El Tabú
y la Metáfora
La metáfora es probablemente la potencia más fértil que el hombre posee. Su eficiencia llega a tocar los confines de la taumaturgia y parece un trebejo de creación que Dios se dejó olvidado dentro de una de sus criaturas al tiempo de formarla, como el cirujano distraído se deja un instrumento en el vientre del operado. Todas las demás potencias nos mantienen inscritos dentro de lo real, de lo que ya es. Lo más que podremos hacer es sumar o restar unas cosas de otras. Sólo la metáfora nos facilita la evasión y crea entre las cosas reales arrecifes imaginarios, florecimiento de islas ingrávidas. Es verdaderamente extraña la existencia en el hombre de esta actividad mental que consiste en suplantar una cosa por otra, no tanto por afán de llegar a ésta como por el empeño de rehuir aquélla. La metáfora escamotea un objeto enmascarándolo con otro, y no tendría sentido si no viéramos bajo ella un instinto que induce al hombre a evitar realidades.
Cuando recientemente se preguntó un psicólogo cuál pueda
ser el origen de la metáfora, halló sorprendido que una de sus raíces está en el espíritu del tabú. Ha habido una época en que fue el miedo la máxima inspiración humana, una edad dominada por el
terror cósmico. Durante ella se siente la necesidad de evitar ciertas
realidades que, por otra parte, son ineludibles. El animal más frecuente en el
país, y de que depende la sustentación, adquiere un prestigio sagrado. Esta consagración trae
consigo la idea de que no se le puede tocar con las manos. ¿Qué hace entonces para comer el indio Lillooet? Se pone en cuclillas y cruza las manos bajo sus nalgas. De este modo puede comer,
porque las manos bajo las nalgas son metafóricamente unos pies. He aquí un
tropo de acción, una metáfora elemental previa a la imagen verbal y que se origina en el afán de evitar la realidad. Y como la palabra es para el hombre primitivo un poco la cosa misma nombrada, sobreviene el menester de no nombrar el objeto tremendo sobre que ha recaído «tabú». De aquí que se designe con el nombre de otra cosa, mentándolo en forma larvada y subrepticia. Así, el polinesio, que no debe nombrar nada de lo que pertenece al rey, cuando ve arder las antorchas en su palacio-cabaña, tiene que decir: «El rayo arde en las nubes del
cielo». He aquí la elusión metafórica.
Obtenido en esta forma tabuista, el instrumento metafórico puede luego emplearse con los fines más diversos. Uno de éstos, el que ha predominado en la poesía, era ennoblecer el objeto real. Se usaba de la imagen similar con intención decorativa, para ornar y recamar la realidad amada. Sería curioso inquirir si en la nueva inspiración poética, al hacerse la metá fora sustancia y no ornamento, cabe notar un raro predominio de la imagen denigrante que, en lugar de ennoblecer y realzar, rebaja y veja a la pobre realidad. Hace poco leía en un poeta
joven que el rayo es un metro de carpintero y los árboles infolies del
invierno escobas para barrer el cielo. El arma lírica se revuelve contra las
cosas naturales y las vulnera o asesina primer plano, destacados con aire monumental, los mínimos sucesos de la vida.
Éste es el nexo latente que une las maneras de arte nuevo en
apariencia más distantes. Un mismo instinto de fuga y evasión de lo real se satisface en el suprarrealismo de la metáfora y en lo que cabe llamar infrarrealismo. A la ascensión poética puede sustituirse una inmersión bajo el nivel de la perspectiva natural. Los mejores ejemplos de cómo por extremar el realismo se le
supera —no más que con atender lupa en mano a lo microscópico de la vida— son Proust, Ramón Gómez de la Serna, Joyce. Ramón puede componer todo un libro sobre los senos —alguien le ha llamado
«nuevo Colón que navega hacia hemisferios»—, o sobre el circo, o sobre el alba,
o sobre el Rastro o la Puerta del Sol. El procedimiento consiste sencillamente en hacer
protagonista del drama vital los barrios bajos de la atención, lo que de
ordinario desatendemos. Giraudoux, Morand, etc., son, en varia modulación, gentes del mismo equipo lírico.
Esto explica que los dos últimos fuesen tan entusiastas de la obra de Proust, como, en general, aclara el placer que este escritor, tan de otro tiempo, proporciona a la gente nueva. Tal vez lo esencial que el latifundio de su libro tiene de común con la nueva sensibilidad, es el cambio de perspectiva: desdén hacia las antiguas formas monumentales del alma que describía la novela, e inhumana atención a la fina estructura de los sentimientos, de las relaiones sociales, de los caracteres.
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