Alejandro Guyot |
La
Obra
de Arte
Pero
no separes el no del sí.
Da
a tu sentencia también este sentido:
dale
la sombra.
Paul
Celan
I
Ya nos hemos situado, como mortales, en el lugar donde nos ubica Heidegger, "morando en aquello en que los mortales están: en las cosas". Cosas que lejos de aplanarse en la nivelación de la planificación de los objetos, en cierta forma, se jerarquizan y, en esta jerarquía, hay una que nuestro pensador privilegia como la cosa más originaria: la obra de arte; la cosa entre las cosas que según él está preñada de un destino profético, un destino revelador. "El arte es objeto de contemplación y no de necesidad", formulaba, sintetizando la tradición, la alta escolástica. Contemplación que se corresponde con el "gozo desinteresado" kantiano, con "el placer desprovisto de todo interés". Gozo ínsito a lo contemplado y no a su utilización o gratificación posterior. Inserto en este ideario estético -y a la vez, deslindándose de cuanto de subjetividad pueda tener esa concepción- estética-, Heidegger señala que la obra de arte es "sin para qué", que la obra "no tiende a nada" y es en sí misma "presencia autosuficiente". Presencia que no extrae su valor, su ser, de nada anterior o ulterior a ella misma, ni de ella, ni de ser experimentada, "vivenciada" y valorizada, por su posible espectador. Es por esto que, para la voluntad de dominio, la obra de arte es lo no-útil, lo inútil.
Inutilidad del arte gracias a la cual se sustrae a la manipulación
utilitaria, gracias a la cual mantiene su valor. Inutilidad que es el
nombre vulgar y profano dado a su gratuidad.
Para apreciar más nítidamente sus rasgos de gratuidad, debemos emplazar
la obra de arte ante el horizonte mismo del que ella se sustrae, el horizonte de
la utilización sobre el que todo es a priori captado. Verla como lo
"abierto" y "aclarado", en medio de la infatigable noche del materialismo y su pragmatismo; materialismo que, según Heidegger, riñe con toda
posibilidad de gratuidad, o, en última instancia, de gozo de lo inútil, de lo que no entra en la
producción, de lo recibido como donación:
La esencia del materialismo no consiste en la aseveración de que todo es
mera materia, sino más bien en una determinación metafísica según la cual todos los
entes aparecen como material de trabajo… la tierra y su
atmósfera se convierten en materias primas. El hombre se
convierte en material humano uncido a las metas propuestas.
A este primer rasgo, el de la gratuidad de la obra de arte, debemos agregar ahora
otra particularidad, su unidad. La unidad del combate tan mítico como arcaico: "la lucha entre la
tierra y el mundo", combate unificante, cuya unidad se revela, revela ser, la misma obra:
En la lucha se conquista la unidad del mundo y la tierra y, ambas, permanecen juntas
en la unidad de la obra de arte.
En el combate esencial, los elementos en lucha se elevan
mutuamente en la autoafirmación de su esencia.
La obra de arte es el escenario y resultado de esa lucha, es su unidad y, simultáneamente, es la escisión de los
luchadores, del conflicto entre los litigantes. En esa escisión -como en tantos
otros contextos en el entre o en la diferencia- la obra se establece como "unidad" y en esa unidad
se mantiene, se custodia, el "conflicto". Conflicto y cisura que es apertura para el surgimiento y manifestación de
la obra en su dinámica unidad, en su inagotable revelación.
La tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre
se cierra a sí mismo y por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra
son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están
separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la relación
entre el mundo y la tierra no muere de ningún modo en la vacía unidad de
opuestos que no tiene nada que ver entre sí. Reposando sobre la
tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso
que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que
aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al
mundo y a introducirlo en su seno.
Arena y resultante de este combate, la obra de arte
pone en equilibrio la lucha incesante de dos elementos irreconciliables: el mundo del hombre, que, aún sin caer en
un craso racionalismo, busca iluminar la realidad, y la opacidad de esta
realidad en su densidad de tierra -madre y tumba- que se esfuerza
por reabsorber todo en su insondable noche oscura.
El mundo y la tierra se desgarran mutuamente y ese desgarro, ese combate, se abre obra de
arte. Porque no hay luz sin sombras ni sombras sin luz, no hay
inteligibilidad del mundo que no arraigue en lo ininteligible de la tierra: no hay
manifestación sin ocultación. No hay armonía, no hay reposo sin
combate.
El ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el mundo y
la tierra… Por eso, es en la intimidad del combate donde tiene su esencia el reposo de la obra
que reposa en sí misma.
II
Como riñas entre amantes –escribe Hölderlin- son las
disonancias del mundo. En la disputa está latente la reconciliación y todo lo que se separa
vuelve a encontrarse. Las arterias se dividen, pero vuelven al corazón y todo
es una única, eterna y ardiente vida.
Observemos ahora más cercanamente a los luchadores, a la "riña entre
amantes" de la tierra y el mundo, de lo óntico y lo ontológico. O, para nombrarlos
al modo nietzscheano, a Dioniso -"ese misterioso fondo de nuestro ser cuya manifestación somos
nosotros"- y Apolo -"la divinización del principium individuationis, que a su vez nos sale
al encuentro, que es el único en el cual se cumple la eternamente alcanzada meta de la
unidad primitiva, su redención por la apariencia"-, definiéndolos, pero no separándolos, con las exactas
palabras con que lo hace Nietzsche.
En un polo, distinguible pero indivisible -como toda la
realidad-, encontramos la tierra. Tierra que especifica y presentifica el aspecto de materialidad de
la obra, su opacidad y ocultamiento. Opacidad que lejos de
plegarse en sí muestra su esencia en su dar a luz e, indesentrañable, se oculta en su
permanecer y arraigar.
De ella, la tierra, nos dice Heidegger:
Aquello hacia donde la obra de arte se retira y eso que hace emerger en
esa retirada es lo que llamamos tierra. La tierra es lo que
hace emerger y da refugio. Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico
funda su morada en el mundo. Desde el momento en que la obra
levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto como traer aquí. La obra sostiene
y lleva a la propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le
permite a la tierra ser tierra.
A través de este aspecto de raíz, de su raigambre
nocturna -que para un observador superficial parecería la negación de toda
expresividad- la tierra se muestra como lo imponderable e inagotable de la obra de arte. Como el enclave
en que se custodia el sentido que no agotará ninguna significación, que ningún mundo
terminará de iluminar, que en ningún mundo se aclarará finalmente su oscuridad. Opacidad, carnadura y
espesor al fin, riqueza de lo imponderable, que abre nuevos
mundos; mundos a explicar siempre ulteriormente pero nunca definitivamente. Juegos de luz y
sombra, matices y escalas, en cuyo claroscuro los mundos históricos se encienden o se apagan, y la aventura
humana comienza una y otra vez.
Mientras el mundo es el tejido de significaciones, entramadas y
desplegadas en la obra de arte, reunidas epocalmente en su
unidad, la tierra es el núcleo que se propone siempre a nuevas lecturas que abren
mundos alternativos, campos de posibles, para cada época de este mundo. Podríamos vislumbrar
la mutua relación diciendo que el mundo es el flujo de la
manifestación mientras la tierra es el reflujo de la
ocultación; flujo y reflujo en cuyo movimiento, en cuyo vórtice, se realiza la unidad
de la obra. Así, la tierra, que se cierra en su profundidad sin fondo, pertenece al
mundo como su misma y recíproca manifestación que abre y aclara.
La obra, obra de arte, echa sus raíces en la tierra, en la tierra que
pulsa por manifestar, por iluminar. La obra lo hace porque para ser ella tiene necesidad de la materia, de la resistencia
de la piedra, la dureza del hierro, la ductilidad de la arcilla, el esplendor de
los colores, la trémula transparencia en la que vibra la música, la verbalidad de
las palabras o, necesita incluso, de la desnudez del vacío que arropa y ordena la
arquitectura. Estos no son simples materiales de trabajo, materia
utilizable o descartable, materiales de los que pudiéramos ser capaces de adueñarnos y agotarlos en
nuestra utilización, de disecarlos según nuestra necesidad. No podemos, podríamos decir, sino pedirlos
prestados a la tierra, tomarlos para conducirlos, no arrancarlos para servirnos de
ellos.
El esplendor de los colores o la opacidad de la piedra, se muestra en la
obra en cuanto no los busquemos utilizar, sino, diríamos, mientras los
dejemos aparecer. Arrancada del templo en la que se incrusta, la piedra vuelve
a caer en lo pétreo, en la oscuridad, en la mudez... en la espera. Ciertamente podemos medirla y pesarla, pero sólo obtendremos
una cifra, nunca más nos dará la emoción de verla arquearse bajo el peso de la bóveda que
sostiene, arquearse para curvar un espacio, para remedar al
cielo. El color que brilla en un cuadro se desvanece ante el análisis físico, las palabras que
nos abren mundos de resonancia enmudecen cuando las reducimos a objetos de un
estudio lingüístico, cuando encerramos sus resonancias y sus ecos en la estructura gramatical, en la estrechez
de los códigos.
Estas cualidades, este, su misterio, no se susurra sino en cuanto permanece racionalmente incomprendido, inviolado por la
razón. La obra de arte, como el hombre, como un dios o como todo arcano, no busca ser
explicada, busca ser soportada como imponderabilidad última: ser respetada
como misterio. Custodiada como lo que es.
La relación propia con lo extraño no es la persecución de algo, sino el dejarlo
reposar como reconocimiento de la ocultación…
Quizá hay modos de la ocultación que no sólo preservan, conservan y se
sustraen así en un cierto sentido, sino que más bien confieren y
otorgan, de un único modo, lo que es esencial.
La tierra no se abre sino cuando su secreto está protegido, se abre desde allí, desde donde un
margen de ocultación queda salvaguardado, permanece respetado. Sólo la obra de
arte realiza esta mostración, esta develación que no es
violación; mostración que no busca demostrar ningún argumento: busca mundo donde
mostrarse. El mundo que se integra a esa tierra, a lo que ella tiene
de oculto, reconociéndose como suyo. Reconociendo en la tierra y en
esa tierra su fundamento abismal, oculto y nocturno, pero esencial e
iluminante.
No hay obra de arte que no pertenezca a la tierra, no hay obra de
arte que no sea, en lo abierto, testigo histórico de esa misma tierra.
III
En otra de sus innumerables facetas, en una de sus más
radicales, la obra de arte se manifiesta como aquella cosa que, lejos de
confinarse a la región de lo ya abierto del mundo, abre, ella misma -abre instaurándola- una apertura en
lo ya abierto: dilata lo abierto, libera apertura. Si la obra de arte tiene un alcance ontológico, si posee la
capacidad de hacer manifiesto al Ser, lo deja llegar a la
presencia, ello significa que abre épocas: abre e instaura una
expansión de sentido en lo ya significado del mundo.
Esta expansión de sentido es, a la vez y
consecuentemente, el carácter crítico de la obra de arte: la puesta en crisis
de todo mundo cerrado y sistematizado, de toda ilusión de
clausura, de toda defensiva contra la alteridad. La puesta en crisis
del mundo desde el cual la observamos, el mundo en el cual
la novedad de la obra, su sentido y orden de significados, no se inserta plácidamente, sino que, entrando en él, lo pone en cuestión. Lo hace estallar
desde dentro, lo estalla expandiéndolo. Abriéndolo. Volviéndonos a
interrogar.
La experiencia contemplativa de la obra de arte, en cuanto que
encuentro con un mundo completamente distinto, original y
originante, no se ciñe a modificar o articular de otro modo el mundo al que
pertenecemos, el mundo en el que acaeció su evento instituyente. Se limita, simple y
radicalmente, a rechazarlo en su totalidad, no dejándose insertar
en él, no dejando ser inventariada y fagocitada por él. Acomodarse
imperturbablemente a él sería seguir moviéndose en el interior de una
determinada apertura histórica sin ponerla en tela de juicio, sino sólo
desarrollándola, modificándola, creando nuevas combinatorias, es decir, siendo meramente un adorno más u
otro ornamentando en su interior.
Encontrarse con una obra de arte, acogerla como tal, tampoco podrá
significar contemplar estéticamente su perfecta adecuación consigo misma, su perfección circular, su en-sí
clausurado, ni el placer que se deriva de su contemplación será, como nos ha
habituado nuestra tradición occidental, complacerse en la
quietud del reposo alcanzado, de la experiencia acabada. En la perspectiva
crítica de la obra de arte -la del evento instituyente que
instituye un mundo cuestionando al mundo- esta tradición
consoladora de la obra es rechazada por su estrechez: la de caber en sí, la de cerrarse. La perfección o
logro de la obra, se consigue en la medida en que esta, lejos de
proporcionarnos un lugar de reposo y quietud, es capaz de
estimular un movimiento, una irradiación, una transvaloración. Esta es su fuerza instituyente y originante. Esta la
consecuencia de toda nueva manifestación del Ser, de toda
dispensación suya que rebasa a todo ente, toda cosa y, en su mayor altura, toda obra de
arte. Valorar una obra de arte significa, en definitiva, medir, como diría
Kandinsky, "su alcance profético": su capacidad de hacer
presente un mundo, de sacarnos de nuestro propio mundo. Sacarnos dándonos un
nuevo espacio, dándonos el habitar en el mundo de sentido que ella ha
fundado.
En la obra y por ella, acaece no sólo un cambio en el
interior del mundo, un cambio en los entes intramundanos, un cambio óntico, sino que, al modificar la
apertura de lo ya abierto, al dilatarla y aquilatarla, acoge, instaura
acogiendo, la posibilidad misma de la manifestación del Ser en su dispensación y su
reserva. Manifestación que realiza una creación no ya en lo óntico sino en lo
ontológico: en el Ser aconteciendo mundo, en el mundo abriéndose
Cuaternidad.
La obra de arte auténtica es, ella misma, la epifanía de un
mundo aclarado por ella y en ella preservado, o, para decirlo con
las bellas palabras que Heidegger escribe en homenaje al poeta Johan Peter
Hebel:
El poeta concentra el mundo en una palabra, la palabra que es
sólo un reflejo de una dulzura retenida, sobre la cual el
mundo aparece como si fuera percibido por primera vez.
IV
Imaginemos, para ejemplificar y cerrar este capítulo, partiendo de una
imagen ponderada por Heidegger, la figura de un templo elevado
junto al mar. Un mar que, aunque no nos sea dicho su nombre, conjeturamos que no
puede ser otro que el Egeo, el mar cuya transparencia es tal
que su diafanidad parece reflejo de lo abierto.
El templo alberga al dios en su interior y, ocultándolo, se manifiesta
todo él como recinto sagrado, como custodia de lo sagrado que
protege al dios: como reverencia y pudor. Su figura recibe relieve del
lugar en que el templo se emplaza, desde allí, desde las
hendidas rocas, desafía y padece los embates de la duración, del tempus del cual
también es templum. Embates del tiempo y las tempestades, las tormentas y las
lluvias que pulen sus piedras como los mortales sus escalones. Las piedras
reciben del sol el resplandor que ellas reflejan, pero, también el templo
hace la luz más radiante, el cielo más hondo, más oscura la oscuridad nocturna, más mortal el paso de
los mortales.
Su hierático erguirse domina sobre el mar y su fijeza da relieve al flujo
y reflujo de las ondas, su silencio ahonda el rumor del agua o el furor de las olas. El templo
transforma a lo que rodea y lo que lo rodea, la tierra misma, le da su forma. El sitio
contribuye a la obra y esta, a su vez, por un juego de
relaciones y oposiciones, da valor al lugar: lo enciende e irradia.
Todas las cosas de este mundo son lo que son porque se destacan sobre la
oscuridad de un fondo, nacen de él y a él se relacionan. El fondo que los
griegos llamaron phusis y que Heidegger llamó tierra.
La obra de arte establece y nos revela el mundo en que estamos, al mismo tiempo
que nos hace atentos a la tierra, la tierra que
eclosionando se arropa mundo. Mundo y tierra que desnudan su
esencia en la obra de arte.
Qué establece la obra?: La obra mantiene
abierto lo abierto del mundo y en lo abierto funda el hombre su morada... La obra instaura
el mundo sobre la tierra, sólo entonces aparece el mundo como suelo natal.
La tierra, nos respondió Heidegger y lo volverá a repetir, es "lo natal", el suelo donde
fundar morada, desde la cual "brotar", "habitar poéticamente". Porque, en realidad, Heidegger nos está
hablando de nosotros mismos, de nosotros a quienes, citando a Hebel, nos dice:
LA PALABRA INICIAL
Ed. Trotta 1995
Ed. Biblos, 2010
Ed. Biblos, 2010
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