integridad de una tradición, y, cosa
sorprendente, ésta, en los
países mismos donde vivió antaño, se ignora ahora más completamente aún quelas de muchas
civilizaciones que fueron siempre extranjeras a esos mismos países; ¿no hay algo ahí que
debería hacer reflexionar, al menos a aquellos que no están enteramente dominados por
una idea preconcebida? Diremos más: en todos los casos como ése, donde se trata de los
vestigios dejados por civilizaciones desaparecidas, no es posible comprenderlos
verdaderamente
sino por comparación con lo que hay de similar en las civilizaciones tradicionales
que están todavía vivas; y otro tanto se puede decir para la Edad Media misma, donde se
encuentran tantas cosas cuya significación está perdida para los occidentales modernos.
Esta toma de contacto con las tradiciones cuyo espíritu subsiste todavía es el
único medio de
revivificar aquello que todavía es susceptible de serlo; y, como ya lo hemos
indicado muy
frecuentemente, éste es uno de los mayores servicios que Oriente pueda prestar
a Occidente. No
negamos la supervivencia de cierto «espíritu céltico», que todavía puede manifestarse
bajo formas diversas, como lo ha hecho ya en diferentes épocas; pero cuando se llega a
asegurarnos que existen todavía centros espirituales que conservan
integralmente la tradición
druídica, esperamos que se nos proporcione la prueba de ello, y, hasta nueva
orden, eso nos
parece muy dudoso, cuando no enteramente inverosímil. La verdad es que, en la Edad Media, los
elementos célticos subsistentes han sido asimilados
por el Cristianismo; la leyenda del «Santo Grial», con todo lo que se relaciona
con ella, es, a
este respecto, un ejemplo particularmente probatorio y significativo. Por otro lado, pensamos que
una tradición occidental, si llegara a reconstituirse, tomaría forzosamente una forma
exterior religiosa, en el sentido más estricto de esta palabra, y que esta
forma no podría ser más que
cristiana, ya que, por una parte, las demás formas posibles son desde hace mucho tiempo
extrañas a la mentalidad occidental, y, por otra, es únicamente en el Cristianismo,
decimos más precisamente aún en el Catolicismo, donde se encuentran, en Occidente,
los restos del espíritu tradicional que sobreviven todavía. Toda tentativa «tradicionalista» que no tenga en cuenta este hecho está inevitablemente abocada al fracaso, porque carece
de base; es muy evidente que uno no puede apoyarse más que sobre lo que existe de una
manera efectiva, y que, allí donde falta la continuidad, no puede haber más que reconstituciones
artificiales y que no podrían ser viables; si se objeta que el Cristianismo mismo, en
nuestra época, ya no se comprende apenas verdaderamente y en su sentido profundo,
responderemos que al menos ha guardado, en su forma misma, todo lo que es necesario
para proporcionar la base de que se trata. La tentativa menos quimérica, la
única incluso que
no choca con imposibilidades inmediatas, sería pues aquella que apuntara a restaurar
algo comparable a lo que existió en la Edad Media, con las diferencias
requeridas por la
modificación de las circunstancias; y, para todo lo que está enteramente
perdido en
Occidente,
convendría apelar a las tradiciones que se han conservado íntegramente, como lo indicábamos
hace un momento, y cumplir después un trabajo de adaptación que sólo podría ser la obra
de una élite intelectual fuertemente constituida. Todo eso, lo hemos dicho ya;
pero
es bueno
insistir aún en ello, porque actualmente tienen libre curso muchos delirios inconsistentes,
y también porque es menester comprender bien que, si las tradiciones orientales,
en sus formas propias, pueden ciertamente ser asimiladas por una élite que, por definición,
en cierto modo, debe estar más allá de todas las formas, jamás podrán serlo
sin duda, a menos
de transformaciones imprevistas, por la generalidad de los occidentales, para quienes no
han sido hechas. Si una élite occidental llega a formarse, el conocimiento
verdadero de las
doctrinas orientales, por la razón que acabamos de indicar, le será
indispensable para desempeñar su
función; pero aquellos que no tendrán más que recoger el beneficio de su trabajo, y
que serán el mayor número podrán muy bien no tener ninguna consciencia de estas cosas, y la
influencia que recibirán de ellas, por así decir sin sospecharlo y en todo caso
por medios que se
les escaparán enteramente, no será por eso menos real ni menos eficaz. No hemos dicho
nunca otra cosa; pero hemos creído deber repetirlo aquí tan claramente como es posible,
porque, si debemos esperar no ser siempre enteramente comprendido por todos, aspiramos al
menos a que no se nos atribuyan intenciones que no son de ninguna manera las nuestras.
Pero dejemos ahora de lado todas las
anticipaciones, puesto que es el presente estado de cosas el
que debe ocuparnos sobre todo, y volvamos todavía un instante sobre las ideas
de restauración
de una «tradición occidental», tales como podemos observarlas alrededor de nosotros. Una
sola precisión bastaría para mostrar que estas ideas no están «en el orden», si es permisible
expresarse así: y es que casi siempre se conciben en un espíritu de hostilidad más o menos
confesada frente al Oriente. Esos mismos que querrían apoyarse sobre el Cristianismo,
es menester decirlo, están a veces animados por este espíritu; parecen buscar ante todo
descubrir oposiciones que, en realidad, son perfectamente inexistentes; es así
como hemos oído
emitir esta opinión absurda, de que, si las mismas cosas se encuentran a la vez
en el
Cristianismo y en las doctrinas orientales, expresadas por una parte y por otra
bajo una forma casi
idéntica, ¡no tienen sin embargo la misma significación en los dos casos, y que tienen
incluso una significación contraria! Aquellos que emiten semejantes
afirmaciones prueban con
ello que, cualesquiera que sean sus pretensiones, no han ido muy lejos en la comprehensión
de las doctrinas tradicionales, puesto que no han entrevisto la identidad fundamental
que se disimula bajo todas las diferencias de formas exteriores, y puesto que,
allí mismo donde
esta identidad deviene completamente patente, aún se obstinan en desconocerla.
Esos también, no consideran el Cristianismo mismo más que de una manera completamente
exterior, que no podría responder a la noción de una verdadera doctrina tradicional,
que ofrece en todos los ordenes una síntesis completa; y es que les falta el principio, en
lo cual están afectados, mucho más de lo que pueden pensar, por ese espíritu
moderno
contra el que no obstante querrían reaccionar; y, cuando les ocurre que emplean
la palabra
«tradición», no la toman ciertamente en el mismo sentido que nosotros.
En la confusión mental que caracteriza a
nuestra época, se llega a aplicar indistintamente
esta misma palabra «tradición» a toda suerte de cosas, frecuentemente muy insignificantes,
como simples costumbres sin ningún alcance y a veces de origen completamente
reciente; hemos señalado en otra parte un abuso del mismo género en lo que concierne a
la palabra «religión». Es menester no fiarse de estas desviaciones del
lenguaje, que traducen
una suerte de degeneración de las ideas correspondientes; y no porque alguien se titule de
«tradicionalista» es seguro que sepa, siquiera imperfectamente, lo que es la tradición en
el verdadero sentido de esta palabra. Por nuestra parte, nos negamos absolutamente
a dar este nombre a todo lo que es de orden puramente humano; no es inoportuno
declararlo expresamente cuando uno se encuentra a cada instante, por ejemplo, una expresión
como la de «filosofía tradicional». Una filosofía, incluso si es verdaderamente todo lo que
puede ser, no tiene ningún derecho a ese título, porque está toda entera en el orden
racional, incluso si no niega lo que la rebasa, y porque no es más que una
construcción edificada por
individuos humanos, sin revelación o inspiración de ningún tipo, o, para
resumir todo eso en
una sola palabra, porque es algo esencialmente «profano». Por lo demás, a pesar de todas las
ilusiones en las que algunos parecen complacerse, no es ciertamente una ciencia completamente
«libresca» la que puede bastar para enderezar la mentalidad de una raza y de una época; y
para eso se precisa otra cosa que una especulación filosófica, que, incluso en
el caso más
favorable, está condenada, por su naturaleza misma, a permanecer completa mente exterior y
mucho más verbal que real. Para restaurar la tradición perdida, para revivificarla verdaderamente,
es menester el contacto del espíritu tradicional vivo, y, ya lo hemos dicho, es únicamente en
Oriente donde este espíritu está todavía plenamente vivo; no es menos verdad que eso mismo
supone ante todo, en Occidente, una aspiración hacia un retorno a este espíritu tradicional,
aunque no puede ser apenas más que una simple aspiración. Por lo demás, los pocos
movimientos de reacción «antimoderna», muy incompleta en nuestra opinión, que
se han producido
hasta aquí, no pueden más que confirmarnos en esta convicción, ya que todo ello, que es
sin duda excelente en su parte negativa y crítica, está muy alejado no obstante
de una
restauración de la verdadera intelectualidad y no se desarrollo más que en los
límites de un horizonte
mental bastante restringido. Sin embargo, ya es algo, en el sentido de que es
el indicio de un
estado de espíritu del que se habría tenido mucho trabajo en encontrar el menor rastro hace
muy pocos años; si todos los occidentales ya no son unánimes en su contento con el desarrollo
exclusivamente material de la civilización moderna, eso es quizás un signo de que, para
ellos, toda esperanza de salvación no está todavía enteramente perdida. Sea como fuere, si se supone que Occidente, de
una manera cualquiera, vuelve de nuevo a la
tradición, su oposición con Oriente se encontraría por eso mismo resuelta y dejaría de existir,
puesto que ella no ha tomado nacimiento sino por el hecho de la desviación occidental, y
puesto que no es en realidad más que la oposición del espíritu tradicional y
del espíritu
antitradicional. Así, contrariamente a lo que suponen aquellos a los que
hacíamos alusión hace
un instante, el retorno a la tradición tendría, entre sus primeros resultados,
hacer inmediatamente
posible un entendimiento con Oriente, como ese entendimiento es posible entre todas
las civilizaciones que poseen elementos comparables o equivalentes, y entre
esas
civilizaciones
solamente, ya que son estos elementos los que constituyen el único terreno sobre el que
este entendimiento puede operarse válidamente. El verdadero espíritu
tradicional, de cualquier
forma que se revista, es por todas partes y siempre el mismo en el fondo; las
formas
diversas, que están especialmente adaptadas a tales o a cuales condiciones
mentales, a tales o a
cuales circunstancias de tiempo y de lugar, no son más que expresiones de una única y misma
verdad; pero es menester poder colocarse en el orden de la intelectualidad pura para
descubrir esta unidad bajo su aparente multiplicidad. Por otra parte, es en
este orden intelectual
donde residen los principios de los que todo el resto depende normalmente a
título de
consecuencias o de aplicaciones más o menos alejadas; así pues, es sobre estos
principio donde es
menester estar de acuerdo ante todo, si debe tratarse de un entendimiento verdaderamente
profundo, puesto que eso es todo lo esencial; y, desde que se comprenden realmente, el
acuerdo se hace por sí mismo.
En efecto, es menester destacar que el conocimiento
de los principios, que es el conocimiento por excelencia, el conocimiento metafísico en
el verdadero sentido de esta palabra, es universal como los principios mismos,
y por tanto
enteramente libre de todas las contingencias individuales, que intervienen por
el contrario
necesariamente desde que se desciende a sus aplicaciones; así, este dominio puramente
intelectual es el único donde no hay necesidad de un esfuerzo de adaptación
entre mentalidades
diferentes. Además, cuando se cumple un trabajo de este orden, ya no hay más que
desarrollar los resultados para que el acuerdo en todos los demás dominios se
encuentre igualmente
realizado, puesto que, como acabamos de decirlo, es de eso de lo que depende todo directa
o indirectamente; por el contrario, el acuerdo obtenido en un dominio
particular, al margen de los
principios, será siempre eminentemente inestable y precario, y mucho más semejante a
una combinación diplomática que a un verdadero entendimiento. Por eso este entendimiento,
insistimos aún en ello, no puede operarse realmente más que por arriba, y no por abajo, y
esto debe entenderse en un doble sentido: es menester partir de lo que hay más elevado, es
decir, de los principios, para descender gradualmente a los diversos órdenes de
aplicaciones
observando siempre rigurosamente la dependencia jerárquica que existe entre ellos; y esta
obra, por su carácter mismo, no puede ser más que la de una élite, dando a esta palabra su
acepción más verdadera y más completa: es de una élite intelectual de lo que
queremos
hablar exclusivamente, y, a nuestros ojos, no podría haber otras, puesto que
todas las
distinciones sociales exteriores carecen de importancia desde el punto de vista
donde nos colocamos. Éstas pocas consideraciones pueden hacer
comprender ya todo lo que le falta a la
civilización
occidental moderna, no solamente en cuanto a la posibilidad de un acercamiento efectivo a
las civilizaciones orientales, sino también en sí misma, para ser una
civilización normal y
completa; por lo demás, la verdad sea dicha, las dos cuestiones están tan estrechamente
ligadas que no constituyen más que una, y acabamos de dar precisamente las
razones por
las que ello es así. Ahora tendremos que mostrar más completamente en qué consiste el
espíritu antitradicional, que es propiamente el espíritu moderno, y cuáles son
las consecuencias
que lleva en sí mismo, consecuencias que vemos desarrollarse con una lógica
despiadada en
los acontecimientos actuales; pero, antes de llegar ahí, se impone todavía una última
reflexión. Ser resueltamente «antimoderno», no es ser «antioccidental», si se
puede emplear esta
palabra, puesto que, al contrario, es hacer el único esfuerzo que sea válido
para intentar
salvar a Occidente de su propio desorden; y, por otra parte, ningún Oriental
fiel a su propia tradición
puede considerar las cosas de diferente modo a como lo hacemos nosotros mismos;
ciertamente, hay muchos menos adversarios del Occidente como tal, lo que por
lo demás apenas
tendría sentido, que del Occidente en tanto se identifica a la civilización moderna.
Algunos hablan hoy día de la «defensa de Occidente», lo que es verdaderamente singular,
cuando, como lo veremos más adelante, es Occidente el que amenaza con
sumergirlo todo y con
arrastrar a la humanidad entera en el torbellino de su actividad desordenada; singular,
decimos, y completamente injustificado, si entienden, como así parece a pesar
de algunas
restricciones, que esta defensa debe dirigirse contra Oriente, ya que el
verdadero Oriente no
piensa ni en atacar ni en dominar nada, y no pide más que su independencia y su tranquilidad,
lo que, se convendrá en ello, es bastante legítimo. No obstante, la verdad es
que Occidente
tiene en efecto gran necesidad de ser defendido, pero únicamente contra sí
mismo, contra sus
propias tendencias que, si se llevan al extremo, le conducirán inevitablemente
a la ruina y a la
destrucción; así pues, es más bien «reforma de Occidente» lo que sería menester decir, y esta
reforma, si fuera lo que debe ser, es decir, una verdadera restauración tradicional, tendría como
consecuencia completamente natural un acercamiento a Oriente. Por nuestra parte, no
pedimos más que contribuir, en la medida de nuestros medios, a la vez a esta reforma y a
este acercamiento, si no obstante hay tiempo todavía, y si puede obtenerse un
tal resultado
antes de la catástrofe final hacia la que la civilización marcha a grandes
pasos; pero, incluso si
fuera ya demasiado tarde para evitar esta catástrofe, el trabajo cumplido con
esta intención no
sería inútil, ya que, en todo caso, serviría para preparar, por lejanamente que
esto sea, esa «discriminación» de la que hablábamos al comienzo, y para asegurar así la conservación
de los elementos que deberán escapar al naufragio del mundo actual para devenir los gérmenes del mundo futuro.
LA CRISE DU MONDE MODERNE,
Bossard, París, 1927. Gallimard, París, 1946
(con algunasvariaciones), 1956, 1968, 1994, 1995.
Traducción
española: La Crisis del Mundo moderno, Huemul, Buenos Aires, 1966.
Obelisco, Barcelona,
(trad. de M. García), 1982,
1988 (116 pp.). Paidós, Barcelona, 2001 (trad. de
A. López y M. Tabuyo).