domingo, 29 de abril de 2012

Rabindranath Tagore (1861–1941) রবীন্দ্রনাথ ঠাকুর


Apólogos


                     Apólogo del misterio

      No has oído su paso silencioso? El viene, viene, viene eternamente.
   A cada instante, en todas las épocas y edades, cada día, cada noche, él viene,
viene, viene desde siempre.
   Yo he cantado muchas canciones de diversa entonación, pero en ellas cada nota,
cada palabra, clamaba siempre: él viene, viene, viene eternamente.
   En los días embalsamados del absorto abril, por el camino secreto de la selva,
él viene, viene, viene eternamente.
   Entre la angustia tempestuosa de  las noches de julio, sobre el carro resonante
de las nubes, él viene, viene, viene eternamente.
   Entre una pena y otra pena tan sólo hay el espacio de su paso que me oprime el
corazón; y mi alegría sólo amanece al roce dorado de su pie.
   ¡El viene, viene, viene eternamente!



Apólogo de la perfección                     

   
Cuando la creación estaba recién nacida y las estrellas brillaban, unánimes, con
su primer esplendor virginal, los dioses se reunieron sobre el cielo en dichosa asamblea
y cantaron: "¡Oh, espejo de la perfección! ¡Oh, júbilo sin sombra! "
   Mas uno de los dioses exclamó de pronto: "Parece que hay en alguna parte un vacío en
esta cadena de claridad y que una de las estrellas se ha perdido."
   La melodía de oro de las arpas se calló; el canto se detuvo y los dioses clamaron desolados:
   "Es verdad, y era la más bella esa estrella perdida. ¡Era la gloria y diamante sumo de los
cielos!"
   Desde aquel día la buscan sin cesar y de uno a otro este lamento se trasmite:
"¡Con esa estrella el mundo ha perdido su alegría! "
   Entre tanto, en el profundo silencio de la noche, las estrellas sonríen y murmuran entre sí:
"¡Vana es la búsqueda: la perfección sin pausa reina doquier!"



Apólogo de la esperanza en Dios

   
Había salido yo, mendigo de puerta en puerta, por el camino de la ciudadcuando de un recodo surgió
tu carroza de oro semejante a un sueño matinal. Y mi alma se inclinó de asombro ante quien parecía
el Rey de todos los reyes !
   Y mis esperanzas se alzaron y pensé: he aquí que ha llegado el fin de los días tristes;
y ya me alistaba a recoger las ricas limosnas esparcidas en el polvo.
   La carroza se detuvo frente a mí. Tu mirada cayó sobre mi pobreza y, sonriendo,
descendiste al camino. Yo sentí que había llegado la grande y única oportunidad de mi vida.
   Entonces, tendiéndome tu mano derecha, dijiste: "¿Que tienes para darme?"
   ¡Oh!, ¿que regia burla era esta de tenderle la mano a un mendigo para mendigar? Quedé un
instante confuso y perplejo; luego, lentamente, saqué de mi alforja un grano de trigo y te lo di.
   Mas cuál sería mi sorpresa, cuando, por la tarde, al vaciar mi saco en el suelo, encontré un
granito de oro entre mis pobres granos. Lloré amargamente y me lamenté de la sordidez de
mi corazón que no supo darte cuanto poseía.



Apólogo de la gracia

   
Ellos conocían el camino y se fueron a buscarte a lo largo del estrecho sendero;
pero yo erraba lejos, en la noche, pues era ignorante.
   Yo no era lo suficientemente sabio para tener miedo de ti en la oscuridad, y por esto encontré tu puerta por casualidad.
   Los sabios me rechazaron y me ordenaron que regresara, pues no había seguido el sendero
estrecho.
   Lleno de duda iba a regresar, cuando me estrechaste, fuertemente, contra ti; y cada día
crece la cólera de los sabios contra mí.



Edición de la Editorial 
Aguilar (Biblioteca Premios Nobel),
versión de  Zenobia Camprubi de Jiménez ,
esposa del poeta Juan Ramón Jiménez.





viernes, 20 de abril de 2012

Viktor Frankl: El Hombre en busca de Sentido (1905-1997)

Segunda Fase: 
   La Vida en el                 Campo   

                                         Apatía


Las reacciones descritas empezaron a cambiar a los pocos días. El prisionero pasaba de la primera a la segunda fase, una fase de apatía relativa en la que llegaba a una especie de muerte emocional. Aparte de las emociones ya descritas, el prisionero recién llegado experimentaba las torturas de otras emociones más dolorosas, todas las cuales intentaba amortiguar. La primera de todas era la añoranza sin límites de su casa y de su familia. A veces era tan aguda que simplemente se consumía de nostalgia. Seguía después la repugnancia que le producía toda la fealdad que le rodeaba, incluso en las formas externas más simples. A muchos de los prisioneros se les entregaba un uniforme andrajoso que, por comparación, hubiera hecho parecer elegante a un espantapájaros. Entre los barracones del campo no había nada más que barro y cuanto más se trabajaba para eliminarlo más se hundía uno en él. Una de las prácticas favoritas consistía en destacar a un recién llegado en el grupo encargado de limpiar las letrinas y retirar los excrementos. Si, como solía suceder, parte de éstos le salpicaba la cara al trasladarlos entre los desniveles del campo, cualquier signo de asco por parte del prisionero o la intención de quitarse la porquería de la cara merecía cuando menos un latigazo por parte del "capo", indignado ante la "delicadeza" del prisionero. De esta forma se aceleraba la mortificación ante las reacciones normales. Al principio, el prisionero volvía la cabeza ante las marchas de castigo de otros grupos; no podía soportar la contemplación de sus compañeros yendo arriba y abajo durante horas, hundidos en el fango, acompañadas las órdenes de golpes. Unos días o unas semanas después, las cosas cambiaban. Por la mañana temprano, cuando todavía estaba oscuro, el prisionero se plantaba frente a la puerta, junto con su destacamento, listo para marchar. Oía un grito y veía tirar a golpes al suelo a un camarada; se volvía a poner de pie y nuevamente le volvían a derribar al suelo. ¿Y todo por qué? Tenía fiebre, pero se había presentado a la enfermería en un momento inoportuno. Le castigaban por tratar de zafarse de sus deberes de esta forma irregular. El prisionero que se encontraba ya en la segunda fase de sus reacciones psicológicas no apartaba la vista. Al llegar a ese punto, sus sentimientos se habían embotado y contemplaba impasible tales escenas. Otro ejemplo: cuando ese mismo prisionero estaba por la tarde esperando ante la enfermería con la esperanza de que le concederían dos días de trabajos ligeros dentro del campo a causa de sus heridas o quizás por el edema o la fiebre, observaba impertérrito cómo era arrastrado un muchacho de 12 años para el que no había ya zapatos en el campo y le habían obligado a estar en posición firme durante horas bajo la nieve o a trabajar a la intemperie con los pies desnudos. Se le habían congelado los dedos y el médico le arrancaba los negros muñones gangrenados con tenazas, uno por uno. Asco, piedad y horror eran emociones que nuestro espectador no podía sentir ya. Los que sufrían, los enfermos, los agonizantes y los muertos eran cosas tan comunes para él tras unas pocas semanas en el campo que no le conmovían en absoluto. Estuve algún tiempo en un barracón cuidando a los enfermos de tifus; los delirios eran frecuentes, pues casi todos los pacientes estaban agonizando. Apenas acababa de morir uno de ellos y yo contemplaba sin ningún sobresalto emocional la siguiente escena, que se repetía una y otra vez con cada fallecimiento. Uno por uno, los prisioneros se acercaban al cuerpo todavía caliente de su compañero. Uno agarraba los restos de las hediondas patatas de la comida del mediodía, otro decidía que los zapatos de madera del cadáver eran mejores que los suyos y se los cambiaba. Otro hacía lo mismo con el abrigo del muerto y otro se contentaba con agenciarse —¡Imagínense qué cosa!— un trozo de cuerda auténtica. Y todo esto yo lo veía impertérrito, sin conmoverme lo más mínimo. Pedía al "enfermo" que retirara el cadáver. Cuando se decidía a hacerlo, lo cogía por las piernas, dejaba que se deslizara al estrecho pasillo entre las dos hileras de tablas que constituían las camas de los cincuenta enfermos de tifus y lo arrastraba por el desigual suelo de tierra hasta la puerta. Los dos escalones que había que subir para salir al aire libre siempre constituían un problema para nosotros, que estábamos exhaustos por falta de alimentación. Tras unos cuantos meses de estancia en el campo, éramos incapaces de subir las escaleras sin agarrarnos a la puerta para darnos impulso. El hombre que arrastraba el cadáver se acercaba a los escalones. A duras penas podía subir él; a continuación tenía que izar el cadáver: primero los pies, luego el tronco y finalmente —con un ruido extraño— la cabeza del muerto subía botando los dos escalones. Acto seguido nos distribuían la ración diaria de sopa. Mi sitio estaba en la parte opuesta del barracón, cerca de la pequeña y única ventana, situada casi a ras del suelo. Mientras mis frías manos agarraban la taza de sopa caliente de la que yo sorbía con avidez, miraba por la ventana. El cadáver que acababan de llevarse me estaba mirando con sus ojos vidriosos; sólo dos Horas antes había estado hablando con aquel hombre. Yo seguía sorbiendo mi sopa. Si mi falta de emociones no me hubiera sorprendido desde el punto de vista del interés profesional, ahora no recordaría este incidente, tal era el escaso sentimiento que en mí despertaba.



Lo que hace daño

La apatía, el adormecimiento de las emociones y el sentimiento de que a uno no le importaría ya nunca nada eran los síntomas que se manifestaban en la segunda etapa de las reacciones psicológicas del prisionero y lo que, eventualmente, le hacían insensible a los golpes diarios, casi continuos. Gracias a esta insensibilidad, el prisionero se rodeaba en seguida de un caparazón protector muy necesario. Los golpes se producían a la mínima provocación y algunas veces sin razón alguna. Por ejemplo: el pan se repartía en el lugar donde trabajábamos y teníamos que ponernos en fila para obtenerlo. En una ocasión, el que estaba detrás de mí se corrió ligeramente hacia un lado y esta mínima falta de simetría desagradó al guardián de las SS.  Yo no sabía lo que ocurría en la fila detrás de mí, ni lo que pasaba por la mente del guardia, pero, de pronto, recibí dos fuertes golpes en la cabeza. Sólo entonces me di cuenta de que a mi lado había un guardia y que estaba usando su vara. En tales momentos no es ya el dolor físico lo que más nos hiere (y esto se aplica tanto a los adultos como a los niños); es la agonía mental causada por la injusticia, por lo irracional de todo aquello. Por extraño que parezca, un golpe que incluso no acierte a dar, puede, bajo ciertas circunstancias, herirnos más que uno que atine en el blanco. Una vez estaba de pie junto a la vía del ferrocarril bajo una tormenta de nieve. A pesar del temporal nuestra cuadrilla tenía que seguir trabajando. Trabajé con bastante ahínco, repasando la vía con grava, ya que era la única forma de entrar en calor. Durante unos breves instantes hice una pausa para tomar aliento y apoyarme sobre la pala. Por desgracia, el guardia se dio entonces media vuelta y pensó que yo estaba holgazaneando. El dolor que me causó no fue por sus insultos o sus golpes. El guardia decidió que no valía la pena gastar su tiempo en decir ni una palabra, ni lanzar un juramento contra aquel cuerpo andrajoso y demacrado que tenía delante de él y que, probablemente, apenas le recordaba al de una figura humana. En vez de ello, cogió una piedra alegremente y la lanzó contra mí. A mí, aquello me pareció una forma de atraer la atención de una bestia, de inducir a un animal doméstico a que realice su trabajo, una criatura con la que se tiene tan poco en común que ni siquiera hay que molestarse en castigarla. 




El insulto

El aspecto más doloroso de los golpes es el insulto que incluyen. En una ocasión teníamos que arrastrar unas cuantas traviesas largas y pesadas sobre las vías heladas. Si un hombre resbalaba, no sólo corría peligro él, sino todos los que cargaban la misma traviesa. Un antiguo amigo mío tenía una cadera dislocada de nacimiento. Podía estar contento de trabajar a pesar del defecto, ya que los que padecían algún defecto físico era casi seguro que los enviaban a morir en la primera selección. Mi amigo se bamboleaba sobre el raíl con aquella traviesa especialmente
pesada y estaba a punto de caerse y arrastrar a los demás con él. En aquel momento yo no arrastraba ninguna traviesa, así que salté a ayudarle sin pararme a pensar. Inmediatamente sentí un golpe en la espalda, un duro castigo, y me ordenaron regresar a mi puesto. Unos pocos minutos antes el guardia que me golpeó nos había dicho despectivamente que los "cerdos" como nosotros no teníamos espíritu de compañerismo. En otra ocasión y a una temperatura de menos de veinte
grados centígrados empezamos a cavar el suelo del bosque, que estaba helado, para tender unas cañerías. Para entonces ya me había debilitado mucho físicamente. Vi venir a un capataz con sus rechonchas mejillas sonrosadas. Su cara recordaba inevitablemente la cabeza de un cerdo. Me fijé, con envidia, en sus cálidos guantes, mientras pensaba que nosotros teníamos que trabajar con las manos desnudas y sin ninguna prenda de abrigo, como su chaqueta de cuero forrada de piel, bajo aquel frío tan intenso. Durante un momento me observó en silencio. Sentí que
se mascaba la tragedia, ya que junto a mí tenía el montón de tierra que mostraba exactamente lo poco que había cavado. Entonces: "Tú, cerdo, te vengo observando todo el tiempo. Yo te enseñaré a trabajar. Espera a ver como cavas la tierra con los dientes, morirás como un animal. ¡En dos días habré acabado contigo! No has debido dar golpe en toda tu vida. ¿Qué eras tú, puerco, un hombre de negocios?" Ya había dejado de importarme todo. Pero tenía que tomar en serio esta amenaza de muerte, así que saqué todas mis fuerzas y le miré directamente a los ojos: "Era médico especialista." "¿Qué? ¿Un médico? Apuesto a que les cobrabas un montón de dinero a tus pacientes." "La verdad es que la mayor parte de mi trabajo lo hacía sin cobrar nada, en las clínicas para pobres." Al llegar aquí, comprendí que había dicho demasiado. Se arrojó sobre mí y me derribó al suelo gritando como un energúmeno. No puedo recordar lo que gritaba. Afortunadamente el "capo" de mi cuadrilla se sentía obligado hacia mí; sentía hacia mí cierta simpatía porque yo escuchaba sus historias de amor y sus dificultades matrimoniales, que me contaba en las largas caminatas a nuestro lugar de trabajo. Le había causado cierta impresión con mi diagnosis sobre su carácter y mi consejo psicoterapéutico. A partir de este momento me estaba agradecido y ello me fue de mucho valor. En ocasiones anteriores me había reservado un puesto junto a él en las cinco primeras hileras de nuestro destacamento, que normalmente componían 280 hombres. Era un favor muy importante. Teníamos que alinearnos por la mañana muy temprano cuando todavía estaba oscuro. Todo el mundo tenía miedo de llegar tarde y tener que quedarse en las hileras de la cola. Si se necesitaban hombres para hacer un trabajo desagradable, el jefe de los "capo" solía reclutar a los hombres que necesitaba de entre los de las últimas filas. Estos hombres tenían que marchar lejos a otro tipo de trabajo, especialmente temido, a las órdenes de guardias desconocidos. De vez en cuando, el "capo" elegía a los hombres de las primeras cinco filas para sorprender a los que se pasaban de listos. Todas las protestas y súplicas eran silenciadas con unos cuantos puntapiés que daban en el blanco y las víctimas de su
elección eran llevadas al lugar de reunión a base de gritos y golpes.
Ahora bien, mientras duraron las confesiones de mi "capo", nunca me sucedió eso a mí. Tenía garantizado un puesto de honor junto a él, lo que comportaba además otra ventaja. Como casi todos los que estaban internados en el campo, yo padecía edema de hambre. Mis piernas estaban tan hinchadas y la piel tan tirante que apenas podía doblar las rodillas. No podía atarme los zapatos si quería que cupieran en ellos mis pies hinchados. No hubiera quedado espacio para los calcetines aun cuando los hubiera tenido. Mis pies parcialmente desnudos estaban siempre mojados y los zapatos llenos de nieve. Ello me producía, naturalmente, congelaciones y sabañones. Cada paso que daba constituía una verdadera tortura. Durante las largas marchas sobre los campos
nevados se formaban en nuestros zapatos carámbanos de hielo.
Una y otra vez los hombres resbalaban y los que les seguían tropezaban y caían encima de ellos. Entonces la columna se detenía unos momentos, no demasiados. Pronto entraba en acción uno de los guardias y golpeaba a los hombres con la culata de su rifle, haciendo que se levantaran rápidamente. Cuanto más adelantado se estuviera en la columna, menos probabilidades tenías de detenerte y de tener que recuperar después la distancia perdida corriendo con los pies doloridos. ¡Qué agradecido debíasentirme por haber sido designado médico personal de su señoría
el "capo" y por marchar en cabeza a un paso regular! Como pago
adicional a mis servicios, yo podía estar seguro de que mientras
en nuestro lugar de trabajo se repartiera un plato de sopa a la
hora de comer, cuando llegara mi turno, él metería el cacillo hasta
el fondo del perol para pescar unas pocas habichuelas.
Este mismo "capo", que anteriormente había sido oficial del
ejército, se había atrevido a musitar al capataz, aquel que se
había irritado conmigo, que me consideraba un trabajador
excepcionalmente bueno. No es que esto me ayudara mucho,
pero sí sirvió para salvarme la vida (una de las muchas veces que
se salvaría). Al día siguiente del episodio con el capataz el "capo"
me metió de contrabando en otra cuadrilla de trabajo.
Con este suceso, aparentemente trivial, quiero mostrar que
hay momentos en que la indignación puede surgir incluso en un
prisionero aparentemente endurecido, indignación no causada por
la crueldad o el dolor, sino por el insulto al que va unido. Aquella
vez, la sangre se me agolpó en la cabeza por verme obligado a
escuchar a un hombre que juzgaba mi vida sin tener la más
remota idea de cómo era yo, un hombre (debo confesarlo: la
observación que expongo seguidamente la hice a mis compañeros
de prisión tras la escena, lo que me produjo un cierto alivio
infantil) "que parecía tan vulgar y tan brutal que la enfermera de
la sala de espera de nuestro hospital ni siquiera le hubiera
permitido pasar".
Había también capataces que se preocupaban por nosotros y
hacían cuanto podían por aliviar nuestra situación, cuando menos
al pie de obra. Pero aún así no cesaban de recordarnos que un
trabajador normal hacía siete veces nuestro trabajo y en menos
tiempo. Entendían, sin embargo, nuestras razones cuando
argüíamos que ningún trabajador normal y corriente vivía con 300g de pan (teóricamente, pero en la práctica recibíamos menos) y
1 litro de sopa aguada al día; que un obrero normal no vivía bajo
la presión mental a la que nos veíamos sometidos, sin noticias de
nuestros familiares que, o bien habían sido enviados a otro campo
o habían muerto en las cámaras de gas; que un trabajador
normal no vivía amenazado de muerte continuamente, todos los
días y a todas horas. Una vez incluso me permití decirle a un
capataz amablemente: "Si usted aprendiera de mí a operar el
cerebro con tanta rapidez como yo estoy aprendiendo de usted a
hacer carreteras, sentiría un gran respeto por usted." Y él hizo
una mueca. La apatía, el principal síntoma de la segunda fase, era un
mecanismo necesario de autodefensa. La realidad se desdibujaba
y todos nuestros esfuerzos y todas nuestras emociones se
centraban en una tarea: la conservación de nuestras vidas y la de
otros compañeros. Era típico oír a los prisioneros, cuando al
atardecer los conducían como rebaños de vuelta al campo desde
sus lugares de trabajo, respirar con alivio y decir: "Bueno, ya
pasó el día."





Versión castellana de DIORKI, 
de la obra de VIKTOR FRANKL 
Duodécima edición 1991




sábado, 14 de abril de 2012

Guy de Maupassant: Cuento (1850–1893)

La Noche 

Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro. El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga. Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible. Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas. Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarlo a uno. Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí. El caso es que ayer -¿fue ayer?- Sí, sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año -no lo sé-. Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿desde cuándo...? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía, bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de sol espléndido.
En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda.
Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de cristales coloreados.
Me detuve bajo el Arco del Triunfo para mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar.
Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.
Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.
¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo.
Por primera vez sentí que iba a suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.
Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.
Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la Place du Château-d'Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor.» Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del suelo. Le pregunté:
-¿Amigo, qué hora es?
-¡Y yo que sé! -gruñó-. No tengo reloj.
Entonces me di cuenta de repente de que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer...
«Iré al mercado de Les Halles», pensé, «allí al menos encontré vida».
Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles, contándolas.
Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.
Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.
«¿Dónde estaban los agentes de policía?", me dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.
Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.
Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»
Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic-tac de la pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente negro que la ciudad.
¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y sentía un hambre horrible.
Me decidí a llamar a la primera cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa; sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta. Llamé de nuevo; esperé... Nada.
Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.
Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.
Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿qué sucedía?
Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la hora? ¿quién me diría la hora?
Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos.» Saqué el reloj... ya no sonaba... se había parado. Ya no quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni la vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.
Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río.
¿Corría aún el Sena?
Quise saberlo, encontré la escalera, bajé... No oía la corriente bajo los arcos del puente... Unos escalones más... luego la arena... el fango... y el agua... hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría... casi helada... casi detenida... casi muerta.
Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir... y que iba a morir allí abajo... yo también, de hambre, de cansancio, y de frío.



FIN 



jueves, 12 de abril de 2012

Platón: La República (423 BC – 347 BC)


La Caverna 

                              

Y a continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.

- Ya lo veo-dijo.

- Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.

- ¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros!

- Iguales que nosotros-dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?

- ¿Cómo--dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?

- ¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?

- ¿Qué otra cosa van a ver?

- Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?

- Forzosamente.

- ¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?

- No, ¡por Zeus!- dijo.

- Entonces no hay duda-dije yo-de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.

- Es enteramente forzoso-dijo.

- Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz, y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera de alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?

- Mucho más-dijo.

II. -Y si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía, volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría qué éstos, son realmente más claros que los que le muestra .?

- Así es -dijo.

- Y si se lo llevaran de allí a la fuerza--dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado, y que, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?

- No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.

- Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.

- ¿Cómo no?

- Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que. él estaría en condiciones de mirar y contemplar.

- Necesariamente -dijo.

- Y después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible, y que es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.

- Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.

- ¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?

- Efectivamente.

- Y si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquellos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente "trabajar la tierra al servicio de otro hombre sin patrimonio" o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?

- Eso es lo que creo yo -dijo -: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.

- Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas, como a quien deja súbitamente la luz del sol?

- Ciertamente -dijo.

- Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían; si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?.

- Claro que sí -dijo.

III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión, y la luz del fuego que hay en ella, con el poder del. sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la. región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer, y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.

- También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.





Traducción: 
 J.M. Pabón y M. Fernández Galiano, 
Instituto de Estudios Políticos, 
Madrid, 1981 (3ª edición)