La Eutanasia
A la hora en que los médicos de la muerte, como les llaman los medios, multiplican sus pírricas victorias contra el dolor en países como Estados Unidos y Holanda, no sobra recordar este texto de principios de siglo en que la preocupación siempre actual por el fin ineluctable demuestra a su lado más lúcido, más humano. Entramos en la vida llorando (esto de puro sabido se calla); entramos furiosos, a grito herido; se diría que el país de donde venimos es tan placentero y luminoso, que por contraste aquí sólo hay obscuridad, dolor y tristeza. Cuando la señora Pipper volvía de sus trances, solía decir palabras como éstas: "Qué obscura está la habitación"... "Qué fealdad la de la gente que me rodea"... "He regresado de allá en una cuerda de plata"... "Abrid las ventanas..., más luz". Sí, quizá con harta razón, entramos en la vida retorciéndonos y chillando; quizá la tragedia verdadera está en las cunas y no en los sepulcros. Esto lo sabremos un día... Pero, ¿por qué si entramos llorando no salimos riendo? Pues por culpa de los médicos; por el atraso, por la crueldad o por la ignorancia de algunos médicos, que son productores de dolor: que se complacen, basados en ultrahipotéticas esperanzas de vida, en inyectarnos aceite alcanforado, coñac, café... para prolongar atrozmente nuestra agonía, con torquemadismos espantosos...
Oíd cómo se expresa el admirable Maeterlinck acerca de esto, en su austero y hondo libro sobre la muerte, recientemente publicado:
"Hace mucho tiempo", decía Napoleón, "que los clérigos y los médicos hacen la muerte dolorosa". Pompa mortis magis terrar quam mos ipsa (afirmaba, por otra parte, Bacon, refiriéndose a las tristes solemnidades de que se rodean los últimos instantes).
A medida que progresa la ciencia, se prolonga la agonía, que es el momento espantoso por excelencia (cuando menos para los que asisten a él), la cima más alta del dolor y del horror humanos. Todos los médicos estiman que el primero de sus deberes es prolongar tanto como se pueda las convulsiones más atroces de la agonía más desesperada. ¿Quién de nosotros, a la cabeza de un moribundo, no ha querido veinte veces, sin atreverse jamás, arrojarse a sus pies para pedirle misericordia?
(...)
Un día este prejuicio [de los médicos] nos parecerá bárbaro. Como que viene del miedo que han dejado en el corazón las religiones antiguas, muertas ya hace mucho tiempo en la razón de los hombres; miedo que nadie se atreve a confesar. He aquí por qué los médicos obran como si estuviesen convencidos de que no hay tortura conocida que no sea preferible a las que nos esperan en lo desconocido. Parecen persuadidos de que todo minuto, ganado entre sufrimientos intolerables, nos ahorra sufrimientos más intolerables aún, reservados a los hombres por los misterios de ultratumba, y entre dos males, para evitar uno que saben bien que es imaginario..., escogen el único que es real. Por lo demás, si retardan así el fin de un suplicio (el cual, como dijo el buen Séneca, es lo que el suplicio tiene de mejor), no hacen más que ceder al horror unánime que remacha cada día el círculo vicioso en que se encierra. La prolongación de la agonía aumenta el espanto de la muerte, y el espanto de la muerte exige la prolongación de la agonía...
Pero no es ya sólo el poeta el que se conmueve a la consideración de estos suplicios: son los pueblos civilizados: el Parlamento alemán va a discutir en breve un proyecto del siglo monista, órgano de las sociedades del monomonismo alemán. Este proyecto es como sigue, a grandes líneas:
1. Toda persona atacada de enfermedad incurable tiene derecho a la Eutanasia (o sea la muerte bella, la muerte agradable, sin el menos dolor, la muerte que se parece a un manso dormirse después de la labor cumplida...). 2. El tribunal correspondiente recibirá la solicitud del enfermo y dará el derecho de morir. 3. Una comisión médica, a instancias del tribunal, examinará al enfermo. Si éste lo deseare, otros médicos podrán asistir a la consulta. 4. El acta del examen dirá si, según la convicción de los médicos expertos, la muerte es más probable que la curación, o, cuando menos, que un estado de alivio que permita la aptitud para el trabajo. 5. Si el examen establece la gran probabilidad de un desenlace mortal, el tribunal concederá al enfermo el derecho a la Eutanasia; en caso contrario, no se admite la solicitud. 6. Cuando se mate a un enfermo sin dolor, a petición formal suya, categóricamente expresada, el autor de la muerte no podrá ser perseguido (siempre que el enfermo haya obtenido el derecho a la Eutanasia, y supuesto que la autopsia establezca que su enfermedad era incurable). 7. El que mate a un enfermo sin su voluntad formal y expresa será castigado con reclusión. 8. Los párrafos uno y siete pueden, llegado el caso, aplicarse a los valetudinarios y lisiados.
Comentando lo anterior, un escritor francés dice:
Nada es más fácil, al parecer, que dar el derecho de matarse a los incurables que a gritos piden la muerte. Es esto permitir una obra de misericordia, una obra pía. La idea parece, en efecto, simple y generosa. Su aplicación encuentra, sin embargo, numerosas y serias dificultades. El año pasado, el Congreso de Washington tuvo que ocuparse de un proyecto análogo, y no lo votó. Su discusión provocó en la Prensa y en la opinión apasionadas controversias. La intervención de los médicos y de los jueces no facilita la fatal transición; ésta constituye, por el contrario, una formalidad complicada y peligrosa. La Eutanasia exige tales garantías científicas y legales, es un acto de una importancia tan grande, que el aparato judicial no funcionará sino con una circunspección y una lentitud meticulosas. Suponed que se cometiese un error, y ya tenéis a la institución comprometida para siempre. Para ser eficaz, necesitaría ser rápida, y el procedimiento no tendría esta indispensable rapidez...
Es cierto, y lo es también que el hombre no ha llegado aún a un grado de cultura suficiente para resolver tamañas dificultades; pero deseemos, deseemos con toda nuestra alma, que, en un día no lejano, los médicos, que tan rara vez curan, cumplan siquiera con el que debía ser su oficio por excelencia: suprimir el dolor, ya que los adelantos científicos les permiten lograr fácilmente esta supresión. Deseemos igualmente que los Gobiernos civilizados faciliten tan santa tarea, llenándola, es claro, de las garantías indispensables. De esta manera, si la humanidad no llega a realizar la promesa de Metchnikoff, de siglo y medio de vida, tras del cual vendría el fin fisiológico, cuando menos lograremos que se supriman la agonía, el horror, el gesto trágico de los últimos momentos, y podremos entrar a lo INVISIBLE con la serenidad antigua, con la majestad humana que conviene a los actos solemnes, con la placidez crepuscular de quien se duerme sin dolor en la blanda almohada del Misterio, casi con la ufanía, que debe mostrar el que pasa bajo ese negro arco de triunfo de la muerte.
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