miércoles, 1 de agosto de 2012

Hugo Mujica: La Palabra Inicial


Alejandro Guyot
 La Obra 
         de Arte


Habla.
Pero no separes el no del sí.
Da a tu sentencia también este sentido:
dale la sombra.
                                           Paul Celan

                           I

Ya nos hemos situado, como mortales, en el lugar donde nos ubica Heidegger, "morando en aquello en que los mortales están: en las cosas". Cosas que lejos de aplanarse en la nivelación de la planificación de los objetos, en cierta forma, se jerarquizan y, en esta jerarquía, hay una que nuestro pensador privilegia como la cosa más originaria: la obra de arte; la cosa entre las cosas que según él está preñada de un destino profético, un destino revelador. "El arte es objeto de contemplación y no de necesidad", formulaba, sintetizando la tradición, la alta escolástica. Contemplación que se corresponde con el "gozo desinteresado" kantiano, con "el placer desprovisto de todo interés". Gozo ínsito a lo contemplado y no a su utilización o gratificación posterior. Inserto en este ideario estético -y a la vez, deslindándose de cuanto de subjetividad pueda tener esa concepción- estética-, Heidegger señala que la obra de arte es "sin para qué", que la obra "no tiende a nada" y es en sí misma "presencia autosuficiente". Presencia que no extrae su valor, su ser, de nada anterior o ulterior a ella misma, ni de ella, ni de ser experimentada, "vivenciada" y valorizada, por su posible espectador. Es por esto que, para la voluntad de dominio, la obra de arte es lo no-útil, lo inútil.

Inutilidad del arte gracias a la cual se sustrae a la manipulación utilitaria, gracias a la cual mantiene su valor. Inutilidad que es el nombre vulgar y profano dado a su gratuidad.

Para apreciar más nítidamente sus rasgos de gratuidad, debemos emplazar la obra de arte ante el horizonte mismo del que ella se sustrae, el horizonte de la utilización sobre el que todo es a priori captado. Verla como lo "abierto" y "aclarado", en medio de la infatigable noche del materialismo y su pragmatismo; materialismo que, según Heidegger, riñe con toda posibilidad de gratuidad, o, en última instancia, de gozo de lo inútil, de lo que no entra en la producción, de lo recibido como donación:

La esencia del materialismo no consiste en la aseveración de que todo es mera materia, sino más bien en una determinación metafísica según la cual todos los entes aparecen como material de trabajo la tierra y su atmósfera se convierten en materias primas. El hombre se convierte en material humano uncido a las metas propuestas.


A este primer rasgo, el de la gratuidad de la obra de arte, debemos agregar ahora otra particularidad, su unidad. La unidad del combate tan mítico como arcaico: "la lucha entre la tierra y el mundo", combate unificante, cuya unidad se revela, revela ser, la misma obra:

En la lucha se conquista la unidad del mundo y la tierra y, ambas, permanecen juntas en la unidad de la obra de arte.

En el combate esencial, los elementos en lucha se elevan mutuamente en la autoafirmación de su esencia.

La obra de arte es el escenario y resultado de esa lucha, es su unidad y, simultáneamente, es la escisión de los luchadores, del conflicto entre los litigantes. En esa escisión -como en tantos otros contextos en el entre o en la diferencia- la obra se establece como "unidad" y en esa unidad se mantiene, se custodia, el "conflicto". Conflicto y cisura que es apertura para el surgimiento y manifestación de la obra en su dinámica unidad, en su inagotable revelación.

La tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la relación entre el mundo y la tierra no muere de ningún modo en la vacía unidad de opuestos que no tiene nada que ver entre sí. Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno.

Arena y resultante de este combate, la obra de arte pone en equilibrio la lucha incesante de dos elementos irreconciliables: el mundo del hombre, que, aún sin caer en un craso racionalismo, busca iluminar la realidad, y la opacidad de esta realidad en su densidad de tierra -madre y tumba- que se esfuerza por reabsorber todo en su insondable noche oscura.

El mundo y la tierra se desgarran mutuamente y ese desgarro, ese combate, se abre obra de arte. Porque no hay luz sin sombras ni sombras sin luz, no hay inteligibilidad del mundo que no arraigue en lo ininteligible de la tierra: no hay manifestación sin ocultación. No hay armonía, no hay reposo sin combate.

El ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el mundo y la tierra Por eso, es en la intimidad del combate donde tiene su esencia el reposo de la obra que reposa en sí misma.

II


Como riñas entre amantesescribe Hölderlin- son las disonancias del mundo. En la disputa está latente la reconciliación y todo lo que se separa vuelve a encontrarse. Las arterias se dividen, pero vuelven al corazón y todo es una única, eterna y ardiente vida.


Observemos ahora más cercanamente a los luchadores, a la "riña entre amantes" de la tierra y el mundo, de lo óntico y lo ontológico. O, para nombrarlos al modo nietzscheano, a Dioniso -"ese misterioso fondo de nuestro ser cuya manifestación somos nosotros"- y Apolo -"la divinización del principium individuationis, que a su vez nos sale al encuentro, que es el único en el cual se cumple la eternamente alcanzada meta de la unidad primitiva, su redención por la apariencia"-, definiéndolos, pero no separándolos, con las exactas palabras con que lo hace Nietzsche.

En un polo, distinguible pero indivisible -como toda la realidad-, encontramos la tierra. Tierra que especifica y presentifica el aspecto de materialidad de la obra, su opacidad y ocultamiento. Opacidad que lejos de plegarse en sí muestra su esencia en su dar a luz e, indesentrañable, se oculta en su permanecer y arraigar.

De ella, la tierra, nos dice Heidegger:

Aquello hacia donde la obra de arte se retira y eso que hace emerger en esa retirada es lo que llamamos tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo. Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto como traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser tierra.

A través de este aspecto de raíz, de su raigambre nocturna -que para un observador superficial parecería la negación de toda expresividad- la tierra se muestra como lo imponderable e inagotable de la obra de arte. Como el enclave en que se custodia el sentido que no agotará ninguna significación, que ningún mundo terminará de iluminar, que en ningún mundo se aclarará finalmente su oscuridad. Opacidad, carnadura y espesor al fin, riqueza de lo imponderable, que abre nuevos mundos; mundos a explicar siempre ulteriormente pero nunca definitivamente. Juegos de luz y sombra, matices y escalas, en cuyo claroscuro los mundos históricos se encienden o se apagan, y la aventura humana comienza una y otra vez.

Mientras el mundo es el tejido de significaciones, entramadas y desplegadas en la obra de arte, reunidas epocalmente en su unidad, la tierra es el núcleo que se propone siempre a nuevas lecturas que abren mundos alternativos, campos de posibles, para cada época de este mundo. Podríamos vislumbrar la mutua relación diciendo que el mundo es el flujo de la manifestación mientras la tierra es el reflujo de la ocultación; flujo y reflujo en cuyo movimiento, en cuyo vórtice, se realiza la unidad de la obra. Así, la tierra, que se cierra en su profundidad sin fondo, pertenece al mundo como su misma y recíproca manifestación que abre y aclara.
La obra, obra de arte, echa sus raíces en la tierra, en la tierra que pulsa por manifestar, por iluminar. La obra lo hace porque para ser ella tiene necesidad de la materia, de la resistencia de la piedra, la dureza del hierro, la ductilidad de la arcilla, el esplendor de los colores, la trémula transparencia en la que vibra la música, la verbalidad de las palabras o, necesita incluso, de la desnudez del vacío que arropa y ordena la arquitectura. Estos no son simples materiales de trabajo, materia utilizable o descartable, materiales de los que pudiéramos ser capaces de adueñarnos y agotarlos en nuestra utilización, de disecarlos según nuestra necesidad. No podemos, podríamos decir, sino pedirlos prestados a la tierra, tomarlos para conducirlos, no arrancarlos para servirnos de ellos.

El esplendor de los colores o la opacidad de la piedra, se muestra en la obra en cuanto no los busquemos utilizar, sino, diríamos, mientras los dejemos aparecer. Arrancada del templo en la que se incrusta, la piedra vuelve a caer en lo pétreo, en la oscuridad, en la mudez... en la espera. Ciertamente podemos medirla y pesarla, pero sólo obtendremos una cifra, nunca más nos dará la emoción de verla arquearse bajo el peso de la bóveda que sostiene, arquearse para curvar un espacio, para remedar al cielo. El color que brilla en un cuadro se desvanece ante el análisis físico, las palabras que nos abren mundos de resonancia enmudecen cuando las reducimos a objetos de un estudio lingüístico, cuando encerramos sus resonancias y sus ecos en la estructura gramatical, en la estrechez de los códigos.

Estas cualidades, este, su misterio, no se susurra sino en cuanto permanece racionalmente incomprendido, inviolado por la razón. La obra de arte, como el hombre, como un dios o como todo arcano, no busca ser explicada, busca ser soportada como imponderabilidad última: ser respetada como misterio. Custodiada como lo que es.

La relación propia con lo extraño no es la persecución de algo, sino el dejarlo reposar como reconocimiento de la ocultación

Quizá hay modos de la ocultación que no sólo preservan, conservan y se sustraen así en un cierto sentido, sino que más bien confieren y otorgan, de un único modo, lo que es esencial.


La tierra no se abre sino cuando su secreto está protegido, se abre desde allí, desde donde un margen de ocultación queda salvaguardado, permanece respetado. Sólo la obra de arte realiza esta mostración, esta develación que no es violación; mostración que no busca demostrar ningún argumento: busca mundo donde mostrarse. El mundo que se integra a esa tierra, a lo que ella tiene de oculto, reconociéndose como suyo. Reconociendo en la tierra y en esa tierra su fundamento abismal, oculto y nocturno, pero esencial e iluminante.

No hay obra de arte que no pertenezca a la tierra, no hay obra de arte que no sea, en lo abierto, testigo histórico de esa misma tierra.


III


En otra de sus innumerables facetas, en una de sus más radicales, la obra de arte se manifiesta como aquella cosa que, lejos de confinarse a la región de lo ya abierto del mundo, abre, ella misma -abre instaurándola- una apertura en lo ya abierto: dilata lo abierto, libera apertura. Si la obra de arte tiene un alcance ontológico, si posee la capacidad de hacer manifiesto al Ser, lo deja llegar a la presencia, ello significa que abre épocas: abre e instaura una expansión de sentido en lo ya significado del mundo.

Esta expansión de sentido es, a la vez y consecuentemente, el carácter crítico de la obra de arte: la puesta en crisis de todo mundo cerrado y sistematizado, de toda ilusión de clausura, de toda defensiva contra la alteridad. La puesta en crisis del mundo desde el cual la observamos, el mundo en el cual la novedad de la obra, su sentido y orden de significados, no se inserta plácidamente, sino que, entrando en él, lo pone en cuestión. Lo hace estallar desde dentro, lo estalla expandiéndolo. Abriéndolo. Volviéndonos a interrogar.

La experiencia contemplativa de la obra de arte, en cuanto que encuentro con un mundo completamente distinto, original y originante, no se ciñe a modificar o articular de otro modo el mundo al que pertenecemos, el mundo en el que acaeció su evento instituyente. Se limita, simple y radicalmente, a rechazarlo en su totalidad, no dejándose insertar en él, no dejando ser inventariada y fagocitada por él. Acomodarse imperturbablemente a él sería seguir moviéndose en el interior de una determinada apertura histórica sin ponerla en tela de juicio, sino sólo desarrollándola, modificándola, creando nuevas combinatorias, es decir, siendo meramente un adorno más u otro ornamentando en su interior.

Encontrarse con una obra de arte, acogerla como tal, tampoco podrá significar contemplar estéticamente su perfecta adecuación consigo misma, su perfección circular, su en-sí clausurado, ni el placer que se deriva de su contemplación será, como nos ha habituado nuestra tradición occidental, complacerse en la quietud del reposo alcanzado, de la experiencia acabada. En la perspectiva crítica de la obra de arte -la del evento instituyente que instituye un mundo cuestionando al mundo- esta tradición consoladora de la obra es rechazada por su estrechez: la de caber en sí, la de cerrarse. La perfección o logro de la obra, se consigue en la medida en que esta, lejos de proporcionarnos un lugar de reposo y quietud, es capaz de estimular un movimiento, una irradiación, una transvaloración. Esta es su fuerza instituyente y originante. Esta la consecuencia de toda nueva manifestación del Ser, de toda dispensación suya que rebasa a todo ente, toda cosa y, en su mayor altura, toda obra de arte. Valorar una obra de arte significa, en definitiva, medir, como diría Kandinsky, "su alcance profético": su capacidad de hacer presente un mundo, de sacarnos de nuestro propio mundo. Sacarnos dándonos un nuevo espacio, dándonos el habitar en el mundo de sentido que ella ha fundado.

En la obra y por ella, acaece no sólo un cambio en el interior del mundo, un cambio en los entes intramundanos, un cambio óntico, sino que, al modificar la apertura de lo ya abierto, al dilatarla y aquilatarla, acoge, instaura acogiendo, la posibilidad misma de la manifestación del Ser en su dispensación y su reserva. Manifestación que realiza una creación no ya en lo óntico sino en lo ontológico: en el Ser aconteciendo mundo, en el mundo abriéndose Cuaternidad.

La obra de arte auténtica es, ella misma, la epifanía de un mundo aclarado por ella y en ella preservado, o, para decirlo con las bellas palabras que Heidegger escribe en homenaje al poeta Johan Peter Hebel:

El poeta concentra el mundo en una palabra, la palabra que es sólo un reflejo de una dulzura retenida, sobre la cual el mundo aparece como si fuera percibido por primera vez.



IV


Imaginemos, para ejemplificar y cerrar este capítulo, partiendo de una imagen ponderada por Heidegger, la figura de un templo elevado junto al mar. Un mar que, aunque no nos sea dicho su nombre, conjeturamos que no puede ser otro que el Egeo, el mar cuya transparencia es tal que su diafanidad parece reflejo de lo abierto.

El templo alberga al dios en su interior y, ocultándolo, se manifiesta todo él como recinto sagrado, como custodia de lo sagrado que protege al dios: como reverencia y pudor. Su figura recibe relieve del lugar en que el templo se emplaza, desde allí, desde las hendidas rocas, desafía y padece los embates de la duración, del tempus del cual también es templum. Embates del tiempo y las tempestades, las tormentas y las lluvias que pulen sus piedras como los mortales sus escalones. Las piedras reciben del sol el resplandor que ellas reflejan, pero, también el templo hace la luz más radiante, el cielo más hondo, más oscura la oscuridad nocturna, más mortal el paso de los mortales.

Su hierático erguirse domina sobre el mar y su fijeza da relieve al flujo y reflujo de las ondas, su silencio ahonda el rumor del agua o el furor de las olas. El templo transforma a lo que rodea y lo que lo rodea, la tierra misma, le da su forma. El sitio contribuye a la obra y esta, a su vez, por un juego de relaciones y oposiciones, da valor al lugar: lo enciende e irradia.

Todas las cosas de este mundo son lo que son porque se destacan sobre la oscuridad de un fondo, nacen de él y a él se relacionan. El fondo que los griegos llamaron phusis y que Heidegger llamó tierra.

La obra de arte establece y nos revela el mundo en que estamos, al mismo tiempo que nos hace atentos a la tierra, la tierra que eclosionando se arropa mundo. Mundo y tierra que desnudan su esencia en la obra de arte.

Qué establece la obra?: La obra mantiene abierto lo abierto del mundo y en lo abierto funda el hombre su morada... La obra instaura el mundo sobre la tierra, sólo entonces aparece el mundo como suelo natal.


La tierra, nos respondió Heidegger y lo volverá a repetir, es "lo natal", el suelo donde fundar morada, desde la cual "brotar", "habitar poéticamente". Porque, en realidad, Heidegger nos está hablando de nosotros mismos, de nosotros a quienes, citando a Hebel, nos dice:

Nos guste o no aceptarlo, somos plantas que, sostenidas por la raíz, debemos surgir de la tierra para poder florecer en el espacio y dar frutos en él.


LA PALABRA INICIAL
Ed. Trotta 1995
Ed. Biblos, 2010



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