Dentro
y Fuera
Había una vez un hombre llamado Frederick; se dedicaba a tareas
intelectuales y poseía una amplia extensión de conocimientos. Sin embargo, no
todos los conocimientos significaban lo mismo para él, ni apreciaba cualquier
actividad intelectual. Tenía preferencia por un cierto tipo de pensamiento,
desdeñando y detestando los otros. Sentía un profundo amor y respeto por la
lógica - ese método admirable - y, en general, por lo que él llamaba
"ciencia". "Dos y dos son cuatro - acostumbraba a decir -. Esto es lo que creo;
y el hombre debe construir su pensamiento sobre la base de esta verdad." No ignoraba, sin duda, que existían otras clases de pensamiento y cultura;
pero no los consideraba como "ciencia", y tenía una pobre opinión de
ellos. Aunque librepensador, no era intolerante con la religión. La religión
estaba fundada en un tácito acuerdo entre científicos. Durante varios siglos su
ciencia había abarcado casi todo lo que existía sobre la tierra y era digno de
conocerse, con una sola excepción: el alma humana. Con el transcurso del
tiempo, se convirtió en costumbre abandonar esta materia a la religión, y
permitir sus especulaciones sobre el alma, aunque sin considerarlas seriamente.
Según esto, Frederick era también tolerante en lo referente a la religión; no
obstante, todo lo que significaba superstición le era profundamente odioso y
repugnante. Pueblos lejanos, incultos y retrasados podían recurrir a ella; en
la remota antigüedad podía admitirse el pensamiento místico o mágico; pero con
el nacimiento de la ciencia y de la lógica esas anticuadas y dudosas
herramientas carecían de sentido.
Eso es lo que decía y lo que pensaba. Cuando algún vestigio de
superstición aparecía ante él, se encolerizaba Y sentía como sí hubiese sido
atacado por algo hostil. No obstante, lo que más le irritaba era hallar tales vestigios entre
hombres de su propia clase, educados y versados en los principios del
pensamiento científico. Y nada le era tan doloroso e intolerable como el
concepto escandaloso - que había oído recientemente formulado y discutido
incluso por hombres de gran cultura -, la idea absurda de que el
"pensamiento científico" no era posiblemente un hecho supremo,
independiente del tiempo, eterno, preordenado e inexpugnable, sino sólo uno de
tantos, una transitoria manera de pensar, no impenetrable al cambio y a la
decadencia. Esa creencia irreverente, destructiva y venenosa se extendía; ni el
propio
Frederick era capaz de negarlo; había surgido al azar como resultado de
la angustia originada en todo el mundo por la guerra, la revolución, y el
hambre, a la manera de un aviso, como espiritual escritura de una blanca mano
sobre un blanco muro. Mientras más sufría Frederick por la existencia de esa idea y por lo
profundamente que lograba afligirle, más apasionadamente la atacaba, tanto a
ella como a aquéllos a quienes sospechaba sus secretos defensores.
Hasta
entonces sólo muy pocas personas verdaderamente cultivadas habían proclamado
abierta y francamente su fe en la nueva doctrina, que parecía destinada, de
lograr difusión y fuerza, a destruir todos los valores espirituales sobre la
tierra y a provocar el caos. Pero la situación no había llegado aún a tal
extremo y los dispersos mantenedores eran tan pocos en número que cabía
considerarlos como casos singulares y excéntricos, elementos peculiares.
Pero
una gota del veneno, una emanación de esa idea, podía ser percibida en
cualquier momento. De un modo u otro podían surgir entre el pueblo y los medios
cultivados una serie de nuevas doctrinas esotéricas, con sus sectas y discípulos;
el mundo estaba lleno de ellas, por doquier se veía amenazado por la
superstición, el misticismo, los cultos espirituales y otras fuerzas
misteriosas, a las cuales era necesario combatir; pero la ciencia, por un
particular sentimiento de debilidad, les había concedido hasta el presente vía
libre.
Un día, Frederick visitó a uno de sus amigos, con quien frecuentemente
había investigado. Hacía algún tiempo que no lo había visto. Mientras iba
subiendo por la escalera de la casa, intentó recordar cuándo y dónde había
estado por última vez en compañía de su amigo, pero, aunque se enorgullecía de
su excelente memoria, no lo conseguía. Imperceptiblemente molesto y
malhumorado, mientras aguardaba ante la puerta de su amigo intentó liberarse de
esta sensación.
Apenas había saludado a Erwin, su amigo, cuando advirtió en su cordial
semblante una cierta aunque reprimida sonrisa, que le pareció advertir por
primera vez. Apenas vio aquella sonrisa, en cierto modo burlona u hostil pese a
su apariencia amistosa, recordó inmediatamente lo que estuvo buscando
infructuosamente en su memoria: su último y anterior encuentro con Erwin.
Recordó que se habían separado sin haber discutido, desde luego, pero con una
sensación de discordia interna y disgusto, porque Erwin había prestado entonces
muy escaso apoyo a sus ataques contra los dominios de la superstición.
Era extraño. ¿Cómo podía haber olvidado aquello por completo? Comprendió
también que ésa era la única razón de haber evitado a su amigo durante tanto
tiempo, simplemente ese descontento, y que desde el principio había sido
consciente de ello, aunque se inventó una multitud de excusas para el repetido
aplazamiento de esta visita.
Ahora se enfrentaban el uno al otro; Frederick sintió que la pequeña
grieta de aquel día había experimentado un tremendo ensanchamiento. Intuyó que
algo fallaba entre él y Erwin, algo que hasta entonces siempre estuvo presente:
un aura de solidaridad, de espontánea comprensión, de afecto incluso. Ahora
existía un vacío. Se saludaron; hablaron del tiempo, de sus conocidos, de su
salud y - Dios sabe por qué - a cada palabra Frederick tuvo la molesta
sensación de que no comprendía bien a su amigo, de que Erwin no lo conocía
realmente, de que sus palabras estaban errando el blanco, de que no era posible
hallar ninguna base común para una verdadera conversación.
Con mayor motivo por
cuanto Erwin exhibía aún en su rostro aquella amistosa sonrisa, que Frederick
estaba empezando casi a odiar.
Durante una pausa en la laboriosa conversación, Frederick miró en torno
suyo al estudio que conocía tan bien y vio una hoja de papel clavada con un
alfiler en la pared. Esta imagen lo conmovió extrañamente y despertó antiguos
recuerdos: hacía mucho tiempo, en sus años de estudiante, Erwin tenía ese
hábito, a veces, para conservar el dicho de un pensador o el verso de un poeta
frescos en su mente. Se levantó y se dirigió hacia la pared para leer el papel.
Allí, en la bella escritura de Erwin, leyó las siguientes palabras:
"Nada está fuera, nada está dentro; pues lo que está fuera está
dentro".
Pálido, permaneció inmóvil durante un momento. ¡Allí estaba! ¡Eso era lo
que temía! En otra ocasión habría ignorado aquella hoja de papel, la habría
tolerado caritativamente como una genialidad, como una debilidad inocente a la
que cualquiera estaba expuesto, quizá como un frívolo sentimentalismo que pedía
indulgencia. Pero ahora era diferente. Sintió que esas palabras no habían sido
escritas por un fugaz impulso poético, no era por capricho que Erwin había
vuelto después de tantos años a la práctica de su juventud. ¡Aquella frase era
una confesión de misticismo!
Lentamente se volvió para mirarle el rostro, cuya sonrisa era de nuevo
radiante.
-¡Explícame esto! - exigió.
Erwin hizo un gesto afirmativo con la cabeza, lleno de amistad.
-¿Nunca has leído este dicho?
-¡Naturalmente! - gritó Frederick -. Claro que lo conozco. Es misticismo,
es gnosticismo. Quizá sea poético, pero... ¡De todas formas, explícamelo, y
dime por qué lo has puesto en la pared!
- Con mucho gusto - dijo Erwin -. El dicho es una primera introducción a
una epistemología que he estado investigando últimamente, y que me ha
proporcionado ya muchas satisfacciones.
Frederick reprimió su arrebato. Preguntó:
-¿Una nueva epistemología? ¿Qué es? ¿Cómo se llama?
-¡Oh - contestó Erwin -, únicamente es nueva para mí. Es ya muy antigua y
venerable. Se llama magia.
La palabra había sido pronunciada. Asombrado y sobrecogido por tan cándida
confesión, Frederick comprendió con un estremecimiento que se hallaba
enfrentado cara a cara con el archienemigo en la persona de Erwin. No sabía si
estaba más cerca de la rabia o de las lágrimas; lo poseía un amargo sentimiento
de irreparable pérdida. Durante una larga pausa permaneció callado.
Luego, con pretendida decisión en la voz, atacó:
-¿Así que deseas ahora convertirte en un mago?
- Sí - contestó Erwin sin vacilar.
- Una especie de aprendiz de brujo, ¿eh?
- Ciertamente.
Hubo tanta quietud que podía oírse el tictac de un reloj en la habitación
contigua. Frederick agregó después:
- Esto significa que abandonas toda relación con la ciencia seria y, por
tanto, toda relación conmigo.
- Espero que no sea así - contestó Erwin
- Pero si no hay otro remedio,
¿qué puedo hacer?
- ¿Qué puedes hacer? - estalló Frederick
- ¡Rompe, rompe de una vez por
todas con esa puerilidad, con esa vil y despreciable creencia en la magia! Eso
puedes hacer, si deseas conservar mi respeto.
Erwin sonrió un poco, aunque también su alegría se había desvanecido.
- Hablas como si... - murmuró, tan suavemente que a través de sus quedas
palabras la irritada voz de Frederick aún parecía resonar por toda la
habitación -, hablas como si eso estuviese dentro de mi voluntad, como si me
quedara elección, Frederick. No es ése el caso. No tengo, ninguna elección. No
fui yo quien escogió la magia: ella me escogió a mí.
Frederick suspiró, profundamente.
- Entonces, adiós - dijo hastiadamente, y se levantó sin ofrecerle su
mano.
-¡Así, no! - exclamó Erwin -. No debes separarte de mí de ese modo.
Imagina que uno de nosotros yace en su lecho de muerte -¡y en verdad que así
es!-, y que debemos decirnos adiós.
-¿Pero quién de nosotros va a morir, Erwin?
- Hoy probablemente yo, amigo mío. Cualquiera que desee nacer de nuevo,
debe estar preparado para morir.
Una vez más Frederick se dirigió a la hoja de papel y leyó el dicho.
- Muy bien - admitió al fin -. Tienes razón, no sirve para nada separarnos
con ira. Haré lo que deseas; imaginaré que uno de nosotros se está muriendo.
Antes de irme, quiero pedirte una última cosa.
- Me alegro - repuso Erwin
- Dime, ¿qué atención puedo demostrarte en
nuestra despedida?
- Repito mi primera pregunta, y ésta es también mi petición: explícame ese
dicho lo mejor que puedas.
Erwin reflexionó un momento y luego dijo:
- Nada está fuera, nada está dentro. Conoces el significado religioso de
esto: Dios está en todas partes. Está en el espíritu y también en la
naturaleza. Todo es divino, porque Dios es todo. Antiguamente esto recibía el
nombre de panteísmo. En lo que concierne al significado filosófico, estamos
acostumbrados a separar el dentro del fuera en nuestro pensamiento; sin
embargo, esto no es necesario.
Nuestro espíritu es capaz de superar los límites
que hemos fijado para él, en el Más Allá. Más allá del par de antítesis que constituye
nuestro mundo, comienza un nuevo y diferente conocimiento... Pero, mi querido
amigo, debo confesarte que desde que mi pensamiento ha cambiado ya no existen
para mí palabras ambiguas ni dichos: cada palabra tiene decenas, centenares de
significados. Y ahí empieza lo que temes... la magia.
Frederick. frunció las cejas y estuvo a punto de interrumpirle. Pero Erwin
lo miró de forma desarmante y continuó, hablando más distintamente:
- Déjame darte un ejemplo. Llévate algo mío, cualquier objeto, y examínalo
un poco de cuando en cuando. Pronto el principio del dentro y el fuera te
revelará uno de sus muchos significados. Dio una ojeada en tomo a la habitación, tomó una pequeña estatuilla de
arcilla de un anaquel, y se la dio a Frederick, diciendo:
- Toma esto como regalo de despedida. ¡Cuando este objeto que coloco en
tus manos cese de estar fuera de ti y esté dentro de ti, ven a mí de nuevo!
¡Pero si permanece fuera de ti, tal como está ahora, para siempre, entonces
esta separación tuya de mí será también para siempre!
Frederick quiso hablar todavía, pero Erwin tomó su mano, la estrechó, y se
despidió de él con una expresión que no admitía réplica.
Frederick se retiró; descendió la escalera (¡qué largo le pareció el
tiempo desde que la había subido!); se dirigió a través de las calles a su
casa, perplejo y angustiado, con la pequeña figura de barro en la mano.
Se detuvo frente a su morada, apretó fieramente el puño sobre la
estatuilla durante un momento, y sintió un irresistible impulso de romper el
ridículo objeto contra el suelo. Nunca se había sentido tan agitado, tan movido
por emociones antagónicas.
Buscó un lugar para el obsequio de su amigo, y puso la figura en la parte
superior de un estante de su librería. Por el momento la dejó allí. Ocasionalmente, según fueron pasando los días, la miró, meditando sobre
ella y sus orígenes, considerando el significado que tan disparatado objeto iba
a tener para él. Se trataba de una pequeña figura que representaba un hombre, o
un dios, o un ídolo , con dos rostros, como el dios romano Jano, modelada más
bien toscamente en arcilla y cubierta con un barniz tostado y algo cuarteado.
La pequeña imagen tenía un aspecto grosero e insignificante; no era desde luego
una obra griega o romana; probablemente se trataba del trabajo de alguna raza
inferior y primitiva de África o de los Mares del Sur. Los dos rostros, que
eran exactamente iguales, mostraban una sonrisa apática, indolente y débilmente
burlona; el pequeño gnomo prodigaba su estúpida sonrisa de modo en especial
desagradable.
Frederick no pudo acostumbrarse a la figura. Le resultaba totalmente
inestética y ofensiva, se interponía en su camino, lo turbaba. Ya al día
siguiente la tomó para dejarla sobre la estufa, y pocos días después la
trasladó a un aparador. Pero una y otra vez aparecía en el campo de su visión,
como si le estuviese imponiendo su presencia; se reía de él fría y
estúpidamente, se daba tono, exigía atención. Tras unas cuantas semanas la puso
en la antecámara, entre las fotografías de Italia y los recuerdos triviales que
jamás miraba nadie. Ahora, al menos, sólo veía al ídolo al entrar o al salir,
pasaba junto a él rápidamente, sin prestarle atención. Pero, también allí el
objeto lo fastidiaba, aunque no quiso admitirlo.
Con aquel juguete, con aquella monstruosidad de dos caras, la vejación y
el tormento habían entrado en su vida.
Un día, meses más tarde, regresó de un corto viaje. Emprendía ahora tales
excursiones de cuando en cuando, como si algo lo empujase secretamente. Entró
en su casa, atravesó la antecámara, fue saludado por la criada, y leyó las
cartas que lo aguardaban. Pero seguía intranquilo, como si hubiera olvidado
algo importante; ningún libro lo tentaba, ningún sillón era cómodo. Empezó a
torturar su mente, ¿cuál era la causa? ¿Había descuidado algo importante?
¿Comido algo que pudiese trastornarlo? Al reflexionar, descubrió que esta
sensación de inquietud había aparecido al entrar en el apartamento. Volvió a la
antecámara e involuntariamente su primera mirada buscó la figura de arcilla. Un extraño terror se apoderó de él al no ver al ídolo.
Había desaparecido.
No estaba. ¿Se había marchado caminando con sus pequeñas piernas de barro?
¿Había volado? ¿Desapareció por artes mágicas? Frederick recobró la calma y sonrió ante su nerviosismo. Luego empezó a
buscar tranquilamente por toda la habitación. Al no encontrar nada, llamó a la
criada. Parecía turbada, y admitió en seguida que se le había caído el objeto
mientras limpiaba.
-¿Dónde está?
Ya no estaba en ninguna parte. Tan sólido como aparentaba ser el pequeño
objeto, ella lo tuvo a menudo en sus manos. Sin embargo, se había roto en mil
pedazos. Llevó los fragmentos a un taller, donde simplemente se rieron de ella.
Luego los había tirado.
Frederick despidió a la criada. Sonrió. Se sentía contento. ¡Qué poco le
importaba el ídolo! La abominación había desaparecido; ahora tendría paz. ¿Por
qué no habría deshecho el objeto a golpes desde el primer día? ¡Cómo había
sufrido todo aquel tiempo! ¡De qué forma indolente, extraña, astuta, perversa,
diabólica le había sonreído el ídolo! Ahora que había desaparecido, podía
admitir la verdad: había temido verdadera y sinceramente a aquel dios de barro.
¿No era emblema y símbolo de todo cuanto le era repugnante e intolerable, de
todo cuanto reconoció siempre como pernicioso, hostil y digno de supresión? ¿Un
estandarte de todas las supersticiones, de todas las tinieblas, de toda
coerción de la conciencia y el espíritu? ¿No representaba la horrible fuerza
que se siente a veces bramando en las entrañas de la tierra, ese lejano
terremoto, esa próxima extinción de la cultura, ese naciente caos? ¿No le había
robado aquella despreciable figura a su mejor amigo, es más, no robado, sino
convertido en enemigo? Ahora el objeto había desaparecido. Desvanecido. Roto en
mil pedazos. Acabado. Era mucho mejor que si lo hubiera destruido por sí mismo.
Eso pensó, o dijo. Y volvió a sus asuntos como antes.
Pero la maldición persistió. Justamente cuando había conseguido
acostumbrarse más o menos a aquella ridícula figura, precisamente cuando verla
en su lugar habitual en la mesa de la antecámara se le había hecho gradualmente
familiar y nada importante, era cuando su ausencia empezó a atormentarlo. Sí,
la echaba de menos cada vez que cruzaba aquella estancia; veía constantemente
el espacio vacío donde había estado, y el vacío emanaba de aquel lugar y
llenaba la habitación entera.
Malos días y peores noches empezaron para Frederick. Ya no podía atravesar
la antecámara sin pensar en el ídolo de las dos caras, sin echarlo de menos,
sin sentir que sus pensamientos estaban unidos a él. Una agónica obsesión
creció en su interior. Y no era simplemente al cruzar aquel cuarto cuando se
sentía prisionero de su obsesión. De la misma forma en que el vacío y la
desolación irradiaban del ahora vacío lugar en la mesa de la antecámara,
aquella idea obsesiva irradiaba dentro de él, empujaba todo lo demás a un lado,
enconándolo y llenándolo de extrañeza y desolación.
Una y otra vez imaginó la figura con suma claridad, para demostrarse a sí
mismo lo absurdo de afligirse por su pérdida. Pudo verla en toda su estúpida
fealdad y barbarie, con su vacua pero astuta sonrisa, con sus dos caras;
impulsado como por una coacción, lleno de odio y con la boca torcida, se
descubrió a sí mismo intentando reproducir aquella sonrisa. Le incomodaba la
duda de si las dos caras eran en realidad exactamente iguales. ¿No tenía una de
ellas, quizá simplemente por una pequeña aspereza o cuarteo en el barniz, una expresión
algo distinta? ¿Algo raro? ¿Algo enigmático? ¡Qué peculiar era el color de
aquel barniz! El verde y el azul y el gris, pero también el rojo, se mezclaban
en él. Era un barniz que ahora hallaba a menudo en otros objetos, en una
reflexión del sol de la ventana o en los reflejos de un húmedo pavimento.
Cavilaba mucho sobre aquel barniz, incluso por la noche. Le extrañó
igualmente lo extraña, rara, malsonante, poco familiar, casi maligna que era la
palabra "barniz". La analizó hasta invertir el orden de sus letras.
Entonces leía "zinrab". Pero, ¿de dónde demonios tomaba su sonido
aquella palabra? Conocía la palabra "zinrab", por supuesto que sí;
además, era una palabra hostil y mala, una palabra con perversas e inquietantes
implicaciones. Durante mucho tiempo lo atormentó esa pregunta. Finalmente dio
con la respuesta: "zinrab" le recordaba un libro que había comprado y
leído hacía muchos años durante un viaje, y que lo había aterrado, atormentado,
pero fascinado secretamente; se titulaba Princesa Zinraka. Era como una
maldición: todo lo relacionado con la estatuilla - el barniz, el azul, el
verde, la sonrisa - significaba hostilidad, eran sinónimos de torturas y
venenos. ¡De qué forma tan peculiar en otro tiempo Erwin, su amigo, había
sonreído mientras ponía el ídolo en su mano! Una forma muy peculiar, muy
significativa, muy hostil.
Frederick resistió valientemente - y muchos días no sin éxito - la
tendencia obsesiva de sus pensamientos. Presentía el peligro claramente:
¡volverse loco! No, era mejor morir. La razón es necesaria, la vida no. Y se le
ocurrió que quizá eso era la magia, que Erwin, con la ayuda de aquella figura,
lo había encantado en cierto modo, y que debería sucumbir en un sacrificio como
el defensor de la razón y la ciencia contra aquellos funestos poderes, Sin
embargo, de ser así, si eso era posible, la magia existía, la hechicería
existía. ¡No, mejor era morir! Un médico le recomendó paseos y baños. A veces, en busca de distracción,
pasaba la noche en una posada. Pero no le sirvió de nada. Maldecía a Erwin y se
maldecía a sí mismo.
Una noche, como solía hacer ahora con frecuencia, se retiró temprano y
estuvo inquieto en la cama, imposibilitado de dormir. Se sentía indispuesto e
intranquilo. Deseaba meditar, deseaba hallar tranquilidad, decirse cosas
reconfortantes, tranquilizadoras, frases de recta serenidad y claridad.
"Dos y dos son cuatro". Nada vino a su mente; en un estado casi de
delirio musitó sonidos y sílabas para sí. Gradualmente las palabras se formaron
en sus labios, y varias veces, sin comprender su significado, repitió la misma
frase para sí, como si hubiese tomado forma en él de algún modo. La murmuró una
y otra vez, como si absorbiese una droga, como si en ella buscase a tientas su
camino hacia el sueño que lo eludía en el estrecho sendero que bordeaba el
abismo.
Pero súbitamente, al levantar un poco la voz, las palabras que estaba
musitando penetraron en su conciencia. Las conocía: "¡Sí, ahora estás
dentro de mí!" E instantáneamente comprendió. ¡Supo lo que significaban,
que se referían al ídolo de arcilla, que entonces, en aquella hora gris de la
noche, se había cumplido puntual y exactamente la profecía que Erwin le había
hecho un espantoso día, que la figura que sostuvo desdeñosamente en sus dedos
ya no estaba fuera de él sino dentro de él! "Pues lo que está fuera está
dentro".
Incorporándose de un salto, experimentó como si le estuvieran haciendo una
transfusión de hielo y fuego. El mundo vacilaba a su alrededor, los planetas lo
miraban fija y alocadamente. Encendió la luz, se puso algunas ropas, abandonó
su casa y corrió en plena noche hacia la casa de Erwin. Vio una luz encendida
en la ventana del estudio que conocía tan bien; la puerta de la casa estaba
abierta: todo parecía estar esperándolo. Subió precipitadamente la escalera.
Penetró con paso inseguro en el estudio de Erwin y se apoyó con temblorosas
manos sobre la mesa. Erwin se hallaba sentado junto a la lámpara, bajo su suave
luz, pensativo y sonriente.
Cortésmente Erwin se puso en pie.
- Has venido. Eso está bien.
-¿Has estado esperándome? - preguntó Frederick.
- He estado esperándote, como sabes, desde el momento en que te fuiste de
aquí con mi pequeño obsequio. ¿Ha sucedido lo que dije entonces?
- Ha sucedido - admitió -. El ídolo está dentro de mí. Ya no puedo soportarlo
más.
-¿Puedo ayudarte? - preguntó Erwin.
- No lo sé. Haz lo que quieras. ¡Explícame más acerca de tu magia. Dime si
el ídolo puede salir de mí otra vez. Erwin puso su mano sobre el hombro de su amigo. Lo condujo hacia un sillón
y lo obligó a sentarse en él. Luego dijo cordialmente, en un casi fraternal
tono de voz:
- El ídolo saldrá de ti otra vez. Ten confianza en mí. Ten confianza en ti
mismo. Has aprendido a creer en él. ¡Ahora aprende a amarlo! Está dentro de ti,
pero continúa muerto, es aun un fantasma para ti. ¡Despiértalo, háblale,
pregúntale! ¡Pues es tú mismo! ¡No lo odies, no le temas, no lo atormentes!
¡Cómo has atormentado a ese pobre ídolo, que sin embargo eras tú mismo! ¡Cómo
te has atormentado a ti mismo!
-¿Es ése el camino de la magia? - preguntó Frederick. Se hallaba
profundamente hundido en el sillón, como si hubiera envejecido, y su voz era
débil.
- Ese es el camino -
contestó Erwin -, y quizá has dado ya el paso más difícil. Has hallado por
experiencia que el fuera puede convertirse en el dentro. Has estado más allá
del par de antítesis. ¡Te pereció el infierno; aprende ahora, amigo mío, qué es
el cielo!. Porque es el cielo el que te espera. Mira, esto es la magia:
intercambiar el fuera y el dentro. Pero no por el impulso, ni con la angustia,
como tú lo has hecho, sino libremente, voluntariamente. Llama al pasado, llama
al futuro: ¡ambos se hallan en ti! Hasta hoy has sido el esclavo del dentro.
Aprende a ser su dueño. Eso es la magia.
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