Resistencia,
entrevista de Pierre
Bergier a René Char
Pierre Berger.- Antes de pedirle que participe en una conversación en la que la que la honestidad intelectual sea una de las bases, me he detenido a releer el breve prólogo que escribió usted en marzo de 1948 para la traducción de “Heráclito de Efeso”, de Iván Battistini. Una frase, entre otras, me ha demostrado hasta qué punto está usted comprometido en el camino de la esperanza: “El devenir progresa conjuntamente en el interior y alrededor de nosotros. No está subordinado a las pruebas de la naturaleza, se agrega a ellas y actúa sobre ellas”. En el instante en que una especie de sueño letárgico pesa sobre nuestro mundo, una afirmación semejante es, sin duda, una ventana abierta. De todas maneras, hay mucho que hacer aún para que esta ventana no se vuelva a cerrar. Sabe usted cuán peligrosa es una toma de conciencia, para no decir una toma de posición. Asistimos a conflictos sorprendentes, y aun escandalosos, cuya resultante fatal es la duda. Su prólogo al Heráclito es una auténtica toma de conciencia. Escrito en 1948, ¿qué ve usted que pueda corregirse hoy?
René Char.- ¿Se preocupa usted acerca de la honestidad intelectual?
Discúlpeme, querido amigo, pero hay una cosa que mis orejas no pueden oír sin
embarazo: es precisamente la palabra “dignidad”, que se me hace el honor de
aplicarme demasiado a menudo... Protesto: soy un hombre como todos, a veces tan
parcial y utopista como los demás, se lo aseguro, de ninguna manera mejor...
¡Ah, no!
P.B.- Pero, su actitud...
R.C.- No hablemos de actitud. Yo me esfuerzo, me descascaro. ¡Eso es todo!
En cuanto al prefacio del Heráclito... Me ha ocurrido hacer escritos de
circunstancia, aunque raramente; de todas maneras, este prefacio podría estar
bien escrito incluso hoy. No tengo nada que suprimirle, nada que agregarle. En
el momento en que vivimos –y pienso sobre todo en aquellos que viven en esta
hipnosis tan particular que difunde el clima de nuestra época- la Esperanza es
verdaderamente el único lenguaje activo y la única ilusión susceptible de ser
transformada en buen movimiento. Nosotros, hombres, poetas, tenemos que
contentarnos con asegurar que esta esperanza no es candor. No podría haber
poesía o vida sin esperanza -poesía: esperanza extrema; existencia: esperanza
relativa-. La poesía es la soledad noble por excelencia, una soledad, en fin,
que tiene derecho a confiarse. Hegel dice que, desde el punto de vista del
sentido común, la filosofía es el mundo al revés. Parafraseándolo, se podría
decir que, desde el punto de vista de la equidad, la poesía es el mundo en su
mejor lugar. Aun si se halla enfrentado a una naturaleza pesimista, aquel que
acepte las perspectivas del Devenir debe darse perfecta cuenta de que, en este
caso, el móvil de ese pesimismo es ambiguamente la esperanza; esperanza de que
algo inesperado surgirá, de que la opresión será derribada. Parece que la
poesía, por los caminos que ella ha seguido, por las pruebas que ha resistido
para merecer su nombre de poesía, constituye la posta que permite al ser
exhausto y desmoralizado volver a encontrar fuerzas nuevas y razones frescas
para perseguir la presa o la sombra una vez más.
P.B.- Cada día comprobamos cómo es de grande la confusión intelectual. Los
valores más opuestos se unen de manera inesperada, lo más a menudo por medio de
intérpretes impuros y deshumanizados, lo que se podría llamar alianzas
peligrosas. Los mismos maestros del pensamiento son reivindicados por los
hombres más diversos. Así se verifica una vez más uno de los problemas sobre
los cuales usted se ha detenido recientemente: el de las incompatibilidades.
R.C.- Estamos rodeados, en los hombres más comunes, por jueces con fauces
de verdugos, ¡por perros de policía! Pero ¿cómo es eso? Uno no tiene jamás por
qué examinar ni condenar a alguien que se contenta con sufrir la realidad
cotidiana con todas sus imperfecciones y todas sus debilidades y que no erige su
propia vulnerabilidad en tablado, desde donde denunciar al prójimo a la
vindicta pública... Sin embargo, eso no es ya tan cierto, tanto va el mal de
prisa... Pienso, a este respecto, muy especialmente en Villon, quien es, sin
duda, el más grande poeta francés. Pero justamente cuando ciertos escritores,
que no son –lo ignoren o no- sino actores de la literatura (olímpicos o
frenéticos), entienden intervenir y regentear, entonces creo que hay una
impostura manifiesta que es preciso reducir. Vea usted, Berger, todo hombre es,
por lo general, distinto de lo que cree ser en el bien como en el mal, en el
error como en la verdad. Ninguno de nosotros escapa a esta fatalidad. Las
estratagemas no arreglan nada.
P.B.- La imperfecta conciencia de los escritores y artistas forma parte
también –Camus lo afirmaba en un discurso pronunciado en Pleyel en 1948- de
nuestra constante angustia. Parece cada día más necesario que un poeta defina a
su vez este mal.
R.C.- Yo no quisiera pronunciar la palabra maldición... Es una palabra
demasiado cómoda y que autoriza todas las dimisiones. Creo que hay, de todas
maneras, una parte de responsabilidad individual (y, por extensión, colectiva)
en lo que ocurre en este momento. Hemos creído, en 1945, salir del espíritu
totalitario... Acordémonos de que ese cáncer, bajo el nombre de fascismo, ha
comenzado por devorar una nación, luego otra. En la actualidad está agazapado
en el inconsciente de los hombres, en particular, de aquellos que se declaran
sus peores enemigos... Ese mal, en el cual nos hemos detenido a pensar, es el
desprecio del prójimo: una especie de indiferencia colosal con respecto a la
inteligencia de los demás y de su alma viviente. ¡Una intolerancia de dementes!
¡Su caballo de Troya es la palabra felicidad! Y yo creo que eso es mortal. No
se trata de un peligro relativo sino absoluto.
P.B.- Que no justifica ningún espejismo de la Tierra Prometida.
R.C.- Yo le hablo en tanto ser que vive sobre una tierra presente,
inmediata, y no en tanto ser que tiene mil años de camino delante suyo. Hablo
para los hombres de mi tiempo, que han hecho morir como nunca, y no
hipotéticamente para los hombres de la distancia. Se acostumbra, para
tentarnos, a desplegar ante nosotros la sombra clara de un gran ideal. Sin
embargo, la edad de oro prometida no podría serlo sino en el presente. ¡La
perspectiva de un paraíso ha inflado al hombre!
P.B.- Entre tantos otros, la poesía es un acto de rebelión. ¿Cómo librar a
la poesía de sus opresores?
R.C.- La verdadera poesía se las arregla bien por sí sola: existid sin
temor. Lo importante es perseverar, no declararse vencido sobre el terreno de
la condición humana y de la libertad. Es preciso volver sin cesar, convencer,
decidir la evidencia de ganar la partida, elevar el buen sentido al primer
rango...
P.B.- Todo lo que yo experimento en cuanto a la condición del poeta se
encuentra felizmente aclarado por ese comportamiento contradictorio que se
ejerce en pro o en contra de mí. Ello me encanta, sirve para propagar una
manera de energía, de calor humano. Pro y contra son indispensables. En un
reciente estudio, Maurice Blanchot escribe: “La obra es el alba que precederá
al día. Ella inicia, entroniza. Misterio que entroniza, dice Char, pero ella
misma permanece en el misterio, excluida de la iniciación y exiliada de la
clara verdad: suerte de Mesías que será redentor a condición de ser siempre el
que vendrá y de ninguna manera el que ha venido”. Me parece que Blanchot nos
ofrece una clave y que eso deben ser las “oportunidades patéticas” de las que
nos habla en Hojas de Hipnos. ¿Está usted de acuerdo?
R.C.- Completamente. Blanchot es el compañero espiritual soñado... No lo
conozco.
P.B.- Los combates en los que usted ha participado y aquellos en los
cuales participa aún se asemejan misteriosamente. Siempre es el mismo enemigo,
el mismo ángel malo el que usted y sus amigos vuelven a encontrar. Y, de hecho,
si la esperanza está de vuestro lado, hay también otra esperanza –maléfica-
enfrente. ¿No piensa usted que es el tiempo de darnos nuevas Hojas de Hipnos?
R.C.- El contenido de los libros varía según las épocas. Hoy no es un
combate el que sostenemos: es mucho más: una especie de paciencia armada nos
introduce en ese estado de rechazo increíble. Pero, permanecer abiertos,
permanecer presentes, retener el escalofrío, limitar al malvado... De 1941 a
1944 he escrito Hojas de Hipnos como un ama de casa consigna sus cuentas en una
libreta. De 1948 a 1952 he producido A una serenidad crispada. Se exige de
muchos poetas, al pedirles que comenten su poesía, la exhibición de sus
sentimientos íntimos, la confesión de sus “ideas”, si fuera realmente cierto
que ellos tienen “ideas”. Hojas de Hipnos correspondía a su tiempo; A una
serenidad crispada corresponde al nuestro.
P.B.- Esa forma aforística...
R.C.- Ya sé, ya sé... Y bien, si me reprocha mi forma breve, a eso
respondo con dos aforismos de Hojas...: “Mantén frente a los otros lo que te
has prometido solamente a ti. Ahí está tu contrato.” “He aquí la época en que
el poeta siente erguirse en él esta meridiana fuerza de ascensión”. Es preciso
concentrar, decir con rapidez, iluminar con exactitud... ¡Tanto peor para la
retórica!
P.B.- Es verdad que se exige demasiado de los poetas.
R.C.- Si existe una poesía, si ella es un polo de atracción, si es
alimenticia, ¿qué necesidad hay de hablar de ella?
P.B.- Inquietos por lo que esencialmente ellos no han creado, los hombres
tienen necesidad de definición, una necesidad nostálgica, como si pensaran que
las mejores definiciones son el propio origen.
R.C.- Pero no! Veamos... Hacemos salir de nuestro laconismo, de nuestro
cuarto de trabajo, de las circunstancias comunes a todos los hombres, significa
desearnos “cargados de misión”.
P.B.- Pero es evidente que vosotros tenéis una misión...
R.C.- No. Tenemos una tarea, eso sí... Bien sé que los poetas tienen a
menudo curiosas pretensiones. Sin cesar, ellos se creen obligados a tocar el
clarín, de donde su rápida pérdida de influencia...
P.B.- De todas maneras, ellos no pueden permanecer enclaustrados...
R.C.- No, por supuesto. Además, yo no abogo por la torre de marfil... sino
por el conocimiento exacto de los motivos. No se desconfía lo suficiente de la
impropiedad, no sólo de los términos, sino de la farsa de los
acontecimientos...
P.B.- En ellos estamos.
R.C.- Una de las curiosidades de la época es lo universal. En cuanto
cualquier individuo es consultado, responde sin vacilación –lo cual implica que
él es la ciencia infusa- aun si es ignorante del asunto o de la cosa humana de
que se trata. El intelectual sueña a la vez “ser” y “no poder ser”. Y lo que no
puede ser, su orgullo lo proyecta en los otros, aquellos para los cuales
escribe. Lo que no debería dispensarlo, en cuanto a sí mismo, de la prueba
patética.
P.B.- Yo le he dicho “misión”, usted me ha respondido “tarea”. Conforme.
Además, pienso que las dos nociones no son incompatibles. Y es por eso que
puedo preguntarle qué espera usted de la juventud. Mi pregunta no es tan simple.
Después de la aparición de sus últimos libros, después de la antología a la que
precedió mi ensayo en la colección Poètes d’aujourd’hui, muchos espíritus
jóvenes tomaron en cuenta el ¿Ha leído usted a Char? de Mounin. Se le comenta
en los medios más diversos y yo sé, por mi parte, de jóvenes desesperaciones
que se borraron después de la publicación de EL sol de las aguas. Creo que eso
es muy significativo y es por ello que le aseguro que mi pregunta no es tan
simple.
R.C.- No es simple, en efecto. De esas adhesiones yo no puedo únicamente
estar conmovido: ellas aumentan aun mis escrúpulos. No exageremos. Creo que con
un poco de obstinación y la ayuda de sus hermanos mayores, la juventud superará
el desorden. Creo que mis poemas corresponden a alguna cosa cuyo equivalente
serían deberes felices después de dificultades sin número. Nunca he propuesto
nada que, una vez pasada la euforia, corriera el riesgo de caer de lo alto. No
soy de aquellos que toman el mar “como si tal cosa”. Naturalmente me parece que
los jóvenes van hacia aquellos que los escuchan con seriedad, con afecto, y no
los desengañan.
P.B.- No hay sólo el problema de las incompatibilidades; está también el
de los equívocos. Bien se ve que la honestidad intelectual pierde cada día más
su sentido. Usted se complace en repetir a menudo que “todo sigue siendo
todavía posible”. ¿Podría incluso repetirlo aquí?
R.C.- Sí, ciertamente.
P.B.- Vivimos cada vez más el tiempo de la elección. ¿Qué puede la poesía
en el dilema que nos concierne? En medio de los hombres ¿qué pueden los poetas?
R.C.- El poeta está originariamente comprometido, pero “comprometido” es
una palabra que no tiene sentido aquí, que es impropia. Digamos que el poeta es
combinable.
P.B.- Sea. Pero el compromiso, antes de ser una moda, tenía un sentido
noble.
R.C.- Sólo he visto hasta ahora seres para quienes la palabra compromiso
era muy imprecisa. La expresión que les convenía mejor era solidaridad, odio
común, amor compartido o deseo de cambio. He asistido en 1940 a la agonía de tres
hombres, los tres diferentes durante su validez. Cada uno de ellos tenía un
fragmento del mismo obús en el vientre y agonizaban juntos bajo nuestros ojos.
Le aseguro que sus quejas eran las mismas...
P.B. El sentido de ese mensaje se refuerza muy particularmente en un texto
suyo que yo sé sin terminar pero del que conocemos de todas maneras algunos
fragmentos. Hablo de La búsqueda de la base y de la cumbre.
R.C.- Ese texto está, en efecto, sin terminar, y en él trabajo. No
entreveo la fecha de su publicación, no porque este texto tenga una importancia
tal que deba ser embellecido y modificado sin cesar, sino porque es como los
altos y los bajos de mi vida misma. Un día me ha sido dado escribir: “El conocimiento
nutre y la experiencia marchita”. Es preciso desconfiar de la importancia de la
experiencia porque ella vuelve a los seres y a las cosas sin juventud,
imperfectibles. Usted me ha preguntado hace un momento si yo creía en la
juventud. Creo tanto en ella, que muy a menudo me desmiento.
Extraído de El movimiento "Poesía Buenos Aires"
1950/1960, número XI/XII,
dedicado íntergramente a René Char
(versión de Raúl Gustagvo Aguirre),
Bs. As., 1979
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