Una conversación
con Roberto Juarroz
La casa de
la posibilidad
—¿Cuál es el
significado de la verticalidad en su poesía?
—Para
responder, tendría que narrar una experiencia muy importante de mi juventud.
Comencé a leer poesía muy pronto, tratando de penetrar en el conocimiento de
los grandes poetas, que es la gran escuela para perfeccionar la escritura y la
visión del lenguaje. Cuando a veces me preguntan "¿cuál es el método
óptimo para perfeccionar la escritura poética?", respondo que no hay sino
un camino: leer, pero leer con detenimiento, saber detenerse en cada línea, en
cada giro, en cada imagen, en cada elemento, en cada silencio de los grandes
poetas.
Unido a esto
(y no pretendo que esta experiencia sea compartida por todos), en mi juventud
fui sintiendo que en buena parte de la poesía, y aun en los grandes poetas,
había zonas relajadas, un poco elásticas, remplazables, zonas que podían
dejarse de lado. Encontraba en muchos autores (y hoy creo que en la mayor parte
de la poesía) fragmentos de sus obras en donde la descripción, la anécdota o la
efusión sentimental devoran a la poesía. Entonces empecé a vivir la nostalgia
por la aventura de buscar una poesía más ceñida, donde cada elemento estuviera
como algo insustituible y si corriéramos una coma o cambiáramos de lugar una
palabra o un blanco se produjera una pequeña catástrofe; una poesía que no se
limitara a cultivar lo atmosférico o las reacciones sentimentales, sino que
tuviera (osara tener) la posibilidad de reunir de una vez por todas lo que ha
sido tan falsamente dividido: el pensar y la emoción.
Me parece
que una de las grandes exigencias de la poesía actual es sentirla como
dimensión última del lenguaje, de la expresión del hombre en las cosas que no
pueden decirse de otra manera (porque si no, sería mejor decirlas de otra
manera). Como afirma Eliot, la poesía dice lo que no puede decir la prosa. Creo
que cuesta mucho entender esto; parece un pequeño trabalenguas y por otra parte
es tan simple. Una de las grandes perspectivas, de las grandes apetencias de la
poesía moderna es reconquistar la unidad perdida. Reconquistar, por tanto, esa
conjunción de palabra y silencio (el afuera y el adentro de la palabra) que es
el poema.
Buscando
todo eso sentí también que comúnmente vivimos en un espacio pequeño de la
realidad, un segmento diminuto. No es que no sea realidad lo que se hace: todo
es realidad, pero vivimos al costado, con las fronteras muy cerca, muy
limitadamente. La poesía tiene como objeto inmediato, básico, producir una
fractura y ésta consiste en quebrar la escala consuetudinaria, la escala
repetitiva, empequeñecida de lo real. Es abrir la realidad y proyectarla en la
escala mayor, entendiendo por escala mayor no una abstracción, una hipótesis o
una utopía. El hecho mismo de estar nosotros reunidos en un lugar, es al mismo
tiempo estar reunidos en el infinito. Así, eso de lo cual no nos acordamos, o
que sólo vivimos como una escenografía, eso vivido, eso expresado, es el comienzo
de la poesía.
La idea de
verticalidad supone atravesar, romper, ir más allá de la dimensión aplanada,
estereotipada, convencional, y buscar lo otro. A veces digo que la poesía no
tiene su reino en este mundo; evidentemente si uno ve lo que ocurre alrededor
(los poderes, las políticas, las ideologías, toda esa pavada que nos circunda),
concluye que la poesía no pertenece a este mundo. Sin embargo, le pertenece.
Ante todo, porque no es tampoco del otro mundo; la poesía es cosa de hombres,
no de ángeles. El poeta no tiene otra alternativa que inventar o crear otros
mundos. La poesía crea realidad, no ficción. Afirmo que la poesía es realidad,
y para mí es la mayor realidad posible porque es la que cobra conciencia real
de la infinitud. Así entiendo aquella frase tan conocida de William Blake:
"Si limpiáramos las puertas de la percepción, cada cosa aparecería tal
cual es, es decir, infinita". En mi primer libro hay un pequeño epígrafe
en el que intento dar el sentido de lo vertical:
Ir hacia
arriba no es nada más que un poco más corto
o un poco
más largo que ir hacia abajo.
En esa
dimensión de arriba y abajo es donde, más tarde o más temprano, caemos todos.
Es en esa dimensión donde para mí se dan las cosas mayores del hombre, el gozo
o el dolor, el amor o la muerte. Todo aquello que vale la pena.
—El primer
atisbo de lo vertical, ¿fue entonces una intuición?
—No sólo
eso. Cuando uno dice "intuición" piensa en algo repentino, fugaz,
transitorio, que después se disipa. En mi caso, desde luego, debe haber sido algo
similar, pero esto fue madurando, consolidándose en una raíz.
No sé qué
está primero para mí, la experiencia de la vida o la experiencia de la poesía
(que en última instancia es también la experiencia de la vida). Se suele
dirigir la poesía hacia una vertiente determinada de la existencia; pero ¿cuál
viene primero? No lo sé. Supongamos que son simultáneas. A partir del momento
en que se da la experiencia poética, se confunde con lo vital, se integra. La
poesía es un modo de vida o es nada: si es un modo del lenguaje, de la
expresión, es por tanto un modo del ser, no del hacer.
Hablo no
sólo de la intuición como un fulgor o un relámpago, sino como una capacidad que
va madurando como fruto, una forma de la atención que se va haciendo cada vez
más honda y poco a poco define las palabras, el modo de combinarlas. El uso del
lenguaje por la poesía es un arte combinatorio infinito, que por otro lado
responde al arte combinatorio infinito de la realidad en sí.
—Usted habla
de una maduración, de un ahondamiento paulatino; pero ¿no es cada poema un
relámpago, una coordenada irrepetible?
—Cada poema
tiene algo de relámpago. Yo no diría que el poema "es" un relámpago,
sino que hay en él un relámpago. Tal es el punto de partida e implica una
exigencia, y qué difícil es ser fiel a un relámpago, es decir que luego el
poema se organice, crezca como un organismo en torno a ese relámpago, a esa
pequeña iluminación inicial. Pero que después de ella no venga un acopio más o
menos caprichoso, más o menos virtuosista de quien conoce el lenguaje. No: que
las cosas nazcan como nace un organismo, como nacen en un organismo; que cada
célula dé paso a otra, que cada palabra y silencio originen otra palabra y otro
silencio, generando ese ciclo, esa unidad que también es un poema.
Me gustaría
agregar: "esa presencia que también es un poema", porque éste añade
una presencia nueva en el mundo, y yo la siento cuando ella se configura, nace,
la siento como una compañía, no sólo en cuanto a mis poemas sino en cuanto a
los poemas de otros que de alguna manera me conquistan.
—¿La
presencia del poema es entonces la de esa dimensión vertical?
—Hay una
forma muy especial de esas fidelidades: no es que uno siempre esté pensando en
esa dimensión, pero como ella está encarnada en uno, actúa desde la espalda
(por decirlo así), actúa desde abajo; aquello se ha vuelto parte de la propia
mirada, parte inseparable del ojo.
Me preocupa
mucho esto de las fidelidades a los núcleos poéticos. Por ejemplo, ¿qué hace el
poeta después de finalizar un poema o incluso un libro, cuando siente esa
orfandad, esa aridez a que aluden los místicos, esas zonas intermedias, esas
tierras de nadie? ¿Cómo soporta el retroceso del poema, el contragolpe de la
ausencia del poema? Éste no puede ser programado, uno no puede decir: "voy
a escribir un poema esta noche de nueve a diez". Se dan ciertas
condiciones imperativas: uno abandona todo lo demás, lo que esté haciendo, y se
dedica al poema con exigencia de total fidelidad. Pero hay otra fidelidad que
me preocupa, la que se debe a la ausencia del poema.
Sí, las
cosas se dicen mejor en poesía que fuera de ella; he escrito algún poema sobre
la fidelidad a la ausencia del poema. En él se plantea la misma pregunta: ¿cómo
ser fiel en la ausencia? Hay muchas maneras de serlo. Por ejemplo, la lectura
de los grandes poetas, la música, la reflexión, y sobre todo algo que el hombre
moderno conoce muy poco, cada vez menos la disponibilidad.
Se trata de
la apertura: los científicos hablan de un principio al que han llamado
Serendipity, que parte de la historia de un apólogo oriental. Según esta
leyenda, una princesa tiene tres pretendientes y cada uno de ellos le ofrece
los más valiosos regalos para seducirla y así ser elegido en matrimonio. Pero
ella no acepta tales dádivas y en cambio encomienda a sus pretendientes la
búsqueda de determinados objetos que supone una verdadera aventura, una ardua
odisea. Entonces parten los tres. En sus respectivos viajes no encuentran lo
que se les ha pedido. Sin embargo, regresan con ciertos objetos que han hallado
y que resultan más valiosos que aquellos otros inicialmente requeridos. En el
transcurso de sus búsquedas estuvieron tan enamorados, tan deseosos, tan
abiertos a encontrar algo, que dieron con lo que no estaba previsto. El hallar
lo que no estaba previsto supone la disponibilidad y ella es una de las claves
más altas de la poesía.
Hay un
hermoso poema de Emily Dickinson:
Yo habito la
casa de la posibilidad.
Ella tiene
más puertas y ventanas
que la casa
de la razón.
—Quizás esta historia que ilustra el principio de Serendipity guarda relación con los hrönir que Borges menciona en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius": a unos reos se hace la promesa de ser liberados si hallaran ciertos objetos que en realidad son producto de la fantasía de sus captores. El mero deseo de libertad provoca que encuentren tesoros de origen misterioso.
—La leyenda
de Serendipity es mucho más antigua: fue traída a Occidente (al menos es la
primera referencia que tengo) por el inglés Horace Walpole, autor de algunas
novelas góticas como El castillo de Otranto. Los grandes principios, si uno los
persigue, van saliendo de los rincones y crean esas tramas irremplazables.
Como un
árbol que cayera del fruto
—¿El poema
sería entonces un convocar ese estado de disponibilidad, hacerlo formar parte
de la mirada?
—El poema
responde a un estado de disponibilidad, es decir, de ser capaz de abrirse, de
recibir o de crear en un momento dado, mediante una imagen insólita,
inesperada, no repetida. ¿Cómo se nos presenta esta imagen? Aquí entramos al
reino de esa gran palabra que tanto repetimos: misterio (que es, por otra
parte, el reino de la poesía, de las cosas que sólo se nombran con esa
palabra). En último término esos resortes son inexplicables: no hay fórmulas,
no hay recetas para ello, aunque muchos quisieran que las hubiera y las buscan
con enorme desvelo. Quizá sería mas fructífero si quienes tanto las necesitan
leyeran a los grandes poetas, renunciando al afán de formulaciones. ¿Qué
favorece un estado de disponibilidad? Varias cosas, sobre todo un elemento que la
mayor parte de la gente ha olvidado, ha desterrado de sus vidas: la capacidad
de detenerse.
Pedro
Salinas tiene un poema que describe nuestras ciudades: multitudes que van y
vienen, vienen y van, de arriba a abajo, de abajo a arriba, ¿y a dónde van? De
nada hacia nada. Todo es transitorio, hemos olvidado la alternativa de
detenernos y mirar. Por otra parte, el poeta no vive entre las nubes, fuera de
la Tierra: él es tan carnal y tan concreto como cualquier otro hombre; va al
mercado, sufre, envejece, muere, tiene todas las enfermedades, debe ganarse la
soldada, la quincena o el mes. La gente cree que el poeta es más bien un
individuo enflaquecido, soñador, que vive en la evasión. No: vive en la mayor
realidad posible. La poesía, para mí, es el mayor realismo posible.
Resulta
imprescindible entender que debemos afinar el término "realismo".
Digo que la poesía es el mayor realismo posible para provocar esa reacción
escandalizada que brota cuando se alude a lo que hemos olvidado. Se dice
"novela realista", cuando decirlo es aludir a una sola versión, una
única ladera de cierta realidad aparente.
Recuerdo
aquí una magnífica idea de Paul Klee (para mí uno de los pintores predilectos
del siglo, y uno de los que más se aproximó al espíritu de la poesía, a la dimensión
poética —siendo pintor, lo que le da aún mayor trascendencia). Klee dice:
Lo visible
no es sino un ejemplo de lo real.
—Esa mirada que usted encontró a través de la poesía implicó el abandono de las concepciones horizontales; ¿cómo se dio ese proceso?
—Siempre hay
una serie (más o menos definible) de desgarramientos. Es imprescindible
abandonar un cúmulo de cosas. En las doctrinas de iniciación (en el sentido
místico, religioso, de los viejos textos), hay una marcada insistencia en
aludir al segundo nacimiento, es decir, no basta con el primero. Esto incomoda
mucho al hombre "de razón".
¿Qué
significa el segundo nacimiento? Significa que en un momento dado ocurre como
si volviéramos a abrir los ojos. Hay una primera y una segunda aperturas; un
primer despertar y un segundo despertar. Pero este último supone
inevitablemente una serie de cortes, abandonos, renuncias (aunque no me gusta
la palabra "renuncia"). Es necesario dejar atrás ese cúmulo de
pequeños consuelos de la vida, quizá para ganar otros más aptos. No es que la
poesía sea un bálsamo, pero propicia una intensidad del vivir que sirve para
remplazar todo lo demás.
Al respecto
conozco una hermosa anécdota. Hace tiempo he leído en un libro sobre Samuel
Beckett (uno de los genios de este siglo), que en cierta ocasión acudió a una
conferencia de Carl G. Jung. El discípulo de Freud terminó hablando, entre
otras cosas, de lo que un poco pretenciosamente hoy se llamaría "un caso
clínico": una muchacha a quien había atendido. En su charla, Jung narró la
evolución de ese tratamiento, las características de la enfermedad mental, la
perturbación que aquejaba a la paciente, y al final confesó que no había podido
curarla. Él debía ser de esos hombres que cuando hablan o dan una conferencia
no están repitiendo cosas mecánicamente, sino que siguen pensando (porque hay
muchos que han aprendido a hablar sin pensar). Jung disertaba pero seguía
creando pensamientos. Cuando ya había finalizado el acto y el público terminaba
de aplaudir, de súbito (y esto es lo emocionante para mí) el conferenciante
recibe un momento de iluminación y descubre ahí mismo la causa del fracaso que
reseñara. Cuenta Beckett que Jung se toma la cabeza entre las manos y exclama:
"Ahora me doy cuenta: ella no había nacido".
Relacionemos
esa exclamación (hecha como si se tratara de una enorme obviedad de pronto
localizada) con lo del segundo nacimiento de que hablan los místicos.
—Usted
relaciona la experiencia poética con la de la vida, pero a una lectura
superficial, su obra parece eludir lo anecdótico, las referencias a lo
narrativo.
—No eludo
nada. La poesía (como afirmaba Rilke) es experiencia. Creo además que es visión
del mundo. Como tal, es visión de cada cosa, de lo que nos rodea en este
momento, esa máquina grabadora, sus rostros, estos anteojos, la pipa que estoy
fumando, cada detalle del entorno. No hay nada "fuera", sino todo
traducido, traspuesto, metamorfoseado en otra cosa. La poesía siempre es decir
de otra manera. Este "decir de otra manera" es para mí la mayor
posibilidad que tiene el hombre. ¿En qué consiste el símbolo? Simplemente, en
la posibilidad de decir una cosa mediante otra. La posibilidad de que algo diga
otro algo. Esa otredad que radica en las cosas, pero que está en la entraña, en
la médula de la poesía. Todo lo que los ingenuos creen ausente está, pero de
otra manera. A veces es más: se nota muy claramente un doble estar.
Voy a tratar
de revivir una pequeña situación: vivo en las afueras de Buenos Aires y me
dirijo en tren a la ciudad, donde doy clases a universitarios. Por la
ventanilla me doy cuenta de que han dejado encendidas las luces de las calles
en pleno día, a pleno sol. Y eso me hace pensar: "Resulta admirable que la
luz pequeña de un foco encendido se note de ese modo, aun sumergida en la luz
grande que es el sol". Esto me hace sentir que la teoría de la luz se
rompe: la luz mayor retrocede, como un árbol que cayera del fruto. Así lo
escribo, y es una inversión: todos "sabemos" que los frutos caen de
los árboles. Pero se trata de algo muy concreto. Si lo hubiera querido explicar
habría escrito tres líneas de prosa; sin la explicación, me lleva a otros rumbos.
Lo que no está en el poema resultante, en forma directa, es la anécdota, el
pequeño cuento del viaje por tren y la reflexión que suscitan las luces
encendidas. Tantas veces aparecen las descripciones, las anécdotas, en las
páginas de aparente poesía: el autor se aplica a describir el cómo. Eso no
tiene sentido, es un algo que debe decirse de otra manera.
—¿En qué
forma se ligan las dos actitudes que usted destaca, la necesidad que se tiene
de lo poético, y la intensidad que debe conseguir el poema?
—Las ideas de
necesidad e intensidad tienen, para mí y ligadas a la poesía, varios perfiles,
varios matices, varias exigencias. Lo primordial es que la poesía nazca, tenga
su condición de nacimiento en un estado de necesidad de quien la crea. Es
imprescindible borrar del léxico de los poetas y de los críticos los
razonamientos equívocos. La crítica antepone un discurso paralelo: lo que
espera de las cosas (de las que se entera muy poco). El crítico tiene que hacer
su obra, y por ello debe traicionar la obra que comenta, o superponerle como un
emplasto una fórmula de interpretación. Pero incluso algunos poetas no
entienden que la poesía es una fuerza que se impone, inevitablemente, en quien
la crea. La palabra a descartar, a erradicar de un modo perdurable, es "producción".
El poema no se "produce", no es un objeto de consumo. El poema se
crea. Por supuesto no es una creación como aquella que se atribuye a la entidad
divina (exista o no), es decir ex nihilo, de la nada. No obstante, sí es una
creación porque toma lo que hay y de ello hace algo que no hay. Esa es la más
alta dimensión del hombre, que todos llevamos escondida en alguna parte. Para
algunos está dormida y lo estará toda la vida, y morirán dormidos (lo cual es
muy triste).
Uno de los
pocos hombres que he conocido, poseedores del pleno estado de disponibilidad, y
en quienes la necesidad y la intensidad conviven en una sola magnitud, es
Antonio Porchia. En una de sus voces, escribe:
Cuando digo
lo que digo es porque me ha vencido lo que digo.
Cuando es tan fuerte, tan intenso (y esa es la juntura de las dos palabras, necesidad e intensidad), no puede hacerse otra cosa. Es como sufrir una derrota, como si me derrotara lo que digo. Feliz derrota.
En alguna
reunión de escritores me tocó participar en una mesa redonda que se llamaba
"Crítica y poesía" (ya el nombre era elocuente acerca de las
concepciones que originaban tal evento). Lo primero que hice al ocupar mi lugar
fue decir que esa charla debía llamarse de otra manera: "Poesía y
crítica", era algo tan obvio. A la parte crítica le gustó todavía menos lo
que dije a continuación, citando una idea de Rilke (acaso de las Cartas a un
joven poeta):
Lo único que
juzga a la obra de arte y a la poesía es la necesidad, la necesidad de la cual
ha nacido.
El poema no es un desahogo barato, no es un adorno o una satisfacción hedónica, ni una causa para ganar prestigio, ni un palabrerío más en un mundo palabrero y verborrágico: el poema es algo que uno hace o se muere. Cuando yo digo eso, la critica me acusa de exageración. No lo es: Manuel Bandeira (uno de los grandes poetas de Brasil) tiene una línea que resulta inefable:
Hago versos
como quien muere.
Escribe,
pues, con esa gravedad, con esa sustancialidad. La idea de lo necesario tiene
otros perfiles. Por ejemplo, Shelley dijo una vez (en su Defensa de la poesía):
Los poetas
son los legisladores no reconocidos de la humanidad.
Tiene toda
la razón: los poetas son aquellos que subterráneamente van creando los
verdaderos cánones, los verdaderos soportes de la vida de todos. Es
inimaginable cómo se hubiera podido vivir este mundo, qué habríamos hecho de no
haber existido los grandes filósofos-poetas griegos, los presocráticos, y
(siguiendo esa línea) si no tuviéramos en nuestro pasado voces como las de
Shakespeare, Goethe, y en América la de Huidobro, la del mejor Neruda, la de
Vallejo, o tantos otros a quienes no vemos así, acaso por ser tan cercanos. Yo
me pregunto: ¿cuáles son las cosas que acompañan a la gente para siempre?, ¿las
obras del presidente tal, del político cual? No: eso pasa y se olvida
minuciosamente en los manuales de historia. Hay una idea genial de Borges,
cuando dice que la filosofía y la teología son formas de la ciencia-ficción. Yo
añadiría que la historia también lo es.
La más clara
exigencia radica en que los hombres se den cuenta de que sin lenguaje no se es.
Emerson, el gran poeta trascendentalista norteamericano, dice:
Cada hombre
no es nada más que la mitad de sí mismo. La otra mitad es su expresión.
Lo único que
puede completar al hombre es su expresión. El ser humano es casi todo
expresión. Que se entienda de una vez: el extremo de esa cualidad básica,
esencial del hombre, que es expresarse, es la poesía. La mayor intensidad y
también la mayor necesidad de la expresión.
—¿En que
medida el lector participa de ambas cualidades, la necesidad y la intensidad?
—No menos
que el autor, porque evidentemente la poesía, como forma de experiencia, es
para mí la mayor intensidad posible: es tan intensa como las últimas cosas,
incluso la muerte, o más intensa aún que la muerte. Entonces, ¿cuál es una de
las cualidades que más encarnan la poesía en el poeta? Es la fuerza que tiene y
la necesidad que le otorga al vivir. Naturalmente eso debe repetirse en quien
recibe el poema. Sin embargo, para que esa intensidad se repita en el lector y
lo aprehenda, hay que comprender que un poema no puede leerse como se lee
cualquier otro género.
Hay un
malentendido de base alrededor de esto último, que además está provocado por la
mala educación, no sólo en las escuelas primaria y secundaria sino sobre todo
en la universitaria. Ese malentendido deforma, enturbia el acceso a la poesía,
convierte el hablar de lo poético en una interferencia. En lugar de ser una
ayuda, la escuela es un obstáculo (fenómeno alarmante en extremo): en vez de
acercar a los estudiantes, los aleja. Huyen de asistir a cursos especializados,
a seminarios, a las propias clases que en las universidades mencionan la
poesía. Incluso muchas veces hay en los profesores miedo a hablar de ella,
porque en algún rincón de sí mismos notan que se les escapa, que no pueden abarcarla
como lo hacen con sus demás objetos de estudio. Se les va de las manos y tienen
que hablar de ella, tienen que explicarla. Y entonces, ¿qué van a explicar si
la poesía exige otro tipo de aproximación?
Creo, sí, en
una aproximación penetrante, lúcida, a lo poético. Pero generalmente (salvo
contadas excepciones) en las universidades no se posibilita ese acceso. Dice
Lacan, refiriéndose al sentido que da a su relectura de Freud, que en las
escuelas sistemáticamente se esmeran en que uno desaprenda a leer. Desde luego,
Lacan describe a continuación lo que entiende por leer. Por ejemplo, dice que
es imprescindible sentir en la lectura ciertos valores casi musicales, el modo,
el ritmo, el tono, además de lo que denota y connota comúnmente una palabra.
En la poesía
no hay otro camino que un proceso de pequeña iniciación, no en el sentido de
esos manuales que circulan por ahí para "iniciar" a la lectura o
escritura poéticas, sino en un sentido casi religioso, es decir como si fuera
una especie de preparación para un bautismo. No se trata de que saltemos de
esto a aquello y creamos que, como aparentemente se utilizan los mismos
elementos que en otros géneros (las palabras), la poesía (que también está
hecha de palabras) no guarda más dificultad que un cuento o un ensayo. Lo que
se requiere es cambiar por completo el ángulo de la visión, romper, fracturar
las corazas mentales que nos impiden llegar a las cosas con plena sensibilidad.
Es preciso recrear: en lo posible, quien recibe la poesía debe repetir el proceso
que la ha generado. Ello no quiere decir que coincida exactamente la captación,
la concepción total del poema. No: casi podría decir que debe haber la misma
actitud, la misma intensidad, la misma intuición. Eso hay que ganarlo, y no se
gana en un día. Pero todos estos demagogos (que también los hay en la poesía)
pregonan que eso está ganado, que la poesía es para todos. Lo es si cambiamos
el mundo, si cambiamos al hombre. Tal como está, en la mayor parte de los casos
(tengamos el valor de reconocerlo) el hombre no está preparado para leer
poesía.
La carga
interna de silencio
—Esta
iniciación a los ámbitos poéticos, ¿puede desembocar en una vía común o es
personal, dependiente de un descubrimiento interno, irrepetible?
—No hay
fórmulas. Creo que es personal. Siempre es posible, no obstante, aproximar
algunas ideas. Una (ya la he mencionado) es aprender a detenerse, porque si uno
no se detiene es imposible penetrar en el poema, detenimiento del universo. En
uno de mis libros cito una anécdota que me gusta mucho: se trata de un koan, es
decir una historia Zen, de Basho. Un día este monje budista, dirigiéndose a sus
discípulos, de pronto les dice: "He estado hablando del Zen durante toda
mi vida, y aún no sé en qué consiste". Entonces, uno de sus escuchas le
pregunta: "Pero, maestro, ¿cómo puedes hablar de aquello que no
entiendes?" Y Basho responde: "¿Es que también tengo que explicarte
eso?"
Además de
maestro Zen, Basho era un poeta: algunos de los más hermosos haikús que se han
escrito proceden de su pluma (Octavio Paz ha traducido uno de los escritos de
Basho, Senderos de Oku). Vivía el Zen durante cada una de sus jornadas, la
poesía era indivisible de su cotidianidad. Así, no necesitaba entender nada:
vivir es mucho más que entender.
Alguna vez
publiqué un poema que causó enorme revuelo. Apareció ni más ni menos que en La
Nación, uno de los diarios más leídos en la Argentina. La línea final de ese
poema dice:
Ser no es
comprender.
Fue un
escándalo. ¿Cómo va a entrarle eso en la cabeza a los profesores, los
filósofos, los pensadores, esos hombres entre comillas? En la lectura de la
poesía hay que descubrirlo todo, y para eso hay que detenerse. Ver de nuevo lo
que es la lectura consuetudinaria, tradicional. Los poetas dicen las cosas más
penetrantes, por eso aquí nos hemos referido tan frecuentemente a ellos. Pedro
Salinas, en un muy grato libro llamado Defensa de la lectura (a veces también
conocido como El defensor) llega a una idea que viene muy al caso: no funciona
ninguno de los métodos modernos de lectura, "rápida", "en
diagonal", "en síntesis". (Con ello el poeta español se acerca a
un libro francés muy leído en su tiempo: El arte de leer.) Al individuo
citadino que lee todo a la ligera, al que mezcla la lectura con las imágenes y
el ruido de la televisión, al que no se detiene nunca, Pedro Salinas lo llama
"leedor". Es menester, dice, convertirlo en lector. Y aún más, porque
ese proceso no termina ahí: luego de ello hay que transformar al lector en
actor. Esto equivale al momento en que se reproduce en el lector el proceso del
creador; hace poco lo he llamado recreación: eso que sucede en quien lee debe
ser como si fuera él mismo quien realiza la obra. Este matiz es esencial.
Todos lo
hemos experimentado: cuando hay algo que realmente nos fascina a fondo,
olvidamos quién lo hizo y es como si uno mismo lo realizara. Una lectura que va
inventando la línea siguiente, y que después de terminar el poema sigue
inventando líneas.
—En este
sentido, ¿se podría hablar de una tradición subterránea, transmitida de poema a
poema?
—Conviene
transportar a este campo una de las ideas nutricias y también matricias de la
poesía moderna, que es la de las correspondencias de Baudelaire. En uno de los
inolvidables poemas de Las flores del mal, dice que el mundo es como un bosque
de símbolos: hay voces que llaman y voces que responden, entrecruzándose. Aquí
se podría aplicar tal mirada: un poema mueve a otro.
También es
una idea de Eliot. Él dice que cuando aparece una obra (realmente una obra
válida, verdadera) mueve a todas las demás. Desde luego, porque cambia la
perspectiva de las anteriores, porque afecta a cada una y a todas. Si el día de
hoy surge una obra de suficiente magnitud, no sólo transforma la historia del
mundo sino también el futuro.
Yo no tengo
el propósito de escandalizar, y sin embargo frecuentemente me sucede provocar
el escándalo, de forma natural. Pero la poesía escandaliza siempre debido a un
hecho muy simple: porque piensa por su cuenta. Eso implica un desastre en este
mundo en donde todos piensan por cuenta ajena. Un ejemplo de tal reacción se da
cuando afirmo que toda poesía es poesía comparada. Lo digo en el sentido de
"literatura comparada", de "mitología comparada". Todo
poema viene a insertarse en un mundo de poesía, arrastra consigo ese mundo.
¿Cómo no ver esa interrelación? Y sin embargo, paradójicamente, el poema es
también autónomo: hay que verlo en su propia ley interior, al mismo tiempo que
es preciso verlo en toda la poesía. Es la visión de Mallarmé: escribir un solo
libro entre todos. Escribimos un solo poema.
De ahí lo
legítimo de olvidar al autor cuando un poema en verdad nos seduce. Esa es una
experiencia que a veces tenemos fuera de la poesía: por ejemplo, sucede al
conversar entre amigos, esos diálogos en donde aparece un tema que apasiona a
todos, y donde cada uno aporta algo (si sabemos escuchar y al mismo tiempo
podemos intervenir). Cuando en esa charla brota algo que nos conmueve, que
arrastra nuestro pensamiento en su dimensión mayor, hay un instante en que cada
interlocutor se olvida de sí mismo, y retrocede el pequeño ornitorrinco que es
el ego, como diría Unamuno. Lo que entonces surge es de todos y de nadie en particular.
Es el hecho poético. Resulta imprescindible reconocer en la vida diaria los
momentos en que llegamos a determinados estratos de intensidad.
Tales
estados son especialmente peligrosos para todas las cosas instituidas. En ese
sentido, estos momentos se parecen al hecho amoroso: quien los experimenta,
olvida todo lo demás. Y cuando es amor a fondo, los participantes hasta se
olvidan de ellos mismos: son eso, relámpagos.
—¿Alguna vez
usted buscó refugio en el Zen?
—Próximamente
aparecerá en España una antología de mi obra que se distingue de las
habituales; primero, por el título: Poesía vertical: antología incompleta (toda
antología tiene esa característica, pero ésta tiene el valor de confesarlo).
Luego, por la organización: el antólogo, Louis Bourne, la ha dividido en once
secciones con títulos expresivos sacados de poemas míos. En una parte, algunos
poemas se refieren a la palabra. (Esa reflexión de la poesía sobre sí misma es
una de las constantes distintivas de la poesía moderna; a veces las mejores
observaciones sobre lo poético se dicen en la poesía misma —ya lo dijo Wallace
Stevens: "El asunto del poema es la poesía".) Tal sección ha sido
bautizada "Carne verbal", porque en un verso utilizo ese término para
definir al poema.
El antólogo
es un poeta norteamericano que vive en España; ha escrito un prefacio bastante
extenso donde uno de sus tópicos esenciales es el Zen. Él considera que yo me
he preocupado mucho por el Zen. Tiene razón. De todas las doctrinas orientales,
de todas las corrientes del ser oriental (para no usar únicamente el término
"pensamiento"), el Zen, el inclasificable Zen es aquello que más se
aproxima, dentro de lo que yo he encontrado, a la dinámica más íntima de la
creación poética. Porque mediante el impacto de la imagen (en apariencia
absurda) provoca la iluminación.
Ello se
revela profundamente ligado con lo que antes mencionábamos, la noción del
relámpago, ese pequeño fulgor de apertura. Y como hay detrás de eso una serie
de brotes de sabiduría, no es raro que el haikú sea una poesía Zen, y tampoco
es raro que el Zen recurra a la poesía para decir lo poco que dice. (Uno de sus
principios es casi no hablar, decir casi nada.) Sí, me ha atraído, es una de
las lecturas que más he hecho por seducción. Hace muchos años, después de mi
segundo libro, leí muy cuidadosamente toda la obra de Daisetsu Teitaro Suzuki y
sus comentaristas, la de Alan Watts. Leí también sobre el Zen chino.
Evidentemente hay ahí un gran alimento para quien tenga sensibilidad estética y
metafísica: el Zen implica una abrumadora, salvadora riqueza.
—Otro punto
de coincidencia entre su obra y el Zen es la concepción del silencio.
—En nuestra
forma de ser, en el estado de ser en que se define lo humano, somos una
combinación de sonido y silencio. Pero en otra concepción del universo
podríamos haber sido sólo sonido o sólo silencio. En uno de mis primeros poemas
planteo las dos posibilidades y me pregunto cómo, de haber sido uno, se habría
dado el otro. Es una meditación que radica en el fondo de lo poético, e implica
un reconocimiento imprescindible para los poetas: la palabra no existe sin el
silencio. Ella no sólo es por el hecho material de necesitar espacios que la
rodeen, que la individualicen (además de los signos que la componen): hay un
silencio que separa las palabras y que al mismo tiempo las une. Ello crea la
poesía.
Una palabra
sola nunca es poesía. Dos palabras lo son. Dos palabras unidas por el silencio.
Hay una carga de silencio en el poema: es el respaldo, la espalda de silencio
que tiene la dimensión poética de la vida, toda esa esencial vivencia del
silencio sin la cual no hay expresión válida (eso que olvidan los charlatanes
de este mundo, que no dicen nada porque no tienen silencio, silencio de
palabras). Pero hay algo más: no es sólo esa envoltura de silencio lo que
sustenta a la palabra, sino que cada una de ellas tiene su propia carga interna
de silencio. Es como si tuviera entre cada una de sus letras una zona que las
une. ¿Qué carga de silencio tiene una palabra? Resulta evidente que la palabra
constelación no guarda el mismo contenido de silencio que la palabra flor. Cada
palabra trae su silencio; es con esa particular combinación que nace la poesía.
En la vida
todo está involucrado al silencio (de ahí la necesidad, por ejemplo, de leer
poesía en ausencia de ruido). Llevo esto a un final de poema:
El silencio,
que es resumen de todo.
Resumen no
por el simple hecho de que el final corresponde a la muerte, sino porque aquí
mismo, en la más palpitante vida, también el silencio lo resume todo. (Lo dice
Antonio Porchia: "Una cosa, hasta no ser toda, es ruido, y toda, es
silencio".)
Daniel González Dueñas
Alejandro Toledo
Esta conversación con Roberto Juarroz se llevó a cabo en agosto de 1987 en la ciudad de México.
1 comentario:
Excelente publicación, me encanta Roberto Juarroz
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