A. Pellegrini, Juan J. Ceselli, F. Madariaga |
y los imbéciles
La poesía tiene una puerta herméticamente cerrada para los imbéciles,
abierta de par en par para los inocentes. No es una puerta cerrada con llave o
con cerrojo, pero su estructura es tal que, por más esfuerzos que hagan los
imbéciles, no pueden abrirla, mientras cede a la sola presencia de los
inocentes. Nada hay más opuesto a la imbecilidad que la inocencia. La
característica del imbécil es su aspiración sistemática de cierto orden de
poder. El inocente, en cambio, se niega a ejercer el poder porque los tiene
todos. Por supuesto, es el pueblo el poseedor potencial de la suprema actitud
poética: la inocencia. Y en el pueblo, aquellos que sienten la coerción del
poder como un dolor. El inocente, conscientemente o no, se mueve en un mundo de
valores (el amor, en primer término), el imbécil se mueve en un mundo en el
cual el único valor está dado por el ejercicio del poder.
Los imbéciles buscan el poder en cualquier forma de autoridad: el dinero
en primer término, y toda la estructura del estado, desde el poder de los
gobernantes hasta el microscópico, pero corrosivo y siniestro poder de los
burócratas, desde el poder de la iglesia hasta el poder del periodismo, desde
el poder de los banqueros hasta el poder que dan las leyes. Toda esa suma de
poder está organizada contra la poesía.
Como la poesía significa libertad, significa afirmación del hombre
auténtico, del hombre que intenta realizarse, indudablemente tiene cierto
prestigio ante los imbéciles. Es ese mundo falsificado y artificial que ellos
construyen, los imbéciles necesitan artículos de lujo: cortinados, bibelots,
joyería, y algo así como la poesía. En esa poesía que ellos usan, la palabra y
la imagen se convierten en elementos decorativos, y de ese modo se destruye su
poder de incandescencia. Así se crea la llamada "poesía oficial",
poesía de lentejuelas, poesía que suena a hueco.
La poesía no es más que esa violenta necesidad de afirmar su ser que
impulsa al hombre. Se opone a la voluntad de no ser que guía a las multitudes
domesticadas, y se opone a la voluntad de ser en los otros que se manifiesta en
quienes ejercen el poder.
Los imbéciles viven en un mundo artificial y falso: basados en el poder
que se puede ejercer sobre otros, niegan la rotunda realidad de lo humano, a la
que sustituyen por esquemas huecos. El mundo del poder es un mundo vacío de
sentido, fuera de la realidad. El poeta busca en la palabra no un modo de
expresarse sino un modo de participar en la realidad misma. Recurre a la
palabra, pero busca en ella su valor originario, la magia del momento de la
creación del verbo, momento en que no era un signo, sino parte de la realidad
misma. El poeta mediante el verbo no expresa la realidad sino participa de ella
misma.
La puerta de la poesía no tiene llave ni cerrojo: se defiende por su
calidad de incandescencia. Sólo los inocentes, que tiene el hábito del fuego
purificador, que tienen dedos ardientes, pueden abrir esa puerta y por ella
penetran en la realidad.
La poesía pretende cumplir la tarea de que este mundo no sea sólo
habitable para los imbéciles.
[Revista Poesía Nº 9, agosto de 1961]
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