Aurelia
O el sueño y la vida
2ª parte
I
¡Eurídice! ¡Eurídice!
¡Perdida una vez más! ¡Todo ha terminado, todo ha pasado! ¡Ahora soy yo quien debe morir y morir sin ninguna esperanza! Pero, ¿Qué es la muerte? Si tan sólo fuera la nada…
¡Plugo a Dios! Pero ni el mismo Dios puede lograr que la muerte sea la nada… ¿Pero por qué era ahora la primera vez, después de tanto tiempo, que se me ocurría pensar en él? Esta fatídica filosofía que había fundado en mi espíritu no podía admitir a esa privilegiada magnificencia… o debería decir que se absorbía en la fusión de los seres: Se trataba del dios Lucrecio, impotente y perdido en su inmensidad. Sin embargo, ella creía en Dios y un día hasta pude escuchar como brotaba tan dulcemente de sus labios el nombre de Jesús, cosa que me conmovió tanto que me indujoa llorar.
¡Oh Dios mío! Esas lágrimas, esas lágrimas… ¿Hace cuanto tiempo se secaron? ¡Oh Dios mío, devuélveme esas lágrimas!. Cuando el alma divaga confusa entre la vida y el sueño, entre el desorden del espíritu y el retorno de la fría razón, es el pensamiento religioso donde uno debe refugiarse, empero, en esa filosofía yo nunca he podido encontrar otra cosa que no sea máximas egoístas, o a lo sumo, vanas experiencias llenas de dudas amargas. De hecho, sólo se limita a luchar en contra de las penurias morales, aniquilando completamente la sensibilidad. Así pues, funciona al igual que la cirugía que sólo se encarga de cercenar el órgano causante del dolor. Y para nosotros que hemos nacido en tiempos de tormentas y revoluciones, donde todas las creencias han sido execradas, y siendo la gran mayoría educados bajo esa pálida fe que se conforma con realizar superfluas practicas religiosas, las cuales, al ser asumidas con indiferencia resultan, quizá, más culpables que la impiedad y la herejía, es, pues, mucho más difícil aún que sintamos esa necesidad imperiosa de reconstruir ese templo místico que solamente los inocentes y humildes resuelven llevar acabo en sus corazones. ¡El árbol de la ciencia, no es el árbol de la vida! Sin embargo, ¿Podríamos arrojar de nuestra alma lo que tantas generaciones de seres inteligentes han vertido en ella, tanto de benévolo como de funesto?
— No, la ignorancia no se aprende. Ahora tengo más confianza en Dios: Quizá ha llegado el momento de vivir el periodo ya anunciado, donde la ciencia, habiendo llegado completamente al cenit de sus síntesis, análisis e hipótesis establecidas y refutadas, pueda depurarse a sí misma y haga surgir del Caos y de las ruinas la ciudad
maravillosa del porvenir… Tampoco se trata de menospreciar a la humana razón como para considerar que algo pueda ganarse aborreciéndola completamente, pues ello sería tanto como despreciar su celestial origen… Dios apreciará, sin duda alguna, las buenas
intenciones, además ¿Qué padre se complacería en ver a sus hijos abdicando, delante de él, de todo razonamiento y todo orgullo?
¡Al apóstol que quería tocar para ver no lo maldijeron por eso! ¿Pero qué es lo que acabo de escribir?... ¡Blasfemias! La humildad cristiana no puede hablar de esa forma, tales pensamientos están muy lejos de un alma noble y sobre la frente que los promueve brilla el fulgor del orgullo y la corona de Satán
… ¿Un pacto con el mismísimo Dios?... ¡Oh ciencia! ¡Oh vanidad! Había logrado reunir algunos libros cabalísticos, sumergiéndome en su estudio llegué a la convicción de que todo era cierto, todo cuanto había acumulado el espíritu humano durante el paso de los siglos. El convencimiento que tuve de la existencia del mundo inmaterial coincidía bastante con mis lecturas, así pues, no podía poner en duda, en lo sucesivo, las revelaciones del pasado. Los dogmas y los ritos de las diversas regiones, me parecían relacionados de tal forma que era como si cada una dispusiera de una determinada porción de esos arcanos que constituyen sus medios de expansión y de defensa dichas fuerzas podrían debilitarse, disminuirse y desaparecer por completo, lo que traería como consecuencia la absorción de algunas razas por otras, pero ninguna podríaresultar victoriosa o vencida sino por el espíritu.
«De todas formas –me decía – seguramente las ciencias han sido alteradas debido a los errores humanos. El alfabeto mágico y los jeroglíficos misteriosos han llegado hasta nosotros, pero incompletos o roídos, ya sea por el tiempo o por aquellos que tienen algún tipo de interés en nuestra perpetua ignorancia; encontremos, pues, esa letra perdida, ese signo borrado, recompongamos la ―escala disonante y de esa forma lograremos obtener fuerza ante el mundo de los espíritus.»
Era de esta forma como creía percibir los vínculos entre el mundo real y aquél otro. La tierra, sus habitantes y su historia no eran otra cosa sino el teatro donde venían a cumplirse las acciones físicas que elevan la existencia y la situación de los seres inmortales atados a su destino. Sin remover siquiera el impenetrable misterio de la eternidad de los mundos, mis pensamientos se remontaron a la época en que el Sol, de manera semejante a la planta que lo representa y que cabizbaja sigue la evolución de su marcha celeste, sembraba en la tierra los gérmenes fecundos de las plantas y de los animales. No se trataba de otra cosa que del mismo fuego que, al estar compuesto de almas, conformaba instintivamente la estructura de la morada común. El espíritu del
Ser-Dios, reproducido, y por decirlo de alguna manera, reflejado en la tierra, transformábase en la especie ordinaria de las almas humanas, en la cual, cada una, por consiguiente, era a la vez hombre y Dios. Tales eran los Eloim. Cuando uno se siente abatido por el infortunio, se piensa también en la desdicha de los demás. Había olvidado negligentemente una visita que debía hacer a uno de mis mejores amigos, del cual había llegado hasta mis oídos la noticia de que estaba enfermo, así que,me puse en marcha y me dirigí hacia el hospicio donde le impartían un tratamiento,entonces reproché acremente mi negligencia, y lo hice aún con mayor aflicción cuando mi amigo me contó que había pasado una de sus peores vísperas; la habitación donde estaba internado, tenía las paredes cubiertas con cal, la luz del sol recortaba radiantemente los ángulos de las paredes y un haz luminoso titilaba a través de un vaso lleno de flores que una monja había colocado sobre la mesita del enfermo. El cuartucho era tan humilde que parecía más bien la celdilla de un anacoreta italiano.
Su magra figura, su tez pálida, parecida al marfil amarillento, contrastaba con el negro espesor de su barba y de sus cabellos, sus ojos aún atizados por la secuela de la fiebre y quizá también por el cobertor, el cual estaba provisto de una capucha que llevaba puesta en los hombros le hacía un sujeto un poco distinto del que yo había conocido, pues ese no era aquel alegre compañero que compartía a mi lado los alegres y difíciles momentos de mi vida. Veíalo ahora con un cierto aire de apóstol. Me contó cómo se había visto, en el momento más crucial de su enfermedad, como arrebatado por un último impulso que pareció ser el momento supremo. Sin embargo, de pronto, pareció que ya no sufría y que el dolor había cesado como por obra de un milagro.
Lo que a continuación siguió diciéndome resulta casi imposible de transcribir… se trataba de un sueño, un sueño sublime en los espacios más vacíos del infinito, de una conversación con un ser diferente pero que a su vez era partícipe de sí mismo, a quien, creyéndole muerto, le preguntó adónde estaba Dios. «Pero Dios está en todas partes,
le respondía, al que llamaremos su espíritu, el está dentro de ti y en todos los demás él te juzga, te escucha, te aconseja, es tú y yo a la vez, que pensamos y soñamos juntos, y que nunca nos hemos abandonado el uno del otro, y que además ¡Somos eternos!.»
No puedo citar otra cosa de esta conversación la cual, quizá, haya escuchado o comprendido mal, sólo sé que la impresión que dejó sobre mí fue muy viva. No me atrevo atribuir a mi amigo las conclusiones que saqué, que tal vez sean completamente erróneas, de sus palabras. Ignoro de igual forma, si el sentimiento que de ellas deriva es o no conforme a las ideas cristianas.
¡Dios está con él –gritaba– pero se ha ido de mi lado! ¡Oh infortunio!, ¡Lo desterré de mi corazón, lo he amenazado y lo maldije! Sin duda se trataba de aquél, de ese hermano místico que se alejaba cada vez más de mi alma y me advertía en vano. ¡Aquél consorte predilecto, aquél glorioso rey, el mismo que me juzga y me condena, y quien lleva en su cielo sempiternamente aquélla que él mismo me había otorgado y de la cual ahora soy indigno!
II
No pude contener el abatimiento en que me sumergieron esas ideas.
« Comprendo –decíame – que he preferido a la criatura en vez del creador; he deificado mi amor y adoré, según ritos paganos, a aquélla cuyo estertor ha sido consagrado a Cristo. Pero si esta religión muestra la verdad, entonces Dios puede perdonarme aún, incluso, podría regresármela si me humillo ante él; ¡Quizá su espíritu retorne dentro del mío!»
Tomé una calle al azar y comencé a divagar absorto en esta idea, de pronto, un cortejo fúnebre atravesó la calle, se dirigía al cementerio donde mi amada había sido sepultada, así que se me ocurrió llegarme hasta allá incorporándome al cortejo. «Ignoro – decíame – cual es el difunto que conducen a la fosa, pero ahora tengo la certeza de que los muertos pueden vernos y escucharnos, quizá, ese esté contento de verse cortejado por un hermano de penurias, que se halla aún más triste que cualquierade esos que le acompañan.»
Tal idea me hizo derramar fervientes lágrimas y sin duda ¡se pensó que yo era un gran amigo del difunto! ¡Oh lágrimas benditas! ¡Desde hace tiempo que vuestra benignidad me había sido negada!... mi mente se despejaba, y un rayo de esperanza me guiaba todavía. Sentía muchas ganas de rezar, así que lo hice con devoción. Nunca supe cual era el nombre del difunto que seguí hasta el sepulcro. El cementerio donde había entrado, sin embargo, resguardaba muchos epitafios que me eran sagrados, tres parientes por parte de mi familia materna habían sido enterrados allí, pero no podía ir a llorar sobre sus tumbas, pues, habían sido trasladados desde hacía muchos años a tierras muy lejanas, es decir, a sus países de origen.
Me dediqué a buscar durante un buen tiempo la tumba de Aurelia, sin tener ningún éxito, las disposiciones del cementerio habían cambiado y quizá también mi memoria se encontraba un tanto aturdida… me pareció que tal casualidad, tal olvido, debía obedecer aún a mi condena, no me atreví decirle a los guardias el nombre de una finada de la cual no tenía, religiosamente hablando, ningún derecho… pero, de pronto, me acordé que guardaba en mi casa un plano de la ubicación exacta del sepulcro, así que, corrí hasta allá con el corazón impetuosamente exaltado, había perdido la cabeza, pues como he dichoantes, había engalanado mi amor con bizarras supersticiones.
–En un cofrecillo que le había pertenecido, conservaba su última carta, me atreveré a confesar que había hecho de ese cofre una especie de relicario que me hacía recordar largos viajes que había realizado y en los cuales su recuerdo había sido siempre mi fiel compañero, además de aquella carta, resguardaba una rosa cogida en el jardín de Schourbrah, un pedazo de cinta traída de Egipto, hojas de laurel cogidas en la rivera de Beyrouth, dos pequeños cristales dorados de los mosaicos de Santa Sofía, un grano de un rosario, ¿y qué sé yo que otra cosa?...En fin, también se hallaba el papel que se me había entregado el día en que se
había horadado el sepulcro, de manera que, pudiera encontrarlo luego… me enrojecí, me estremecí dispersando esas mescolanzas de cosas desordenadas, tomé los dos papeles, pero, al momento que quise dirigirme al camposanto cambié de opinión.
No, me dije, no soy digno de arrodillarme en la tumba de una cristiana, ¡no puedo sumar una profanación más a tantas otras!... y para apaciguar, la tormenta que se enardecía en mi cabeza, regresé a algunos lugares de París, me quedé en una pequeña villa donde había pasado algunos días dichosos en mi juventud; en casa de unos viejos parientes que luego murieron. Me gustaba ir allá fundamentalmente para ver el poniente cerca de su casa. Allí había una terraza que estaba cubierta por unas plantas de tilo que me hacían recordar a unas jovencitas muy allegadas entre las cuales crecí. Una de ellas…
¿Pero cómo podría comparar ese vago amorío de la infancia con éste que hadevorado mi juventud?¡Aquel sólo era un sueño!Vi el sol declinar, sumergiéndose en el valle entre brumas y sombras, desaparecióbañado con un deslumbrante rubor entre la cima de los bosques que bordeaban laselevadas colinas. Poco a poco, la más profunda tristeza invadió mi corazón…
Fui a acostarme en un albergue donde me conocían; el hostelero me habló de un antiguo amigo, que moraba por los alrededores de la ciudad, me contó que debido a una serie de perversas especulaciones en su contra, tomó la decisión de quitarse la vida de un pistoletazo
… El sueño me produjo terribles visiones, sin embargo, no me restan sino vagos recuerdos. — Me encontraba en medio de una desconocida sala y conversaba con alguien acerca del mundo inmaterial, quizá se trataba del amigo al que me referí anteriormente, un espejo muy alto se encontraba detrás de nosotros, por casualidad le di un vistazo y me pareció reconocer a A.**
Ella parecía estar triste y pensativa, de pronto, sea que ella haya salido del espejo, o sea que al pasar por la sala se haya reflejado anteriormente, por unos instantes, su divina y amada figura se encontró junto a mí , me tendió la mano, dirigió una mustia mirada y me dijo:
Nos volveremos a ver pronto…en la casa de tu amigo. En tan sólo un instante, recordé su matrimonio, la maldición que nos
esperaba…
entonces me pregunté: ¿es posible? ¿regresará a mí? ¿me habrá perdonado?
Me hacía estas interrogantes con lágrimas en los ojos. Pero todo se
había desvanecido… De pronto, me encontré en un lugar
desértico, había una subida muy agreste atiborrada de rocas, estaba en medio del
bosque. Tan sólo había una casa que me parecía conocida en esa desolada comarca,
sin cesar, me veía recorriendo en un ir y venir por los recovecos más
inextricables. Cansado de caminar entre piedras y zarzales buscaba algunas veces
un camino más suave por la senda de los bosques.
¡Me esperará allá!, pensaba, de repente una campanada
sonó…
¡Es demasiado tarde! –dije– e inmediatamente me respondieron unas voces: ¡Ya la has perdido! Una noche profunda se extendió sobre mí, la casa brillaba en la lejanía,
estaba iluminada como si estuviera celebrándose en ella una fiesta, repleta de
huéspedes que sí habían llegado a tiempo. ¡ya la he perdido! –gritaba – ¿y por qué?... Entiendo, ella ha hecho un último esfuerzo para salvarme y he faltado a
ese momento supremo donde aún era posible el perdón. Desde lo alto del cielo ella podía rezar por mí, el esposo divino…
¿De
todas formas qué importa ahora mi salvación? ¡El abismo ha recibido a su
víctima!... ¡Ella se ha perdido para mí y para todos!...Me parecía verla como a
través del resplandor de un trueno, pálida y moribunda, arrastrada por sombríos caballeros… El grito de dolor y rabia que lancé en ese instanteme despertó perturbado.–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Por ella y sólo por ella! ¡Dios mío perdonad! –Lloraba mientras me colocaba de rodillas. Era de día, por un impulso que me
es difícil describir, determiné, de pronto, destruir los dos papeles que había
sacado la noche anterior del cofre: La carta, ¡Ay!, la carta que releía
empapándola de lágrimas y el fúnebre papel que indicaba el sitio donde
se hallaba la tumba en el cementerio. ¿Debo buscar su tumba ahora? Me preguntaba, pero debí
hacerlo ayer, así que la fatalidad de mi sueño no es más que el reflejo de
mi desdichada jornada.
III
El fuego devoró esas reliquias de amor y muerte, que se reanudaban en
las fibras más dolorosas de mi corazón. Fui a pasear, absorto en mis penas y
remordimientos tardíos, al campo buscando en la caminata y la fatiga el estupor
del pensamiento, la certeza, quizá, de un sueño menos nefasto para la noche
siguiente. Con esta idea que me había fraguado respecto al sueño, veíalo como un
canal que le permite al hombre la posibilidad de comunicarse con el mundo de los
espíritus, esperaba… esperaba… ¡esperaba todavía! Quizás Dios se contente con este
sacrificio…
–En este punto me detuve– Había demasiado orgullo en tratar de pretender que el estado de ánimo en
que me hallaba se debía solamente a un recuerdo amoroso. Digamos más bien, que
tal vez involuntariamente evitaba los remordimientos más graves de una vida
insensatamente disipada, donde el mal había triunfado con bastante frecuencia, y
donde yo no reconocía mis errores sino cuando sentía encima la desgracia. De
igual forma, ya no me parecía digno pensar en aquella, la cual osaba
perturbar en la muerte; no obstante de haberla afligido también durante su vida,
pidiéndole una última mirada de clemencia a su dulce y santa piedad.
En la noche
siguiente, no pude conciliar el sueño sino por breves instantes. Una mujer que
me había atendido en la juventud, me apareció en sueño y me reprochaba una falta
que había cometido en otro tiempo, la reconocí, aunque me parecía más vieja
que desde las últimas ocasiones en que la había visto. Eso me dio pie para
pensar que me había portado negligentemente con ella, por no haberla visitado en
sus últimos momentos. Me parecía que decía: Tú no has llorado a tus parientes, así tan profundamente como lo has hecho
con esa mujer. ¿Cómo esperas recibir el perdón?
El sueño se volvió confuso; los rasgos de las personas que había conocido
en distintas ocasiones, pasaron rápidamente ante mis ojos, desfilaban,
resplandecían, palideciendo y reflejándose como los granos de un rosario cuyo
cordón se hubiese roto. Vi inmediatamente imágenes difusas de la antigüedad que
iban formándose hasta que se completaban pareciendo representar símbolos de los
cuales yo no podía interpretar totalmente, solamente tenía una vaga idea de su
significado, en resumen, eso parecía indicarme lo siguiente: «Todo esto se ha representado para enseñarte el secreto de la vida y tú no
lo has comprendido. Las religiones y las fábulas, los santos y los poetas se han
puesto de acuerdo para explicar el enigma fatal, y tú lo has interpretado mal…ahora, ¡Es
demasiado tarde! Me levanté diciéndome: ¡Es mi último día!
Con diez años de intervalo, las primeras ideas que pergeñé en este relato,
volvían a mí más vivas aún y más amenazantes. Dios me había otorgado ese tiempo
para que me arrepintiera y yo no lo había aprovechado en lo más mínimo.- Luego
de haber comparecido ante el ―Convidado de
Piedra ¡Fui capaz de volver
al festín!
IV
La impresión que me dejaron aquellas visiones y esas reflexiones que
me conmovían en mis horas de soledad me pusieron en un estado de ánimo tan
deprimido que me sentía perdido, todos los hechos de mi vida se me revelaban
desde el punto más desfavorable y abismado en una especie de examen de
conciencia, la memoria me representaba los hechos más remotos con absoluta
claridad. No sé que falso pudor me impidió presentarme ante el confesionario, el
temor, quizá, de involucrarme con los dogmas y prácticas de una religión
temible, contra determinados principios de los cuales conservaba ciertos
prejuicios filosóficos. Mi juventud estuvo impregnada de las ideas resultantes
de la revolución, mi educación había sido demasiado libre, mi vida demasiado
errante, como para que yo aceptase tan fácilmente un yugo, que en muchos
aspectos, ofendería a mi razón.
Me estremecí al pensar la clase de cristiano que
sería si he tomado tales principios, inculcados por las ideas del libre
pensamiento de los dos últimos siglos, y además el estudio que he realizado de
las diversas religiones no me dejarían caer en ese abismo. Nunca conocí a mi
madre, que se empeñó a seguir a mi padre al ejército, así como lo hacían las mujeres
de los antiguos germanos, ella murió por causa de la fatiga y la fiebre en una
fría comarca de Alemania y mi padre, ni siquiera él, pudo dirigir
mis incipientes ideas. El país en el cual me formé estaba lleno de leyendas
extrañas y de grotescas supersticiones. Uno de mis tíos influyó mucho sobre mí
fomentando mi educación, coleccionaba, para distraerse, antigüedades romanas y
celtas, las cuales encontraba algunas veces en su propiedad o en los
alrededores, eran imágenes de dioses y emperadores que su admiración de erudito
me hacía venerar y aprendía de sus libros las respectivas historias. Cierto
Marte de bronce dorado, una Palas o Venus con arnés, un Neptuno y un Anfitrite
esculpidos sobre la fuente del caserío, y sobretodo, la opulenta y voluminosa
figura barbuda de un dios Pan sonriente en la entrada de una gruta, entre
los festones de aristoloquia y de hiedra se encontraban los dioses domésticos y
protectores de ese apartado pueblo.
Debo reconocer que me inspiraban más respeto
y veneración que las imágenes cristianas de la iglesia y que esos santos
deformes de su fachada, que ciertos sabios pretendían relacionar con el Esus y
Cernunus de los galos. Confuso entre tantos símbolos diversos, un día le
pregunté a mi tío que quien era Dios. «Dios es el Sol», -me contestó- esa era la convicción más íntima de un hombre honrado que había vivido
inmerso en el cristianismo toda su vida, pero que había atravesado por los
acontecimientos de la Revolución, y además pertenecía a un pueblo donde todos
tenían misma idea de la divinidad, sin embargo, eso no impedía que las mujeres y
los niños fuesen a la iglesia, de modo que, le pedí a una de mis tías que
me instruyera al respecto para así comprender las bellezas y las grandezas del
cristianismo. Después de 1815 un inglés que se encontraba en nuestro país me
hizo aprender el sermón de la montaña y me obsequió un Nuevo Testamento…
Hago mención de todas estas
anécdotas solamente para señalar la causa de cierta irresolución que será
posible detectar en mí unida al más pronunciado espíritu religioso. A
continuación quiero explicar cómo, desviado durante largo tiempo del
camino verdadero, retorne a él guiado por el amado recuerdo de una persona
muerta, y cómo la necesidad de creer que ella aún
existía hizo que regresase a mi espíritu precisamente aquellos sentimientos y
sensaciones que me procuraban las muchas verdades que yo no había acogido aún
firmemente en el espíritu. El desespero y el suicidio son el resultado de
ciertas situaciones fatales, para quien no tiene fe en la inmortalidad, en sus penas
y alegrías:
— Creí haber hecho algo bueno y provechoso enunciando ingenuamente
la sucesión de las ideas por las cuales volví a encontrar reposo y renovadas
fuerzas, en contraste, con las futuras desgracias de la vida. Las visiones que se
produjeron durante mi sueño me habían sumido en un desespero tal que apenas y
podía hablar; el círculo de mis amigos no me animaba, pues, sólo aportaban una
vaga distracción, ya que mi espíritu entregado a esas ilusiones, se oponía a la
menor concepción que lo contradijera; ni siquiera podía leer y comprender diez
líneas de seguido. Me decía cosas para tranquilizarme: ¡Qué importa eso ya no existe para mí!.
Sin embargo, uno de mis amigos, llamado Georges; trataba de vencer
mi desaliento, me llevaba a diversas comarcas de los alrededores de París,
consentía quedarse hablando solo, mientras que yo, no le respondía sino algunas
frases incoherentes. Su expresivo rostro y su figura casi de cenobita, dieron un
día un gran sentido a los elocuentísimos argumentos que se le ocurrieron en contra
de los años de escepticismo y abatimiento político y social que sobrevenían a la
Revolución de Julio. Yo fui uno de los jóvenes de esa época y había sufrido sus
ardores y amarguras. Sentí un estremecimiento en el alma, pues, me decía, que
tales lecciones no podían haber sido fortuitas, es decir, no, sin que la
Providencia pusiera de manifiesto alguna intención en ese hecho, y sin duda
alguna, algún espíritu se pronunciará por medio de su divina intervención…
Un día cenábamos bajo un emparrado,
en una pequeña ciudad en los alrededores de París; una mujer se aproximó a
cantar en la mesa, y no sé qué, en su voz ajada pero armoniosa, me recordó a la
voz de Aurelia. La observé: Sus rasgos tampoco dejaban de tener algún parecido
con aquéllos que tanto amé; ella se fue, y yo no osé detenerla, sin embargo me
decía: « ¡Quién sabe si su espíritu no se halla en esta mujer!» y ese pensamiento me hizo sentir feliz por la limosna que le había
dado. Me dije: «He abusado mucho de la vida, pero
si los muertos pueden perdonar, es sin duda con la condición de que uno se
abstenga de todo mal, y que se enmienden todos los errores y prejuicios que se
hayan ocasionado. ¿Eso podría ser posible?... desde este momento de reincidir en
el mal resarciremos lo equivalente de todo aquello que pudiéramos deber.»
Había cometido una falta en contra de una persona, no era más que una simplenegligencia, sin embargo, me decidí comenzar por allí y fui a pedir disculpas. La alegríaque recibí de dicha enmienda, me proporcionó un gran bienestar; tenía, desde eseentonces, un motivo para vivir y para actuar, volví, pues, a tomar interés por el mundo.No obstante, surgieron las dificultades: Inexplicables acontecimientos parecíanencontrarse en detrimento de la buena resolución que había tomado. La situación en laque se hallaba mi espíritu me hacía imposible llevar a cabo una serie de trabajos quehabía convenido.
Había cometido una falta en contra de una persona, no era más que una simplenegligencia, sin embargo, me decidí comenzar por allí y fui a pedir disculpas. La alegríaque recibí de dicha enmienda, me proporcionó un gran bienestar; tenía, desde eseentonces, un motivo para vivir y para actuar, volví, pues, a tomar interés por el mundo.No obstante, surgieron las dificultades: Inexplicables acontecimientos parecíanencontrarse en detrimento de la buena resolución que había tomado. La situación en laque se hallaba mi espíritu me hacía imposible llevar a cabo una serie de trabajos quehabía convenido.
Desde ese entonces, creyéndome circunspecto, me volví más exigente y
como había renunciado a la mentira y al engaño, algunas veces fui sorprendido
por personas que no reparaban en hacer uso de tales vicios. La cantidad de
enmiendas que debía hacer me abrumaban a razón de mi impotencia. Los
acontecimientos políticos actuaban indirectamente, tanto como para afligirme
como para impedir la vialidad de poner orden a mis asuntos. La muerte de uno de
mis amigos terminó por completar mi desaliento; recordé con amargo dolor su
casa, los cuadros que me había mostrado un mes antes; pasé por su ataúd en el
instante en que se sellaba. Como él era contemporáneo conmigo y teníamos
la misma edad, se me ocurrió: « ¿Qué pasaría si muriera así de repente?».
El domingo siguiente, me levanté presa de un pesar lleno de melancolía,
de modo que decidí ir a visitar a mi padre; su criada estaba enferma, parecía
tener escrofulosis, por tanto, quiso ir él solo a buscar leña a su granero, y yo
no pude ayudarlo más que colocando la leña donde era necesario. Salí
consternado. Encontré por la calle a un amigo, que quería convidarme a cenar en
su casa para que así me distrajera un poco. Sin embargo, no acepté y con el
estomago vacío me dirigí a Montmartre. El cementerio estaba cerrado, cosa que me
pareció un mal presagio. Un poeta alemán me había dado algunas páginas para
traducirlas y me dio, de antemano, una parte de la suma que pagaría por el
trabajo, así que, tomé el camino hacia su casa para regresarle el dinero. Al
pasar por la palizada de Clichy, fui testigo de una disputa, traté de separar a
los combatientes, pero no lo logré. En ese momento, un obrero muy alto pasó por
la plaza, allí donde había tenido lugar la riña, llevaba sobre el hombro
izquierdo a un niño que vestía de color jacinto. Imaginé que se trataba de San
Cristóforo acarreando el Cristo, y que sería castigado por haber fallado
irremisiblemente en la escena hace poco suscitada. A partir de entonces, vagué,
presa de la desesperación, por los terrenos baldíos queseparaban al suburbio de
la palizada; se había hecho muy tarde para realizar la visita que había
planeado, de modo que regresé atravesando diversas calles hasta llegar al
centro de París.
Cerca de la Rue de la Victoire, me encontré con un sacerdote, y hallándome en tal desequilibrio, quise
confesarme con él. Me dijo que no pertenecía a esa parroquia y que debía ir por
la noche a casa de una persona; que, de todos modos, si quería podía consultarlo
el día siguiente en Nôtre-Dame, que solamente debía preguntar por el padre Dubois.
Llorando, desesperado, me dirigía hacia Nôtre-Dame de Lorrete, donde iría a arrojarme al pie del altar de la Virgen, pidiendo perdón por
mis faltas. Algo en mí respondía: « La virgen está muerta y tus
plegarias son inútiles». Fui a ponerme de rodillasen los últimos puestos del coro, e hice
deslizar de mi dedo una sortija de plata, cuyoengaste tenía grabado estas tres
palabras árabes: ¡Allah, Mohamed, Ali!
De pronto, muchas bujías se encendieron en el coro y se da comienzo a un
Ángelus, al cual trataba de unirme espiritualmente. Cuando se oraba el Ave
María, el padre la interrumpía a la mitad y volvía a comenzar, esto sucedió
sucesivamente durante siete oportunidades, sin que yo pudiese buscaren la
memoria las palabras que seguían; se terminó de inmediato la plegaria, y el padre
dio un sermón que parecía aludirme totalmente; cuando todo culminó,me levanté y
salí dirigiéndome hacia
Les Champs Élysées.
Llegué a la Place de la Concorde, mi pensamiento era aniquilarme, luego de pensarlo mucho, me dirigí al
Sena, pero algo me impidió llevar a cabo mi idea. Las estrellas brillaban en el
firmamento; de repente, me pareció que se apagaban todas a la vez, así como las
bujías que había visto en la iglesia, creí que el tiempo había llegado a
su límite, y que nos llegaría el fin del mundo anunciado en el Apocalipsis de
San Juan, creí ver un sol negro en el cielo desértico y un globo rojo lleno de
sangre justo por encima delos tejados.
Me dije: «La noche eterna comienza, y va a
ser espeluznante ¿Qué sucederá cuando los hombres se percaten que ya no está el
Sol?» Regresé por la Rue Saint Honoré y me condolía de los simples
campesinos que veía. Llegué al Louvre, caminé hasta la plaza, y allá, un extraño espectáculo aguardaba por mí. A
través de nubarrones, barridos rápidamente por el viento, vi muchas lunas
que pasaban a gran velocidad, pensé que la tierra se había salido de su orbita y
que erraba en el firmamento como un navío desarbolado, acercándose o alejándose
de las estrellas que se agrandaban o disminuían poco a poco. Durante dos o tres
horas contemplé ese Caos y terminé dirigiéndome hacia los lados del mercado, los
campesinos llevaban sus mercancías, y yo me preguntaba: « ¿Cuál será su sorpresa cuando vean que la noche se prolonga?».
Entretanto, los perros ladraban aquí y allá y los gallos cantaban. Muerto
de fatiga, regresé a mi casa, y me arrojé en mi cama; cuando desperté,
me sorprendí de volver a ver la luz. Una especie de coro misterioso llegó hasta
mis oídos; voces infantiles repetían al unísono:
¡Cristo!,¡Cristo!, ¡Cristo!... pensé que se habían reunido en la iglesia vecina(Nôtre-Dame des Victoires) un gran número de niños para invocar a Cristo. « pero elCristo ya no existe– me dije –
¡ellos aún no lo saben!».
La invocación duró cerca de una hora, por fin, me levanté y fui debajo
de las galerías del Palais Royal, y me dije que probablemente el sol aún había conservado suficiente luz para
iluminar la tierra durante tres días, pero que la irradiaba de su
propia sustancia, y en efecto, lo vi frío y palidecerte. Apacigüé el hambre con
un poco de pastel, para así ganar fuerzas e ir hasta la casa del poeta alemán,
le dije que todo terminaría y que era necesario prepararnos para morir. Él llamó
a su mujer, que me dijo: « ¿Qué tiene Ud.?,–no lo sé– le dije, estoy perdido» Ella envió por un coche de punto, y una joven me condujo a la casa Dubois.
Un hermoso vergel se dejaba
entrever tras las nubes situadas a su espalda, una luz suave y penetrante
iluminaba ese paraíso, empero, escuchaba solamente su voz, sin embargo me sentía
sumergido en un embelesante hechizo. Poco después me desperté y le dije a
Georges: «
salgamos» ; mientras atravesamos el Pont des Arts, le expliqué acerca de las migraciones de las almas, le dije: « Me parece que esta noche, poseeré
el alma de Napoleón quien me inspirará y me asignará grandes proezas». En la Rue du Coq, compré un sombrero y mientras Georges esperaba el cambio de la moneda de
oro que había puesto sobre el mostrador, yo seguí mi camino y llegué a las
galerías del Palais Royal. Allí me pareció que todo el mundo me observaba, entonces, una idea
persistente se alojó en mi espíritu, y era que ya no habían más difuntos, así
que recorrí la galería de foi, diciendo: « He cometido un error» sin embargo, no sabía que un error hablaba, por más consultara la memoria, que a la sazón yo asumía como la de Napoleón…
«¡Sí, algo hay que aún no he pagado en algún lugar!»–decía –
entré luego al café de Foi con esta idea aún latente y me figuré ver en uno de los clientes al
padre Bertin, el del Journal des Debates; luego atravesé el jardín y me llamó la atención una ronda de jovencitas,
las cuales me quedé admirando. De allí; salí de las galerías y me dirigí a la
Rue Saint Honoré; entré en una tienda para comprar un cigarro, y cuando salí, la
muchedumbre estaba tan agolpada que por poco me asfixio, tres de mis amigos
me sacaron de allí respondiendo a su fidelidad y me hicieron entrar a un café
mientras que uno de ellos fue a buscar un coche de punto. Me llevaban al
hospicio de la Caridad. Durante aquella noche, mi delirio iba en aumento y se
acrecentó aún más cuando me percaté que estaba atado. No obstante, logré
liberarme de la camisa de fuerza y ya a primeras horas de la mañana me paseaba
por las salas. La idea de que me había convertido en algo similar a un dios y
que poseía el poder para curar me llevó a colocar las manos sobre algunos
enfermos y llegándome hasta una estatua de la Virgen; le arrebaté la corona de
flores artificiales que llevaba puesta, pues, de esta manera creía ver aumentado
el poder de curación que me había atribuido.
Entonces, caminaba dando grandes
pasos, criticando eufóricamente la ignorancia de los hombres que creían que
sólo podían curarse las enfermedades con el poder de la ciencia; y viendo sobre
la mesa un frasco de éter, lo bebí de un solo trago; un asistente del hospicio,
el cual le atribuía los rasgos de un ángel, quiso detenerme, pero la fuerza de
la sobreexcitación nerviosa me respaldaba y solo me detuve cuando estaba a punto
de vaciar todo el contenido del frasco, explicándole que él no comprendía que
esa era mi misión, entonces vinieron unos médicos y continué con el discurso
sobre la impotencia de su arte, luego bajé descalzo por unas escaleras. Llegué
ante un arriate, entré y recogí algunas flores a medida que paseaba por
el césped. Uno de mis amigos había regresado para buscarme; entonces salí del
arriate y mientras conversaba con él me iban colocando una camisa de fuerza,
después me hicieron subir a un simón y me condujeron a un sanatorio a las
afueras de París.
Comprendí, viéndome en medio de alienados, que, hasta ese
entonces, todo no había sido para mí más que pura ilusión. No obstante, las
promesas que atribuí a la diosaIsis parecían haberse concretado, sobretodo,
debido a una serie de pruebas que el destino me había colocado para que las
asumiera. Así que las acepté resignadamente. En el sitio de la casa donde me
encontraba se podía apreciar un gran pasillo sombreado por un nogal; en otro
ángulo se veía una pequeña cabaña donde todos los días uno de los reclusos se
paseaba de un lado al otro, otros se limitaban, al igual que yo, a recorrer el
terraplén o la terraza orlada por un talud de césped y en una pared situada
al oeste, estaba representado algunas figuras una de ellas representaba a la
luna, era un dibujo geométrico que tenía ojos
y boca, y sobre esa misma figura había esbozado unaespecie de máscara; la pared
de la izquierda presentaba otros dibujos de los cuales unoparecía una especie
de idolillo japonés, algo más lejos aparecía la cabeza de un muerto hondonada en
la escayola; en la parte opuesta había dos piedras de gran tamaño, habíansido
esculpidas por alguno de los huéspedes del jardín y representaba a unas
mascarillasmuy bien logradas. Dos puertas daban hacia el sótano y yo me
imaginaba que de allí surgían voces subterráneas parecidas a las que había
escuchado en la entrada de las pirámides.
Desde el primer momento pensé que las personas reunidas en ese jardín, tenían todos alguna influencia sobre los astros y en especial sobre aquel que gira sin cesar sobre su propio eje, donde se rige la marcha del sol. Un anciano; el cual cambiaban de posición a determinadas horas del día, hacia nudos consultando su reloj, me parecía, pues, que estaba encargado de vigilar el paso del tiempo. A mí mismo atribuía un poder que influía sobre la marcha de la luna y creía que este astro había sido tocado por un rayo divino trazando sobre su faz la huella de la máscara que había observado anteriormente. A las platicas que sostenía con los guardias y mis compañeros les daba un sentido místico; creía que ellos eran los representantes de todas las razas de la tierra y que todos teníamos un objetivo en común: se trataba de cambiar, entre nosotros, el curso de los astros y así dar mayor agilidad al sistema. Se nos había escapado un detalle, a mi parecer, un error en la combinación general de los números, y me figuraba que de ahí provenían todos los males de la humanidad. Aún pensaba que los espíritus celestes habían tomado formas humanas y que asistían a esta asamblea general, sin embargo, no dejaban de desempeñar sus tareas comunes. El objetivo que debía llevar a cabo, según mi parecer, era restablecer la armonía universal por medio del arte cabalístico y determinar una solución evocando las fuerzas ocultas de las diversas religiones. En otro corredor, también disponíamos de unas salas cuyas vidrieras trazadas perpendicularmente daban hacia un horizonte verdoso. Detrás de estos ventanales contemplaba la línea de las edificaciones que estaban al exterior, veía como si se multiplicaran sus fachadas y ventanas en mil pabellones ornamentados con arabescos sobrepujados con festones y agujas, me hacían recordar los templetes imperiales que rodean el Bósforo. Eso naturalmente, condujo mi pensamiento a posarse sobre cavilaciones acerca de temas orientales.
Estuve bañándome más o menos cerca de dos horas y me figuraba que estaba siendo atendido por las Valkirias, hijas de Odín que querían otorgarme la inmortalidad, despojándome, poco a poco, de las impurezas del cuerpo. Entrada la noche, me paseaba serenamente bajo los rayos de la luna y de pronto al levantar los ojos hacia los árboles me pareció ver que las hojas se doblaban formando caprichosamente imágenes de damas y caballeros llevados por caballos en armaduras; éstas representaban para mí: las triunfantes efigies de los ancestros. Este pensamiento me conllevó a otro, el cual era de que existía un gran acuerdo por parte de todos los seres vivos para restablecer el mundo a su prístina armonía y que las comunicaciones entre sí se daban gracias al magnetismo de los astros y que una cadena ininterrumpida agrupaba al derredor de la tierra a las inteligencias consagradas a dicha comunicación universal, y que los cantos, las danzas, las miradas imantadas que se acercaban cada vez más formaban parte y conllevaban al mismo objetivo. La luna era para mí el refugio de las almas fraternas que habían logrado deshacerse de sus cuerpos físicos, trabajando, de este modo, con mayor denuedo en la regeneración del universo.
Para ese entonces, a mí me parecía que el tiempo aumentaba dos horas cada jornada; de manera que cuando me levantaba de acuerdo a la hora establecida por los relojes del sanatorio, no hacía otra cosa que pasearme por el imperio de las sombras: mis compañeros aún dormitaban, por tanto, me parecían espectros del Tártaro que despertaban a la hora que, según mi parecer, salía el Sol; entonces, saludaba ese astro con una plegaria y daba comienzo a mi vida real. Desde el momento en que me convencí del tema en que estaba sumido: las pruebas de la sagrada iniciación, una fuerza invisible penetró mi espíritu, me juzgaba como si fuese un héroe aún vivo protegido bajo la mirada de Dios; toda la naturaleza tomaba nuevos aspectos y voces ocultas provenían de las plantas, de los árboles, de los animales y hasta del más insignificante insecto para advertirme y darme valor.
Al lenguaje de mis compañeros le hallaba un giro extraño pero que podía captar muy bien su sentido los objetos, desfigurados, y los inanimados se obedecían a sí mismos y al dictamen de mi espíritu; y de las combinaciones de los guijarros, de las figuras angulosas, de las grietas y aberturas, de los festones, de las hojas, de los colores, de los olores y sonidos, sentía surgir melodiosas armonías hasta entonces desconocidas. «¿Cómo– me decía– he podido existir durante tanto tiempo desconectado de la naturaleza y sin haberme identificado con ella? Todo vive, todo actúa, todo se corresponde. Los rayos magnéticos emanados de mí mismo o de los demás atraviesan sin obstáculo la cadena infinita de las cosas creadas. Se trata de una red transparente que cubre el mundo, y cuyos desligados hilos se comunican progresivamente hasta los planetas y las estrellas. ¡Aunque en este momento me halle anclado a la tierra converso con el coro de los astros, los cuales toman parte de mis alegrías y penurias!...De inmediato me puse a temblar conjeturando que ese misterio podía tener visos sorpresivos.
« Si la electricidad– cavilaba– que es magnetismo de los cuerpos físicos, puede asumir una dirección por determinadas leyes impositivas, entonces, con mayor razón los espíritus imperativos y hostiles pueden avasallar las inteligencias y servirse de sus fuerzas divididas para un objetivo tiránico. Seguramente, fue de esta manera como los antiguos dioses han sido derrotados y esclavizados por otros nuevos; es así– continué razonando, sirviéndome de mis conocimientos del mundo arcaico como los nigrománticos dominaron pueblos enteros, cuyas generaciones permanecieron cautivas bajo el dominio de un cetro eterno.»
¡Oh infortunio! ¡Ni siquiera la mismísima Muerte puede arrostrarlos! Pues resucitamos en nuestros hijos asimismo como hemos vivido en nuestros padres, - y la ciencia despiadada, como nuestros enemigos, sabrá reconocernos en cualquier lado. La hora de nuestro nacimiento, el lugar, las primeras gesticulaciones, el nombre, la residencia, y todas esas consagraciones y ritos que se nos impone, todo eso establece una cadena auguriosa o fatal del cual depende completamente nuestro porvenir; pero si eso ya de por sé es terrible más aún será el hecho que, tan sólo a través de los cálculos humanos, comprenderán lo que forzosamente debe ir vinculado a las fórmulas misteriosas que establecen el orden de los mundos. Se ha proclamado con justa razón: Nadie es indiferente, nada es impotente en el universo; un átomo puede disolverlo todo, ¡Un átomo puede salvarlo todo! ¡Oh terror! He aquí la eterna distinción entre el bien y el mal
«¿Mi alma es una molécula indestructible, un glóbulo lleno de un poco de aire, empero reencuentra su lugar en la naturaleza, o es el vacío mismo una imagen de la nada que se desvanece en la inmensidad? ¿O será quizás, por el contrario, la partícula fatal destinada a sufrir, bajo todas sus transformaciones la venganza de los seres poderosos?»
VI
Desde el primer momento pensé que las personas reunidas en ese jardín, tenían todos alguna influencia sobre los astros y en especial sobre aquel que gira sin cesar sobre su propio eje, donde se rige la marcha del sol. Un anciano; el cual cambiaban de posición a determinadas horas del día, hacia nudos consultando su reloj, me parecía, pues, que estaba encargado de vigilar el paso del tiempo. A mí mismo atribuía un poder que influía sobre la marcha de la luna y creía que este astro había sido tocado por un rayo divino trazando sobre su faz la huella de la máscara que había observado anteriormente. A las platicas que sostenía con los guardias y mis compañeros les daba un sentido místico; creía que ellos eran los representantes de todas las razas de la tierra y que todos teníamos un objetivo en común: se trataba de cambiar, entre nosotros, el curso de los astros y así dar mayor agilidad al sistema. Se nos había escapado un detalle, a mi parecer, un error en la combinación general de los números, y me figuraba que de ahí provenían todos los males de la humanidad. Aún pensaba que los espíritus celestes habían tomado formas humanas y que asistían a esta asamblea general, sin embargo, no dejaban de desempeñar sus tareas comunes. El objetivo que debía llevar a cabo, según mi parecer, era restablecer la armonía universal por medio del arte cabalístico y determinar una solución evocando las fuerzas ocultas de las diversas religiones. En otro corredor, también disponíamos de unas salas cuyas vidrieras trazadas perpendicularmente daban hacia un horizonte verdoso. Detrás de estos ventanales contemplaba la línea de las edificaciones que estaban al exterior, veía como si se multiplicaran sus fachadas y ventanas en mil pabellones ornamentados con arabescos sobrepujados con festones y agujas, me hacían recordar los templetes imperiales que rodean el Bósforo. Eso naturalmente, condujo mi pensamiento a posarse sobre cavilaciones acerca de temas orientales.
Estuve bañándome más o menos cerca de dos horas y me figuraba que estaba siendo atendido por las Valkirias, hijas de Odín que querían otorgarme la inmortalidad, despojándome, poco a poco, de las impurezas del cuerpo. Entrada la noche, me paseaba serenamente bajo los rayos de la luna y de pronto al levantar los ojos hacia los árboles me pareció ver que las hojas se doblaban formando caprichosamente imágenes de damas y caballeros llevados por caballos en armaduras; éstas representaban para mí: las triunfantes efigies de los ancestros. Este pensamiento me conllevó a otro, el cual era de que existía un gran acuerdo por parte de todos los seres vivos para restablecer el mundo a su prístina armonía y que las comunicaciones entre sí se daban gracias al magnetismo de los astros y que una cadena ininterrumpida agrupaba al derredor de la tierra a las inteligencias consagradas a dicha comunicación universal, y que los cantos, las danzas, las miradas imantadas que se acercaban cada vez más formaban parte y conllevaban al mismo objetivo. La luna era para mí el refugio de las almas fraternas que habían logrado deshacerse de sus cuerpos físicos, trabajando, de este modo, con mayor denuedo en la regeneración del universo.
Para ese entonces, a mí me parecía que el tiempo aumentaba dos horas cada jornada; de manera que cuando me levantaba de acuerdo a la hora establecida por los relojes del sanatorio, no hacía otra cosa que pasearme por el imperio de las sombras: mis compañeros aún dormitaban, por tanto, me parecían espectros del Tártaro que despertaban a la hora que, según mi parecer, salía el Sol; entonces, saludaba ese astro con una plegaria y daba comienzo a mi vida real. Desde el momento en que me convencí del tema en que estaba sumido: las pruebas de la sagrada iniciación, una fuerza invisible penetró mi espíritu, me juzgaba como si fuese un héroe aún vivo protegido bajo la mirada de Dios; toda la naturaleza tomaba nuevos aspectos y voces ocultas provenían de las plantas, de los árboles, de los animales y hasta del más insignificante insecto para advertirme y darme valor.
Al lenguaje de mis compañeros le hallaba un giro extraño pero que podía captar muy bien su sentido los objetos, desfigurados, y los inanimados se obedecían a sí mismos y al dictamen de mi espíritu; y de las combinaciones de los guijarros, de las figuras angulosas, de las grietas y aberturas, de los festones, de las hojas, de los colores, de los olores y sonidos, sentía surgir melodiosas armonías hasta entonces desconocidas. «¿Cómo– me decía– he podido existir durante tanto tiempo desconectado de la naturaleza y sin haberme identificado con ella? Todo vive, todo actúa, todo se corresponde. Los rayos magnéticos emanados de mí mismo o de los demás atraviesan sin obstáculo la cadena infinita de las cosas creadas. Se trata de una red transparente que cubre el mundo, y cuyos desligados hilos se comunican progresivamente hasta los planetas y las estrellas. ¡Aunque en este momento me halle anclado a la tierra converso con el coro de los astros, los cuales toman parte de mis alegrías y penurias!...De inmediato me puse a temblar conjeturando que ese misterio podía tener visos sorpresivos.
« Si la electricidad– cavilaba– que es magnetismo de los cuerpos físicos, puede asumir una dirección por determinadas leyes impositivas, entonces, con mayor razón los espíritus imperativos y hostiles pueden avasallar las inteligencias y servirse de sus fuerzas divididas para un objetivo tiránico. Seguramente, fue de esta manera como los antiguos dioses han sido derrotados y esclavizados por otros nuevos; es así– continué razonando, sirviéndome de mis conocimientos del mundo arcaico como los nigrománticos dominaron pueblos enteros, cuyas generaciones permanecieron cautivas bajo el dominio de un cetro eterno.»
¡Oh infortunio! ¡Ni siquiera la mismísima Muerte puede arrostrarlos! Pues resucitamos en nuestros hijos asimismo como hemos vivido en nuestros padres, - y la ciencia despiadada, como nuestros enemigos, sabrá reconocernos en cualquier lado. La hora de nuestro nacimiento, el lugar, las primeras gesticulaciones, el nombre, la residencia, y todas esas consagraciones y ritos que se nos impone, todo eso establece una cadena auguriosa o fatal del cual depende completamente nuestro porvenir; pero si eso ya de por sé es terrible más aún será el hecho que, tan sólo a través de los cálculos humanos, comprenderán lo que forzosamente debe ir vinculado a las fórmulas misteriosas que establecen el orden de los mundos. Se ha proclamado con justa razón: Nadie es indiferente, nada es impotente en el universo; un átomo puede disolverlo todo, ¡Un átomo puede salvarlo todo! ¡Oh terror! He aquí la eterna distinción entre el bien y el mal
«¿Mi alma es una molécula indestructible, un glóbulo lleno de un poco de aire, empero reencuentra su lugar en la naturaleza, o es el vacío mismo una imagen de la nada que se desvanece en la inmensidad? ¿O será quizás, por el contrario, la partícula fatal destinada a sufrir, bajo todas sus transformaciones la venganza de los seres poderosos?»
De esta forma me vi obligado a reflexionar en cuanto a mi vida, así como
también de mis vidas pasadas. Si probaba que era bondadoso, seguramente es
porque siempre he debido serlo «Y si he sido malvado, - me decía - ¿será, quizá, la vida que llevo hasta
este momento suficiente expiación?» Este pensamiento me tranquilizó, sin embargo no me quitó el temor de estar
por siempre inscrito entre los desgraciados. Me sentía como inmerso en un baño
de agua fría, y agua más fría todavía chorreaba sobre mi frente.
Entonces dirigí
mi pensamiento a la eterna Isis, la madre y esposa sagrada; todas mis
aspiraciones, todas mis plegarias se confundían en ese nombre mágico, me sentí
como si resucitara en ella, e incluso algunas veces ella se me aparecía tomando
la forma de la antigua Venus y en ocasiones también con los rasgos de la Virgen
de los cristianos. La noche hizo más visible esta preciada aparición, lo cual me
llevó a pensar:
«¿Podrá ella sentirse derrotada, afligida quizá, a causa de sus hijos?» Pálido y languidiciente disminuía el creciente de la luna noche tras noche,
parecía más bien desaparecer; ¡Quizá ya no volveremos a verlo más en el cielo!
Sin embargo, me parecía que este astro era el refugio de todas mis almas
fraternas y la observaba poblada de
lastimeras sombras que eran destinadas a resucitar algún día sobre la faz
de la tierra…
Mi habitación se hallaba al extremo
de un corredor, asediado en un lado por los enfermos mentales y en el otro por
las domésticas del sanatorio, sólo mi habitación tenía el privilegio de tener una
ventana que diera al patio, el cual estaba cubierto de árboles que servían de
parque durante el día. Mis miradas se posaban plácidamente sobre un frondoso
nogal y sobre dos moreras chinas; abajo se podía ver, aunque vagamente, una
calle bastante frecuentada, por el oeste, podía entrever, a través de unas rejas
verdes, como se extendía el horizonte; había una especie de cubil con verdes
ventanas o barrotes cubiertos de hiedras, arambeles secándose y de allí de vez
en cuando se veía surgir algún perfil de una joven o a veces el de una vieja
criada y otras tantas la rubicunda cabeza de un niño. Vociferaban,
cantaban, reían a carcajadas, eso era maravilloso o triste escucharlo según
fueran las impresiones que me causaban.
En aquella habitación me volví a
encontrar con las ruinas de mis diversas fortunas, con los confusos restos de
los varios mobiliarios dispersados o revendidos a lo largo de veinte años. Se
trataba de un cajón de sastre como el del doctor Fausto, una antigua
mesa trípode adornada con cabezas de águilas, una consola que estaba sostenida
por una esfinge alada, una cómoda del siglo XVII, una biblioteca del XVIII, una
cama de la misma época, cuyo baldaquín poseía un cielo ovalado, estaba revestido
por una seda roja (aunque no se pudo armar este último), una rústica, y
ciertamente bastante deteriorada, repisa que sostenía, en su mayoría, lozas y
porcelanas del Sèvres ; una pipa turca traída de Constantinopla, una gran copa de alabastro, un
jarrón de cristal, paneles artesonados provenientes de la demolición de una
vieja casa en la cual yo había residido y que estaba ubicada en el emplazamiento
del Louvre, cubierta de pinturas mitológicas ejecutadas por amigos pintores que
hoy día son célebres y además por dos lienzos gigantes al estilo de Prudh’on que representaban a la musa de la historia y de la comedia.
Durante
algún tiempo me estuve ordenando todo aquello, creando en la buhardilla una
extraña mezcla entre cabaña y palacio, el cual resumía bastante bien mi
errante existencia. Coloqué en lo alto de la cama mis vestimentas árabes, mis
dos cachemires zurcidas a máquina, una cantimplora viajera, una zurradera de
cazador. Sobre la biblioteca desplegué un gran plano del Cairo. En una consola
de bambúa lineada con la cabecera de mi cama sostenía una bandeja barnizada
proveniente de India, en ella colocaba mis utensilios de tocador.
Me reencontré con alegría con
aquellos humildes restos de mis años transcurridos alternativamente entre
riquezas y miserias, allí pude recoger todos los recuerdos de mi vida. Solamente
había colocado aparte un cuadro elaborado sobre cuero; al estilo de Correggio
que representaba a Venus y el Amor, unos entrepaños de cazadoras y sátiros y una
flecha que había conservado como recuerdo de las compañías de arqueros de
Valois, de las que había formado parte durante mi juventud. Las armas se
vendieron una vez promulgadas las nuevas leyes. En resumen, me hallaba allí más
cercano de todo aquello que había poseído, por último: mis libros, una ruma de
ellos, los cuales contenían diversos temas; acerca de las ciencias de todas las
épocas, historias, viajes, religiones, cábala y astrología.
Retomé las lecturas
de Pico della Mirandola, del sabio Meursius y de Nicolás de Cusa. La torre de Babel en doscientos volúmenes… ¡Todo eso estaba a mi disposición! Había,
pues, material suficiente como para volver loco a un sabio; sería cuestión de
tratar que también lo hubiera para volver sabio a un loco. ¡Con cuanta
satisfacción pude dedicarme a clasificar en mis gavetas el cúmulo de mis notas y
de mis correspondencias tanto intimas como privadas, ilustradas o
sencillas, según las fueron recopilando la casualidad de mis encuentros o según
la sucesión de los lejanos países que recorrí!
En rollos más protegidos que los
demás encontré mis cartas en árabe, reliquias provenientes del Cairo y Estambul. ¡Oh
dicha! ¡Oh mortal tristeza! Esas hojas amarillentas, esos borradores
ilegibles, esas cartas medio arrugadas era el tesoro de mi único amor… Releámoslas…bien hacían falta algunas cartas, o bien otras estaban rotas o tachadas; sin embargo
eso fue todo lo que encontré. Una noche hablaba y cantaba sin parar, como si
estuviese sumido en una especie de éxtasis, uno de los empleados del sanatorio
fue a buscarme a mi celda y me hizo descender a una habitación de la planta
baja, en donde me encerró.
Yo continué con mi sueño, y aunque al principio me
creía encerrado en una especie de templete oriental, examiné todas las esquinas
y me percaté que tenía forma octogonal. Un diván se distinguía en torno a las
paredes, y me parecía que estas últimas estaban conformadas por un grueso
vidrio, al otro lado, desde cual veía el refulgir de brillantes tesoros, chales
y tapices. Un paisaje iluminado por la luna se presentó ante mí a través de los
barrotes de la puerta, y me pareció reconocer la figura de troncos, árboles y
roquedales; pues me parecía haber vivido allí durante alguna otra existencia e
incluso llegué a reconocer las profundas cavernas de Ellorah. Una luz azulada
penetró paulatinamente al templete e hizo aparecer extrañas imágenes. Creí
entonces que me encontraba en medio de una inmensa montaña de cadáveres o que la
historia universal había sido escrita con letras de sangre. El cuerpo de una
mujer gigantesca aparecía representado ante mí, sus diversas partes se
veían zanjadas como por un sable; otras mujeres de distintas etnias y cuyos
cuerpos se imponían cada vez más, conformaban sobre las demás paredes un cruento
fárrago de miembros ycabezas contándose entre ellas a emperatrices y reinas
hasta la más humilde de las campesinas.
Era, pues, la historia de todos los
crímenes acontecidos y sólo bastaba con fijar la mirada sobre tal o cual punto
para ver allí esbozado un trágico cuadro. «He aquí –me decía– el producto del poderío otorgado a los hombres, ellos han destruido
paulatinamente y destrozado en mil pedazos el arquetipo eterno de la belleza,
sé bien que las razas van perdiendo cada vez más, fuerza y perfección…» y, en efecto, veía sobre un haz de sombra, que se filtraba por una
hendija de la puerta, la generación descendiente de las razas del porvenir.
En fin, me desgarró esta sombría
contemplación. La noble y compasiva figura de mi eximio doctor me hizo regresar
al mundo de los vivos; él me convidó para que estuviera presente en un suceso
que me interesó vivamente. Entre los enfermos se encontraba un joven, antiguo
soldado del África, que, luego de seis semanas continuas, se negaba rotundamente
a ingerir alimentos, así que, por medio de un largo tubo de caucho se le
suministraba sustancias líquidas y nutrientes, además, no podía ver ni
hablar. Tal fue el espectáculo que me impresionó de tal manera que, abandonado
en el monótono círculo de mis sensaciones y mis penas morales, encontré a un ser
indefinible, taciturno y paciente sentado como una esfinge en las sublimes
puertas de la existencia.
Comencé a quererlo a causa de su desgracia y de su
abandono; me fortificó esta piedad y simpatía que sentía, me pareció que
transitaba entre la vida y la muerte como un sublime interprete, como un
confesor, predestinado a comprender esos secretos del alma que la palabra no podría
transmitir o no lograría representar. Era pues, el oído de Dios sin intervención
alguna de un pensamiento ajeno. Pasé horas enteras examinándome mentalmente, la
cabeza apoyada sobre la suya y sosteniéndole las manos, me parecía que un cierto
magnetismo liaba a nuestros dos espíritus; me sentí impresionado cuando una
palabra salió de su boca; ¡No se podía creer!, entonces atribuí a mi fervorosa
voluntad el comienzo de su curación.
Esa noche tuve un dulce sueño, el primero
desde hacía un buen tiempo: —Estaba en una torre, profundamente soterrada y tan alta que llegaba hasta
el cielo, tanto, que toda mi existencia parecía haberse consumido subiendo y
descendiendo por ella, ya mis fuerzas se agotaban e iba a desistir, cuando, de
pronto, una puerta lateral se abrió y un espíritu se presentó diciéndome: «¡ven hermano!»
No sé el porqué me vino la idea de que se llamaba Saturnino; tenía los
rasgos del pobre enfermo, pero como transfigurados y más perspicaces. Estábamos
en un campo iluminado por el esplendor de las estrellas, nos detuvimos a
contemplar ese espectáculo y el espíritu extendía su mano sobre mi frente,
asimismo como lo había hecho yo con mi compañero, cuando estaba despierto,
tratando de magnetizarlo; de inmediato una de las estrellas que veía en el cielo
comenzó a engrandecerse, y se apareció sonriente, la deidad de mis sueños, con
un atuendo, que podría decirse era casi al estilo hindú, tal como lo había visto
en otro tiempo. Ella caminó en medio de nosotros, y los prados comenzaban
a enverdecer, las flores y las hojas se levantaban de la tierra siguiendo el
rastro de sus pasos… Entonces ella me dijo lo siguiente:
«La prueba a la que estabas sometido
ha llegado a su fin; aquellos innumerables peldaños en los cuales te agotaste
bajándolos o subiéndolos eran a su vez los nexos de las antiguas ilusiones que
obstruían tu mente y ahora acuérdate de aquel día que imploraste a la Santa
Virgen, ese mismo día, el delirio se posesionó de tu espíritu. Solamente faltaba
que tus ruegos fueran llevados por un alma sencilla y desprendida de los lazos
de la tierra. Esa alma está ahora cerca de ti, y es por ello que se me ha
permitido venir a mí misma para infundirte valor». La alegría que le proporcionó ese sueño a mi espíritu conllevó a que me
levantara con un ánimo magnífico. Comenzaba a despuntar el Sol y yo quería tener
una señal palpable de aquella aparición que me había consolado, entonces escribí
en la pared estas palabras:
—«Tú me has visitado esta noche»—
—Escribo aquí, bajo el título de Memorables, las impresiones de muchos
otros sueños que siguieron a este que acabo de relatar.
Memorables
Sobre un soberbio pico de Auvernia resonaba la canción de los pastores ¡Pobre María, reina de los cielos ! A ti era a quien piadosamente se dirigían. Aquella rústica melodía llegó
hasta los oídos de los coribantes; quienes salieron cantando, uno tras otro, de
las grutas secretas donde el amor los cobijaba - ¡Hosanna! ¡Paz en la tierra y gloria en los cielos !En las montañas del Himalaya una florecilla nació ¡No me olvides! La luminosa mirada de una estrella se posó por un instante sobre ella, y
una respuesta se escuchó en un dulce y extraño lenguaje- ¡Myosotis! Una perla plateada brillaba en la arena; una perla de oro resplandecía en
el cielo… el mundo había sido creado. ¡Castos amores, divinos suspiros! ¡Inflamad la
Santa Montaña… tenéis. pues, hermanos en los valles y tímidas hermanas o cultas en el seno de los bosques! ¡Oh embalsamados bosquecillos de Pafos!
¡No sois como esos retiros donde se respira a todo pulmón el aire vivificante de
la patria - «¡Allá en lo alto, sobre lasmontañas/
el mundo vive ufano; /El silvestre ruiseñor/conforma toda mi alegría!»
¡Oh, qué hermosa es mi gran amiga! Es tan noble que perdonaría al mundo
entero y tan bondadosa que me ha concedido el perdón… La otra noche ella permanecía
recostada, no sé en que palacio, y yo no podía ubicarla. Mi caballo, Alezan-Brûlé, flaqueaba agotado bajo mi peso; las riendas rotas volaban sobre su grupa
sudada y me costó gran esfuerzo impedirle que se precipitara a tierra. Esa noche
el buen Saturnino vino a ayudarme, y mi noble amiga se colocó a mi lado montada
sobre su yegua blanca ceñida en armadura de plata, entonces me dijo: «¡Valor hermano!, pues, esta es la última etapa» y sus grandes ojos devoraban el espacio mientras soltaba al aire su
luenga cabellera impregnada con perfumes del Yemen. Reconocí, inmediatamente, en
ella los divinos rasgos de ***.
Queríamos el triunfo, y nuestros enemigos estaban a nuestros pies; la
abubilla mensajera nos guiaba al más alto de los cielos y el arco luminoso
resplandeció en las divinas manos de Apolión y el encantado cuerno de Adonis
resonaba a través de los bosques. «¡Oh Muerte ! ¿Dónde se halla tu victoria, pues el
Mesías victorioso cabalgaba entre nosotros ?...» Su traje era de un color jacinto azufrado y los puños así como
también las clavijas de los tobillos, refulgían cargados de diamantes y rubíes.
Cuando con su ligera varilla tocó la nacarada puerta de Jerusalén, los tres nos
vimos de repente inundados de luz, fue entonces cuando bajé entre los hombres
para anunciarles la maravillosa noticia. He despertado de un dulcísimo sueño: He
visto aquélla que amé radiante y renovada. El cielo se ha abierto en todo su
esplendor y allí he leído la palabra « perdón» firmada con la sangre de Jesucristo.
Una estrella ha brillado y me ha
revelado el secreto del mundo mortal. ¡Hosanna!¡ Paz en la tierra y Gloria en los cielos! Desde lo más profundo de las mudas tinieblas han resonado dos notas, una
grave y otra aguda– y el orbe eterno se ha puesto a girar súbitamente. ¡Oh bendita seas,
oh primera octava que comienzas el himno divino!, de domingo a domingo cubres
con tu mágica red todos los días. Los montes te cantan en los valles, las
fuentes en las riveras, las riveras en los ríos y los ríos en el océano; el aire
resopla, y la luz baña armoniosamente las flores nacientes. Un suspiro, un
temblor amoroso surge del henchido pecho de la tierra y el coro de los astros se
expande al infinito; se aleja y vuelve sobre sí mismo, se contrae y se dilata,
y en la lontananza siembra los gérmenes de las nuevas creaciones. Sobre la cima
de un monte azulado una florecilla nació
–No me olvides– la luminosa mirada de una estrella se posó un instante sobre ella, y una
respuesta se escuchó en un dulce y extraño lenguaje.
–¡ Myosotis!– ¡Maldito seas, Dios del Norte, -
que destrozaste de un martillazo la mesa santa que estaba hecha con los siete
metales más preciosos!, sin embargo, no has podido romper la Perla Rosada
que reposaba en su centro, pues ella ha surgido del fuego, - y por ello
estamos bajo su protección… ¡Hosanna!El macrocosmo, o gran mundo, ha sido creado por arte cabalístico;
asimismo, el microcosmo, o pequeño mundo es su imagen reflejada en todos los
corazones. La Perla Rosada
ha sido manchada con la sangre real de las Valkirias. ¡Maldito seas, dios
herrero, que has querido destruir todo un mundo! ¡ Sin embargo, el perdón de
Cristo también se ha pronunciado para ti! Seas, pues, bendito incluso tú — Oh Thor, el gigante; el más poderoso de los hijos de Odín! ¡Seas bendito en
Hela, tu madre, pues frecuentemente la muerte resulta dulce, y también en tu
hermano Loki, y en tu perro Garmur! ¡Que la serpiente que oprime al mundo sea
bendita también, pues afloja la presión de sus anillos y con sus fauces abiertas
aspira la fragancia de la flor de anxoka, la flor azufrada, la esplendorosa flor
del Sol.!¡ Que Dios preserve al divino Balder, el hijo de Odín y de la hermana
Friga!
Transportado espiritualmente, me hallé de nuevo en Saardam, lugar que
había visitado el año pasado. La nieve cubría la tierra. Una pequeña niña
caminaba deslizándose sobre la tierra endurecida y se dirigía, según creo, hacia
la casa de Pedro el Grande. Su majestuoso perfil tenía algo de borbónico. Su
cuello, era de una esplendorosa blancura, sobresalía apenas de una palatina de
plumas de cisne, con su pequeña y rosada mano cubría del viento un candil
encendido y se disponía a tocar en la verde puerta de la casa, cuando, de
pronto, una gata lánguida que salía de adentro se le coló entre las piernas y
la hizo caer.
«¡Vaya, pero si sólo se trata de un gato !» dijo la pequeña levantándose. «¡Un gato no carece de importancia !» le replicó una dulce voz. Yo presencié dicha escena, y en mi brazo
llevaba un gatito gris que se puso a maullar. - «¡ Es hijo de esa anciana hada!» - dijo la pequeña y luego entró a la casa. Esa noche, mi sueño tuvo
lugar sobre todo en Viena, se sabe que en esa ciudad se han erigido en cada una
de las plazas, grandes columnas que son llamadas «expiaciones».
Nubes marmóreas se acumulaban
figurando el orden salomónico, soportando las esferas de donde, sentados,
presiden las divinidades. De inmediato, ¡Oh maravilla! Me puse a soñar con
aquella augusta hermana del emperador de Rusia, cuyo palacio imperial tuve
ocasión de ver en Weimar.
— Una mansedúmbrica melancolía dio pie para que me fijara en las coloridas
brumas de un paisaje noruego iluminadas por un día grisáceo y agradable. Las
nubes se volvieron de improviso transparentes y vi abrirse ante mí un abismo
profundo donde se precipitaban tumultuosamente las flotas de la Báltica glacial.
Parecía como si todas las azuladas aguas del río Neva debía engullirse por
aquella fisura del globo. Los navíos de Cronstadt y de San Petersburgo removían
sus áncoras ya casi apunto de destrabarse y desaparecer en el remolino, pero de
pronto, una luz divina iluminó esta escena de desolación. Bajo el vivo rayo que
atravesaba la bruma, vi aparecer de inmediato el peñasco que sostenía la estatua
de Pedro el Grande ; sobre aquel sólido pedestal se agruparon nubes que se
elevaban hasta el cenit; estaban repletas de radiantes deidades y celebridades,
entre las cuales se distinguían las dos Caterinas y la emperatriz santa Helena,
acompañadas por las más bellas princesas de Moscovia y Polonia, sus
dulces miradas dirigidas hacia Francia, acortaban la distancia por medio de un
largo telescopio de cristal.
De ello deduje que nuestra patria se convertiría en
el arbitro de la querella oriental y que aguardan por una resolución. Mi sueño
concluyó con la dulce esperanza de que la paz por fin nos sería dada. Fue de
esta manera como me entusiasmé a comenzar una audaz tentativa. Determiné fijar
el sueño en la memoria y tratar de conocer el secreto que guardaba - ¿Por qué, pensé, no puedo permitirme, después de
todo, forzar esas puertas místicas armado con toda mi voluntad y tratar de
dominar mis sensaciones en lugar de palidecer por ellas?
¿No es posible acaso dominar esta
atrayente y reductible quimera, de imponer una regla a esos espíritus nocturnos
que se burlan de nuestra razón?. El sueño ocupa un tercio de nuestra vida, es la consolación de nuestras
diarias penurias, o el castigo de sus placeres, pero jamás lo he experimentado
como un reposo. Luego de dormir, aunque sea por unos instantes, se da comienzo a
una nueva vida liberada de las condiciones del tiempo y del espacio,
pareciéndose, sin duda alguna, a aquello que nos espera después de la muerte.
¿Quién sabe si no existe un nexo entre ambas existencias o si sea posible que
el alma pueda anudarlas en el mismo presente? Desde entonces, me sentí abatido
buscando el significado de mis sueños y esta inquietud influyó en las
reflexiones que hacía durante mi vigilia, pues, creí comprender que existía un
nexo entre el mundo externo y el mundo interno. Y también de que la desatención
o el desorden espiritual quebrantaban únicamente las interrelaciones a parentes… De tal modo se explicaba también lo extraño de ciertos cuadros
semejantes a esos reflejos deslumbrantes de objetos reales que se agitan sobre el agua
perturbada. Tales eran las ideas que se me ocurrían durante las noches, mientras
que los días transcurrían parsimoniosamente en compañía de los quejumbrosos
enfermos, entre los cuales, forjé lazos de amistad. El convencimiento que desde
entonces había sido purificado de las faltas cometidas durante mi vida pasada,
me proporcionaba satisfacciones infinitas de índole moral; por otro lado, la
certeza de la inmortalidad y de la coexistencia de todas las personas que había
amado, por decirlo de alguna forma, me habían sido dada de modo material; y
bendecía el alma fraterna que desde el profundo seno de la desesperación me
había encaminado hacia los senderos luminosos de la fe.
El pobre muchacho, el cual todo vestigio de vida se había apartado de él
de manera tan singular, se le suministraron tratamientos que paulatinamente
vencían su debilidad. Cuando me enteré de que él había nacido en el campo,
pasaba horas enteras cantándole canciones campestres a las cuales procuraba
darles un tono más recurrente. Me alegró ver que las escuchaba e incluso repetía
algunas partes de dichas canciones.
Un día por fin abrió los ojos al menos por
un instante y me percaté que eran azules como los del espíritu que me había
aparecido en sueños. Otra mañana, poco días después, los mantuvo bien abiertos,
sin intentar volver a cerrarlos y al cabo de un rato comenzó a hablar, aunque
únicamente a intervalos, y, cuando me reconoció me tuteaba llamándo mehermano.
Sin embargo, aún se negaba a comer. Otro día, regresando del jardín, me dijo: «tengo sed» fui a buscarle algo que beber; no obstante solo tocó con los labios el
vaso sin que bebiera una sola gota, entonces le pregunté:
—¿Por qué te niegas a ingerir alimento y bebida así como lo hace el resto?
—Porque estoy muerto–me respondió – estoy enterrado en tal cementerio, en tal sepulcro…
—Y ahora, ¿Dónde crees que te encuentras?
—En el purgatorio, ya he cumplido mi expiación.
Tales son las extravagantes ideas que inspiran esa clase de enfermedades.
Por mi parte tengo que reconocer que no había estado tan distante de tal
persuasión. Los cuidados que venía recibiendo me hacían extrañar a mi familia y
a mis amigos, y hasta podía juzgar con mayor lucidez el mundo de ilusiones en el
que había vivido durante un tiempo. No obstante, he de decir que me siento
orgulloso de las convicciones que adquirí durante esa época. Y me atrevo a
comparar aquella serie de pruebas que tuve que pasar a lo que, para los
antiguos, representaba la idea del descenso a los infiernos.
Traducido al castellano por E.J. Ríos
desde el texto original editado por la Librairie Général Francaise
- 1972, a los 23 días del mes de junio del ano 2003
y culminando el 26 de enero del 2005 en memoria
de los 150 anos de conmemoración de la muerte
del poeta y dramaturgo Gérard de Nerval
de los 150 anos de conmemoración de la muerte
del poeta y dramaturgo Gérard de Nerval
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