lunes, 26 de noviembre de 2012

René Char: Entrevista (1907 - 1988)



          Poesía y    
       Resistencia,
                    entrevista de Pierre    
                       Bergier a René Char
 




Pierre Berger.-  Antes de pedirle que participe en una conversación en la que la que la honestidad intelectual sea una de las bases, me he detenido a releer el breve prólogo que escribió usted en marzo de 1948 para la traducción de “Heráclito de Efeso”, de Iván Battistini. Una frase, entre otras, me ha demostrado hasta qué punto está usted comprometido en el camino de la esperanza: “El devenir progresa conjuntamente en el interior y alrededor de nosotros. No está subordinado a las pruebas de la naturaleza, se agrega a ellas y actúa sobre ellas”. En el instante en que una especie de sueño letárgico pesa sobre nuestro mundo, una afirmación semejante es, sin duda, una ventana abierta. De todas maneras, hay mucho que hacer aún para que esta ventana no se vuelva a cerrar. Sabe usted cuán peligrosa es una toma de conciencia, para no decir una toma de posición. Asistimos a conflictos sorprendentes, y aun escandalosos, cuya resultante fatal es la duda. Su prólogo al Heráclito es una auténtica toma de conciencia. Escrito en 1948, ¿qué ve usted que pueda corregirse hoy?

René Char.- ¿Se preocupa usted acerca de la honestidad intelectual? Discúlpeme, querido amigo, pero hay una cosa que mis orejas no pueden oír sin embarazo: es precisamente la palabra “dignidad”, que se me hace el honor de aplicarme demasiado a menudo... Protesto: soy un hombre como todos, a veces tan parcial y utopista como los demás, se lo aseguro, de ninguna manera mejor... ¡Ah, no!

P.B.- Pero, su actitud...

R.C.- No hablemos de actitud. Yo me esfuerzo, me descascaro. ¡Eso es todo! En cuanto al prefacio del Heráclito... Me ha ocurrido hacer escritos de circunstancia, aunque raramente; de todas maneras, este prefacio podría estar bien escrito incluso hoy. No tengo nada que suprimirle, nada que agregarle. En el momento en que vivimos –y pienso sobre todo en aquellos que viven en esta hipnosis tan particular que difunde el clima de nuestra época- la Esperanza es verdaderamente el único lenguaje activo y la única ilusión susceptible de ser transformada en buen movimiento. Nosotros, hombres, poetas, tenemos que contentarnos con asegurar que esta esperanza no es candor. No podría haber poesía o vida sin esperanza -poesía: esperanza extrema; existencia: esperanza relativa-. La poesía es la soledad noble por excelencia, una soledad, en fin, que tiene derecho a confiarse. Hegel dice que, desde el punto de vista del sentido común, la filosofía es el mundo al revés. Parafraseándolo, se podría decir que, desde el punto de vista de la equidad, la poesía es el mundo en su mejor lugar. Aun si se halla enfrentado a una naturaleza pesimista, aquel que acepte las perspectivas del Devenir debe darse perfecta cuenta de que, en este caso, el móvil de ese pesimismo es ambiguamente la esperanza; esperanza de que algo inesperado surgirá, de que la opresión será derribada. Parece que la poesía, por los caminos que ella ha seguido, por las pruebas que ha resistido para merecer su nombre de poesía, constituye la posta que permite al ser exhausto y desmoralizado volver a encontrar fuerzas nuevas y razones frescas para perseguir la presa o la sombra una vez más.

P.B.- Cada día comprobamos cómo es de grande la confusión intelectual. Los valores más opuestos se unen de manera inesperada, lo más a menudo por medio de intérpretes impuros y deshumanizados, lo que se podría llamar alianzas peligrosas. Los mismos maestros del pensamiento son reivindicados por los hombres más diversos. Así se verifica una vez más uno de los problemas sobre los cuales usted se ha detenido recientemente: el de las incompatibilidades.

R.C.- Estamos rodeados, en los hombres más comunes, por jueces con fauces de verdugos, ¡por perros de policía! Pero ¿cómo es eso? Uno no tiene jamás por qué examinar ni condenar a alguien que se contenta con sufrir la realidad cotidiana con todas sus imperfecciones y todas sus debilidades y que no erige su propia vulnerabilidad en tablado, desde donde denunciar al prójimo a la vindicta pública... Sin embargo, eso no es ya tan cierto, tanto va el mal de prisa... Pienso, a este respecto, muy especialmente en Villon, quien es, sin duda, el más grande poeta francés. Pero justamente cuando ciertos escritores, que no son –lo ignoren o no- sino actores de la literatura (olímpicos o frenéticos), entienden intervenir y regentear, entonces creo que hay una impostura manifiesta que es preciso reducir. Vea usted, Berger, todo hombre es, por lo general, distinto de lo que cree ser en el bien como en el mal, en el error como en la verdad. Ninguno de nosotros escapa a esta fatalidad. Las estratagemas no arreglan nada.

P.B.- La imperfecta conciencia de los escritores y artistas forma parte también –Camus lo afirmaba en un discurso pronunciado en Pleyel en 1948- de nuestra constante angustia. Parece cada día más necesario que un poeta defina a su vez este mal.

R.C.- Yo no quisiera pronunciar la palabra maldición... Es una palabra demasiado cómoda y que autoriza todas las dimisiones. Creo que hay, de todas maneras, una parte de responsabilidad individual (y, por extensión, colectiva) en lo que ocurre en este momento. Hemos creído, en 1945, salir del espíritu totalitario... Acordémonos de que ese cáncer, bajo el nombre de fascismo, ha comenzado por devorar una nación, luego otra. En la actualidad está agazapado en el inconsciente de los hombres, en particular, de aquellos que se declaran sus peores enemigos... Ese mal, en el cual nos hemos detenido a pensar, es el desprecio del prójimo: una especie de indiferencia colosal con respecto a la inteligencia de los demás y de su alma viviente. ¡Una intolerancia de dementes! ¡Su caballo de Troya es la palabra felicidad! Y yo creo que eso es mortal. No se trata de un peligro relativo sino absoluto.

P.B.- Que no justifica ningún espejismo de la Tierra Prometida.

R.C.- Yo le hablo en tanto ser que vive sobre una tierra presente, inmediata, y no en tanto ser que tiene mil años de camino delante suyo. Hablo para los hombres de mi tiempo, que han hecho morir como nunca, y no hipotéticamente para los hombres de la distancia. Se acostumbra, para tentarnos, a desplegar ante nosotros la sombra clara de un gran ideal. Sin embargo, la edad de oro prometida no podría serlo sino en el presente. ¡La perspectiva de un paraíso ha inflado al hombre!

P.B.- Entre tantos otros, la poesía es un acto de rebelión. ¿Cómo librar a la poesía de sus opresores?

R.C.- La verdadera poesía se las arregla bien por sí sola: existid sin temor. Lo importante es perseverar, no declararse vencido sobre el terreno de la condición humana y de la libertad. Es preciso volver sin cesar, convencer, decidir la evidencia de ganar la partida, elevar el buen sentido al primer rango...

P.B.- Todo lo que yo experimento en cuanto a la condición del poeta se encuentra felizmente aclarado por ese comportamiento contradictorio que se ejerce en pro o en contra de mí. Ello me encanta, sirve para propagar una manera de energía, de calor humano. Pro y contra son indispensables. En un reciente estudio, Maurice Blanchot escribe: “La obra es el alba que precederá al día. Ella inicia, entroniza. Misterio que entroniza, dice Char, pero ella misma permanece en el misterio, excluida de la iniciación y exiliada de la clara verdad: suerte de Mesías que será redentor a condición de ser siempre el que vendrá y de ninguna manera el que ha venido”. Me parece que Blanchot nos ofrece una clave y que eso deben ser las “oportunidades patéticas” de las que nos habla en Hojas de Hipnos. ¿Está usted de acuerdo?

R.C.- Completamente. Blanchot es el compañero espiritual soñado... No lo conozco.

P.B.- Los combates en los que usted ha participado y aquellos en los cuales participa aún se asemejan misteriosamente. Siempre es el mismo enemigo, el mismo ángel malo el que usted y sus amigos vuelven a encontrar. Y, de hecho, si la esperanza está de vuestro lado, hay también otra esperanza –maléfica- enfrente. ¿No piensa usted que es el tiempo de darnos nuevas Hojas de Hipnos?

R.C.- El contenido de los libros varía según las épocas. Hoy no es un combate el que sostenemos: es mucho más: una especie de paciencia armada nos introduce en ese estado de rechazo increíble. Pero, permanecer abiertos, permanecer presentes, retener el escalofrío, limitar al malvado... De 1941 a 1944 he escrito Hojas de Hipnos como un ama de casa consigna sus cuentas en una libreta. De 1948 a 1952 he producido A una serenidad crispada. Se exige de muchos poetas, al pedirles que comenten su poesía, la exhibición de sus sentimientos íntimos, la confesión de sus “ideas”, si fuera realmente cierto que ellos tienen “ideas”. Hojas de Hipnos correspondía a su tiempo; A una serenidad crispada corresponde al nuestro.

P.B.- Esa forma aforística...

R.C.- Ya sé, ya sé... Y bien, si me reprocha mi forma breve, a eso respondo con dos aforismos de Hojas...: “Mantén frente a los otros lo que te has prometido solamente a ti. Ahí está tu contrato.” “He aquí la época en que el poeta siente erguirse en él esta meridiana fuerza de ascensión”. Es preciso concentrar, decir con rapidez, iluminar con exactitud... ¡Tanto peor para la retórica!

P.B.- Es verdad que se exige demasiado de los poetas.

R.C.- Si existe una poesía, si ella es un polo de atracción, si es alimenticia, ¿qué necesidad hay de hablar de ella?

P.B.- Inquietos por lo que esencialmente ellos no han creado, los hombres tienen necesidad de definición, una necesidad nostálgica, como si pensaran que las mejores definiciones son el propio origen.

R.C.- Pero no! Veamos... Hacemos salir de nuestro laconismo, de nuestro cuarto de trabajo, de las circunstancias comunes a todos los hombres, significa desearnos “cargados de misión”.

P.B.- Pero es evidente que vosotros tenéis una misión...

R.C.- No. Tenemos una tarea, eso sí... Bien sé que los poetas tienen a menudo curiosas pretensiones. Sin cesar, ellos se creen obligados a tocar el clarín, de donde su rápida pérdida de influencia...

P.B.- De todas maneras, ellos no pueden permanecer enclaustrados...

R.C.- No, por supuesto. Además, yo no abogo por la torre de marfil... sino por el conocimiento exacto de los motivos. No se desconfía lo suficiente de la impropiedad, no sólo de los términos, sino de la farsa de los acontecimientos...

P.B.- En ellos estamos.

R.C.- Una de las curiosidades de la época es lo universal. En cuanto cualquier individuo es consultado, responde sin vacilación –lo cual implica que él es la ciencia infusa- aun si es ignorante del asunto o de la cosa humana de que se trata. El intelectual sueña a la vez “ser” y “no poder ser”. Y lo que no puede ser, su orgullo lo proyecta en los otros, aquellos para los cuales escribe. Lo que no debería dispensarlo, en cuanto a sí mismo, de la prueba patética.

P.B.- Yo le he dicho “misión”, usted me ha respondido “tarea”. Conforme. Además, pienso que las dos nociones no son incompatibles. Y es por eso que puedo preguntarle qué espera usted de la juventud. Mi pregunta no es tan simple. Después de la aparición de sus últimos libros, después de la antología a la que precedió mi ensayo en la colección Poètes d’aujourd’hui, muchos espíritus jóvenes tomaron en cuenta el ¿Ha leído usted a Char? de Mounin. Se le comenta en los medios más diversos y yo sé, por mi parte, de jóvenes desesperaciones que se borraron después de la publicación de EL sol de las aguas. Creo que eso es muy significativo y es por ello que le aseguro que mi pregunta no es tan simple.

R.C.- No es simple, en efecto. De esas adhesiones yo no puedo únicamente estar conmovido: ellas aumentan aun mis escrúpulos. No exageremos. Creo que con un poco de obstinación y la ayuda de sus hermanos mayores, la juventud superará el desorden. Creo que mis poemas corresponden a alguna cosa cuyo equivalente serían deberes felices después de dificultades sin número. Nunca he propuesto nada que, una vez pasada la euforia, corriera el riesgo de caer de lo alto. No soy de aquellos que toman el mar “como si tal cosa”. Naturalmente me parece que los jóvenes van hacia aquellos que los escuchan con seriedad, con afecto, y no los desengañan.

P.B.- No hay sólo el problema de las incompatibilidades; está también el de los equívocos. Bien se ve que la honestidad intelectual pierde cada día más su sentido. Usted se complace en repetir a menudo que “todo sigue siendo todavía posible”. ¿Podría incluso repetirlo aquí?

R.C.- Sí, ciertamente.

P.B.- Vivimos cada vez más el tiempo de la elección. ¿Qué puede la poesía en el dilema que nos concierne? En medio de los hombres ¿qué pueden los poetas?

R.C.- El poeta está originariamente comprometido, pero “comprometido” es una palabra que no tiene sentido aquí, que es impropia. Digamos que el poeta es combinable.

P.B.- Sea. Pero el compromiso, antes de ser una moda, tenía un sentido noble.

R.C.- Sólo he visto hasta ahora seres para quienes la palabra compromiso era muy imprecisa. La expresión que les convenía mejor era solidaridad, odio común, amor compartido o deseo de cambio. He asistido en 1940 a la agonía de tres hombres, los tres diferentes durante su validez. Cada uno de ellos tenía un fragmento del mismo obús en el vientre y agonizaban juntos bajo nuestros ojos. Le aseguro que sus quejas eran las mismas...

P.B. El sentido de ese mensaje se refuerza muy particularmente en un texto suyo que yo sé sin terminar pero del que conocemos de todas maneras algunos fragmentos. Hablo de La búsqueda de la base y de la cumbre.

R.C.- Ese texto está, en efecto, sin terminar, y en él trabajo. No entreveo la fecha de su publicación, no porque este texto tenga una importancia tal que deba ser embellecido y modificado sin cesar, sino porque es como los altos y los bajos de mi vida misma. Un día me ha sido dado escribir: “El conocimiento nutre y la experiencia marchita”. Es preciso desconfiar de la importancia de la experiencia porque ella vuelve a los seres y a las cosas sin juventud, imperfectibles. Usted me ha preguntado hace un momento si yo creía en la juventud. Creo tanto en ella, que muy a menudo me desmiento.

Extraído de El movimiento “Poesía Buenos Aires” 1950/1960, número XI/XII, dedicado íntegramente a René Char (versión de Raúl Gustavo Aguirre), Bs. As., 1979



                       Extraído  de El movimiento "Poesía Buenos Aires" 
                                       1950/1960, número XI/XII, 
                                 dedicado íntergramente a René Char 
                               (versión de Raúl Gustagvo Aguirre), 
                                               Bs. As., 1979 

sábado, 24 de noviembre de 2012

Oliverio Girondo (1891-1967)

                                 Interlunio

                                a Norah Lange


Lo veo, recostado contra una pared, los ojos casi fosforescentes, y a los pies, una sombra más titubeante, más andrajosa que la de un árbol. ¿Cómo explicar su cansancio, ese aspecto de casa manoseada y anónima que sólo conocen los objetos condenados a las peores humillaciones?...¿Bastaría con admitir que sus músculos prefirieron relajarse a soportar la cercanía de un esqueleto capaz de envejecer los trajes recién estrenados?... ¿O tendremos que persuadirnos de que su misma artificialidad terminó por darle la apariencia de un maniquí arrumbado en una trastienda?...Las pestañas arrasadas por el clima malsano de sus pupilas, acudía al café donde nos reuníamos, y acodado en un extremo de la mesa, nos miraba como a través de una nube de insectos.     Es indudable que sin necesidad de un instinto arqueológico desarrollado, hubiera sido fácil verificar que no exageraba, desmesuradamente, al describir la fascinante seducción de sus atractivos, con la impudicia y la impunidad con que se rememora lo desaparecido... pero las arrugas y la pátina que corroían esos vestigios le proporcionaban una decrepitud tan prematura como la que sufren los edificios públicos. Aunque por lo común permanecía horas enteras en silencio, a veces lográbamos que relatara algún episodio de su vida, que recitase algún poema de Corbière o de Mallarmé. ¡Nunca era más temible su cercanía!... Entre la incesante humareda del cigarrillo, su voz —llena de hollín—resonaba como si fuese emitida por una chimenea, y mientras su inmovilidad adquiría la borrosa impavidez del retrato de alguien que ya nadie recuerda, su dentadura postiza se obstinaba en inventar las sonrisas menos oportunas. En vano pretendíamos vivir el contenido de algún verso. 

              Tras el silencio de cada estrofa: su aliento de cama deshecha, el temor de que su esqueleto cometiese algún ruido, de que su barba creciera con el mismo susurro con que crece la barba de los muertos... Y ya en esa pendiente resbaladiza, bastaba un gesto, una mirada, para que descubriéramos su semejanza con esos pares de medias que se hospedan sobre los roperos de los hoteles, con esos cuellos que se retuercen junto a ellas, tan desesperadamente, que nos sugieren ideas de suicidio. 


           De resistirnos a esos excesos, por otra parte, ¿hubiéramos logrado contemplar la maraña de sus arrugas sin imaginarnos todas las noches perdidas, todos los rumores huecos y desvalidos que, al estratificarse con una lentitud de estalactita, le habían formado unos repliegues de cansancio que ni la misma muerte conseguiría planchar?

                     ...Para recorrerlas de un extremo al otro sin perderme, yo, por lo menos, me veía forzado a examinarlas con el mismo detenimiento con que se siguen las rutas en un plano y, demasiado absorbido por sus accidentes, rara vez lograba escuchar lo que decía. Hasta en las oportunidades en que nos encontrábamos solos, cuando no perdía frases enteras, me llegaban con tantas intermitencias como las que suben a nuestra ventana, descuartizadas por todos los ruidos de la calle. ¡Era inútil que reconcentrase mi atención!... Siempre se me extraviaba alguna palabra, alguna partícula tan esencial, que antes de contestarle debía realizar un esfuerzo equivalente al de traducir un documento cifrado.    

              Aderezada con la misma premeditación de esos platos que llegan momificados a la mesa, su dialéctica —por lo demás— no estimulaba excesivamente mi apetito, pues al abuso de la paradoja unía el empeño de citar cuantos libros habían fomentado su temible habilidad en el manejo de la rima, de la que exhibía, con sobrada frecuencia, un muestrario de versos tan manoseados como los sobres en que los borroneaba. 

             A pesar de que mi desgano la ingiriese a pequeños trozos, no tardé en enterarme, sin embargo, de una cantidad de anécdotas más o menos turbias de su vida: la bancarrota —con suicidio y demás accesorios— de su padre; su tránsito por dos o tres empleos; la necesidad de irse comiendo los gemelos, el frac, el sobretodo; los primeros síntomas del hambre —pequeños escalofríos en la espalda, pequeños calambres sordos y desesperantes—; mil sucesos en todos los meridianos, en todos los ambientes, hasta llegar a Buenos Aires, que —según él— ¡era algo maravilloso!... la única ciudad del mundo donde se podía vivir sin trabajar y sin dinero, porque resultaba rarísimo efectuar una sangría con éxito negativo, hasta en las billeteras más exangües. Aunque aquejada de una anemia crónica, la mía no hubiese podido rectificarlo, si bien es cierto que adoptaba algunas medidas preventivas para impedir que sus extracciones fuesen demasiado cuantiosas y frecuentes.


                 Más que por debilidad, soportaba ese régimen extenuante debido a que me divertía el contraste entre su habitual escepticismo y su entusiasmo hiperbólico por el país. Es así cómo, antes de embarcarse para la Argentina, ya se la representaba como una enorme vaca con un millón de ubres rebosantes de leche, y cómo a los pocos días de ambular por Buenos Aires, había comprendido que, a pesar de su apariencia de ciudad bombardeada, la pampa acababa de aproximarse al río para parirla.           

                     “Europa es como yo —solía decir— algo podrido y exquisito; un Camembert con ataxia locomotriz. Es inútil untarla con malos olores.
La tierra ya no da másEs demasiado vieja. Está llena de muertos. Y lo que es peor aún, de muertos importantes. En vano se trata de eludirlos. Se tropieza con ellos en todas partes. No hay un umbral, un picaporte que no hayan desgastado. Se vive bajo los mismos techos donde vivieron y donde han muerto. Y por mucho que nos repugne —¡no queda otro remedio!— hay que repetir sus gestos, sus palabras, sus actitudes. Sólo un hombre capaz de usar un ala de cuervo sobre la frente, como Barrès, pudo deleitarse en aprender a fornicar en los cementerios. 

                      “Aquí, en cambio, la tierra es limpia y sin arrugas. Ni un camposanto, ni una cruz. Se puede galopar una vida sin encontrar más muerte que la nuestra. Y si tropezamos, por casualidad, con un cadáver, es tan humilde que no molesta a nadie. Vive una muerte anónima; una muerte del mismo tamaño que la pampa. “En la ciudad, la vida no es menos libre. Por todas partes corre un aire de improvisación que nos permite ensayar cualquier postura. Ustedes se quejan de su fealdad. ¡Pero la esperanza dispone de tantos terrenos baldíos!... Con decirle que, de haber nacido aquí, yo mismo me sentiría tentado por hacer algo... ¡Y vaya usted a saberlo!... Hasta quizás llegase a convencerme de que el sudor es una segregación tan respetable como se pretende. 

             Yo la prefiero, en todo caso, a las ciudades europeas, tan acabadas, tan perfectas que no consienten que se mueva una piedra. Sus cornisas nos proporcionan excelentes modales. Tarde o temprano terminan por colocarnos un chaleco de fuerza. Imposible cometer un error de sintaxis, desperezarse, agarrar un florero y hacerlo añicos contra el suelo.” Estas arremetidas, y otras equivalentes, adquirían una cento menos retórico, sin embargo, al referir algún episodio de su vida. Acaso por esa circunstancia o por el estado lamentable en que se hallaba, espero reproducir, con bastante fidelidad, el que me relató la última vez que nos encontramos. 


               Recuerdo que fue en uno de esos cafés que no pegan los ojos. Las sillas ya se habían trepado a las mesas para desentumecerse las patas, mientras que —con un gesto que ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín sobre las baldosas humedecidas. Sentado ante una pequeña copa que contenía un menjunje con cierto aspecto de colirio, un hombre parecía dudar entre ingerirlo o lavarse con él una pupila. De toda supersona trascendía un fracaso tan auténtico y definitivo que, inmediatamente, lo reconocí. Su palidez de vidrio esmerilado, su barba tejida por una araña, su chambergo descolorido y sucio le daban no sé qué semejanza con esos faroles que nadie se ocupa de apagar y que sufren la luz despiadada de la mañana. 


            Es posible que, en el primer momento, aparentase no advertir mi presencia, pero al hallarme junto a él, bajó la cabeza y me extendió una mano algosa, sin esqueleto. Una vez más experimenté un sobresalto idéntico al que produce el insospechado contacto de unos guantes que yacen en un bolsillo. Enjugué la humedad con que impregnó la mía, y aproximé una silla. Era evidente que lo importunaba. Mientras cambiábamos las primeras palabras, sus miradas rozaban los objetos en un vuelo tajeante y volvían a sumergirse en sus pupilas, sin perturbar el reflejo de las luces que se trasuntaban en ellas, como en un charco. Urgía sustraerlo de ese marasmo. Con la mayor crueldad posible le dije que lo encontraba mal, que debía de hallarse muy enfermo. La argucia alcanzó el éxito esperado. 


                 De un solo sorbo terminó el whisky que habíamos pedido, y después de dejar caer los brazos de la mesa: “¡No puedo más! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy desesperado!...” Estrangulada, ronca, parecía que su voz saliese de atrás de una cortina. Como si la descorriera de pronto, me preguntó: “¿A usted nunca lo han martirizado los ruidos?... ¡No! ¡Estoy seguro que no! ¡Es algo horrible! ¡Horrible!...” La evidente desproporción  entre la causa y el efecto de su padecimiento, quizás me hiciera sonreír. 


            En todo caso, recién entonces me miró por primera vez, para proseguir con cierto dejo de rencor: “¡No! ¡Estoy seguro que no! Usted no puede comprenderme. Para eso necesitaría ser como yo. No tener nada de donde agarrarse. Hasta hace poco yo poseía esto—agregó, extrayendo un pequeño frasco que, a través de la suciedad de la etiqueta, delataba su procedencia farmacéutica—. ¡Esto!, que para mí era todo. Pero ya no me queda nada, absolutamente nada.” Y antes de necesitar insinuarle que se explicara: “Al principio fue el vecino de arriba. De noche siempre resulta emocionante escuchar unos pasos sobre el techo. Por poco acompasados que parezcan, ¡adquieren una solemnidad!... Es como si
llamaran a la puerta de una casa donde no vive nadie. Cada vez más pesados, cada vez más próximos a mi cabeza, yo los sentía derrumbarse de un extremo al otro del cielo raso, hasta convencerme de que terminarían por achatármela amartillazos. 

                “Averigüé quién vivía en la pieza de arriba. Resultó ser un estudiante que se paseaba, leyendo, gran parte de la noche. Como el estado de mi cuenta y mis relaciones con el hotelero alejaban la posibilidad de cualquier reclamo, decidí entenderme con él, directamente. La gestión obtuvo un resultado satisfactorio. Durante varios días, el cielo raso permaneció mudo. De vez en cuando, un portazo, un grito que subía por el hueco de la escalera; pero esos ruidos eran discontinuos, me dejaban descansar. Entre uno y otro existían grandes agujeros de silencio y de felicidad.” Al poco tiempo, sin embargo, las precauciones de mi vecino se convirtieron en un suplicio más torturante que el anterior. 

            Tendido sobre la cama, lo veía, durante horas enteras, ir de un lado al otro, como si el techo de la habitación fuese traslúcido. El cuidado con que abría un cajón o colocaba la pipa sobre su escritorio, llegó a exacerbarme hasta el extremo de tener que ahogar, en la almohada, un alarido de impaciencia. Creí que se ensañaba en prolongar mi angustia, que se valía de la menor distracción para inventar pequeños ruidos disimulados e imprevisibles. Los más traicioneros se descolgaban, como arañas, del cielo raso, y después de erizar los pelos de la alfombra, se reproducían en los rincones, detrás del ropero, abajo de la cama. A fuerza de ejercitarme, no tardé mucho en percibir, desde mi quinto piso —simultáneamente y con la mayor nitidez— las conversaciones de la gente que pasaba por la vereda, el trino de una canilla en el patio del fondo, los ronquidos de todos los cuartos del hotel. Aunque después de acecharlos semanas enteras terminé por conocer el horario y las costumbres de la mayor parte delos ruidos, siempre surgía alguno imposible de localizar antes de encontrarlo adentro de mi cabeza. ¡Era peor zambullirse bajo las frazadas!... A medida que se adormecían los de afuera, cuantos se alojaban en mi interior se iban despertando, uno por uno, y no contentos con clavarme sus dientes de laucha recién nacida, se aglomeraban en mi vientre hasta proporcionarme una sensación tal de gravidez que, por absurdo que parezca, creía estar en vísperas de tener un hijo.”Una noche de exasperación decidí salir a la calle. Preveíalo que me aguardaba, el efecto que me producirían los chirridos del tráfico, pero cualquier cosa era preferible a permanecer en mi cuarto. 

           En la esquina, tomé el primer tranvía que pasó. Lo que fue aquello no puede describirse. Creí que de un momento a otro la cabeza se me partiría a pedazos, pero la misma intensidad del dolor acabó por recubrirme de una indiferencia tan tupida que, cuando el tranvía se detuvo para emprender el regreso, me sorprendió encontrarme en los suburbios.”Las capitales europeas carecen de límites precisos, se amalgaman y se confunden con los pueblos que las circundan. Buenos Aires, en cambio, en ciertos parajes por lo menos, termina bruscamente, sin preámbulos. Algunas casas diseminadas, como dados sobre un tapete verde, y de pronto: el campo, un campo tan auténtico como cualquiera.                                                                                                 Parecería que el arrabal no se animara a distanciarse del adoquinado. Y si un almacén corre ese riesgo, se tiene que enfrentar con la pampa. 

                     Durante la noche, sobre todo, basta internarse algunas cuadras para que ninguna luz nos acompañe. De la ciudad no queda más que un cielo ruborizado.” Del sitio en que me dejó el tranvía tardé pocos minutos para hallarme en pleno campo. ¡Jamás experimentaré una plenitud semejante! 

            A medida que mi cerebro se iba impregnando, como si fuese una esponja, de un silencio elemental y marítimo, saboreaba la noche, me nutría de ella, a pedacitos, sin condimentos, al natural, deleitado en disociar su gusto a lechuga, su carnosidad afelpada... eldejo picante de las estrellas.” Ha de haber influido, probablemente, la angustia de los días anteriores. De cualquier modo que fuera, bastaría, por sí solo, ese instante, para justificar y darle una razón de ser a mi existencia. Se requiere haber pasado momentos muy duros antes de poder sentir algo parecido.” 

                 Por evidente que fuese la intención despectiva de la última frase, no quise interrumpirlo. “Desde ese día —agregó, ya sin ninguna jactancia—repetí el mismo itinerario todas las noches. Las sucesivas, sin embargo, no fueron tan dichosas. Me fastidiaba el roce esmerilado de mis pasos sobre la tierra, la testarudez con que los insectos taladraban el silencio. Llegué a persuadirme de que el silbido de los grillos poseía una intención agresiva —y lo que resultaba muchísimo más indignante— que los sapos se reían de mí.” A pesar de todo, durante un mes y medio reincidí en esas excursiones. Cualquier cosa resultaba preferible a seguir soportando la caja de resonancias en que se había transformado mi cuarto. Hace unos días aconteció un hecho, sin embargo, que me obligó a abandonarlas para siempre.” 
                               Era una noche magnífica—prosiguió con una voz más turbia y dolorida—. Desde que me alejé de la ciudad advertí que ningún ruido me molestaba. En el primer instante temí que hubieran terminado por ensordecerme. Al contrario. Los oía con una nitidez extraordinaria, pero sin dolor, sin sobresaltos. Ignoro cuántas cuadras caminé la embriaguez y el alivio de esta comprobación. 
              

                      En un cierto momento, mis piernas se rehusaron a dar un paso más. Busqué un lugar donde descansar y me acosté, de espaldas, al borde del camino.” En ninguna parte se encuentra un cielo tan rico en constelaciones. Al contemplarlo de esa manera todo lo demás desaparece, y por muy poco que nos absorbamos en él, se pierde hasta el menor contacto con la tierra. Es como si flotáramos, como si, reclinados en una proa, mirásemos unas aguas tan serenas que inmovilizan el reflejo de las estrellas.” Diluido en esa contemplación había logrado olvidarme hasta de mí mismo, cuando, de repente, una voz pastosa pronunció mi nombre. Aunque estaba seguro de encontrarme solo, la voz era tan nítida que me incorporé para comprobarlo. A los dos lados del camino, el campo se extendía sin tropiezos. Uno que otro árbol perdido en la inmensidad y, cerca mío, algunos cardos, entre los cuales divisé un bulto que resultó ser una vaca echada sobre el pasto.”Opté por acostarme de nuevo, pero antes que pasara un minuto oí que la voz me decía:”—¿No te da vergüenza? ¿Cómo es posible? ¿Qué has hecho para llegar a ese estado? ¿Ya ni siquiera puedes vivir entre la gente?”Por absurdo que resultase, era indudable que la voz partía del lugar donde se encontraba la vaca. Con el mayor disimulo me di vuelta para observarla. La claridad de la noche me permitía distinguir todos sus movimientos. Después de incorporarse y avanzar unos pasos se detuvo a pocos metros del sitio en que me hallaba, para rumiar durante un momento lo que diría y proseguir con un tono acongojado:”—¡Hubieras podido ser tan feliz!... Eres fino, eres inteligente y egoísta. ¿Pero qué has hecho durante toda tuvida? Engañar, engañar... ¡nada más que engañar!... Y ahora resulta lo de siempre; eres tú, el verdadero, el único engañado. ¡Me dan unas ganas de llorar!... ¡Desde chico fuiste tan orgulloso!... Te considerabas por encima de todos y de todo. De nada valía reprenderte. Crees haber vivido más intensamente que nadie. Pero, ¿te atreverías a negarlo?, nunca te has entregado. ¡Cuando pienso que prefieres cualquier cosa a encontrarte contigo mismo! ¿Cómo es posible que puedas soportar ese vacío?... ¿Porqué te empeñas en llenarlo de nada?... Ya no eres capaz de extender una mano, de abrir los brazos. ¡Es verdaderamente desesperante!... ¡Me dan unas ganas de llorar!... “Cuando calló, sin darme cuenta me levanté y di unos pasos hacia ella. Después de mirarme con unos ojos humedecidos de ternura y de limpiarse la boca refregándosela contra la paleta, sacó el pescuezo por encima del alambrado y estiró los labios para besarme. “Inmóviles, separados únicamente por una zanja estrecha, nos miramos en silencio. Pude caer de rodillas,pero di un salto y eché a correr por el camino. En lo más profundo de mí mismo se erguía la certidumbre de que la voz que acababa de oír era la de mi madre.” Fue tal la emoción que puso en la última parte del relato que no me atreví a sonreír. Como si se lo confiara a sí mismo agregó, después de un silencio: “Y lo peor es que la vaca, mi madre, tiene razón. Yo no soy, ni nunca he sido nunca más que un corcho. Durante toda la vida he flotado, de aquí para allá, sin conocer otra cosa que la superficie. Incapaz de encariñarme con nada, siempre me aparté de los seres antes de aprender a quererlos. Y ahora, es demasiado tarde. Ya me falta coraje hasta para ponermelas zapatillas.” Como si resonase en un cuarto desamueblado, su voz poseía un acento tan hueco que busqué un gesto, una frase que lo acompañara. Pero se encontraba demasiado solo. Entre su desamparo y mi silencio se iba interponiendo una niebla cada vez más espesa. Sólo quedaba intentar que la mañana la disipase. Ya había pasado la hora más resbaladiza del amanecer, ese instante en que las cosas cambian de consistencia y de tamaño, para fondear, definitivamente, en la realidad. Parados sobre una pata, los árboles se sacudían el sueño y los gorriones, mientras, extendido a lo largo de las calles, el asfalto iba perdiendo su coloración de film sin revelar. 

                               Con un bostezo metalizado, los negocios reabrían sus puertas y sus escaparates. En las veredas, en los zaguanes recién despiertos, los ruidos adquirían una sonoridad adolescente. De vez en cuando, un carro soñoliento transportaba un pedazo de campo a la ciudad. De todas partes venía hacia nosotros un olor a pan caliente, a tinta recién salida de la imprenta. El uno al lado del otro, caminábamos sin pronunciar una palabra. La cabeza hundida entre los hombros, el andar titubeante y sonámbulo, no me hubiera extrañado que se desmoronase junto a un umbral, como esos trajes que, sin ningún motivo, se derrumban desde una percha. Su chambergo, su sobretodo, sus pantalones parecían tan lacios, tan vacíos, que por un momento me resistí a admitir que fueran sus pasos los que retumbaban en la vereda. Al pasar frente a una lechería, una vieja nos acechó con una desconfianza de miope, y casi al mismo tiempo, un perro se detuvo a mirarlo con tal insistencia, que apresuré la marcha por temor a que se aproximara y lo confundiese con un árbol. Demasiado pesada, demasiado densa, hubiera podido suponerse que su sombra se negaba a seguirlo. ¿Le repugnaría convivir con él, soportar constantemente su presencia?... Se me ocurrió que cualquier noche, al atravesar una calle, al doblar una esquina, lo dejaría irse solo para siempre. Cuando llegamos ante la puerta del hotel, me sometí a la sangría de práctica y nos despedimos. Desde entonces no le he visto más. 

                        Hace algún tiempo, me aseguraron que, al retornar a París, había publicado, con éxito, un libro de poesías. Recientemente, alguien me enteró de que el espionaje ruso lo hizo fusilar después de encomendarle una misión en China. ¿Cuál de estas informaciones será exacta? Creo que nadie se atrevería a aseverarlo. Acaso ya no quede de su persona más que un mechón de pelo, junto a una dentadura postiza. Es muy posible que, acosado por el espanto de quedarse dormido, a estas horas se encuentre en algún café, con el mismo cansancio de siempre... con un poco de caspa sobre los hombros y una sonrisa de bolsillo gastado. Esto último es lo más probable. Su madre, la vaca, lo conocía bien.





miércoles, 21 de noviembre de 2012

Gérard de Nerval: Aurelia, Parte II (1808 -1855)


Aurelia 
  O el sueño y la vida


2ª parte
I

¡Eurídice! ¡Eurídice!

¡Perdida una vez más! ¡Todo ha terminado, todo ha pasado! ¡Ahora soy yo quien debe morir y morir sin ninguna esperanza! Pero, ¿Qué es la muerte? Si tan sólo fuera la nada…

¡Plugo a Dios! Pero ni el mismo Dios puede lograr que la muerte sea la nada… ¿Pero por qué era ahora la primera vez, después de tanto tiempo, que se me ocurría pensar en él? Esta fatídica filosofía que había fundado en mi espíritu no podía admitir a esa privilegiada magnificencia… o debería decir que se absorbía en la fusión de los seres: Se trataba del dios Lucrecio, impotente y perdido en su inmensidad. Sin embargo, ella creía en Dios y un día hasta pude escuchar como brotaba tan dulcemente de sus labios el nombre de Jesús, cosa que me conmovió tanto que me indujoa llorar.

¡Oh Dios mío! Esas lágrimas, esas lágrimas… ¿Hace cuanto tiempo se secaron? ¡Oh Dios mío, devuélveme esas lágrimas!. Cuando el alma divaga confusa entre la vida y el sueño, entre el desorden del espíritu y el retorno de la fría razón, es el pensamiento religioso donde uno debe refugiarse, empero, en esa filosofía yo nunca he podido encontrar otra cosa que no sea máximas egoístas, o a lo sumo, vanas experiencias llenas de dudas amargas. De hecho, sólo se limita a luchar en contra de las penurias morales, aniquilando completamente la sensibilidad. Así pues, funciona al igual que la cirugía que sólo se encarga de cercenar el órgano causante del dolor. Y para nosotros que hemos nacido en tiempos de tormentas y revoluciones, donde todas las creencias han sido execradas, y siendo la gran mayoría educados bajo esa pálida fe que se conforma con realizar superfluas practicas religiosas, las cuales, al ser asumidas con indiferencia resultan, quizá, más culpables que la impiedad y la herejía, es, pues, mucho más difícil aún que sintamos esa necesidad imperiosa de reconstruir ese templo místico que solamente los inocentes y humildes resuelven llevar acabo en sus corazones. ¡El árbol de la ciencia, no es el árbol de la vida! Sin embargo, ¿Podríamos arrojar de nuestra alma lo que tantas generaciones de seres inteligentes han vertido en ella, tanto de benévolo como de funesto?

— No, la ignorancia no se aprende. Ahora tengo más confianza en Dios: Quizá ha llegado el momento de vivir el periodo ya anunciado, donde la ciencia, habiendo llegado completamente al cenit de sus síntesis, análisis e hipótesis establecidas y refutadas, pueda depurarse a sí misma y haga surgir del Caos y de las ruinas la ciudad
maravillosa del porvenir… Tampoco se trata de menospreciar a la humana razón como para considerar que algo pueda ganarse aborreciéndola completamente, pues ello sería tanto como despreciar su celestial origen… Dios apreciará, sin duda alguna, las buenas
intenciones, además ¿Qué padre se complacería en ver a sus hijos abdicando, delante de él, de todo razonamiento y todo orgullo?

 ¡Al apóstol que quería tocar para ver no lo maldijeron por eso! ¿Pero qué es lo que acabo de escribir?... ¡Blasfemias! La humildad cristiana no puede hablar de esa forma, tales pensamientos están muy lejos de un alma noble y sobre la frente que los promueve brilla el fulgor del orgullo y la corona de Satán



… ¿Un pacto con el mismísimo Dios?... ¡Oh ciencia! ¡Oh vanidad! Había logrado reunir algunos libros cabalísticos, sumergiéndome en su estudio llegué a la convicción de que todo era cierto, todo cuanto había acumulado el espíritu humano durante el paso de los siglos. El convencimiento que tuve de la existencia del mundo inmaterial coincidía bastante con mis lecturas, así pues, no podía poner en duda, en lo sucesivo, las revelaciones del pasado. Los dogmas y los ritos de las diversas regiones, me parecían relacionados de tal forma que era como si cada una dispusiera de una determinada porción de esos arcanos que constituyen sus medios de expansión y de defensa dichas fuerzas podrían debilitarse, disminuirse y desaparecer por completo, lo que traería como consecuencia la absorción de algunas razas por otras, pero ninguna podríaresultar victoriosa o vencida sino por el espíritu.

«De todas formas –me decía – seguramente las ciencias han sido alteradas debido a los errores humanos. El alfabeto mágico y los jeroglíficos misteriosos han llegado hasta nosotros, pero incompletos o roídos, ya sea por el tiempo o por aquellos que tienen algún tipo de interés en nuestra perpetua ignorancia; encontremos, pues, esa letra perdida, ese signo borrado, recompongamos la escala disonante y de esa forma lograremos obtener fuerza ante el mundo de los espíritus.» 

Era de esta forma como creía percibir los vínculos entre el mundo real y aquél otro. La tierra, sus habitantes y su historia no eran otra cosa sino el teatro donde venían a cumplirse las acciones físicas que elevan la existencia y la situación de los seres inmortales atados a su destino. Sin remover siquiera el impenetrable misterio de la eternidad de los mundos, mis pensamientos se remontaron a la época en que el Sol, de manera semejante a la planta que lo representa y que cabizbaja sigue la evolución de su marcha celeste, sembraba en la tierra los gérmenes fecundos de las plantas y de los animales. No se trataba de otra cosa que del mismo fuego que, al estar compuesto de almas, conformaba instintivamente la estructura de la morada común. El espíritu del 
Ser-Dios, reproducido, y por decirlo de alguna manera, reflejado en la tierra, transformábase en la especie ordinaria de las almas humanas, en la cual, cada una, por consiguiente, era a la vez hombre y Dios. Tales eran los Eloim. Cuando uno se siente abatido por el infortunio, se piensa también en la desdicha de los demás. Había olvidado negligentemente una visita que debía hacer a uno de mis mejores amigos, del cual había llegado hasta mis oídos la noticia de que estaba enfermo, así que,me puse en marcha y me dirigí hacia el hospicio donde le impartían un tratamiento,entonces reproché acremente mi negligencia, y lo hice aún con mayor aflicción cuando mi amigo me contó que había pasado una de sus peores vísperas; la habitación donde estaba internado, tenía las paredes cubiertas con cal, la luz del sol recortaba radiantemente los ángulos de las paredes y un haz luminoso titilaba a través de un vaso lleno de flores que una monja había colocado sobre la mesita del enfermo. El cuartucho era tan humilde que parecía más bien la celdilla de un anacoreta italiano.

Su magra figura, su tez pálida, parecida al marfil amarillento, contrastaba con el negro espesor de su barba y de sus cabellos, sus ojos aún atizados por la secuela de la fiebre y quizá también por el cobertor, el cual estaba provisto de una capucha que llevaba puesta en los hombros le hacía un sujeto un poco distinto del que yo había conocido, pues ese no era aquel alegre compañero que compartía a mi lado los alegres y difíciles momentos de mi vida. Veíalo ahora con un cierto aire de apóstol. Me contó cómo se había visto, en el momento más crucial de su enfermedad, como arrebatado por un último impulso que pareció ser el momento supremo. Sin embargo, de pronto, pareció que ya no sufría y que el dolor había cesado como por obra de un milagro.

Lo que a continuación siguió diciéndome resulta casi imposible de transcribir… se trataba de un sueño, un sueño sublime en los espacios más vacíos del infinito, de una conversación con un ser diferente pero que a su vez era partícipe de sí mismo, a quien, creyéndole muerto, le preguntó adónde estaba Dios. «Pero Dios está en todas partes,
le respondía, al que llamaremos su espíritu, el está dentro de ti y en todos los demás él te juzga, te escucha, te aconseja, es tú y yo a la vez, que pensamos y soñamos juntos, y que nunca nos hemos abandonado el uno del otro, y que además ¡Somos eternos!.»

No puedo citar otra cosa de esta conversación la cual, quizá, haya escuchado o comprendido mal, sólo sé que la impresión que dejó sobre mí fue muy viva. No me atrevo atribuir a mi amigo las conclusiones que saqué, que tal vez sean completamente erróneas, de sus palabras. Ignoro de igual forma, si el sentimiento que de ellas deriva es o no conforme a las ideas cristianas.

¡Dios está con él gritaba– pero se ha ido de mi lado! ¡Oh infortunio!, ¡Lo desterré de mi corazón, lo he amenazado y lo maldije! Sin duda se trataba de aquél, de ese hermano místico que se alejaba cada vez más de mi alma y me advertía en vano. ¡Aquél consorte predilecto, aquél glorioso rey, el mismo que me juzga y me condena, y quien lleva en su cielo sempiternamente aquélla que él mismo me había otorgado y de la cual ahora soy indigno!


II

No pude contener el abatimiento en que me sumergieron esas ideas. 
« Comprendo decíame – que he preferido a la criatura en vez del creador; he deificado mi amor y adoré, según ritos paganos, a aquélla cuyo estertor ha sido consagrado a Cristo. Pero si esta religión muestra la verdad, entonces Dios puede perdonarme aún, incluso, podría regresármela si me humillo ante él; ¡Quizá su espíritu retorne dentro del mío!»

 Tomé una calle al azar y comencé a divagar absorto en esta idea, de pronto, un cortejo fúnebre atravesó la calle, se dirigía al cementerio donde mi amada había sido sepultada, así que se me ocurrió llegarme hasta allá incorporándome al cortejo. «Ignoro – decíame – cual es el difunto que conducen a la fosa, pero ahora tengo la certeza de que los muertos pueden vernos y escucharnos, quizá, ese esté contento de verse cortejado por un hermano de penurias, que se halla aún más triste que cualquierade esos que le acompañan.»

              Tal idea me hizo derramar fervientes lágrimas y sin duda ¡se pensó que yo era un gran amigo del difunto! ¡Oh lágrimas benditas! ¡Desde hace tiempo que vuestra benignidad me había sido negada!... mi mente se despejaba, y un rayo de esperanza me guiaba todavía. Sentía muchas ganas de rezar, así que lo hice con devoción. Nunca supe cual era el nombre del difunto que seguí hasta el sepulcro. El cementerio donde había entrado, sin embargo, resguardaba muchos epitafios que me eran sagrados, tres parientes por parte de mi familia materna habían sido enterrados allí, pero no podía ir a llorar sobre sus tumbas, pues, habían sido trasladados desde hacía muchos años a tierras muy lejanas, es decir, a sus países de origen.


           Me dediqué a buscar durante un buen tiempo la tumba de Aurelia, sin tener ningún éxito, las disposiciones del cementerio habían cambiado y quizá también mi memoria se encontraba un tanto aturdida… me pareció que tal casualidad, tal olvido, debía obedecer aún a mi condena, no me atreví decirle a los guardias el nombre de una finada de la cual no tenía, religiosamente hablando, ningún derecho… pero, de pronto, me acordé que guardaba en mi casa un plano de la ubicación exacta del sepulcro, así que, corrí hasta allá con el corazón impetuosamente exaltado, había perdido la cabeza, pues como he dichoantes, había engalanado mi amor con bizarras supersticiones.

En un cofrecillo que le había pertenecido, conservaba su última carta, me atreveré a confesar que había hecho de ese cofre una especie de relicario que me hacía recordar largos viajes que había realizado y en los cuales su recuerdo había sido siempre mi fiel compañero, además de aquella carta, resguardaba una rosa cogida en el jardín de Schourbrah, un pedazo de cinta traída de Egipto, hojas de laurel cogidas en la rivera de Beyrouth, dos pequeños cristales dorados de los mosaicos de Santa Sofía, un grano de un rosario, ¿y qué sé yo que otra cosa?...En fin, también se hallaba el papel que se me había entregado el día en que se
había horadado el sepulcro, de manera que, pudiera encontrarlo luego… me enrojecí, me estremecí dispersando esas mescolanzas de cosas desordenadas, tomé los dos papeles, pero, al momento que quise dirigirme al camposanto cambié de opinión.

No, me dije, no soy digno de arrodillarme en la tumba de una cristiana, ¡no puedo sumar una profanación más a tantas otras!... y para apaciguar, la tormenta que se enardecía en mi cabeza, regresé a algunos lugares de París, me quedé en una pequeña villa donde había pasado algunos días dichosos en mi juventud; en casa de unos viejos parientes que luego murieron. Me gustaba ir allá fundamentalmente para ver el poniente cerca de su casa. Allí había una terraza que estaba cubierta por unas plantas de tilo que me hacían recordar a unas jovencitas muy allegadas entre las cuales crecí. Una de ellas…

¿Pero cómo podría comparar ese vago amorío de la infancia con éste que hadevorado mi juventud?¡Aquel sólo era un sueño!Vi el sol declinar, sumergiéndose en el valle entre brumas y sombras, desaparecióbañado con un deslumbrante rubor entre la cima de los bosques que bordeaban laselevadas colinas. Poco a poco, la más profunda tristeza invadió mi corazón…
 Fui a acostarme en un albergue donde me conocían; el hostelero me habló de un antiguo amigo, que moraba por los alrededores de la ciudad, me contó que debido a una serie de perversas especulaciones en su contra, tomó la decisión de quitarse la vida de un pistoletazo
 El sueño me produjo terribles visiones, sin embargo, no me restan sino vagos recuerdos. — Me encontraba en medio de una desconocida sala y conversaba con alguien acerca del mundo inmaterial, quizá se trataba del amigo al que me referí anteriormente, un espejo muy alto se encontraba detrás de nosotros, por casualidad le di un vistazo y me pareció reconocer a A.** 


Ella parecía estar triste y pensativa, de pronto, sea que ella haya salido del espejo, o sea que al pasar por la sala se haya reflejado anteriormente, por unos instantes, su divina y amada figura se encontró junto a mí , me tendió la mano, dirigió una mustia mirada y me dijo:

Nos volveremos a ver pronto…en la casa de tu amigo. En tan sólo un instante, recordé su matrimonio, la maldición que nos esperaba…
entonces me pregunté: ¿es posible? ¿regresará a mí? ¿me habrá perdonado?

Me hacía estas interrogantes con lágrimas en los ojos. Pero todo se 
había desvanecido… De pronto, me encontré en un lugar desértico, había una subida muy agreste atiborrada de rocas, estaba en medio del bosque. Tan sólo había una casa que me parecía conocida en esa desolada comarca, sin cesar, me veía recorriendo en un ir y venir por los recovecos más inextricables. Cansado de caminar entre piedras y zarzales buscaba algunas veces un camino más suave por la senda de los bosques.

¡Me esperará allá!, pensaba, de repente una campanada sonó… 
¡Es demasiado tarde! dije– e inmediatamente me respondieron unas voces: ¡Ya la has perdido! Una noche profunda se extendió sobre mí, la casa brillaba en la lejanía, estaba iluminada como si estuviera celebrándose en ella una fiesta, repleta de huéspedes que sí habían llegado a tiempo. ¡ya la he perdido! –gritaba – ¿y por qué?... Entiendo, ella ha hecho un último esfuerzo para salvarme y he faltado a ese momento supremo donde aún era posible el perdón. Desde lo alto del cielo ella podía rezar por mí, el esposo divino… 

¿De todas formas qué importa ahora mi salvación? ¡El abismo ha recibido a su víctima!... ¡Ella se ha perdido para mí y para todos!...Me parecía verla como a través del resplandor de un trueno, pálida y moribunda, arrastrada por sombríos caballeros… El grito de dolor y rabia que lancé en ese instanteme despertó perturbado.¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Por ella y sólo por ella! ¡Dios mío perdonad! Lloraba mientras me colocaba de rodillas. Era de día, por un impulso que me es difícil describir, determiné, de pronto, destruir los dos papeles que había sacado la noche anterior del cofre: La carta, ¡Ay!, la carta que releía empapándola de lágrimas y el fúnebre papel que indicaba el sitio donde se hallaba la tumba en el cementerio. ¿Debo buscar su tumba ahora? Me preguntaba, pero debí hacerlo ayer, así que la fatalidad de mi sueño no es más que el reflejo de mi desdichada jornada.



III


El fuego devoró esas reliquias de amor y muerte, que se reanudaban en las fibras más dolorosas de mi corazón. Fui a pasear, absorto en mis penas y remordimientos tardíos, al campo buscando en la caminata y la fatiga el estupor del pensamiento, la certeza, quizá, de un sueño menos nefasto para la noche siguiente. Con esta idea que me había fraguado respecto al sueño, veíalo como un canal que le permite al hombre la posibilidad de comunicarse con el mundo de los espíritus, esperaba… esperaba… ¡esperaba todavía! Quizás Dios se contente con este sacrificio…

 –En este punto me detuve– Había demasiado orgullo en tratar de pretender que el estado de ánimo en que me hallaba se debía solamente a un recuerdo amoroso. Digamos más bien, que tal vez involuntariamente evitaba los remordimientos más graves de una vida insensatamente disipada, donde el mal había triunfado con bastante frecuencia, y donde yo no reconocía mis errores sino cuando sentía encima la desgracia. De igual forma, ya no me parecía digno pensar en aquella, la cual osaba perturbar en la muerte; no obstante de haberla afligido también durante su vida, pidiéndole una última mirada de clemencia a su dulce y santa piedad. 

          En la noche siguiente, no pude conciliar el sueño sino por breves instantes. Una mujer que me había atendido en la juventud, me apareció en sueño y me reprochaba una falta que había cometido en otro tiempo, la reconocí, aunque me parecía más vieja que desde las últimas ocasiones en que la había visto. Eso me dio pie para pensar que me había portado negligentemente con ella, por no haberla visitado en sus últimos momentos. Me parecía que decía: Tú no has llorado a tus parientes, así tan profundamente como lo has hecho con esa mujer. ¿Cómo esperas recibir el perdón?

         El sueño se volvió confuso; los rasgos de las personas que había conocido en distintas ocasiones, pasaron rápidamente ante mis ojos, desfilaban, resplandecían, palideciendo y reflejándose como los granos de un rosario cuyo cordón se hubiese roto. Vi inmediatamente imágenes difusas de la antigüedad que iban formándose hasta que se completaban pareciendo representar símbolos de los cuales yo no podía interpretar totalmente, solamente tenía una vaga idea de su significado, en resumen, eso parecía indicarme lo siguiente: «Todo esto se ha representado para enseñarte el secreto de la vida y tú no lo has comprendido. Las religiones y las fábulas, los santos y los poetas se han puesto de acuerdo para explicar el enigma fatal, y tú lo has interpretado mal…ahora, ¡Es demasiado tarde! Me levanté diciéndome: ¡Es mi último día!

Con diez años de intervalo, las primeras ideas que pergeñé en este relato, volvían a mí más vivas aún y más amenazantes. Dios me había otorgado ese tiempo para que me arrepintiera y yo no lo había aprovechado en lo más mínimo.- Luego de haber comparecido ante el Convidado de Piedra ¡Fui capaz de volver al festín!


IV


La impresión que me dejaron aquellas visiones y esas reflexiones que me conmovían en mis horas de soledad me pusieron en un estado de ánimo tan deprimido que me sentía perdido, todos los hechos de mi vida se me revelaban desde el punto más desfavorable y abismado en una especie de examen de conciencia, la memoria me representaba los hechos más remotos con absoluta claridad. No sé que falso pudor me impidió presentarme ante el confesionario, el temor, quizá, de involucrarme con los dogmas y prácticas de una religión temible, contra determinados principios de los cuales conservaba ciertos prejuicios filosóficos. Mi juventud estuvo impregnada de las ideas resultantes de la revolución, mi educación había sido demasiado libre, mi vida demasiado errante, como para que yo aceptase tan fácilmente un yugo, que en muchos aspectos, ofendería a mi razón.

Me estremecí al pensar la clase de cristiano que sería si he tomado tales principios, inculcados por las ideas del libre pensamiento de los dos últimos siglos, y además el estudio que he realizado de las diversas religiones no me dejarían caer en ese abismo. Nunca conocí a mi madre, que se empeñó a seguir a mi padre al ejército, así como lo hacían las mujeres de los antiguos germanos, ella murió por causa de la fatiga y la fiebre en una fría comarca de Alemania y mi padre, ni siquiera él, pudo dirigir mis incipientes ideas. El país en el cual me formé estaba lleno de leyendas extrañas y de grotescas supersticiones. Uno de mis tíos influyó mucho sobre mí fomentando mi educación, coleccionaba, para distraerse, antigüedades romanas y celtas, las cuales encontraba algunas veces en su propiedad o en los alrededores, eran imágenes de dioses y emperadores que su admiración de erudito me hacía venerar y aprendía de sus libros las respectivas historias. Cierto Marte de bronce dorado, una Palas o Venus con arnés, un Neptuno y un Anfitrite esculpidos sobre la fuente del caserío, y sobretodo, la opulenta y voluminosa figura barbuda de un dios Pan sonriente en la entrada de una gruta, entre los festones de aristoloquia y de hiedra se encontraban los dioses domésticos y protectores de ese apartado pueblo. 

            Debo reconocer que me inspiraban más respeto y veneración que las imágenes cristianas de la iglesia y que esos santos deformes de su fachada, que ciertos sabios pretendían relacionar con el Esus y Cernunus de los galos. Confuso entre tantos símbolos diversos, un día le pregunté a mi tío que quien era Dios. «Dios es el Sol», -me contestóesa era la convicción más íntima de un hombre honrado que había vivido inmerso en el cristianismo toda su vida, pero que había atravesado por los acontecimientos de la Revolución, y además pertenecía a un pueblo donde todos tenían misma idea de la divinidad, sin embargo, eso no impedía que las mujeres y los niños fuesen a la iglesia, de modo que, le pedí a una de mis tías que me instruyera al respecto para así comprender las bellezas y las grandezas del cristianismo. Después de 1815 un inglés que se encontraba en nuestro país me hizo aprender el sermón de la montaña y me obsequió un Nuevo Testamento…

            Hago mención de todas estas anécdotas solamente para señalar la causa de cierta irresolución que será posible detectar en mí unida al más pronunciado espíritu religioso. A continuación quiero explicar cómo, desviado durante largo tiempo del camino verdadero, retorne a él guiado por el amado recuerdo de una persona muerta, y cómo la necesidad de creer que ella aún existía hizo que regresase a mi espíritu precisamente aquellos sentimientos y sensaciones que me procuraban las muchas verdades que yo no había acogido aún firmemente en el espíritu. El desespero y el suicidio son el resultado de ciertas situaciones fatales, para quien no tiene fe en la inmortalidad, en sus penas y alegrías:

 — Creí haber hecho algo bueno y provechoso enunciando ingenuamente la sucesión de las ideas por las cuales volví a encontrar reposo y renovadas fuerzas, en contraste, con las futuras desgracias de la vida. Las visiones que se produjeron durante mi sueño me habían sumido en un desespero tal que apenas y podía hablar; el círculo de mis amigos no me animaba, pues, sólo aportaban una vaga distracción, ya que mi espíritu entregado a esas ilusiones, se oponía a la menor concepción que lo contradijera; ni siquiera podía leer y comprender diez líneas de seguido. Me decía cosas para tranquilizarme: ¡Qué importa eso ya no existe para mí!

         Sin embargo, uno de mis amigos, llamado Georges; trataba de vencer mi desaliento, me llevaba a diversas comarcas de los alrededores de París, consentía quedarse hablando solo, mientras que yo, no le respondía sino algunas frases incoherentes. Su expresivo rostro y su figura casi de cenobita, dieron un día un gran sentido a los elocuentísimos argumentos que se le ocurrieron en contra de los años de escepticismo y abatimiento político y social que sobrevenían a la Revolución de Julio. Yo fui uno de los jóvenes de esa época y había sufrido sus ardores y amarguras. Sentí un estremecimiento en el alma, pues, me decía, que tales lecciones no podían haber sido fortuitas, es decir, no, sin que la Providencia pusiera de manifiesto alguna intención en ese hecho, y sin duda alguna, algún espíritu se pronunciará por medio de su divina intervención…

        Un día cenábamos bajo un emparrado, en una pequeña ciudad en los alrededores de París; una mujer se aproximó a cantar en la mesa, y no sé qué, en su voz ajada pero armoniosa, me recordó a la voz de Aurelia. La observé: Sus rasgos tampoco dejaban de tener algún parecido con aquéllos que tanto amé; ella se fue, y yo no osé detenerla, sin embargo me decía: « ¡Quién sabe si su espíritu no se halla en esta mujer!» y ese pensamiento me hizo sentir feliz por la limosna que le había dado. Me dije: «He abusado mucho de la vida, pero si los muertos pueden perdonar, es sin duda con la condición de que uno se abstenga de todo mal, y que se enmienden todos los errores y prejuicios que se hayan ocasionado. ¿Eso podría ser posible?... desde este momento de reincidir en el mal resarciremos lo equivalente de todo aquello que pudiéramos deber.»

                      Había cometido una falta en contra de una persona, no era más que una simplenegligencia, sin embargo, me decidí comenzar por allí y fui a pedir disculpas. La alegríaque recibí de dicha enmienda, me proporcionó un gran bienestar; tenía, desde eseentonces, un motivo para vivir y para actuar, volví, pues, a tomar interés por el mundo.No obstante, surgieron las dificultades: Inexplicables acontecimientos parecíanencontrarse en detrimento de la buena resolución que había tomado. La situación en laque se hallaba mi espíritu me hacía imposible llevar a cabo una serie de trabajos quehabía convenido.


               Desde ese entonces, creyéndome circunspecto, me volví más exigente y como había renunciado a la mentira y al engaño, algunas veces fui sorprendido por personas que no reparaban en hacer uso de tales vicios. La cantidad de enmiendas que debía hacer me abrumaban a razón de mi impotencia. Los acontecimientos políticos actuaban indirectamente, tanto como para afligirme como para impedir la vialidad de poner orden a mis asuntos. La muerte de uno de mis amigos terminó por completar mi desaliento; recordé con amargo dolor su casa, los cuadros que me había mostrado un mes antes; pasé por su ataúd en el instante en que se sellaba. Como él era contemporáneo conmigo y teníamos la misma edad, se me ocurrió: « ¿Qué pasaría si muriera así de repente?».

              El domingo siguiente, me levanté presa de un pesar lleno de melancolía, de modo que decidí ir a visitar a mi padre; su criada estaba enferma, parecía tener escrofulosis, por tanto, quiso ir él solo a buscar leña a su granero, y yo no pude ayudarlo más que colocando la leña donde era necesario. Salí consternado. Encontré por la calle a un amigo, que quería convidarme a cenar en su casa para que así me distrajera un poco. Sin embargo, no acepté y con el estomago vacío me dirigí a Montmartre. El cementerio estaba cerrado, cosa que me pareció un mal presagio. Un poeta alemán me había dado algunas páginas para traducirlas y me dio, de antemano, una parte de la suma que pagaría por el trabajo, así que, tomé el camino hacia su casa para regresarle el dinero. Al pasar por la palizada de Clichy, fui testigo de una disputa, traté de separar a los combatientes, pero no lo logré. En ese momento, un obrero muy alto pasó por la plaza, allí donde había tenido lugar la riña, llevaba sobre el hombro izquierdo a un niño que vestía de color jacinto. Imaginé que se trataba de San Cristóforo acarreando el Cristo, y que sería castigado por haber fallado irremisiblemente en la escena hace poco suscitada. A partir de entonces, vagué, presa de la desesperación, por los terrenos baldíos queseparaban al suburbio de la palizada; se había hecho muy tarde para realizar la visita que había planeado, de modo que regresé atravesando diversas calles hasta llegar al centro de París.

Cerca de la Rue de la Victoire, me encontré con un sacerdote, y hallándome en tal desequilibrio, quise confesarme con él. Me dijo que no pertenecía a esa parroquia y que debía ir por la noche a casa de una persona; que, de todos modos, si quería podía consultarlo el día siguiente en Nôtre-Dame, que solamente debía preguntar por el padre Dubois.

Llorando, desesperado, me dirigía hacia Nôtre-Dame de Lorrete, donde iría a arrojarme al pie del altar de la Virgen, pidiendo perdón por mis faltas. Algo en mí respondía: « La virgen está muerta y tus plegarias son inútiles». Fui a ponerme de rodillasen los últimos puestos del coro, e hice deslizar de mi dedo una sortija de plata, cuyoengaste tenía grabado estas tres palabras árabes: ¡Allah, Mohamed, Ali

De pronto, muchas bujías se encendieron en el coro y se da comienzo a un Ángelus, al cual trataba de unirme espiritualmente. Cuando se oraba el Ave María, el padre la interrumpía a la mitad y volvía a comenzar, esto sucedió sucesivamente durante siete oportunidades, sin que yo pudiese buscaren la memoria las palabras que seguían; se terminó de inmediato la plegaria, y el padre dio un sermón que parecía aludirme totalmente; cuando todo culminó,me levanté y salí dirigiéndome hacia
Les Champs Élysées.

               Llegué a la Place de la Concorde, mi pensamiento era aniquilarme, luego de pensarlo mucho, me dirigí al Sena, pero algo me impidió llevar a cabo mi idea. Las estrellas brillaban en el firmamento; de repente, me pareció que se apagaban todas a la vez, así como las bujías que había visto en la iglesia, creí que el tiempo había llegado a su límite, y que nos llegaría el fin del mundo anunciado en el Apocalipsis de San Juan, creí ver un sol negro en el cielo desértico y un globo rojo lleno de sangre justo por encima delos tejados. 

Me dije: «La noche eterna comienza, y va a ser espeluznante ¿Qué sucederá cuando los hombres se percaten que ya no está el Sol?»  Regresé por la Rue Saint Honoré y me condolía de los simples campesinos que veía. Llegué al Louvre, caminé hasta la plaza, y allá, un extraño espectáculo aguardaba por mí. A través de nubarrones, barridos rápidamente por el viento, vi muchas lunas que pasaban a gran velocidad, pensé que la tierra se había salido de su orbita y que erraba en el firmamento como un navío desarbolado, acercándose o alejándose de las estrellas que se agrandaban o disminuían poco a poco. Durante dos o tres horas contemplé ese Caos y terminé dirigiéndome hacia los lados del mercado, los campesinos llevaban sus mercancías, y yo me preguntaba: « ¿Cuál será su sorpresa cuando vean que la noche se prolonga?». 

         Entretanto, los perros ladraban aquí y allá y los gallos cantaban. Muerto de fatiga, regresé a mi casa, y me arrojé en mi cama; cuando desperté, me sorprendí de volver a ver la luz. Una especie de coro misterioso llegó hasta mis oídos; voces infantiles repetían al unísono:
¡Cristo!,¡Cristo!, ¡Cristo!... pensé que se habían reunido en la iglesia vecina(Nôtre-Dame des Victoires) un gran número de niños para invocar a Cristo. « pero elCristo ya no existe– me dije –
 ¡ellos aún no lo saben!».

La invocación duró cerca de una hora, por fin, me levanté y fui debajo de las galerías del Palais Royal, y me dije que probablemente el sol aún había conservado suficiente luz para iluminar la tierra durante tres días, pero que la irradiaba de su propia sustancia, y en efecto, lo vi frío y palidecerte. Apacigüé el hambre con un poco de pastel, para así ganar fuerzas e ir hasta la casa del poeta alemán, le dije que todo terminaría y que era necesario prepararnos para morir. Él llamó a su mujer, que me dijo: « ¿Qué tiene Ud.?,no lo sé– le dije, estoy perdido» Ella envió por un coche de punto, y una joven me condujo a la casa Dubois.

            Un hermoso vergel se dejaba entrever tras las nubes situadas a su espalda, una luz suave y penetrante iluminaba ese paraíso, empero, escuchaba solamente su voz, sin embargo me sentía sumergido en un embelesante hechizo. Poco después me desperté y le dije a Georges: «
salgamos» ; mientras atravesamos el Pont des Arts, le expliqué acerca de las migraciones de las almas, le dije: « Me parece que esta noche, poseeré el alma de Napoleón quien me inspirará y me asignará grandes proezas». En la Rue du Coq, compré un sombrero y mientras Georges esperaba el cambio de la moneda de oro que había puesto sobre el mostrador, yo seguí mi camino y llegué a las galerías del Palais Royal. Allí me pareció que todo el mundo me observaba, entonces, una idea persistente se alojó en mi espíritu, y era que ya no habían más difuntos, así que recorrí la galería de foi, diciendo: « He cometido un error» sin embargo, no sabía que un error hablaba, por más consultara la memoria, que a la sazón yo asumía como la de Napoleón…
         
«¡Sí, algo hay que aún no he pagado en algún lugardecía –
entré luego al café de Foi con esta idea aún latente y me figuré ver en uno de los clientes al padre Bertin, el del Journal des Debates; luego atravesé el jardín y me llamó la atención una ronda de jovencitas, las cuales me quedé admirando. De allí; salí de las galerías y me dirigí a la
Rue Saint Honoré; entré en una tienda para comprar un cigarro, y cuando salí, la muchedumbre estaba tan agolpada que por poco me asfixio, tres de mis amigos me sacaron de allí respondiendo a su fidelidad y me hicieron entrar a un café mientras que uno de ellos fue a buscar un coche de punto. Me llevaban al hospicio de la Caridad. Durante aquella noche, mi delirio iba en aumento y se acrecentó aún más cuando me percaté que estaba atado. No obstante, logré liberarme de la camisa de fuerza y ya a primeras horas de la mañana me paseaba por las salas. La idea de que me había convertido en algo similar a un dios y que poseía el poder para curar me llevó a colocar las manos sobre algunos enfermos y llegándome hasta una estatua de la Virgen; le arrebaté la corona de flores artificiales que llevaba puesta, pues, de esta manera creía ver aumentado el poder de curación que me había atribuido. 

         Entonces, caminaba dando grandes pasos, criticando eufóricamente la ignorancia de los hombres que creían que sólo podían curarse las enfermedades con el poder de la ciencia; y viendo sobre la mesa un frasco de éter, lo bebí de un solo trago; un asistente del hospicio, el cual le atribuía los rasgos de un ángel, quiso detenerme, pero la fuerza de la sobreexcitación nerviosa me respaldaba y solo me detuve cuando estaba a punto de vaciar todo el contenido del frasco, explicándole que él no comprendía que esa era mi misión, entonces vinieron unos médicos y continué con el discurso sobre la impotencia de su arte, luego bajé descalzo por unas escaleras. Llegué ante un arriate, entré y recogí algunas flores a medida que paseaba por el césped. Uno de mis amigos había regresado para buscarme; entonces salí del arriate y mientras conversaba con él me iban colocando una camisa de fuerza, después me hicieron subir a un simón y me condujeron a un sanatorio a las afueras de París.

           Comprendí, viéndome en medio de alienados, que, hasta ese entonces, todo no había sido para mí más que pura ilusión. No obstante, las promesas que atribuí a la diosaIsis parecían haberse concretado, sobretodo, debido a una serie de pruebas que el destino me había colocado para que las asumiera. Así que las acepté resignadamente. En el sitio de la casa donde me encontraba se podía apreciar un gran pasillo sombreado por un nogal; en otro ángulo se veía una pequeña cabaña donde todos los días uno de los reclusos se paseaba de un lado al otro, otros se limitaban, al igual que yo, a recorrer el terraplén o la terraza orlada por un talud de césped y en una pared situada al oeste, estaba representado algunas figuras una de ellas representaba a la luna, era un dibujo geométrico que tenía ojos y boca, y sobre esa misma figura había esbozado unaespecie de máscara; la pared de la izquierda presentaba otros dibujos de los cuales unoparecía una especie de idolillo japonés, algo más lejos aparecía la cabeza de un muerto hondonada en la escayola; en la parte opuesta había dos piedras de gran tamaño, habíansido esculpidas por alguno de los huéspedes del jardín y representaba a unas mascarillasmuy bien logradas. Dos puertas daban hacia el sótano y yo me imaginaba que de allí surgían voces subterráneas parecidas a las que había escuchado en la entrada de las pirámides.



VI 


             Desde el primer momento pensé que las personas reunidas en ese jardín, tenían todos alguna influencia sobre los astros y en especial sobre aquel que gira sin cesar sobre su propio eje, donde se rige la marcha del sol. Un anciano; el cual cambiaban de posición a determinadas horas del día, hacia nudos consultando su reloj, me parecía, pues, que estaba encargado de vigilar el paso del tiempo. A mí mismo atribuía un poder que influía sobre la marcha de la luna y creía que este astro había sido tocado por un rayo divino trazando sobre su faz la huella de la máscara que había observado anteriormente. A las platicas que sostenía con los guardias y mis compañeros les daba un sentido místico; creía que ellos eran los representantes de todas las razas de la tierra y que todos teníamos un objetivo en común: se trataba de cambiar, entre nosotros, el curso de los astros y así dar mayor agilidad al sistema. Se nos había escapado un detalle, a mi parecer, un error en la combinación general de los números, y me figuraba que de ahí provenían todos los males de la humanidad. Aún pensaba que los espíritus celestes habían tomado formas humanas y que asistían a esta asamblea general, sin embargo, no dejaban de desempeñar sus tareas comunes. El objetivo que debía llevar a cabo, según mi parecer, era restablecer la armonía universal por medio del arte cabalístico y determinar una solución evocando las fuerzas ocultas de las diversas religiones. En otro corredor, también disponíamos de unas salas cuyas vidrieras trazadas perpendicularmente daban hacia un horizonte verdoso. Detrás de estos ventanales contemplaba la línea de las edificaciones que estaban al exterior, veía como si se multiplicaran sus fachadas y ventanas en mil pabellones ornamentados con arabescos sobrepujados con festones y agujas, me hacían recordar los templetes imperiales que rodean el Bósforo. Eso naturalmente, condujo mi pensamiento a posarse sobre cavilaciones acerca de temas orientales. 
  
                    Estuve bañándome más o menos cerca de dos horas y me figuraba que estaba siendo atendido por las Valkirias, hijas de Odín que querían otorgarme la inmortalidad, despojándome, poco a poco, de las impurezas del cuerpo. Entrada la noche, me paseaba serenamente bajo los rayos de la luna y de pronto al levantar los ojos hacia los árboles me pareció ver que las hojas se doblaban formando caprichosamente imágenes de damas y caballeros llevados por caballos en armaduras; éstas representaban para mí: las triunfantes efigies de los ancestros. Este pensamiento me conllevó a otro, el cual era de que existía un gran acuerdo por parte de todos los seres vivos para restablecer el mundo a su prístina armonía y que las comunicaciones entre sí se daban gracias al magnetismo de los astros y que una cadena ininterrumpida agrupaba al derredor de la tierra a las inteligencias consagradas a dicha comunicación universal, y que los cantos, las danzas, las miradas imantadas que se acercaban cada vez más formaban parte y conllevaban al mismo objetivo. La luna era para mí el refugio de las almas fraternas que habían logrado deshacerse de sus cuerpos físicos, trabajando, de este modo, con mayor denuedo en la regeneración del universo.

              Para ese entonces, a mí me parecía que el tiempo aumentaba dos horas cada jornada; de manera que cuando me levantaba de acuerdo a la hora establecida por los relojes del sanatorio, no hacía otra cosa que pasearme por el imperio de las sombras: mis compañeros aún dormitaban, por tanto, me parecían espectros del Tártaro que despertaban a la hora que, según mi parecer, salía el Sol; entonces, saludaba ese astro con una plegaria y daba comienzo a mi vida real. Desde el momento en que me convencí del tema en que estaba sumido: las pruebas de la sagrada iniciación, una fuerza invisible penetró mi espíritu, me juzgaba como si fuese un héroe aún vivo protegido bajo la mirada de Dios; toda la naturaleza tomaba nuevos aspectos y voces ocultas provenían de las plantas, de los árboles, de los animales y hasta del más insignificante insecto para advertirme y darme valor. 

                 Al lenguaje de mis compañeros le hallaba un giro extraño pero que podía captar muy bien su sentido los objetos, desfigurados, y los inanimados se obedecían a sí mismos y al dictamen de mi espíritu; y de las combinaciones de los guijarros, de las figuras angulosas, de las grietas y aberturas, de los festones, de las hojas, de los colores, de los olores y sonidos, sentía surgir melodiosas armonías hasta entonces desconocidas. «¿Cómo– me decía– he podido existir durante tanto tiempo desconectado de la naturaleza y sin haberme identificado con ella? Todo vive, todo actúa, todo se corresponde. Los rayos magnéticos emanados de mí mismo o de los demás atraviesan sin obstáculo la cadena infinita de las cosas creadas. Se trata de una red transparente que cubre el mundo, y cuyos desligados hilos se comunican progresivamente hasta los planetas y las estrellas. ¡Aunque en este momento me halle anclado a la tierra converso con el coro de los astros, los cuales toman parte de mis alegrías y penurias!...De inmediato me puse a temblar conjeturando que ese misterio podía tener visos sorpresivos. 

            « Si la electricidad– cavilaba– que es magnetismo de los cuerpos físicos, puede asumir una dirección por determinadas leyes impositivas, entonces, con mayor razón los espíritus imperativos y hostiles pueden avasallar las inteligencias y servirse de sus fuerzas divididas para un objetivo tiránico. Seguramente, fue de esta manera como los antiguos dioses han sido derrotados y esclavizados por otros nuevos; es así– continué razonando, sirviéndome de mis conocimientos del mundo arcaico como los nigrománticos dominaron pueblos enteros, cuyas generaciones permanecieron cautivas bajo el dominio de un cetro eterno.» 

¡Oh infortunio! ¡Ni siquiera la mismísima Muerte puede arrostrarlos! Pues resucitamos en nuestros hijos asimismo como hemos vivido en nuestros padres, - y la ciencia despiadada, como nuestros enemigos, sabrá reconocernos en cualquier lado. La hora de nuestro nacimiento, el lugar, las primeras gesticulaciones, el nombre, la residencia, y todas esas consagraciones y ritos que se nos impone, todo eso establece una cadena auguriosa o fatal del cual depende completamente nuestro porvenir; pero si eso ya de por sé es terrible más aún será el hecho que, tan sólo a través de los cálculos humanos, comprenderán lo que forzosamente debe ir vinculado a las fórmulas misteriosas que establecen el orden de los mundos. Se ha proclamado con justa razón: Nadie es indiferente, nada es impotente en el universo; un átomo puede disolverlo todo, ¡Un átomo puede salvarlo todo! ¡Oh terror! He aquí la eterna distinción entre el bien y el mal 

              «¿Mi alma es una molécula indestructible, un glóbulo lleno de un poco de aire, empero reencuentra su lugar en la naturaleza, o es el vacío mismo una imagen de la nada que se desvanece en la inmensidad? ¿O será quizás, por el contrario, la partícula fatal destinada a sufrir, bajo todas sus transformaciones la venganza de los seres poderosos?»



            De esta forma me vi obligado a reflexionar en cuanto a mi vida, así como también de mis vidas pasadas. Si probaba que era bondadoso, seguramente es porque siempre he debido serlo «Y si he sido malvado, - me decía - ¿será, quizá, la vida que llevo hasta este momento suficiente expiación?» Este pensamiento me tranquilizó, sin embargo no me quitó el temor de estar por siempre inscrito entre los desgraciados. Me sentía como inmerso en un baño de agua fría, y agua más fría todavía chorreaba sobre mi frente.

                    Entonces dirigí mi pensamiento a la eterna Isis, la madre y esposa sagrada; todas mis aspiraciones, todas mis plegarias se confundían en ese nombre mágico, me sentí como si resucitara en ella, e incluso algunas veces ella se me aparecía tomando la forma de la antigua Venus y en ocasiones también con los rasgos de la Virgen de los cristianos. La noche hizo más visible esta preciada aparición, lo cual me llevó a pensar:

                     «¿Podrá ella sentirse derrotada, afligida quizá, a causa de sus hijos?» Pálido y languidiciente disminuía el creciente de la luna noche tras noche, parecía más bien desaparecer; ¡Quizá ya no volveremos a verlo más en el cielo! Sin embargo, me parecía que este astro era el refugio de todas mis almas fraternas y la observaba poblada de
lastimeras sombras que eran destinadas a resucitar algún día sobre la faz de la tierra…

           Mi habitación se hallaba al extremo de un corredor, asediado en un lado por los enfermos mentales y en el otro por las domésticas del sanatorio, sólo mi habitación tenía el privilegio de tener una ventana que diera al patio, el cual estaba cubierto de árboles que servían de parque durante el día. Mis miradas se posaban plácidamente sobre un frondoso nogal y sobre dos moreras chinas; abajo se podía ver, aunque vagamente, una calle bastante frecuentada, por el oeste, podía entrever, a través de unas rejas verdes, como se extendía el horizonte; había una especie de cubil con verdes ventanas o barrotes cubiertos de hiedras, arambeles secándose y de allí de vez en cuando se veía surgir algún perfil de una joven o a veces el de una vieja criada y otras tantas la rubicunda cabeza de un niño. Vociferaban, cantaban, reían a carcajadas, eso era maravilloso o triste escucharlo según fueran las impresiones que me causaban. 

              En aquella habitación me volví a encontrar con las ruinas de mis diversas fortunas, con los confusos restos de los varios mobiliarios dispersados o revendidos a lo largo de veinte años. Se trataba de un cajón de sastre como el del doctor Fausto, una antigua mesa trípode adornada con cabezas de águilas, una consola que estaba sostenida por una esfinge alada, una cómoda del siglo XVII, una biblioteca del XVIII, una cama de la misma época, cuyo baldaquín poseía un cielo ovalado, estaba revestido por una seda roja (aunque no se pudo armar este último), una rústica, y ciertamente bastante deteriorada, repisa que sostenía, en su mayoría, lozas y porcelanas del Sèvres ; una pipa turca traída de Constantinopla, una gran copa de alabastro, un jarrón de cristal, paneles artesonados provenientes de la demolición de una vieja casa en la cual yo había residido y que estaba ubicada en el emplazamiento del Louvre, cubierta de pinturas mitológicas ejecutadas por amigos pintores que hoy día son célebres y además por dos lienzos gigantes al estilo de Prudhon que representaban a la musa de la historia y de la comedia.

              Durante algún tiempo me estuve ordenando todo aquello, creando en la buhardilla una extraña mezcla entre cabaña y palacio, el cual resumía bastante bien mi errante existencia. Coloqué en lo alto de la cama mis vestimentas árabes, mis dos cachemires zurcidas a máquina, una cantimplora viajera, una zurradera de cazador. Sobre la biblioteca desplegué un gran plano del Cairo. En una consola de bambúa lineada con la cabecera de mi cama sostenía una bandeja barnizada proveniente de India, en ella colocaba mis utensilios de tocador.

            Me reencontré con alegría con aquellos humildes restos de mis años transcurridos alternativamente entre riquezas y miserias, allí pude recoger todos los recuerdos de mi vida. Solamente había colocado aparte un cuadro elaborado sobre cuero; al estilo de Correggio que representaba a Venus y el Amor, unos entrepaños de cazadoras y sátiros y una flecha que había conservado como recuerdo de las compañías de arqueros de Valois, de las que había formado parte durante mi juventud. Las armas se vendieron una vez promulgadas las nuevas leyes. En resumen, me hallaba allí más cercano de todo aquello que había poseído, por último: mis libros, una ruma de ellos, los cuales contenían diversos temas; acerca de las ciencias de todas las épocas, historias, viajes, religiones, cábala y astrología. 

            Retomé las lecturas de Pico della Mirandola, del sabio Meursius y de Nicolás de Cusa. La torre de Babel en doscientos volúmenes… ¡Todo eso estaba a mi disposición! Había, pues, material suficiente como para volver loco a un sabio; sería cuestión de tratar que también lo hubiera para volver sabio a un loco. ¡Con cuanta satisfacción pude dedicarme a clasificar en mis gavetas el cúmulo de mis notas y de mis correspondencias tanto intimas como privadas, ilustradas o sencillas, según las fueron recopilando la casualidad de mis encuentros o según la sucesión de los lejanos países que recorrí!

           En rollos más protegidos que los demás encontré mis cartas en árabe, reliquias provenientes del Cairo y Estambul. ¡Oh dicha! ¡Oh mortal tristeza! Esas hojas amarillentas, esos borradores ilegibles, esas cartas medio arrugadas era el tesoro de mi único amor… Releámoslas…bien hacían falta algunas cartas, o bien otras estaban rotas o tachadas; sin embargo eso fue todo lo que encontré. Una noche hablaba y cantaba sin parar, como si estuviese sumido en una especie de éxtasis, uno de los empleados del sanatorio fue a buscarme a mi celda y me hizo descender a una habitación de la planta baja, en donde me encerró. 

             Yo continué con mi sueño, y aunque al principio me creía encerrado en una especie de templete oriental, examiné todas las esquinas y me percaté que tenía forma octogonal. Un diván se distinguía en torno a las paredes, y me parecía que estas últimas estaban conformadas por un grueso vidrio, al otro lado, desde cual veía el refulgir de brillantes tesoros, chales y tapices. Un paisaje iluminado por la luna se presentó ante mí a través de los barrotes de la puerta, y me pareció reconocer la figura de troncos, árboles y roquedales; pues me parecía haber vivido allí durante alguna otra existencia e incluso llegué a reconocer las profundas cavernas de Ellorah. Una luz azulada penetró paulatinamente al templete e hizo aparecer extrañas imágenes. Creí entonces que me encontraba en medio de una inmensa montaña de cadáveres o que la historia universal había sido escrita con letras de sangre. El cuerpo de una mujer gigantesca aparecía representado ante mí, sus diversas partes se veían zanjadas como por un sable; otras mujeres de distintas etnias y cuyos cuerpos se imponían cada vez más, conformaban sobre las demás paredes un cruento fárrago de miembros ycabezas contándose entre ellas a emperatrices y reinas hasta la más humilde de las campesinas. 

            Era, pues, la historia de todos los crímenes acontecidos y sólo bastaba con fijar la mirada sobre tal o cual punto para ver allí esbozado un trágico cuadro. «He aquí me decía– el producto del poderío otorgado a los hombres, ellos han destruido paulatinamente y destrozado en mil pedazos el arquetipo eterno de la belleza, sé bien que las razas van perdiendo cada vez más, fuerza y perfección…» y, en efecto, veía sobre un haz de sombra, que se filtraba por una hendija de la puerta, la generación descendiente de las razas del porvenir.


                 En fin, me desgarró esta sombría contemplación. La noble y compasiva figura de mi eximio doctor me hizo regresar al mundo de los vivos; él me convidó para que estuviera presente en un suceso que me interesó vivamente. Entre los enfermos se encontraba un joven, antiguo soldado del África, que, luego de seis semanas continuas, se negaba rotundamente a ingerir alimentos, así que, por medio de un largo tubo de caucho se le suministraba sustancias líquidas y nutrientes, además, no podía ver ni hablar. Tal fue el espectáculo que me impresionó de tal manera que, abandonado en el monótono círculo de mis sensaciones y mis penas morales, encontré a un ser indefinible, taciturno y paciente sentado como una esfinge en las sublimes puertas de la existencia.

                 Comencé a quererlo a causa de su desgracia y de su abandono; me fortificó esta piedad y simpatía que sentía, me pareció que transitaba entre la vida y la muerte como un sublime interprete, como un confesor, predestinado a comprender esos secretos del alma que la palabra no podría transmitir o no lograría representar. Era pues, el oído de Dios sin intervención alguna de un pensamiento ajeno. Pasé horas enteras examinándome mentalmente, la cabeza apoyada sobre la suya y sosteniéndole las manos, me parecía que un cierto magnetismo liaba a nuestros dos espíritus; me sentí impresionado cuando una palabra salió de su boca; ¡No se podía creer!, entonces atribuí a mi fervorosa voluntad el comienzo de su curación.

                 Esa noche tuve un dulce sueño, el primero desde hacía un buen tiempo:  —Estaba en una torre, profundamente soterrada y tan alta que llegaba hasta el cielo, tanto, que toda mi existencia parecía haberse consumido subiendo y descendiendo por ella, ya mis fuerzas se agotaban e iba a desistir, cuando, de pronto, una puerta lateral se abrió y un espíritu se presentó diciéndome: «¡ven hermano

         No sé el porqué me vino la idea de que se llamaba Saturnino; tenía los rasgos del pobre enfermo, pero como transfigurados y más perspicaces. Estábamos en un campo iluminado por el esplendor de las estrellas, nos detuvimos a contemplar ese espectáculo y el espíritu extendía su mano sobre mi frente, asimismo como lo había hecho yo con mi compañero, cuando estaba despierto, tratando de magnetizarlo; de inmediato una de las estrellas que veía en el cielo comenzó a engrandecerse, y se apareció sonriente, la deidad de mis sueños, con un atuendo, que podría decirse era casi al estilo hindú, tal como lo había visto en otro tiempo. Ella caminó en medio de nosotros, y los prados comenzaban a enverdecer, las flores y las hojas se levantaban de la tierra siguiendo el rastro de sus pasos… Entonces ella me dijo lo siguiente: 
          «La prueba a la que estabas sometido ha llegado a su fin; aquellos innumerables peldaños en los cuales te agotaste bajándolos o subiéndolos eran a su vez los nexos de las antiguas ilusiones que obstruían tu mente y ahora acuérdate de aquel día que imploraste a la Santa Virgen, ese mismo día, el delirio se posesionó de tu espíritu. Solamente faltaba que tus ruegos fueran llevados por un alma sencilla y desprendida de los lazos de la tierra. Esa alma está ahora cerca de ti, y es por ello que se me ha permitido venir a mí misma para infundirte valor».  La alegría que le proporcionó ese sueño a mi espíritu conllevó a que me levantara con un ánimo magnífico. Comenzaba a despuntar el Sol y yo quería tener una señal palpable de aquella aparición que me había consolado, entonces escribí en la pared estas palabras:

«Tú me has visitado esta noche»— 
Escribo aquí, bajo el título de Memorables, las impresiones de muchos otros sueños que siguieron a este que acabo de relatar.


Memorables

           Sobre un soberbio pico de Auvernia resonaba la canción de los pastores ¡Pobre María, reina de los cielos ! A ti era a quien piadosamente se dirigían. Aquella rústica melodía llegó hasta los oídos de los coribantes; quienes salieron cantando, uno tras otro, de las grutas secretas donde el amor los cobijaba - ¡Hosanna! ¡Paz en la tierra y gloria en los cielos !En las montañas del Himalaya una florecilla nació ¡No me olvides! La luminosa mirada de una estrella se posó por un instante sobre ella, y una respuesta se escuchó en un dulce y extraño lenguaje- ¡MyosotisUna perla plateada brillaba en la arena; una perla de oro resplandecía en el cielo… el mundo había sido creado. ¡Castos amores, divinos suspiros! ¡Inflamad la Santa Montaña… tenéis. pues, hermanos en los valles y tímidas hermanas o cultas en el seno de los bosques! ¡Oh embalsamados bosquecillos de Pafos! ¡No sois como esos retiros donde se respira a todo pulmón el aire vivificante de la patria - «¡Allá en lo alto, sobre lasmontañas/ el mundo vive ufano; /El silvestre ruiseñor/conforma toda mi alegría

                ¡Oh, qué hermosa es mi gran amiga! Es tan noble que perdonaría al mundo entero y tan bondadosa que me ha concedido el perdón… La otra noche ella permanecía recostada, no sé en que palacio, y yo no podía ubicarla. Mi caballo, Alezan-Brûlé, flaqueaba agotado bajo mi peso; las riendas rotas volaban sobre su grupa sudada y me costó gran esfuerzo impedirle que se precipitara a tierra. Esa noche el buen Saturnino vino a ayudarme, y mi noble amiga se colocó a mi lado montada sobre su yegua blanca ceñida en armadura de plata, entonces me dijo: «¡Valor hermano!, pues, esta es la última etapa» y sus grandes ojos devoraban el espacio mientras soltaba al aire su luenga cabellera impregnada con perfumes del Yemen. Reconocí, inmediatamente, en ella los divinos rasgos de ***

                Queríamos el triunfo, y nuestros enemigos estaban a nuestros pies; la abubilla mensajera nos guiaba al más alto de los cielos y el arco luminoso resplandeció en las divinas manos de Apolión y el encantado cuerno de Adonis resonaba a través de los bosques. «¡Oh Muerte ! ¿Dónde se halla tu victoria, pues el Mesías victorioso cabalgaba entre nosotros ?...» Su traje era de un color jacinto azufrado y los puños así como también las clavijas de los tobillos, refulgían cargados de diamantes y rubíes. Cuando con su ligera varilla tocó la nacarada puerta de Jerusalén, los tres nos vimos de repente inundados de luz, fue entonces cuando bajé entre los hombres para anunciarles la maravillosa noticia. He despertado de un dulcísimo sueño: He visto aquélla que amé radiante y renovada. El cielo se ha abierto en todo su esplendor y allí he leído la palabra « perdón» firmada con la sangre de Jesucristo.

              Una estrella ha brillado y me ha revelado el secreto del mundo mortal. ¡Hosanna!¡ Paz en la tierra y Gloria en los cielos! Desde lo más profundo de las mudas tinieblas han resonado dos notas, una grave y otra aguda– y el orbe eterno se ha puesto a girar súbitamente. ¡Oh bendita seas, oh primera octava que comienzas el himno divino!, de domingo a domingo cubres con tu mágica red todos los días. Los montes te cantan en los valles, las fuentes en las riveras, las riveras en los ríos y los ríos en el océano; el aire resopla, y la luz baña armoniosamente las flores nacientes. Un suspiro, un temblor amoroso surge del henchido pecho de la tierra y el coro de los astros se expande al infinito; se aleja y vuelve sobre sí mismo, se contrae y se dilata, y en la lontananza siembra los gérmenes de las nuevas creaciones. Sobre la cima de un monte azulado una florecilla nació
 –No me olvides– la luminosa mirada de una estrella se posó un instante sobre ella, y una respuesta se escuchó en un dulce y extraño lenguaje.
 –¡ Myosotis!–  ¡Maldito seas, Dios del Norte, - que destrozaste de un martillazo la mesa santa que estaba hecha con los siete metales más preciosos!, sin embargo, no has podido romper la Perla Rosada
que reposaba en su centro, pues ella ha surgido del fuego, - y por ello
estamos bajo su protección… ¡Hosanna!El macrocosmo, o gran mundo, ha sido creado por arte cabalístico; asimismo, el microcosmo, o pequeño mundo es su imagen reflejada en todos los corazones. La Perla Rosada
ha sido manchada con la sangre real de las Valkirias. ¡Maldito seas, dios herrero, que has querido destruir todo un mundo! ¡ Sin embargo, el perdón de Cristo también se ha pronunciado para ti! Seas, pues, bendito incluso tú — Oh Thor, el gigante; el más poderoso de los hijos de Odín! ¡Seas bendito en Hela, tu madre, pues frecuentemente la muerte resulta dulce, y también en tu hermano Loki, y en tu perro Garmur! ¡Que la serpiente que oprime al mundo sea bendita también, pues afloja la presión de sus anillos y con sus fauces abiertas aspira la fragancia de la flor de anxoka, la flor azufrada, la esplendorosa flor del Sol.!¡ Que Dios preserve al divino Balder, el hijo de Odín y de la hermana Friga!

           Transportado espiritualmente, me hallé de nuevo en Saardam, lugar que había visitado el año pasado. La nieve cubría la tierra. Una pequeña niña caminaba deslizándose sobre la tierra endurecida y se dirigía, según creo, hacia la casa de Pedro el Grande. Su majestuoso perfil tenía algo de borbónico. Su cuello, era de una esplendorosa blancura, sobresalía apenas de una palatina de plumas de cisne, con su pequeña y rosada mano cubría del viento un candil encendido y se disponía a tocar en la verde puerta de la casa, cuando, de pronto, una gata lánguida que salía de adentro se le coló entre las piernas y la hizo caer.

«¡Vaya, pero si sólo se trata de un gato !» dijo la pequeña levantándose. «¡Un gato no carece de importancia !» le replicó una dulce voz. Yo presencié dicha escena, y en mi brazo llevaba un gatito gris que se puso a maullar. - «¡ Es hijo de esa anciana hada!» - dijo la pequeña y luego entró a la casa. Esa noche, mi sueño tuvo lugar sobre todo en Viena, se sabe que en esa ciudad se han erigido en cada una de las plazas, grandes columnas que son llamadas «expiaciones».

          Nubes marmóreas se acumulaban figurando el orden salomónico, soportando las esferas de donde, sentados, presiden las divinidades. De inmediato, ¡Oh maravilla! Me puse a soñar con aquella augusta hermana del emperador de Rusia, cuyo palacio imperial tuve ocasión de ver en Weimar.

— Una mansedúmbrica melancolía dio pie para que me fijara en las coloridas brumas de un paisaje noruego iluminadas por un día grisáceo y agradable. Las nubes se volvieron de improviso transparentes y vi abrirse ante mí un abismo profundo donde se precipitaban tumultuosamente las flotas de la Báltica glacial. Parecía como si todas las azuladas aguas del río Neva debía engullirse por aquella fisura del globo. Los navíos de Cronstadt y de San Petersburgo removían sus áncoras ya casi apunto de destrabarse y desaparecer en el remolino, pero de pronto, una luz divina iluminó esta escena de desolación. Bajo el vivo rayo que atravesaba la bruma, vi aparecer de inmediato el peñasco que sostenía la estatua de Pedro el Grande ; sobre aquel sólido pedestal se agruparon nubes que se elevaban hasta el cenit; estaban repletas de radiantes deidades y celebridades, entre las cuales se distinguían las dos Caterinas y la emperatriz santa Helena, acompañadas por las más bellas princesas de Moscovia y Polonia, sus dulces miradas dirigidas hacia Francia, acortaban la distancia por medio de un largo telescopio de cristal.

          De ello deduje que nuestra patria se convertiría en el arbitro de la querella oriental y que aguardan por una resolución. Mi sueño concluyó con la dulce esperanza de que la paz por fin nos sería dada. Fue de esta manera como me entusiasmé a comenzar una audaz tentativa. Determiné fijar el sueño en la memoria y tratar de conocer el secreto que guardaba - ¿Por qué, pensé, no puedo permitirme, después de todo, forzar esas puertas místicas armado con toda mi voluntad y tratar de dominar mis sensaciones en lugar de palidecer por ellas

              ¿No es posible acaso dominar esta atrayente y reductible quimera, de imponer una regla a esos espíritus nocturnos que se burlan de nuestra razón?. El sueño ocupa un tercio de nuestra vida, es la consolación de nuestras diarias penurias, o el castigo de sus placeres, pero jamás lo he experimentado como un reposo. Luego de dormir, aunque sea por unos instantes, se da comienzo a una nueva vida liberada de las condiciones del tiempo y del espacio, pareciéndose, sin duda alguna, a aquello que nos espera después de la muerte. ¿Quién sabe si no existe un nexo entre ambas existencias o si sea posible que el alma pueda anudarlas en el mismo presente? Desde entonces, me sentí abatido buscando el significado de mis sueños y esta inquietud influyó en las reflexiones que hacía durante mi vigilia, pues, creí comprender que existía un nexo entre el mundo externo y el mundo interno. Y también de que la desatención o el desorden espiritual quebrantaban únicamente las interrelaciones a parentes… De tal modo se explicaba también lo extraño de ciertos cuadros semejantes a esos reflejos deslumbrantes de objetos reales que se agitan sobre el agua perturbada. Tales eran las ideas que se me ocurrían durante las noches, mientras que los días transcurrían parsimoniosamente en compañía de los quejumbrosos enfermos, entre los cuales, forjé lazos de amistad. El convencimiento que desde entonces había sido purificado de las faltas cometidas durante mi vida pasada, me proporcionaba satisfacciones infinitas de índole moral; por otro lado, la certeza de la inmortalidad y de la coexistencia de todas las personas que había amado, por decirlo de alguna forma, me habían sido dada de modo material; y bendecía el alma fraterna que desde el profundo seno de la desesperación me había encaminado hacia los senderos luminosos de la fe.




          El pobre muchacho, el cual todo vestigio de vida se había apartado de él de manera tan singular, se le suministraron tratamientos que paulatinamente vencían su debilidad. Cuando me enteré de que él había nacido en el campo, pasaba horas enteras cantándole canciones campestres a las cuales procuraba darles un tono más recurrente. Me alegró ver que las escuchaba e incluso repetía algunas partes de dichas canciones.

               Un día por fin abrió los ojos al menos por un instante y me percaté que eran azules como los del espíritu que me había aparecido en sueños. Otra mañana, poco días después, los mantuvo bien abiertos, sin intentar volver a cerrarlos y al cabo de un rato comenzó a hablar, aunque únicamente a intervalos, y, cuando me reconoció me tuteaba llamándo mehermano. Sin embargo, aún se negaba a comer. Otro día, regresando del jardín, me dijo:  «tengo sed»  fui a buscarle algo que beber; no obstante solo tocó con los labios el vaso sin que bebiera una sola gota, entonces le pregunté:

                  —¿Por qué te niegas a ingerir alimento y bebida así como lo hace el resto?
Porque estoy muertome respondió – estoy enterrado en tal cementerio, en tal sepulcro…
Y ahora, ¿Dónde crees que te encuentras?
En el purgatorio, ya he cumplido mi expiación.

             Tales son las extravagantes ideas que inspiran esa clase de enfermedades. Por mi parte tengo que reconocer que no había estado tan distante de tal persuasión. Los cuidados que venía recibiendo me hacían extrañar a mi familia y a mis amigos, y hasta podía juzgar con mayor lucidez el mundo de ilusiones en el que había vivido durante un tiempo. No obstante, he de decir que me siento orgulloso de las convicciones que adquirí durante esa época. Y me atrevo a comparar aquella serie de pruebas que tuve que pasar a lo que, para los antiguos, representaba la idea del descenso a los infiernos.



                       


                                   Traducido al castellano  por E.J. Ríos 
                   desde el texto original editado por la Librairie Général Francaise 
                           - 1972, a los 23 días del mes de junio del ano 2003                                      
                               y culminando el 26 de enero del 2005 en memoria
                                de los 150 anos de conmemoración de la muerte 
                                del poeta y dramaturgo Gérard de   Nerval