Renacimiento
del Hombre Epimeteico
Nuestra sociedad se asemeja a la máquina
definitiva que una vez vi en una juguetería neoyorquina.
Consistía en un cofrecillo metálico con un
interruptor que, al tocarlo uno, se abría de golpe descubriendo una mano mecánica. Unos dedos
cromados se estiraban hacia la tapa, la cerraban y la acerrojaban desde el interior. Era una
caja; uno esperaba poder sacar algo de ella, pero no contenía sino un mecanismo para cerrarla.
Este artilugio es lo opuesto a la "caja" de Pandora. La Pandora original, "la que todo lo
da", era una diosa de la Tierra en la Grecia matriarcal prehistórica, que dejó escapar todos los males de su
ánfora (phytos). Pero cerró la tapa antes que pudiera escapar la esperanza. La historia del
hombre moderno comienza con la degradación del mito de Pandora, y llega a su término en el
cofrecillo que se cierra solo. Es la historia del empeño prometeico por forjar instituciones a fin
de acorralar a cada uno de los males desencadenados. Es la historia de una esperanza declinante y
unas expectativas crecientes. Para comprender lo que esto significa
debemos redescubrir la diferencia entre expectativa y esperanza. Esperanza, en su sentido
vigoroso, significa fe confiada en la bondad de la naturaleza, mientras expectativa, tal como la emplearé
aquí, significa fiarse en resultados que son planificados y controlados por el hombre. La esperanza
centra el deseo en una persona de la cual aguardamos proceso predecible que producirá aquello que tenemos el derecho
de exigir. El ethos prometeico ha eclipsado actualmente la esperanza. La supervivencia de la raza
humana de que se la descubra como fuerza social.
La Pandora original fue enviada a la Tierra
con un frasco que contenía todos los males; de las cosas buenas, contenía sólo la esperanza. El
hombre primitivo vivía en este mundo de esperanza. Para
subsistir confiaba en la munificiencia de
la naturaleza, en los regalos de los dioses y en los instintos de su tribu. Los griegos del periodo
clásico comenzaron a reemplazar la esperanza con expectativas. En la versión que dieron de
Pandora, ésta soltó tanto males como bienes. La recordaban principalmente por los males
que había desencadenado. Y, lo que es más significativo, olvidaron que "la que todo lo
da" era también la custodia de la esperanza.
Los griegos contaban la historia de dos hermanos, Prometeo y
Epimeteo. El primero advirtió al segundo de que no se metiera con Pandora. Éste, en cambio, se
casó con ella. En la Grecia clásica, al nombre "Epimeteo", que significa
"percepción tardía" o "visión ulterior", se le daba el
significado de "lerdo" o "tonto". Para la época en que
Hesíodo relataba el cuento en su forma clásica, los griegos se habían convertido en patriarcas moralistas y
misóginos que se espantaban ante el pensamiento de una primera mujer. Construyeron una sociedad
racional y autoritaria. Los hombres proyectaron
instituciones mediante las cuales
programaron enfrentarse a todos los males desenjaulados.
Llegaron a percatarse de su poder para
conformar el mundo y hacerle producir servicios que aprendieron también a esperar. Querían que
sus artefactos moldearan sus propias necesidades y las exigencias futuras de sus hijos. Se
convirtieron en legisladores, arquitectos y autores, hacedores de constituciones, ciudades y
obras de arte que sirviesen de ejemplo para su progenie. El hombre primitivo había contado con la
participación mística en ritos sagrados para iniciar a los
individuos en las tradiciones de la
sociedad, pero los griegos clásicos reconocieron como verdaderos hombres sólo a aquellos
ciudadanos que permitirían que la paideia (educación) los hiciera aptos para ingresar en las
instituciones que sus mayores habían proyectado.
El mito en desarrollo refleja la
transición desde un mundo en que se interpretaban los sueños a un mundo en que se hacían oráculos. Desde
tiempos inmemoriales, se había adorado a la Diosa de la Tierra en las laderas del monte Parnaso,
que era el centro y el ombligo de la Tierra. Allí, en Delphos (de delphys, la matriz), dormía Gaia,
hermana de Caos y de Eros. Su hijo, Pitón, el dragón, cuidaba sus sueños lunares y neblinosos, hasta que
Apolo, el Dios del Sol, el arquitecto de Troya, se alzó al Oriente, mató al dragón y se apoderó de
la cueva de Gaia. Los sacerdotes de Apolo se hicieron cargo del templo de la diosa. Emplearon a
una doncella de la localidad, la sentaron en un trípode, sobre el ombligo humeante de la Tierra, y
la adormecieron con emanaciones. Luego pusieron sus declaraciones extácticas en hexámetros
rimados de profecías que se cumplían por la misma influencia que ejercían. De todo el
Peloponeso venían hombres a traer sus problemas ante Apolo. Se consultaba el oráculo sobre posibles alternativas sociales, tales como las medidas por adoptar frente a una peste o un hambruna, sobre cuál era la
constitución conveniente para Esparta o
cuáles los emplazamientos propicios para ciudades
que más tarde se llamaron Bizancio y Caledonia. La flecha que nunca yerra se convirtió en
un símbolo de Apolo. Todo lo referente a él adquirió a fin determinado y útil. En la República,
al describir el Estado ideal, Platón ya excluye la música popular. En las ciudades se permitiría sólo
el arpa y la lira de Apolo, porque únicamente la armonía de éstas crea "la tensión de la
necesidad y la tensión de la libertad, la tensión de lo
infortunado y la tensión de lo afortunado, la
tensión del valor y la tensión de la templanza, dignas del ciudadano".
Los habitantes de la ciudad se
espantaron ante la flauta de Pan y su poder para despertar los instintos. Sólo "los pastores
pueden tocar las flautas (de Pan) y esto sólo en el campo". El hombre se hizo responsable de las leyes bajo las
cuales quería vivir y de moldear el medio ambiente a su propia semejanza. La iniciación
primitiva que daba la Madre Tierra en un vida mística se transformó en la educación (paideia) del
ciudadano que se sentiría a gusto en el foro. Para el primitivo, el mundo estaba regido por el
destino, los hechos y la necesidad. Al robar el fuego de los dioses, Prometeo convirtió los hechos en
problemas, puso en tela de jucio la necesidad y desafió al destino. El hombre clásico tramó un
contexto civilizado para la perspectiva humana. Se percataba de que podía desafiar al trío
destino-naturaleza-entorno, pero sólo a su propio riesgo. El hombre contemporáneo va aún más lejos; intenta crear
el mundo a su semejanza, construir un entorno enteramente creado por el hombre, y descubre
entonces que sólo puede hacerlo a condición de rehacerse continuamente para ajustarse
a él. Debemos enfrentarnos ahora al hecho de que es el hombre mismo lo que está en juego. La vida actual en Nueva York produce visión
perculiar de lo que es y de lo que podría ser, y sin esta visión, la vida en Nueva York se hace
imposible. En las calles de Nueva York, un niño jamás toca nada que no haya sido ideado, proyectado, planificado y vendido, científicamente, a alguien. Hasta los árboles están allí porque el Departamento
de Parques así lo decidió. Los chistes que el niño escucha por televisión han sido programados a
gran coste. La basura con que juega en las calles de Harlem está hecha de paquetes deshechos
ideados para un tercero. Hasta los deseos y los temores están moldeados institucionalmente. El
poder y la violencia están organizados y administrados: las pandillas, frente a la policía.
El aprendizaje mismo se define como el consumo de una materia, que es el resultado de programas
investigados, planificados y promocionados.
Lo que allí haya de bueno, es el producto de alguna
institución especializada. Sería tonto el pedir algo que no pudiese producir alguna institución. El niño de
la ciudad no puede esperar nada que esté más
allá del posible desarrollo del proceso
institucional. Hasta a su fantasía se le urge a producir ciencia ficción. Puede experimentar la sorpresa poética de
lo no planificado sólo a través de sus encuentros con la "mugre", el desatino o
el fracaso: la cáscara de naranja en la cuneta, el charco en la calle, el quebrantamiento del orden, del
programa o de la máquina son los únicos despegues para el vuelo de fantasía creadora.
El
"viaje" se convierte en la única poesía al alcance de la mano. Como nada deseable hay que no haya sido planificado,
el niño ciudadano pronto llega a la conclusión de que siempre podremos idear una
institución para cada una de nuestras apetencias. Toma por descontado el poder del proceso para crear
valor. Ya sea que la meta fuere juntarse con un compañero, integrar un barrio o adquirir
habilidades de lectura, se la definirá de tal modo que su logro pueda proyectarse técnicamente.
El hombre que
sabe que nada que está en demanda deja de producirse llega pronto a esperar que nada de lo
que se produce pueda carecer de demanda. Si puede proyectarse un vehículo lunar, también puede
proyectarse la demanda de viajes a la Luna. El no ir donde uno puede sería subversivo.
Desenmascararía, mostrándola como una locura, la
suposición de que cada demanda satisfecha trae
consigo el descubrimiento de otra, mayor aún, e insatisfecha. Esa percepción detendría el progreso.
No producir lo que es posible dejaría a la ley
de las "expectativas crecientes" en
descubierto, en calidad de eufemismo para expresar un brecha creciente de frustración, que es el motor de la
sociedad, fundado en la coproducción de servicios y en la demanda creciente.
El estado mental del habitante de la ciudad moderna
aparece en la tradición mitológica sólo bajo la imagen del Infierno: Sísifo, que por un tiempo había
encadenado a Tánatos (la muerte), debe empujar una pesada roca cerro arriba hasta el
pináculo del Infierno, y la piedra siempre se escapa de sus manos cuando está a punto de llegar a la
cima. Tántalo, a quien los dioses invitaron a compartir la comida olímpica, y que aprovechó la
ocasión para robarles el secreto de la preparación de la ambrosía que todo lo cura, sufre
hambre y sed eternas, de pie en un río cuyas aguas se le escapan y a la sombra de árboles cuyos
frutos no alcanza. Un mundo de demandas siempre crecientes no sólo es malo; el
único término adecuado para nombrarlo es "Infierno".
El hombre ha desarrollado la frustradora capacidad
de pedir cualquier cosa porque no puede visualizar nada que una institución no pudiera hacer
por él. Rodeado por herramientas todopoderosas, el hombre queda reducido a ser
instrumento de sus instrumentos. Cada una de las instituciones ideadas para exorcizar alguno de los
males primordiales se ha convertido en un ataúd a prueba de errores y de cierre automático y
hermético para el hombre. El hombre está atrapado
en las cajas que fabrica para encerrar los males que
Pandora dejó escapar. El oscurecimiento de la realidad por el smog producido por nuestras
propias herramientas nos rodea. Súbitamente nos hallamos en la oscuridad de nuestra propia trampa.
Hasta la realidad ha llegado a depender de la
decisión humana. El mismo presidente que ordenó la ineficaz invasión de Camboya podría ordenar de igual
manera el uso eficaz del átomo. El "interruptor Hiroshima" puede cortar hoy
el ombligo de la Tierra. El hombre ha adquirido el poder de hacer que Caos anonade a Eros y a Gaia. Esta nueva
capacidad del hombre, el poder cortar el ombligo de la Tierra, es un memento constante de que
nuestras instituciones no sólo crean sus
propios fines, sino que tienden también el poder
señalar su propio fin y el nuestro.
El absurdo de lasinstituciones modernas se evidencia en el caso de la
militar. Las armas modernas pueden defender la libertad, la civilización y la vida únicamente
aniquilándolas. El lenguaje militar, seguridad significa la capacidad de eliminar la Tierra. El absurdo subyacente en las instituciones no
militares no es menos manifiesto. No hay en ellas un interruptor que active sus poderes destructores,
pero tampoco lo necesitan. Sus dedos ya atenazan la tapa del mundo. Crean a mayor velocidad
necesidades que satisfacciones, y en el proceso de tratar de satisfacer las necesidades que
engendran, consumen la Tierra. Esto vale para la agricultura y la manufactura, y no menos
para la medicina y para la educación. La agricultura moderna envenena y agota el suelo. La
"revolución verde" puede, mediante nuevas semillas, triplicar la producción de una hectárea
-pero sólo con un aumento proporcionalmente mayor de fertilizantes, insecticidas, agua y
energía. Fabricar estas cosas, como los demás bienes, contamina los océanos y la atmósfera, y degrada
recursos irreplazables. Si la combustión continúa aumentando según los índices actuales, pronto
consideraremos el oxígeno de la atmósfera sin poder reemplazarlo con igual presteza. No tenemos
razones para creer que la fisión o la fusión
puedan reemplazar la combustión sin peligros iguales
o mayores. Los expertos en medicina reemplazan a las parteras y prometen convertir al
hombre en otra cosa: genéticamente planificado, farmacológicamente endulzado y capaz de enfermedades
más prolongadas. El ideal
contemporáneo es un mundo panhigiénico: un mundo en
el cual todos los contactos entre los hombres, y entre los hombres y su mundo, sean el
resultado de la previsión y la manipulación. La escuela se ha convertido en el proceso planificado
que labra al hombre para un mundo planificado, en la trampa principal para entrampar al hombre en
la trampa humana. Se supone que moldea a cada hombre a un nivel adecuado para desempeñar un
papel en este juego mundial. De manera
inexorable, cultivamos, elaboramos, producimos y
escolarizamos el mundo hasta acabar con él.
La institución militar es evidentemente absurda. Más
difícil se hace enfrentar el absurdo de las instituciones no militares. Es aún más aterrorizante,
precisamente porque funciona inexorablemente. Sabemos qué interruptor debe quedar
abierto para evitar un holocausto atómico.
No hay interruptor para detener un apocalipsis
ecológico. En la antigüedad clásica, el hombre había
descubierto que el mundo podría forjarse según los planes del hombre, y junto con este descubrimiento
advirtió que ello era inherentemente precario, dramático y cómico. Fueron creándose las
instituciones democráticas y dentro de su estructura se supuso que el hombre era digno de confianza. Lo que
se esperaba del debido proceso legal y la confianza en la naturaleza humana se mantenían en
equilibrio recíproco. Se desarrollaron las
profesiones tradicionales y con ellas las
instituciones necesarias para el ejercicio de aquéllas.
Subrepticiamente, la confianza en el proceso
institucional ha reemplazado a la dependencia respecto de la buena voluntad personal. El mundo ha
perdido su dimensión humana y ha readquirido la necesidad de los tiempos primitivos.
Pero mientras el caos de los bárbaros estaba
constantemente ordenado en nombre de dioses
misteriosos y antropomórficos, hoy en día la única razón que puede ofrecerse para que el mundo esté
como está es la planificación del hombre. El hombre se ha convertido en el juguete de científicos,
ingenieros y planificadores.
Vemos esta lógica en otros y en nosotros mismos.
Conozco una aldea mexicana por la cual no pasa más de media docena de
autos cada día. Un mexicano estaba jugando al dominó sobre la nueva carretera asfaltada frente a su casa en donde
probablemente se había sentado y había jugado desde muchacho. Un coche pasó velozmente y lo
mató. El turista que me informó del hecho estaba profundamente conmovido, y sin embargo dijo:
"tenía que sucederle".
A primera vista, la observación del turista no
difiere de la de algún bosquimano relatando la muerte de algún fulano que se hubiera topado con un tabú y
por consiguiente hubiera muerto. Pero las dos afirmaciones poseen significados diferentes. El primitivo
puede culpar a alguna entidad trascendente, tremenda y ciega, mientras el turista
está pasmado ante la inexorable lógica de la máquina.
El primitivo no siente responsabilidad; el
turista la siente, pero la niega. Tanto en el primitivo como en el turista están ausentes la
modalidad clásica del drama, el estilo de la tragedia, la lógica del empeño individual y de la rebelión. El
hombre primitivo no ha llegado a tener conciencia de ello, y el turista la ha perdido. El mito del bosquimano y el mito del norteamericano están compuestos ambos de fuerzas inertes, inhumanas.
Ninguno de los dos experimenta una rebeldía trágica. Para el bosquimano, el suceso se ciñe a las
leyes de la magia, para el norteamericano, se ciñe a las leyes de la ciencia. El suceso le pone
bajo el hechizo de las leyes de la mecánica, que
para él gobiernan los sucesos físicos, sociales y
psicológicos.
El estado de ánimo de 1971 es propicio para un
cambio importante de dirección en busca de unfuturo esperanzador. Las metas institucionales se
contradicen continuamente con los productos
institucionales. El programa para la pobreza produce
más pobres, la guerra en Asia acrecienta los Vietcong, la ayuda técnica engendra más
subdesarrollo. Las clínicas para control de nacimientos incrementan los índices de supervivencia y provocan
aumentos de población; las escuelas
producen más desertores, y el atajar un tipo de
contaminación suele aumentar otro tipo. Los consumidores se enfrentan al claro hecho de que
cuanto más pueden comprar, tanto más engaño han de tragar.
Hasta hace poco parecía lógico
el que pudiera echarse la culpa de esta inflación pandémica de disfunciones ya fuese al
retraso de los descubrimientos científicos respecto de las exigencias tecnológicas, ya fuese a la
perversidad de los enemigos étnicos, ideológicos o de
clase. Han declinado las expectativas tanto respecto
de un milenario científico como de una guerra que acabe con las guerras. Para el consumidor avezado no hay manera de regresar
a una ingenua confianza en las tecnologías mágicas. Demasiadas personas han tenido
la experiencia de computadoras neuróticas, infecciones hospitalarias y saturación
dondequiera haya tráfico en la carretera, en el aire o en el teléfono. Hace apenas diez años, la
sabiduría convencional preveía una mejor vida fundada en los descubrimientos científicos. Ahora,
los científicos asustan a los niños. Los disparos a la Luna proporcionan una fascinante demostración
de que el fallo humano puede casi eliminarse
entre los operarios de sistemas complejos -sin
embargo, esto no mitiga los temores ante la posibilidad de que un fallo humano que consista en
no consumir conforme a las instrucciones pueda escapar a todo control.
Para el reformador social tampoco hay modo de
regresar a las premisas de la década del cuarenta. Se ha desvanecido la esperanza de que el
problema de distribuir con justicia los bienes pueda evadirse creándolos en abundancia. El coste de
la cesta mínima que satisfaga los gustos
contemporáneos se ha ido a las nubes, y lo que hace
que un gusto sea moderno es el hecho de que aparezca como anticuado antes de haber sido
satisfecho. Los límites de los recursos de la Tierra ya se han evidenciado. Ninguna nueva avenida de la ciencia o la tecnología podría proveer a cada hombre
del mundo de los bienes y servicios de que
disponen ahora los pobres de los países ricos. Por
ejemplo, se precisaría extraer cien veces las cantidades actuales de hierro, estaño, cobre y plomo
para lograr esa meta, incluso con la alternativa tecnológica más "liviana".
Finalmente, los profesores, médicos y trabajadores
sociales caen en la cuenta de sus diversos tratamientos profesionales tienen un aspecto -por lo
menos- en común. Crean nuevas demandas para los nuevos tratamientos profesionales que
proporcionan, a una mayor rapidez que aquella con la cual ellos pueden proporcionar instituciones
de servicio. Se está haciendo sospechosa no sólo una parte, sino la lógica misma de la sabiduría
convencional. Incluso la leyes de la economía parecen poco convincentes fuera de los estrechos
parámetros aplicables a la región social y geográfica en la que se concentra la mayor parte del
dinero. En efecto, el dinero es el circulante más barato, pero sólo en una economía encaminada
hacia una eficiencia medida en términos monetarios. Los países tanto capitalistas
como comunistas en sus diversas formas están dedicados a medir la eficiencia en relaciones de
coste/beneficio expresadas en dólares. El capitalismo se jacta de un nivel más elevado de vida
para afirmar su superioridad. El comunismo
hace alarde de una mayor tasa de crecimiento como
índice de su triunfo final. Pero bajo cualquiera de ambas ideologías el coste total de aumentar la
eficiencia se incrementa geométricamente. Las
instituciones de mayor tamaño compiten con fiereza
por los recursos que no están anotados en ningún inventario: el aire, el océano, el silencio,
la luz del sol y la salud. Ponen en evidencia la escasez de estos recursos ante la opinión pública
sólo cuando están casi irremediablemente
degradados. Por doquiera, la naturaleza se vuelve
ponzoñosa, la sociedad inhumana, la vida interior se ve invadida y la vocación personal
ahogada.
Una sociedad dedicada a la institucionalización de
los valores identifica la producción de bienes y servicios con la demanda de los mismos. La educación
que le hace a uno necesitar el producto está incluida en el precio del producto. La escuela
es la agencia de publicidad que le hace a uno creer que necesita la sociedad tal como está. En dicha sociedad el valor marginal ha llegado a ser
constantemente autotrascendente. Obliga a los consumidores más grandes -son pocos- a competir
por tener el poder de agotar la tierra, a llenarse sus propias panzas hinchadas, a disciplinar
a los consumidores de menor tamaño, y a poner fuera de acción a quienes aún encuentran
satisfacción en arreglárselas con lo que tienen. El ethos de la insaciabilidad es por tanto la fuente
misma de la depredación física, de la polarización social y de la pasividad psicológica.
Cuando los valores han sido institucionalizados en
procesos planificados y técnicamente construidos, los miembros de la sociedad moderna
creen que la buena vida consiste en tener instituciones que definan los valores que tanto
ellos como su sociedad creen que necesitan. El valor institucional puede definirse como el nivel de
producción de una institución. El valor correspondiente del hombre se mide por su capacidad
para consumir y degradar estas producciones institucionales y crear así una demanda
nueva -y aún mayor. El valor de hombre
institucionalizado depende de su capacidad como
incinerador. Para emplear una imagen, ha llegado a ser el ídolo de sus artesanías. El hombre
se autodefine ahora como el horno en que se queman los valores producidos por sus herramientas.
Y no hay límites para su capacidad. Su acto
es el acto de Prometeo llevado al límite.
El agotamiento y polución de los recursos de la
tierra es, por encima de todo, el resultado de una
corrupción de la imagen que el hombre tiene de sí
mismo, de una regresión en su conciencia.
Algunos tienden a hablar acerca de una mutación de
la conciencia colectiva que conduce a
concebir al hombre como un organismo que no depende
de la naturaleza y de las personas, sino
más bien de instituciones. Esta institucionalización
de valores esenciales, esta creencia en que un
proceso planificado de tratamiento da finalmente
unos resultados deseados por quien recibe el
tratamiento, este ethos consumitivo, se halla en el
núcleo mismo de la falacia prometeica.
Los empeños por encontrar un nuevo equilibrio en el
medio ambiente global dependen de la
desinstitucionalización de los valores. La sospecha
de que algo estructural anda mal en la visión
del homo faber es común en una creciente minoría de
países tanto capitalistas como comunistas y
"subdesarrollados". Esta sospecha es la
característica compartida por una nueva élite. A ella
pertenece gente de todas las clases, ingresos
creencias y civilizaciones. Se han vuelto
suspicaces respecto de los mitos de la mayoría: de
las utopías científicas, del diabolismo
ideológico y de la expectativa de la distribución de
bienes y servicios con cierto grado de igualdad.
Comparten con la mayoría la sensación de estar atrapados.
Comparten con la mayoría el
percatarse de que la mayor parte de las nuevas
pautas adoptadas por amplio consenso conducen
a resultados que se oponen descaradamente a sus
metas propuestas. Y no obstante, mientras la
mayoría de los prometeicos astronautas en ciernes
sigue avadiendo el asunto de la estructura
antedicho, la minoría emergente se muestra crítica
respecto del deus ex machina científico, de la
panacea ideológica y de la caza de diablos y brujas.
Esta minoría comienza a dar forma a su
sospecha de que nuestros constantes engaños nos atan
a las instituciones contemporáneas como
las cadenas ataban a Prometeo a su roca. La
esperanza, la confianza y la ironía (eironeia) clásica
deben conspirar para dejar al descubierto la falacia
prometeica.
Solía pensarse que Prometeo significaba
"previsión" y aún llegó a traducirse por "aquel que hace
avanzar la Estrella Polar". Privó astutamente a
los dioses del monopolio del fuego, enseñó a los hombres a usarlo para forjar
el hierro, serconvirtió en el dios de los tecnólogos y terminó asido con
cadenas de hierro.
La Pitonisa de Delfos ha sido reemplazada ahora por
una computadora que se cierne sobre
cuadros de instrumentos y tarjetas perforadas. Los
exámenes del oráculo han cedido el paso a los
códigos de instrucciones de dieciséis bitios. El
timonel humano ha entregado el rumbo a la máquina
cibernética. Emerge la máquina definitiva para
dirigir nuestros destinos. Los niños se imaginan
volando en sus máquinas espaciales, lejos de una
Tierra crepuscular. Mirando desde las
perspectivas del Hombre de la Luna, Prometeo pudo
reconocer a Gaia como el planeta de la
Esperanza y como el Arco de la Humanidad. Un sentido
nuevo de la finitud de la Tierra y una
nueva nostalgia pueden ahora abrir los ojos del
hombre acerca de la elección que hiciera su
hermano Epimeteo, de casarse con la Tierra al
hacerlo con Pandora. Al llegar aquí el mito griego se
convierte en esperanzada profecía, pues nos dice que
el hijo de Prometeo fue Deucalión, el
Timonel del Arca, quien, como Noé, navegó sobre el
Diluvio para convertirse en el padre de la
humanidad a la que fabricó de la tierra con Pirra,
la hija de Epimeteo y Pandora. Vamos
entendiendo mejor de Pythos que Pandora trajo de los
dioses como el inverso de la Caja: nuestro
Vaso y nuestra Arca.
Necesitamos ahora un nombre para quienes valoran más
la esperanza que las expectativas.
Necesitamos un nombre para quienes aman más a la
gente que a los productos, para aquellos que
creen en que
No hay personas sin interés.
Sus destinos son como la crónica de los planetas.
Nada en ellos deja de ser peculiar
y los planetas son distintos unos y otros
Necesitamos un nombre para aquellos que aman la
Tierra en la que podemos encontrarnos unos
con otros,
Y si un hombre viviese en la oscuridad
haciendo sus amistades en esa oscuridad,
la oscuridad no carecería de interés.
Necesitamos un nombre para aquellos que colaboran
con su hermano Prometeo en alumbrar el
fuego y en dar forma al hierro, pero que lo hacen
para acrecentar así su capacidad de atender y
cuidar y ser guardián del prójimo, sabiendo que
para cada cual su mundo es privado,
y en ese mundo un excelente minuto.
Y en ese mundo un trágico minuto.
Estos son privados.1
A esto hermanos y hermanas esperanzados sugiero
llamarlos hombres epimeteicos.
1 Las tres citas provienen de People
("Gente"), del libro Poemas escogidos de Yevgeny
Yevtushenko. Traducidos por Robin Milner-Gulland y
Peter Levi, y con una intruducción de los
traductores. Publicado por
E.P. Dutton & Co., Inc., 1962, y reimpreso con su autorización.