El País de
El Dorado
El Dorado
Cacambo explicó al dueño de la fonda la curiosidad que sentían y él le
contestó: -Yo soy un hombre muy ignorante y me acepto como soy; pero vive aquí un anciano, retirado de la corte, que es el hombre más sabio del reino y muy
parlanchín. Inmediatamente acompañó a Cacambo a casa del anciano. Cándido representaba ahora un papel secundario de acompañante de su criado. Entraron en una
casa muy humilde, la puerta era solamente de plata y las paredes estaban revestidas
sólo de oro, si bien con adornos de tanta finura que no desmerecían de los más
opulentos. La antecámara en realidad sólo tenía incrustados rubíes y esmeraldas, pero
las figuras ornamentales que formaban compensaban con creces la extrema sencillez. El anciano recibió a los dos extranjeros en un sofá acolchado con plumas
de colibrí, y les sirvió licores en vasos de diamantes; tras lo cual
satisfizo su curiosidad de la siguiente
manera:
-Tengo ciento setenta y dos años, y mi difunto padre, que había sido
escudero del rey, me habló de las sorprendentes revoluciones del Perú, de las cuales él
había sido testigo. Este reino en el que nos encontramos es la antigua patria de los
Incas, de la que de manera imprudente salieron con la intención de dominar a otra parte
del mundo y que finalmente fueron destruidos por los españoles. Los príncipes
de la familia que permanecieron en el país natal fueron más prudentes, con el
beneplácito de toda la nación, dispusieron que ningún habitante saliera nunca más de
nuestro pequeño reino; por eso hemos podido conservar nuestra inocencia y nuestra
felicidad. Los españoles han tenido una idea errónea de este país al que han llamado
El Dorado, y hasta un inglés, llamado el caballero Raleigh, vino aquí hace unos cien
años; pero como el acceso es a través de rocas escarpadas y de precipicios, hasta
ahora hemos estado al abrigo de la codicia de las naciones de Europa, que tienen un insaciable deseo por las piedras y el barro de nuestra tierra, y que, con tal de
obtenerlos, no dudarían en acabar
con todos nosotros.
La conversación fue larga; discurrió sobre la forma de su gobierno, las
costumbres, las mujeres, los espectáculos públicos y las artes. Al final, Cándido, que
siempre se había sentido atraído por la metafísica, mandó a Cacambo que preguntara si
en aquella tierra profesaban alguna religión. El anciano enrojeció un poco.
-¡Naturalmente! -dijo-. ¿Cómo pueden dudarlo? ¿Nos creen tan ingratos? Cacambo preguntó con humildad cuál era la religión de El Dorado. El anciano
se sonrojó de nuevo: -¿Es que pueden existir dos religiones? -dijo-. Pienso que tenemos la misma religión de todo el mundo; adoramos a Dios por la noche y por el día.
-¿Adoran a un único Dios? -dijo Cacambo, que seguía siendo el intérprete
de las dudas de Cándido.
-Es evidente -dijo el anciano- que no puede haber dos, ni tres, ni cuatro.
Les confieso que la gente de su mundo preguntan cosas muy extrañas. Cándido, que no se cansaba de preguntar a aquel buen anciano, quiso saber
cómo se rezaba a Dios en El Dorado.
-Nosotros no rezamos
-contestó el bueno y respetable sabio-; no le pedimos nada, porque nos da todo lo que necesitamos; sólo le damos continuamente las
gracias. Cándido sintió curiosidad por conocer a los sacerdotes y mandó preguntar a Cacambo dónde estaban. El buen anciano sonrió. -Amigos míos -dijo-, aquí todos somos sacerdotes; el rey y todos los
cabezas de familia entonan solemnemente cánticos en acción de gracias todas las
mañanas, acompañados de cinco o seis mil músicos.
-¡Cómo! ¿No tienen frailes que enseñen, debatan, gobiernen, que organicen intrigas y manden a la hoguera a los que no piensan como ellos? -Estaríamos locos -dijo el anciano-; aquí todos tenemos la misma opinión y
no entendemos qué
quieren decir con esa historia de los frailes.
Cándido estaba extasiado ante aquellas palabras y se decía a sí mismo: "¿Esto sí que es distinto de Westfalia y del castillo del señor
barón: si nuestro amigo Pangloss hubiera conocido El Dorado, no habría podido afirmar que el
castillo de Thunder-ten-tronckh era lo más perfecto de la tierra; cierto es que hay
que viajar para aprender."
Concluida esta larga conversación, el buen anciano mandó preparar una carroza tirada por seis carneros, y dispuso que doce de sus criados los acompañaran
a la corte.
-Espero que me perdonen -les dijo-, ya que mi edad me impide ir con ustedes. El rey les recibirá de tal manera que quedarán encantados, y espero sabrán perdonar sin duda aquellas costumbres del país que pudieren disgustarles. Cándido y Cacambo montaron en la carroza; los seis carneros volaban y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey situado en el otro extremo de la capital. El pórtico tenía una altura de doscientos veinte pies y cien de ancho; no se puede explicar el material del que estaba hecho. Debía ser de una calidad superior a la de esas piedras y esa arena a las que nosotros llamamos oro y piedras preciosas. Cuando Cándido y Cacambo se apearon de la carroza, fueron recibidos por veinte hermosísimas muchachas de la guardia, que los condujeron a los baños, los vistieron con trajes de plumas de colibrí; luego los altos oficiales y oficialas de la corona los llevaron hasta la cámara de su Majestad entre dos filas de músicos, cada una compuesta de mil músicos, como era la costumbre.
-Espero que me perdonen -les dijo-, ya que mi edad me impide ir con ustedes. El rey les recibirá de tal manera que quedarán encantados, y espero sabrán perdonar sin duda aquellas costumbres del país que pudieren disgustarles. Cándido y Cacambo montaron en la carroza; los seis carneros volaban y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey situado en el otro extremo de la capital. El pórtico tenía una altura de doscientos veinte pies y cien de ancho; no se puede explicar el material del que estaba hecho. Debía ser de una calidad superior a la de esas piedras y esa arena a las que nosotros llamamos oro y piedras preciosas. Cuando Cándido y Cacambo se apearon de la carroza, fueron recibidos por veinte hermosísimas muchachas de la guardia, que los condujeron a los baños, los vistieron con trajes de plumas de colibrí; luego los altos oficiales y oficialas de la corona los llevaron hasta la cámara de su Majestad entre dos filas de músicos, cada una compuesta de mil músicos, como era la costumbre.
Al aproximarse a la sala del trono, Cacambo preguntó a un alto cargo cómo
debía saludar a Su Majestad: si debía arrodillarse o tumbarse en el suelo; si
debía colocar las manos en la cabeza o en el trasero; si debía lamer el polvo de la sala; en
resumen, cuál era el protocolo.
-Tenemos la costumbre -dijo el oficial mayor-, de besar al rey y besarle
en las dos mejillas. Cándido y Cacambo abrazaron a Su Majestad, que los recibió con toda la amabilidad que uno pueda imaginar y los invitó cortésmente a cenar. Mientras tanto les enseñaron la ciudad, los edificios públicos que
llegaban hasta el cielo, los mercados adornados con mil columnas, las fuentes de agua pura,
las fuentes de agua rosa, las de licor de caña de azúcar que manaban sin cesar en
grandes plazas
pavimentadas con unas piedras preciosas que exhalaban un olor parecido al
del clavo y al de la canela. Cándido quiso conocer los juzgados; le dijeron que no existían, porque no había pleitos. Preguntó si había cárceles y le contestaron que
no. De todo cuanto vio lo que más le gustó y causó asombro fue el museo de las
ciencias, donde había una galería de dos mil pasos llena de instrumentos de matemática y
física.
Apenas si habían recorrido en toda la tarde ni la milésima parte de la
ciudad, cuando les llevaron de nuevo junto al rey. Cándido se sentó en la mesa
entre su majestad, su criado
Cacambo y varias damas. Comieron tan exquisitamente como nunca habían comido y el rey se mostró tan ingenioso como nunca habían
tenido ocasión de ver. Cacambo le traducía a Cándido las ocurrencias del rey y, a
pesar de la
traducción, seguían teniendo su gracia. De todo lo que a Cándido le
sorprendió, no fue esto lo que menos le sorprendió.
Pasaron un mes en aquel sitio tan acogedor. Sin embargo, Cándido no cesaba
de decirle a Cacambo:
-Amigo mío, una vez más insisto en que el castillo en el que nací no vale
tanto como este país, pero, a fin de cuentas, la señorita Cunegunda no vive aquí
y vos debéis tener alguna amada en Europa. Si nos quedamos aquí, seremos como
todos; por el contrario, si volvemos a nuestro mundo, aunque sólo sea con doce
carneros cargados con piedras de El Dorado, seremos más ricos que todos los reyes
juntos, y ya no habría inquisidores a los que temer y podríamos recuperar sin
dificultades a la
señorita Cunegunda. A Cacambo le convencieron estas razones; a la gente le gusta tanto viajar
y darse importancia entre los suyos y presumir de lo que se ha visto en los
viajes, que aquellos dos seres felices decidieron no serlo ya más y fueron a despedirse de Su
Majestad.
-Cometen una tontería -les dijo el rey-; ya sé que mi país no es gran
cosa; pero, cuando se está relativamente cómodo en un sitio, se debe quedar uno en él. Yo no tengo desde luego ningún derecho para retener a los extranjeros; sería un
acto de tiranía que no pertenece a nuestras costumbres ni a nuestras leyes: todos
los hombres son libres; partan cuando gusten, pero la salida es muy difícil. Es
imposible remontar los rápidos por los que milagrosamente llegaron. Las montañas que bordean
mi reino tienen diez mil pies de altura y son verticales como murallas: cada una de
ellas mide a lo ancho más de diez mil leguas y sólo se puede bajar por ellas a través
de precipicios. Pero, como a pesar de todo quieren irse, voy a ordenar a los jefes de
máquinas que construyan una que les pueda transportar con comodidad. Cuando lleguen al
otro lado de las montañas, tendrán que continuar solos, pues mis súbditos han jurado
no salir nunca de su país y son demasiado sensatos como para quebrantar su voto. De
todos modos, pídanme lo que quieran.
-Sólo le pedimos a Vuestra Majestad -dijo Cacambo- unos cuantos carneros cargados de víveres, de piedras y de barro. El rey se echó a reír:
-No puedo entender -dijo- por qué los europeos sienten tanta atracción por
nuestro barro amarillo; pero llévense cuanto gusten y que les aproveche. Inmediatamente ordenó a sus ingenieros que construyeran una máquina que
sacara a aquellos dos extraños hombres fuera del reino. Tres mil físicos muy brillantes
la terminaron en quince días y solamente costó unos veinte millones de libras
esterlinas, moneda del país. Metieron a Cándido y a Cacambo dentro de la máquina; dos
grandes carneros rojos provistos de sillas y bridas para que les sirvieran de
cabalgadura una vez hubieran cruzado las montañas, veinte carneros con alforjas llenas de
víveres, treinta que llevaban regalos exóticos del país y cincuenta cargados de
oro, de piedras preciosas y de diamantes. El rey besó con ternura a los dos vagabundos.
Su partida y la ingeniosa manera en que fueron izados, ellos y sus
carneros, hasta la cima de las montañas fue un espectáculo espléndido. Los físicos se
despidieron de ellos tras haberlos llevado hasta un lugar seguro, y ya Cándido no tenía
otro deseo ni otro objetivo que mostrar sus carneros a la señorita Cunegunda.
-Tenemos dinero de sobra -dijo- para pagar al gobernador de Buenos Aires, suponiendo que la señorita Cunegunda se pueda comprar. Vayamos hacia
Cayena, después cojamos un
barco y ya veremos más tarde qué reino podemos comprar.
Traducido del alemán por el Sr. Doctor Ralph
Con las adiciones que se encontraron en el bolsillo del Doctor,
Traducido del alemán por el Sr. Doctor Ralph
Con las adiciones que se encontraron en el bolsillo del Doctor,
cuando murió en Minden,
el
año de gracia de 1759
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