La Muerte
del Ateísmo
El ateísmo de nuestros días no es, dice Finot, más que una palabra vacía
de sentido. Un hombre culto no puede ya proclamarse ateo (conforme a la antigua
definición). No puede ya negar la influencia de fuerzas que escapan a su
cerebro y de principios que ignora. La ciencia, en efecto, desde algunos años,
se encuentra invadida por la fe. Hay, desde luego, una ley universal que rige
todo el mundo cósmico, y esta ley destruye nuestra fe en la materia: trátase de
la ley soberana de la gravitación. Las miriadas de mundos que nos rodean
(comprendidos los ciento veinte millones de estrellas que ante nuestros ojos
maravillados descubren los grandes telescopios modernos. (Vastas y ardientes
hogueras que, casi todas, arrastran mundos, muchas veces más grandes que los
del sistema solar.) No están, sin embargo, sostenidos más que por una fuerza
espiritual e invisible.
¿Cómo se mantienen todos esos orbes? ¿Cómo funcionan, si las fuerzas y
leyes que los rigen son inmateriales? Leyes, abstractas, cuyo alcance y cuya
significación no comprendemos y que tienen, no obstante, una realidad
innegable.
Las nuevas concepciones, relativas a lo infinitamente grande y a lo
infinitamente pequeño, se han metido de rondón en todas las ciencias exactas y
han ampliado hasta el vértigo el horizonte de nuestras ideas.
El infinito se ha mezclado en nuestros cálculos; llena nuestras visiones,
anima nuestras esperanzas…
Vemos mucho más lejos que los hombres de hace cincuenta años. Hemos
comprobado -científicamente- la existencia de agentes, de fuerzas, de energías
(rayos X, luz ultravioleta, radium, ondas hertzianas, energía intra-atómica en general)
absolutamente invisibles.
Por otra parte, a medida que aumenta el poder de nuestros
ultra-microscopios, la materia se empequeñece; la célula nos resulta un
compuesto de complejidad extraordinaria… tenemos que ir más allá, siempre mas
allá…, y si un día encontramos el átomo, el átomo mismo, se disociara en quién
sabe cuántos elementos, hasta llevarnos al seno de lo invisible absoluto…
Meditando en estas cosas tan hondas y buscándoles una sencilla expresión
rítmica y mnemónica, escribía yo no ha mucho en una página de mi libro
Serenidad:
Células, protozoarios, microbios… Mas allá de vosotros, ¿hay algo?
Pronto nos lo dirá el microscopio, intruso, pertinaz y paciente.
Y tal vez la materia se empequeñecerá tanto bajo su lente.
Que un día, como espectro, se desvanecerá ante el ojo del sabio, quedando
solamente la fuerza creadora, cuyo oleaje va y viene omnipotente.
Y fuera de la cual nada es ni será…
El espíritu y el misterio penetran por donde quiera, sigue diciendo Jean
Finot. Florecen hasta en el dominio, considerado como exclusivamente
materialista, a saber: el dominio de la riqueza. La concepción de la riqueza ha
cambiado, en efecto, radicalmente. La economía política de nuestros días no es
ya la de los fisiócratas, que no veían la riqueza sino en un elemento palpable,
en el producto de la superficie o de las profundidades de la tierra. No es ni
siquiera la de los socialistas, que quieren identificar la riqueza con el
trabajo manual.
Cada día comprendemos más que el precio de los objetos depende, en primer
lugar, del deseo, que es el que les da valor. La riqueza se vuelve, pues, de
esta suerte algo de esencia psicológica. Está en el hombre porque está en sus
deseos.
Ahora bien, ¿qué es un deseo, sino la fe que tenemos de que el objeto
ambicionado debe procurarnos cierta cantidad de servicios o de placeres?
El deseo reposa así por entero en la creencia. Y un Espinas podrá decir
con razón que el porvenir estará hecho de aquello en que más hayamos creído. La
riqueza es, por otra parte, el crédito. Ahora bien, el crédito es la confianza,
es decir, una cosa vaga, creada y limitada para la fe.
Es el crédito el que levanta las montañas de la vida moderna, cuyo
mecanismo reposa sobre un acto de fe. Así vemos, pues, que en el dominio de la
economía política el principio espiritualista reina como amo y señor. ¡Crea la
riqueza y le da valor!
Finot piensa que los espiritualistas y los materialistas acabarán por
llegar a la conciliación en el terreno científico. Yo lo creo también
firmemente.
En realidad, todos los grandes filósofos modernos -Bergson entre ellos-
esperan de la ciencia la fórmula religiosa del porvenir.
Miers, en su libro, ya clásico, sobre la supervivencia de la personalidad
humana, dice:
«Yo creo que existe
un método para llegar al conocimiento de las cosas divinas, con la misma
certidumbre y la misma seguridad tranquila, a las cuales debemos el progreso en
el conocimiento de las cosas terrestres. La autoridad de las religiones y de
las Iglesias será de esta suerte reemplazada por la de la observación y de la
experiencia. Los impulsos de la fe se transformarán en convicciones razonadas y
resueltas, que harán nacer un ideal superior a todos los que la Humanidad ha
conocido hasta ahora». ¿Quién sabe si el siglo actual -añado yo- vea el
alborear de una religión universal, eminentemente científica, de la propia
manera que lenta, pero seguramente, va progresando el Esperanto, que hará en
breve que nos entendamos los hombres de todas las regiones de la tierra? El
día en que esto suceda desaparecerán las patrias, el planeta será como un gran
nido fraternal y, por fin, a través de los milenarios, se habrá realizado la
unión de las almas.
1 comentario:
Definitivamente se adelantó a su tiempo. Siempre he pensado que Dios se nos comunica de muchas formas y que mejor que a través de las maravillas creadas que no tendrían explicación sin un CREADOR.
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