Más profundas, más extensas que las de la construcción, son las leyes de la destrucción. Pero destrucción y construcción son mecanismos asociados. Nada se puede construir sin una etapa previa de destrucción.Una lenta y solapada corriente de destrucción circula por la naturaleza que nos rodea, y toda esta tarea de destrucción confluye en la construcción de la vida. Y esa misma corriente de destrucción circula por el interior de la vida concediéndole a ésta su fuerza y su fragilidad, y esa magnífica calidad propia de lo efímero. Todo cambio implica destrucción, y la naturaleza es esencialmente cambio. Este cambio se nos revela como tiempo. Así el tiempo resulta el gran destructor. A la materia que consideramos inmóvil la recorre una lenta ola de destrucción. El tiempo corroe la materia y en el transcurso de esa corrosión surge la belleza. La belleza es el rostro del tiempo, es la luz del cambio que nos hechiza. ¿En qué medida el arte antiguo nos seduce por el hecho de que conservamos de él sólo ruinas? La corrosión del tiempo ha agregado a las estatuas antiguas la imagen del gran cambio. Ellas nos atraen vestidas con la pátina deslumbradora del tiempo.
Y el tiempo se apodera de la obra de los hombres. Entonces actúa como
destructor y juez a la par: destruye la obra de los mediocres así como los
mediocres tienden a destruir la obra de los verdaderos creadores. El tiempo es
el gran crítico: terrible e implacable, aniquila lo que no tiene valor y saca
de la oscuridad lo que realmente vale.
Toda destrucción libera una enorme cantidad de energía. Es por este efecto
dinámico, por esta acción impulsada, que la destrucción sienta las bases de
toda futura creación.
Los objetos se rompen o destruyen siguiendo leyes internas de la materia
que los componen: su destrucción revela el secreto de su estructura esencial.
Al actuar sobre las cosas el hombre utiliza un material prefabricado, y al
destruir, se subordina a las leyes secretas de ese material. En el objeto que
se destruye se libera su virtualidad material. Por eso todo acto de destrucción
tiene el sentido de un atentado al pudor en cuanto nos ofrece la desnudez total
de la materia.
En la destrucción manejada por el hombre aparecen dos elementos que la
naturaleza ignora: la destrucción sin sentido, o sea, destruir por destruir, y
la destrucción por el odio.
El odio, sentimiento novísimo y especifico del hombre, mediante el cual él
se opone no sólo a la naturaleza exterior sino a su propia naturaleza.
En su afán de destrucción el hombre se convierte en una verdadera
enfermedad de la materia; hoy el hombre es para el mundo una fuerza de
destrucción más poderosa que todas las fuerzas naturales.
Posee el hombre una verdadera locura de destrucción, aunque aparentemente
la idea de destruir es tabú para el común de la gente; y lo es porque siendo el
hombre materia destruible, la idea de la propia destrucción condiciona una
sensación de horror en torno a la palabra.
Ha llegado el momento de que se dignifique el concepto de destrucción, y
dignificarlo significa volver, en primer término, a la enseñanza de la
naturaleza misma. Destrucción y construcción constituyen para ella dos fases
del mismo proceso. Y en efecto, para el hombre, crear es en definitiva
transformar, es decir destruir algo para hacer con ese algo una cosa nueva.
El impulso a la destrucción es innato en el hombre. En el niño observamos
el instinto de destrucción en su elemental pureza; el niño destruye objetos
para afirmarse a sí mismo o para llegar a conocerlos. ¡Oh, sabiduría
destructora de los niños!, ellos quieren saber qué son en realidad las cosas.
El hombre también destruye para conocer: el anatomista destruye un cuerpo humano
para conocer su estructura, el científico destruye la materia para conocer su
composición.
Pero es al artista a
quien corresponde descubrir el verdadero sentido de la destrucción. Y este
sentido está en el fermento creador que contiene todo acto de destrucción. Ya
es tiempo de que el artista dé las verdaderas normas de la destrucción, puesto
que el acto de destruir es inseparable del hombre. Cuando la destrucción es
voluntaria y desinteresada cumple primordialmente una función estética. La
destrucción del artista no es el acto brutal y sin sentido que determina el
odio, es un acto que tiene sentido, y este sentido lleva la marca indeleble del
humor. El humor, fenómeno destructor de la más alta jerarquía, ataca lo
estúpido, lo rutinario, lo pretencioso, lo falso. El humor, poder dinámico que
mueve la actividad destructora del artista, y a la que presta, junto a su
peculiar contenido estético, un contenido profundamente ético.La misión del artista es, por un lado, revelar la belleza que existe en
las obras de destrucción que se producen por azar o por la acción del tiempo.
El tiempo, ese gran artífice que utiliza los mecanismos de corrosión,
desintegración, incrustación, que se vale de los medios más sutiles de la
química y de la física y de los poderosos instrumentos que le ofrece el viento,
el agua, el fuego, y la sutilísima vida microscópica que lo envuelve todo. Ante
ese artífice impar de recursos infinitos el artista se inclina. Al señalar la
belleza de un objeto que ha sufrido la acción del tiempo, el artista desarrolla
un verdadero acto de creación, pues crear es hacer que una materia inerte
adquiera sentido y vida para el hombre.
Pero lo que realmente importa es cuando el artista pone en marcha su
propia voluntad de destrucción. Y esta destrucción lleva la carga de múltiples
contenidos. Destruir un objeto feo, monstruoso, sin sentido o falso, significa
destruir una civilización carcomida y antihumana, o destruir una religión sin
vitalidad y castradora, o una moral maniatada y angustiante, o prejuicios
culturales petrificados. La destrucción pertenece para el artista al orden
supremo de la libertad.
El impulso que mueve al hombre hacia la destrucción tiene un sentido y toca
al artista revelar ese sentido. Cualquiera que sea la motivación del acto
destructivo: el furor, el aburrimiento, la repugnancia por el objeto, la
protesta, ese acto debe tener un sentido estético y ese sentido evita que la
destrucción acto procreador se transforme en aniquilamiento. Destrucción y
aniquilamiento desde el punto de vista del artista son términos antagónicos. La
destrucción de un objeto no lo aniquila, nos enfrenta con una nueva realidad
del objeto, la carga de un sentido que antes no tenía.
Toca al artista revelar la universalidad del proceso de destrucción, hacer
que se le pierda miedo al término, depurarlo de contenidos impuros: el odio, el
resentimiento, el egoísmo. La universalidad de la destrucción se revela en que
dos objetos que entran en contacto inician inmediatamente un proceso de mutua
destrucción, de ahí que el amor sea el fenómeno de destrucción más ardiente que
acontezca en la relación de dos seres vivos.
Toca al artista revelar que la destrucción oculta un poderoso germen de belleza;
así cuando se diga de una mujer, que es bella como la destrucción, se hace de
ella el más alto de los elogios y se da a entender que no estamos frente a una
belleza pasiva, sino frente a una belleza que tiene las cualidades del fuego y
de la explosión.
La destrucción
depurada por el artista, llevado éste de la mano por el guía acre, cáustico,
irreverente del humor, nos revelará inéditos mecanismos de belleza, oponiendo
así su destrucción estética a esa orgía de aniquilamiento en que está sumergido
el mundo de hoy.
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