M. D. — Tal vez. Me asusta la palabra «creación». En el sentido social,
normal, de la palabra, la creación, es muy gentil pero, en el fondo, no creo en la función creadora
del artista. Es un hombre como cualquier otro, eso es todo. Su ocupación consiste en hacer ciertas
cosas, pero también el businessman hace ciertas cosas, ¿me
entiende? Por el contrario, la palabra «arte» me interesa mucho. Si viene del sánscrito, tal como he oído decir, significa «hacer».
Pero todo el mundo hace cosas y los que hacen cosas sobre una tela, con un marco, se llaman
artistas. Anteriormente se les aplicaba un nombre que me gusta más: artesanos. Todos somos artesanos, con
una vida civil, militar o artística. Cuando Rubens, o cualquier otro, necesitaba el color azul,
tenía que pedir tantos gramos a su corporación y se discutía la cuestión para saber si se le podían dar
50, 60 o más.
Eran verdaderamente unos artesanos, y eso se ve claramente en los
contratos. La palabra «artista» fue inventada cuando el pintor se convirtió en un personaje de
la sociedad monárquica, en primer lugar, y posteriormente de la sociedad actual, en la que es un
señor. Ese pintor no hace cosas para alguien sino que es ese alguien quien va a elegir cosas entre la
producción del pintor. En contrapartida el artista está mucho menos sujeto a concesiones que antes,
durante la monarquía.
P. C. — Pero Breton no dijo únicamente que usted es uno de los hombres más
inteligentes del siglo XX, sino también, y cito textualmente sus palabras, «para muchos, el
más molesto».
M. D. — Supongo que eso significa que, al no seguir la corriente que imperaba
en ese momento, molestaba mucho a las personas que veían en ello una oposición a lo que
estaban haciendo, una rivalidad, si usted quiere; pero en realidad, no había tal cosa. Eso
existía únicamente para Breton y su grupo, debido a que no se daban cuenta de que se podía hacer algo
distinto a lo que se hacía en aquel momento.
P. C. — ¿Cree haber molestado a mucha gente?
M. D. — No. No hasta ese extremo, debido a que no tuve en absoluto una
vida pública. La que tuve fue en el grupo de Breton y de todos los que se ocupaban algo de mí.
En cierto sentido no he tenido nunca una vida pública puesto que nunca he expuesto el Verre y éste ha permanecido en garajes todo el tiempo.
P. C. — Así pues, ¿era más molesta su moral que su obra?
M. D. — En este caso tampoco había adoptado ninguna posición. Hice un poco como Gertrude Stein, que era considerada en un cierto grupo como un escritor interesante, con cosas muy inéditas...
P. C. — Confieso que nunca se me hubiera ocurrido compararle con Gertrude Stein...
M. D. — Es una forma de comparación entre las personas de esa época. Con ello quiero dar a entender que hay personas, en cada época, que no están al día. Y eso no molesta a nadie. Tanto si yo hubiera estado allí como si no, hubiese dado lo mismo. Sólo ahora, cuarenta años después, se percibe que, cuarenta años antes, ocurrieron cosas que hubieran podido molestar a algunas personas, pero
entonces les importaba un
bledo.
P. C. — Antes de
entrar en detalles podríamos abordar el acontecimiento clave de su vida, o sea, el que después de unos veinticinco años de pintura, aproximadamente, usted la abandonase bruscamente. Me gustaría que explicara su ruptura.
M. D. — Fue motivada por varias causas. En primer lugar, el
roce diario con los artistas, el hecho de vivir con artistas, de hablar
con artistas me disgustaba profundamente. En 1912 se produjo un
incidente que «me alteró la sangre», si me permite la expresión.
Ese hecho ocurrió cuando llevé mi Nu descendant un escalier a los
Independants y se me pidió que lo retirara antes de la inauguración. En el grupo de personas más avanzadas de la época algunas de ellas tenían unos extraordinarios escrúpulos y mostraban una especie de terror.
Personas como Gleizes, que sin embargo eran extremadamente inteligentes, encontraron que el Nu no estaba en absoluto en la línea que ellos habían trazado. Hacía dos o tres años que imperaba el cubismo y ellos tenían una línea de conducta extraordinariamente precisa, recta, que preveía todo lo que
sucedería. Yo encontré todo eso insensato e ingenuo. Entonces eso me enfrió de tal modo que, como
reacción frente a semejante comportamiento proveniente de unos artistas a los que creía libres, tomé
un empleo. Me convertí en bibliotecario en Sainte Geneviève.
Hice ese gesto para desembarazarme de un cierto medio, de una
cierta actitud, para tener tranquila la conciencia, pero también para
poder ganarme la vida. Tenía 25 años, me habían dicho que era preciso ganarse la vida, y en aquel momento me lo creí. Después vino la guerra, que lo convulsionó todo y me fui a los Estados Unidos.
Estuve ocho años trabajando en Le
Grand Verre, mientras, hacía otras cosas, pero ya había abandonado la tela y el bastidor. Tenía ya una especie de asco tanto por una como por el otro, no porque hubiera pintado demasiadas telas sobre bastidores sino porque era, en mi opinión, necesariamente, un medio para expresarme. El Verre me salvó debido a su transparencia.
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Le Grand Verre |
Cuando se pinta un cuadro, incluso si es abstracto, hay siempre una especie de obligado relleno. Yo me preguntaba cuál era la causa. Siempre me he planteado muchos «por qué» y de la pregunta ha surgido la duda, la duda de todo. Llegué a dudar hasta tal extremo que, en 1923, me dije: «Bueno, la cosa marcha». No lo abandoné todo en un momento, al contrario. Regresé a Francia dejando inacabado Le Grand
Verre. Cuando regresé a Norteamérica habían ocurrido muchas cosas. Me casé, creo, en 1927; la vida pudo
más que yo. Había trabajado ocho años en esa cosa que era intencionada, voluntariamente establecida con planos exactos;
pero, a pesar de ello, nonquería, y tal vez ésa es la razón por la que trabajé en ella tanto tiempo,
que esa obra fuera la
expresión de una especie de vida interna. Desgraciadamente, con el tiempo,
perdí todo tipo de ardor en la ejecución; la cosa ya no me interesaba ni me concernía en absoluto.
Entonces me cansé y lo dejé, pero sin ninguna dificultad, sin una decisión brusca; ni siquiera pensé en ello.
P. C. — Era como una progresiva renuncia a los medios tradicionales.
M. D. — Exacto.
P. C. — He constatado una cosa: en primer lugar, lo cual no
es nuevo, su pasión por el ajedrez.
M. D. — No es nada grave, pero es cierto.
P. C. — Pero también he constatado que esta pasión se presentaba principalmente cuando usted no pintaba.
M. D. — Es verdad.
P. C. — Y entonces me he preguntado si, durante esos períodos, los gestos que dirigían los movimientos de los peones por el
espacio no suscitaban algunas creaciones —sí, ya sé, que usted no acepta esa expresión—
imaginarias que, en su opinión, tenían tanto valor como las creaciones reales de sus cuadros y, además, establecían
una nueva
función plástica en el espacio.
M. D. — En un cierto sentido, es cierto. Una partida de ajedrez es una
cosa visual y plástica, y si bien no es geométrica en el sentido estático de la expresión, al menos es
mecánica, puesto que es algo que se mueve; es un dibujo, una realidad mecánica. Las piezas no son
hermosas por sí solas, así como tampoco la forma del juego, pero lo que es bello —si es que puede
utilizarse esa palabra— es el movimiento. Así pues, se trata, en efecto, de una mecánica, en el
sentido, por ejemplo, de un Calder. En el ajedrez hay, ciertamente, cosas extraordinariamente hermosas
en el ámbito del movimiento pero no, en absoluto, en el ámbito visual. En ese caso lo que
es hermoso es la imaginación del movimiento. Es algo que ocurre totalmente en la materia
gris.
P. C. — En resumen, en el ajedrez hay un juego gratuito de formas que se
opone al juego de formas funcional del tablero.
M. D. — Sí. Totalmente. Aun cuando el juego no sea totalmente gratuito,
hay una elección...
P. C. — Pero, ¿no hay un destino?
M. D. — No. No hay un destino social. Eso es, primordialmente, lo más
importante.
P. C. — ¿Es la obra de arte ideal?
M. D. — Podría serlo. Debe tenerse en cuenta, también, que el medio de los
jugadores de ajedrez es mucho más simpático que el de los artistas. Se trata de personas
totalmente obnubiladas, completamente ciegas, provistas de orejeras. Locos de una cierta calidad,
al igual que se supone que lo sea el artista, y no lo es, por lo general. Esto fue, tal vez, lo que
más me interesó. Me atrajo mucho el ajedrez hasta los cuarenta o cuarenta y cinco años, y después mi
interés fue disminuyendo paulatinamente.
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(Le Roi et la reine entourés du nus vites), 1912
oil, 45 1/4 x 50 1/2 |
P. C. — Ahora debemos remontarnos hacia atrás, hasta su infancia. Usted
nació el 28 de julio de 1887 en Blainville en el Seine-Maritime. Su padre era notario. En su casa
se mataban las tardes jugando al ajedrez o interpretando música. Usted es el tercero de siete
hijos de los que vivieron seis; los tres chicos, Gaston, el mayor, se convirtió en Jacques Villon,
Raymond, que fue el escultor Duchamp Villon, Marcel, o sea usted, y después las tres hermanas, Susanne,
Yvonne y Magdeleine. Los nacimientos se escalonaron según un ritmo que tenía una sorprendente
regularidad, 1875-76, 1887-89, 1895-98. De procedencia burguesa normanda, usted creció en una atmósfera provincial muy flaubertiana.
M. D. — Totalmente. Muy cerca de Ry, el pueblo en que Madame
Bovary tomaba la diligencia para ir a Yvetot, si no me equivoco. Es muy del estilo Flaubert, en efecto. Pero esto, evidentemente,
sólo se sabe después, cuando se lee Madame Bovary, a los dieciséis años.
P. C. — Creo que su primer acontecimiento artístico importante, que se
sitúa en 1905, fue un período de prácticas en casa de un impresor de Rouen, que le proporcionó
una gran competencia tipográfica.
M. D. — Es un episodio muy divertido. Al ver acercarse la aprobación de la
ley de dos años de servicio militar pensé que, al no ser ni militarista ni guerrero, era
preciso intentar aprovechar aún la ley de tres años, o sea no hacer más que un año alistándome
inmediatamente. Por tanto llevé a cabo las gestiones necesarias para saber cómo lo podía conseguir sin ser
abogado, ni médico, puesto que éstas eran las dos dispensas normales. Así fue cómo supe que existía un
examen, el de obrero de arte, que permitía hacer un año de servicio en vez de tres en las mismas
condiciones que el médico y el abogado. Entonces busqué qué tipo de obrero de arte podía ser yo.
Descubrí que se podía ser impresor-tipógrafo o impresor de grabados, de aguafuertes. Eso es lo que
se llama un obrero de arte.
Yo tenía un abuelo que era un meritorio grabador y del que la familia
había conservado algunas placas de cobre en las que había grabado aspectos totalmente
extraordinarios del viejo Rouen. Así pues, me fui a casa de un impresor y le pedí que me enseñara a imprimir
esas planchas. El impresor aceptó. Trabajé con él y me examiné en el mismo Rouen. El jurado estaba
compuesto por maestros artesanos que me pidieron algunos detalles sobre Leonardo da Vinci. Como
examen escrito, si así puede definírsele, se trataba de imprimir los grabados y enseñar lo que se
sabía hacer. Yo imprimí la plancha de mi abuelo y regalé una prueba a cada miembro del jurado, que
quedó encantado.
Me dieron 49 de los 50 puntos posibles. Por tanto me vi dispensado de dos
años de servicio y destinado al pelotón de los alumnos-oficiales. Al final del año, en Eu, el capitán
encargado del pelotón de exentos preguntó a cada soldado qué hacía en la vida. Cuando supo que yo
era obrero de arte no dijo nada, pero comprendí que para él el cuerpo de oficiales de Francia no
podía tener un obrero que ganaba siete francos al día en sus filas y tuve la impresión de que no
iría muy lejos en el oficio de las armas.
P. C. — ¡Ese capitán hizo abortar su carrera militar!
M. D. — Totalmente. Por otra parte estaba bien. A continuación fui
reformado y, por tanto, me vi totalmente exento.
P. C. — Su primera obra conocida data de 1902. Entonces tenía quince años. Se trata de L'Eglise de Blainville, su ciudad natal. ¿Cómo descubrió la pintura? ¿Tal vez su familia le impulsó por ese camino?
M. D. — La casa en que vivíamos estaba llena de recuerdos del abuelo que había producido grabados del país à gogo. Además yo tenía doce años menos que Jacques Villon y once menos que Raymond Duchamp-Villon que eran, principalmente Villon, artistas desde hacía tiempo. Entonces ya tenía posibilidadesde pensar en ello. Y no existió ninguna
objeción por parte de mi padre, que estaba acostumbrado, con sus otros dos hijos, a tratar de esas cuestiones. Para mí no hubo, pues, ninguna dificultad. Mi padre incluso aceptó ayudarme desde el punto de vista pecuniario.
P. C. — Creo que su madre era también artista. ¿No pintaba vajillas?
M. D. — Y también quería cocerlas, pero en setenta años de existencia no lo pudo hacer nunca. Mi madre hacía Strasbourgs sobrepapel. La cosa nunca fue más lejos.
P. C. — Así pues, había en su casa una atmósfera de gran comprensión
artística.
M. D. — Sí, en efecto, muy clara. Por ese lado no había ninguna
dificultad.
P. C. — La persona que usted más apreciaba era su hermana Suzanne...
M. D. — Sí. Suzanne estaba igualmente un poco dans le coup, puesto que ha
pintado durante toda su vida, algo menos, pero con mucha más perseverancia y mayor
entusiasmo que yo.
P. C. — Ella era su modelo favorito.
M. D. — Sí, pero tuve otras dos hermanas que vinieron después. Y todas
fueron modelos mías, una tras de otra, era más fácil.
P. C. — Después del año que estuvo cumpliendo el servicio militar usted se
trasladó a París y se inscribió, en la Académie Jullian. Usted ya había estado un año en esa
Académie en compañía de Villon que, par esa época, realizaba dibujos humorísticos para los
periódicos; y usted también lo intentó. ¿Recuerda los «maestros» que tuvo en la Académie Jullian?
M. D. — En absoluto. Evidentemente el gran hombre era Jules Lefebvre, pero no recuerdo si daba clases cuando yo estaba en la Academia. Había otro profesor más joven, cuyo nombre no recuerdo. Por otra parte sólo estuve un año en la Académie. ¿Qué hacía? ¡Jugar
al billar por la mañana en vez de ir al taller! Pero, a pesar de todo, una vez incluso hice el ensayo del concurso de admisión en la Ecole des Beaux-Arts, y fue un flop, como dicen en inglés. El primer examen
consistía en un dibujo al desnudo, al carboncillo, pero
no fui admitido. Jules Lefebvre
P. C. — Así pues usted forma parte de los innumerables rechazados por la Ecole des Beaux-Arts...
M. D. — En efecto, y actualmente estoy muy orgulloso de ello. En ese momento, evidentemente, tenía el entusiasmo del ignorante que quiere «hacer Bellas Artes». Entonces reemprendí simultáneamente las sesiones en la Jullian y el dibujo
humorístico: se me pagaban 10 francos por un cuarto de página en Le Sourire y Le Courrier
français que estaba muy bien considerado por esa época y en el que entré gracias a Villon. Usted
debe saber que el director era un tipo extraordinariamente sorprendente, JulesRoques; Villon iba al periódico el lunes por la mañana para atraparle cuando llegaba al despacho y
arrancarle cuatro cuartos puesto que, evidentemente,no pagaba nunca.
P. C. — Así pues, para resumir sus inicios: familia burguesa, educación artística muy inteligente y extremadamente convencional. La
actitud antiartística que usted adoptó posteriormente, ¿no es una reacción, una revancha incluso, contra ese estado de cosas? Retratote Henri Matisse por André
Derain, 1933
M. D. — Sí, pero no estaba seguro ni yo mismo, sobre todo al principio... Cuando se es un muchacho no se piensa de forma filosófica, uno no piensa: «¿Tengo razón? ¿Estoy equivocado?» Sino que se
sigue simplemente una ramificación que te divierte más que otra, sin reflexionar demasiado en la validez de lo que se está haciendo. Es más tarde Jules Lefebvre (1836-1912). Premio
de Roma. Miembro del Instituto. Según Louis Hourticq, es un “clásico del desnudo femenino”. Autor de Diane surprise, Lady Godiva, La Cigale,
etc. cuando uno se pregunta si se está acertado o equivocado y si se podría
cambiar. Entre 1906 y 1910 ó 1911 floté un poco entre distintas ideas: fauvista, cubista, regresando
a veces a cosas algo más clásicas. Para mí el descubrimiento de Matisse en 1906 ó 1907 fue un
importante acontecimiento.
P. C. — ¿Y no lo fue el de Cézanne?
M. D. — No.
P. C. — Usted frecuentaba, junto con Villon, todo un grupo de artistas de su misma edad, o sea comprendidos entre los veinte y los veinticinco años, y con toda seguridad hablaban de Cézanne, Gauguin, Van Gogh, ¿no es cierto?
M. D. — No. La conversación se refería a menudo a Manet. Él era el gran hombre. Ni siquiera le superaban los impresionistas. Seurat era totalmente ignorado, y apenas se conocía su nombre. Tenga en cuenta que yo no vivía en absoluto en un ambiente de pintores sino en un ambiente de humoristas. En Montmartre, donde vivía, en la rue
Caulaincourt, junto a la casa de Villon, nosotros frecuentábamos
principalmente a Willette, Léandre, Abel Faivre, Georges Huard, etc., era algo
totalmente distinto, yo no estaba en contacto con pintores por esa época. Incluso
Juan Grís, al que conocí poco después, hacía dibujos. Íbamos juntos a una revista dirigida por el
cartelista Paul Iribe, que la había fundado. Jugábamos al billar en un café de la me Caulaincourt. Y nos
pasábamos informes que nunca nos pagaban. El
precio era de 20 francos por página.
P. C. — No estaba mal, a condición
de cobrarlos, evidentemente.
M. D. — En ese momento veía un poco a Gris, pero me
fui de Montmartre en 1908.
P. C. — Y se trasladó a Neuilly...
M. D. — Sí, hasta
1913. Muy cerca de donde vivo actualmente.
P. C. — En 1905 en el Salón de Otoño
se presentó la famosa cage aux fauves y, al mismo tiempo, una retrospectiva Manet-Ingres. ¿Supongo que quienes le interesaron fueron estos
últimos?
M. D. — Evidentemente. En aquel momento el nombre de Manet estaba
presente en todas las conversaciones sobre pintura. Cézanne era para muchos, en
esa época, una llamarada... Me refiero, claro está, al medio que yo
frecuentaba; entre los pintores profesionales debía ser muy distinto... Pero,
de todos modos, fue durante el Salón de Otoño cuando se me ocurrió la idea de
pintar...
P. C. — Pero usted ya pintaba...
M. D. — Sí, pero así... En esa época lo que
más me interesaba era el dibujo. Hacia 1902-1903 había hecho cosas
pseudoimpresionistas, de un impresionismo mal digerido. En Rouen yo tenía
un amigo, Pierre Dumont que hacía lo mismo, pero más exagerado... Después me interesé por
el fauvismo.
P. C. — Un fauvismo particularmente intenso. En el museo de Filadelfia donde, gracias a la donación Arensberg, a la que volveremos a
referirnos más adelante, está expuesta toda su obra; sus obras fauvistas
sorprenden por su vehemencia. Uno de sus biógrafos, Robert Level, compara
su ácida estridencia con la de Van Dongen y los parangona con el estilo del
expresionismo alemán.
M. D. — No recuerdo verdaderamente cómo ocurrió eso. ¡Oh!
Es Matisse, evidentemente. Sí, él es el origen de todo.
P. C. — ¿Le conocía usted
íntimamente?
M. D. — En absoluto. Casi no le conocí. Tal vez le vi tres veces en
toda mi vida. Pero sus cuadros del Salón de Otoño me afectaron profundamente, en
particular las grandes figuras de colores lisos rojos o azules; era un gran
asunto en esa época, sabe. Eso sorprendió mucho. También me interesó mucho
Girieud...
P. C. — Que tuvo una gloria
efímera.
M. D. — Y después se apagó totalmente. Había en él una especie de
hieratismo que me atraía. ¡No sé dónde hubiera ido a pregonar ese
hieratismo...!
P. C. — Además del Salón de Otoño, ¿frecuentaba usted las salas
de exposiciones?
M. D. — Sí, la sala Druet, de la rue Royale en la que podían
verse las últimas cosas de los intimistas como Bonnard o Vuillard que se oponían
a los fauvistas. También estaba Vallotton. Siempre tuve una cierta debilidad
hacia él porque vivía en una época en la que todo era rojo y verde, y él
utilizaba los marrones más oscuros, tonos fríos, apagados, preludiando la paleta
de los cubistas. A Picasso le conocí en 1912 o 1913. En cuanto a Braque apenas
le conocí. Le saludaba, pero nunca tuvimos ninguna conversación. Por otra parte
sólo tenía amistad con las personas que conocía desde hacía tiempo. Y también
tenía su importancia la diferencia de edades.
P. C. — Recuerdo una frase que me
dijo Villon al referirse a Picasso; al hablarle yo de sus encuentros en
Montmartre él me respondió evasivamente: «Le veía de lejos». Y esa
«distancia»entre jóvenes artistas de la misma generación, o casi, que
frecuentaban los mismos lugares y conocían a las mismas personas me sorprendió.
Pero es evidente que Braque y Picasso vivían ya, en esa época, totalmente a
parte, encerrados simultáneamente en su barrio y en su arte, y no salían mucho
de ambos ambientes.
M. D. — Es cierto. París estaba entonces muy dividido y el
barrio de Picasso y Braque, Montmartre, estaba muy separado de los otros. Yo
tuve la suerte de frecuentarlo un poco en ese momento, junto con Princet.
Princet era un ser extraordinario. Era un simple profesor de matemáticas en una
escuela libre, o algo semejante, pero representaba el papel del señor que
conoce de memoria la cuarta dimensión y, por ello se le escuchaba. Metzinger, que
era inteligente, lo utilizó mucho. La cuarta dimensión se estaba convirtiendo en
una cosa de la que se hablaba mucho, sin saber de qué se trataba. Igual que
ocurre ahora.
P. C. — ¿Quiénes eran sus amigos, sus camaradas, en esa época?
M.
D. — Con Villon, en Neuilly, tuve muy pocos amigos. Me veo a mí mismo, en
esos momentos, encaminándome a Bullier y percibiendo a lo lejos, hablando
profusamente, a Delaunay, pero ni siquiera le conocí.
P. C. — Al trasladarse a
Neuilly, que estaba entonces al otro extremo del mundo, ¿quiso establecer una
distancia entre esos pintores y usted?
M. D. — Probablemente. Entre 1909 y 1910
pinté muy poco. A finales de 1911 conocí a Gleizes, Metzinger y Léger, que vivía
en el mismo círculo. Los martes había reunión en casa de los Gleizes, en
Courbevoie; junto con Metzingen elaboraban su libro sobre el cubismo. También
había los domingos en Puteaux donde, debido a que mis hermanos conocían toda la
pandilla del Salón de Otoño, había muchos visitantes. Cocteau iba de vez en
cuando. También asistía un tipo sorprendente, Martin-Barzun. Le veo de vez en
cuando en los Estados Unidos; cada año edita un enorme libro en inglés y francés
que contiene toda su obra a partir de 1907; todo está en el libro. En este
momento debe tener unos ochenta años. Su hijo, que es totalmente
norteamericano, es director de la Columbia University en New York.
P. C. —
¿Conoció usted a Apollinaire?
M. D. — No mucho. Por otra parte, exceptuando a las personas que tenían más
intimidad con él, era muy difícil conocerle. Era una mariposa. Si estaba con
nosotros hablaba de cubismo y, después, al día siguiente leía a Victor Hugo en
un salón. Lo divertido de los hombres de letras de esa época es que cuando uno
los encontraba con otros dos hombres de letras no se podía pronunciar ni una
palabra. Era toda una serie de fuegos artificiales, mentiras, todo ello
insuperable, porque estaba dicho con un estilo que uno era incapaz de utilizar;
entonces, uno se callaba. Un día fui con Picabia a comer con Max Jacob y Apollinaire,
fue algo increíble; nuestro espíritu dudaba entre la angustia y unas enormes
ganas de estallar en carcajadas. Los dos seres vivían en la óptica de los
hombres de letras de la época simbolista de los años 1880.
P. C. — Usted expuso
dos obras, por primera vez, en el Salón de los Independientes de 1909...
M. D. — ... una de las cuales era un pequeño paisaje de Saint-Cloud que
vendí por cien francos. Y estaba encantado. Era maravilloso. Sin ningún
«enchufe». No recuerdo quién lo compró. Otro episodio de venta: en el Salón de
Otoño de 1910 ó 1911 vendí una pequeña obra, el esbozo de un desnudo de
Isadora Duncan, sin que la conociera. Más tarde intenté encontrar ese cuadro, vi
a Isadora en los Estados Unidos, pero no pude lograrlo.Isadora debió comprarlo
para dárselo a uno de sus amigos como regalito de Navidad. No sé qué ha sido de
él.
P. C. — ¿Qué entendía usted, en ese momento, por «una vida de pintor»?
M.
D. — En primer lugar, en ese momento no llevaba una vida de pintor. Eso sucedió
en 1910.
P. C. — Usted se dirigía hacia la pintura. ¿Qué esperaba de la misma?
M.
D. — No lo sé. No tenía establecido ningún plan ni ningún programa. Ni siquiera
me preguntaba si debía o no vender mi pintura. No había ningún substratum teórico. ¿Comprende lo que quiero decir? Era un poco la vida bohemia de
Montmartre; se vivía, se pintaba, se era pintor,todo eso, en el fondo, no
quiere decir nada. Y también existe actualmente, es lógico. Se pinta porque se
quiere ser libre. No se desea ir a la oficina cada mañana.
P. C. — Es como una
especie de rechazo de la vida social...
M. D. — Sí. Totalmente. Pero no había
una perspectiva a larga distancia de lo que iba a suceder.
P. C. — No había
ninguna preocupación por el día de mañana.
M. D. — No, en absoluto.
P. C. — En 1908,
año en que usted se instaló en Neuilly, fue, asimismo, el año del cubismo.
En otoño, después de la exposición en la sala Kahnweiler de los paisajes
pintados en l'Estaque por Braque, Louis Vauxcelles escribió por primera vez esa
palabra. Algunos meses antes Picasso había finalizado Les Demoiselles d'Avignon; ¿era usted consciente de la revolución que anunciaban esas obras?
M. D. — En
absoluto. No se han podido ver Les Demoiselles hasta que han sido expuestas hacealgunos años. Por mi parte iba a menudo a
la sala Kahnweiler de la rue Vignon y allí fue donde quedé impresionado por el
cubismo.
P. C. — Se trata, claro está, del cubismo de Braque.
M. D. — Sí. Incluso estuve en su taller, en Montmatre, algo más tarde,
hacia 1910 ó 1911.
P. C. — ¿No estuvo nunca en el taller de Picasso?
M. D. — En
ese momento, no.
P. C. — ¿No le parecía a usted un pintor excepcional?
M. D. — En
absoluto. Al contrario. Había una especie de competencia, si es que
puede emplearse esa expresión, entre Picasso y Metzinger. Cuando el cubismo
empezó a adquirir una forma social se hablaba, principalmente, de Metzinger.
Éste explicaba el cubismo, mientras que Picasso nunca ha explicado nada.
Tuvieron que transcurrir varios años para que pudiéramos darnos cuenta que
callar valía más que hablar mucho. Por otra parte esto no impedía que Metzinger
tuviera un gran respeto por Picasso en ese momento. No sé lo que le faltó a continuación, puesto que, entre todos los cubistas, él era el que estaba más
cerca de una fórmula de síntesis. La cosa no funcionó. ¿Por qué? No lo sé. Posteriormente Picasso se convirtió en una bandera. El público necesita
siempre una bandera, tanto si es él, como Einstein o cualquier otro. Después de
todo el público representa la mitad de la cuestión.
P. C. — Usted acaba de decir
que el cubismo le impresionó: ¿cómo ocurrió?
M. D. — Fue hacia 1911,
aproximadamente. Por esa época yo abandoné mi tendencia fauvista para unirme a
eso que había visto, que me interesaba y que era el cubismo. Me lo tomaba muy
enserio.
P. C. — Pero con desconfianza. Por otra parte se trataba de un
sentimiento que compartían,según creo, Villon y Duchamp-Villon...
M. D. — Una
desconfianza contra la sistematización. No me gustaba limitarme a aceptar
las fórmulas establecidas, a copiar o a ser influenciado hasta el extremo de
recordar una cosa vista el día anterior en un escaparate.
P. C. — Entre La partie d'échecs de agosto de 1910 que es aún muy académica y el Portrait, ou Dulcinée de 1911 hay una ruptura total.
M. D. — Total. La partie d'échecs estaba en el Salón de Otoño de 1910 y pinté la Sonate el mes de enero de 1911, y la retoqué posteriormente en setiembre. La Dulcinée, cinco siluetas femeninas escalonadas, fue realizada por esa misma época. Lo
que resulta sorprendente es, principalmente, el flotamiento técnico.
P. C. — Usted
dudaba en tomar partido...
M. D. — Sí, debido a que la nueva técnica del
cubismo me pedía un cierto trabajo manual de adaptación.
P. C. — En efecto, la técnica cubista parece haberle tentado más que su
espíritu, o sea la remise en forme de la tela por el volumen.
M. D. — Exacto.
P. C. — Mucho más que el color.
Anoto la expresión«trabajo manual» que acaba de utilizar, pero me gustaría saber
qué shock determinó la ruptura
con la pintura que usted hacía en aquel momento.
M. D. — No lo sé. Probablemente
se debió a haber visto varias cosas de Kahnweiler.
P. C. — Después de La Partie d'echecs, hubo, durante los meses de setiembre y octubre de 1911,varios estudios al
carboncillo y al óleo para
Les Joueurs d'échecs que preceden al Portrait de Joueurs d'échecs
realizado en diciembre.
M. D. — Sí, todo eso fue en octubre y noviembre de 1911. Hay ese esbozo
que está en el Museo de Arte Moderno de París, y otros tres o cuatro
dibujos realizados antes de ese esbozo. Después hubo el más grande de los Joueursd'echecs, el definitivo, mis dos hermanos jugando una partida, que está en el Museo de
Filadelfia. Esos Joueurs d'échecs,
o más bienel Portrait de Joueursd'échecs, fueron terminados y pintados con luz de gas.Era una experiencia que
me tentaba. Usted sabe que de gas, la del viejo pitorro Auer, es verde;
quise ver lo que daba de sí el cambio de colores. Cuando se pinta con luz verde
y se mira al día siguiente a la luz del sol todo es más malva, más gris, al modo
en que pintaban los cubistas en ese momento. Era una forma fácil de obtener una
disminución de los tonos, una grisalla.
P. C. — Ésta es una de las pocas veces en que se ha preocupado por los
problemas de la luz.
M. D. — Sí, pero no se trata verdaderamentede la luz, sino
de la luz que me iluminaba.
P. C. — Se trataba más de la atmósfera que de la
fuente luminosa.
M. D. — Exactamente.P. C. — Sus Joueurs d'échecs denotan la influencia de los Joueurs de cartes de Cézanne.
M. D. — Sí, pero quería alejarme de ellos. Y, además, sabe, todo
esto sucedió rápidamente; el cubismo sólo me interesó algunos meses, a finales
de 1912 yo ya pensaba en otra cosa. Por tanto se trata más de una experiencia
que de una convicción. Desde 1902 hasta 1910 nadé mucho. Durante ocho años
realicé ejercicios natatorios.
P. C. — ¿Ha tenido Villon alguna influencia en usted?
M. D. — Al
principio mucha, en los dibujos; yo admiraba su gran facilidad para dibujar.
P.
C. — Lo que me sorprende de esos años de experiencias durante los cuales los
pintores vivían agrupados por afinidades, formando capillitas, intercambiándose
sus investigaciones, sus descubrimientos, sus inquietudes y en las que la
amistad desempeñaba un importante papel, es su necesidad de libertad, su afición
por la distancia, por el aislamiento. Distancia no sólo, a pesar de las
influencias recibidas y que, por otra parte perduraron poco tiempo, con
respecto a los movimientos, a las corrientes y las ideas, sino también con
respecto a los propios artistas. Sin embargo usted conocía perfectamente esos
movimientos y no dudaba en tomar prestado de los mismos aquello que podía
servirle para la elaboración de su propio lenguaje; ¿qué sentimiento le animaba
en esa época?
M. D. — Una extraordinaria curiosidad.
Fragmento I:
Ocho años de ejercicios de natación