Descendiste de lo alto de tu trono y te paraste en la puerta de mi cabaña. Yo cantaba solitario en un rincón y mi melodía encantó tu oído. Bajaste de tu altura y te detuviste a la entrada de mi cabaña. Muchos son los maestros cantores de tu palacio en cuyos aires, a toda hora, vuela la música.
Pero el himno ingenuo de este
aprendiz ganó tu amor. Yo musitaba una delgada cadencia melancólica y tu oído supo distinguirla entre la gran sinfonía
del mundo. Y, con una flor como recompensa, bajaste y te detuviste en la puerta de mi
cabaña a escuchar la cancioncilla silvestre.
Oración
Sí, Dios mío, yo lo entiendo muy
bien: la luz de pie celeste cuya danza se confunde con la danza de las hojas; las indolentes nubes que navegan hacia el
ocaso; la brisa pasajera, errando por mi frente como una mano de frescura: todo es es sólo
tu amor, y nada más que tu amor sobre mi vida. Mis ojos se han lavado en la
claridad matinal y tu mensaje ha descendido hasta mi corazón. En lo alto, tu rostro diáfano se inclina; tus ojos me han mirado
a los ojos y contra tus pies bate mi corazón
como una ola.
El dueño
El mundo te pertenece ahora, y
por siempre jamás.
Y porque nada puedes desear, oh
Rey mío, tampoco puedes hallar placer en tus riquezas. Y para ti, ellas son como si no
existieran.
Por esto, en el transcurso lento
de los días me das lentamente lo tuyo, para luego, sin término, reconquistar en mí tu reino.
Día tras día, tu sol se alza a
través de mi corazón, y te amas en mí, y te reflejas en esta imagen tuya que es mi vida.
El guía
Mis canciones te han buscado toda
la vida. Ellas me guiaron de puerta en puerta, de mirada en mirada, de fruta en
fruta y de sonrisa en sonrisa. Y con ellas palpando mi universo, he tocado la vida
circulante.
Mis canciones me enseñaron todo
lo que jamás aprendí y me mostraron la escondida senda y alzaron un lucero azul sobre el horizonte de mi corazón. A través de los días mis
canciones me guiaron hacia la misteriosa comarca del placer y del dolor.
Y ahora, cuando llega la tarde y
se aproxima el final del viaje, ¿hacia el pórtico de qué vago palacio me conducen mis canciones?
El viaje
Creía yo que mi viaje tocaba a su
término, que había llegado al límite de mi reino y de mi poderío, que el sendero se extinguía bajo mis pies como a veces el
sueño en el súbito despertar. Creía que mis provisiones de fuerza y de ensueño estaban
agotadas y que el momento había llegado de retirarme a una penumbra silenciosa.
Pero tu voluntad, Señor, y tu
amor, no tienen fin en mí. Y he aquí que cuando las viejas palabras languidecían en mi lengua ya las nuevas melodías danzaban en mi
corazón.
Y he aquí que donde los viejos
caminos se borraban, a mis pies se abría una nueva vereda bordeada de maravillas.
El que espera
He aquí que ésta es mi sola
delicia: esperar y esperar a la orilla del camino, en donde la sombra persigue a la luz y la lluvia viene andando sobre las huellas
del verano. Los mensajeros, con las nuevas y
el aire de otros cielos pasan veloces, me saludan y se apresuran a lo largo del camino. Mi corazón se desborda de júbilo y
es dulce el hálito de la brisa volandera. Del alba al crepúsculo estoy en
mi puerta: sé que de repente vendrá el dichoso instante en que veré.
Entre tanto sonrío y canto,
solitario. Entre tanto por el aire se expande el perfume de la promesa.
La promesa
Vino a sentarse a mi lado y no me
desperté. ¡Maldito sea mi sueño!
Vino entre la noche apacible con
su arpa en la mano y mis sueños se llenaron de música. ¡Ay!, he perdido mis noches y mis
noches: ¡porque aquel cuyo aliento roza mi sueño, escapa siempre a mis ojos!
La oración
Cuando el corazón está seco y
árido, desciende sobre mí resuelto en lluvia de bondad y de frescura. Cuando la vida, borrada su
gracia, se haga dura y torva, ven a mí en floración de cantos.
Cuando el tumulto eleve en todas
partes su vocerío y su ráfaga, aventándome lejos, por el suelo, ven a mí, Señor del silencio, con tu paz y tu serenidad. Cuando mi corazón miserable
solloce abandonado en un rincón de su cárcel, abre de par en par la puerta con tu aliento, Rey mío, y ven a mí con la gloria de un
rey.
Cuando el deseo ciegue mi
espíritu, con su ilusión y con su polvo, Tú, el solo santo, Tú, el vigilante, ven a mí con tu relámpago y tu trueno.
El cantador
Estoy aquí para cantar. Es mi
destino y mi parte en la fiesta del mundo. En esta sala que es tuya, tengo un rincón para sentarme y cantar en voz baja. Soy un ocioso en tu atareado
mundo, Señor. Mi vida inútil sólo sabe expresarse en vagos acordes sin sentido, como el árbol en silabeo de hojas
brilladoras, como el río en impensada cadencia de agua y viento, como el cielo en anhelante
balbuceo de nubes.
Cuando sea la hora de adorarte,
cuando en la basílica húmeda y azulada de la media noche, suene el reloj de las estrellas, llámame, Señor, y yo me alzaré ante Ti,
para cantar.
Cuando en el aire tierno y
límpido la mañana iza su arpa de oro, llámame a tu presencia y he de cantar pulsando la luz de la mañana.
El discípulo
Tu lenguaje, Señor, es muy
sencillo, mas no así el de los discípulos que hablan en tu nombre. Yo comprendo la voz de tus olas y
el silencio de tus árboles. Comprendo la escritura de tus estrellas con que nos explicas el cielo. Comprendo la líquida redacción de
tus ríos y el idioma soñador del humo en donde se evaporan los sueños de los hombres.
Yo entiendo, Señor, tu mundo, que
la luz nos describe cada día con su tenue voz. Y beso en la luz la orilla de tu manto.
El viento pasa enumerando tus
flores y tus piedras. Y yo, de rodillas, te toco en la piedra y en la flor. A veces pego mi oído al corazón de la noche para oír
el eco de tu corazón. Tu lenguaje es muy sencillo, mas
no así el de los discípulos que hablan en tu nombre. Pero yo te comprendo, Señor.
Oración 2
Que yo nunca rece para ser
preservado de los peligros: sino para alzarme ante ellos y mirarlos cara a
cara. Que no pida la extinción de mi dolor: sino el coraje que me falta para
sobreponerme a él.
Que no confíe en aliados en la
guerra de la vida sobre el campo de batalla del alma: que sólo espere de mí. Que no implore, espantado, mi
salvación: que tenga la fe necesaria para conquistarla.
Dame no ser ingrato: pues a tu
misericordia debo mis triunfos.Y si sucumbo, acude a mí con tu brazo fuerte.
¡Y dame la paz, y dame la guerra!
El último viaje
Sé que en la tarde de un día
cualquiera el sol me dirá su último adiós, con su mano ya violeta, desde el recodo de occidente. Como siempre, habré musitado una
canción, habré mirado una muchacha, habré visto el cielo con nubes a través del
árbol que se asoma a mi ventana...
Los pastores tocarán sus flautas
a la sombra de las higueras, los corderos triscarán en la verde ladera que cae suavemente hacia el río; el humo subirá sobre la casa
de mi vecino...
Y no sabré que es por última
vez...
Pero te ruego, Señor: ¿podría
saber, antes de abandonarla, por qué esta tierra me tuvo entre sus brazos? Y ¿qué me quiso decir la noche con sus estrellas, y mi
corazón, qué me quiso decir mi corazón?
Antes de partir quiero demorarme
un momento, con el pie en el estribo, para acabar la melodía que vine a cantar. ¡Quiero que la lámpara esté encendida para ver
tu rostro, Señor!
Y quiero un ramo de
flores para llevártelo, Señor, sencillamente.Versión de Zenobia
Camprubi de Jiménez, esposa del poeta
Juan Ramón Jiménez.
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