sábado, 9 de marzo de 2013

Sigmund Freud: Ensayo (1919)



    Lo Siniestro 






E. T. A. Hoffmann es el maestro sin par de lo siniestro en la literatura. Su novela Los elixires del Diablo presenta todo un conjunto de temas a los cuales se podría atribuir el efecto siniestro de la narración. El argumento de la novela es demasiado rico y entreverado como para que se pueda intentar referirlo en una reseña. Al final del libro, cuando las convenciones sobre las cuales se fundaba la acción y que hasta entonces habían sido disimuladas al lector, le son finalmente comunicadas, he aquí que éste no queda informado, sino por el contrario completamente confundido. El poeta ha acumulado demasiados efectos semejantes; la impresión que produce el conjunto no sufre por ello, pero sí nuestra comprensión. Es preciso que nos conformemos con seleccionar, entre estos temas que evocan un efecto siniestro, los más destacados, a fin de investigar si también para ellos es posible hallar un origen en fuentes infantiles. Nos hallamos así, ante todo, con el tema del «doble» o del «otro yo», en todas sus variaciones y desarrollos, es decir: con la aparición de personas que a causa de su figura igual deben ser consideradas idénticas; con el acrecentamiento de esta relación mediante la transmisión de los procesos anímicos de una persona a su «doble» -lo que nosotros llamaríamos telepatía-, de modo que uno participa en lo que el otro sabe, piensa y experimenta; con la identificación de una persona con otra, de suerte que pierde el dominio sobre su propio yo y coloca el yo ajeno en lugar del propio, o sea: desdoblamiento del yo, partición del yo, sustitución del yo; finalmente con el constante retorno de lo semejante, con la repetición de los mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, actos criminales, aun de los mismos nombres en varias generaciones sucesivas.


El tema del «doble» ha sido investigado minuciosamente, bajo este mismo título, en un trabajo de O. Rank. Este autor estudia las relaciones entre el «doble» y la imagen en el espejo a la sombra, los genios tutelares, las doctrinas animistas y el temor ante la muerte. Pero también echa viva luz sobre la sorprendente evolución de este tema. En efecto, el «doble» fue primitivamente una medida de seguridad contra la destrucción del yo, un «enérgico mentís a la omnipotencia de la muerte» (O. Rank), y probablemente haya sido el alma «inmortal» el primer «doble» de nuestro cuerpo. La creación de semejante desdoblamiento, destinado a conjurar la aniquilación, tiene su parangón en un modismo expresivo del lenguaje onírico, consistente en representar la castración por la duplicación o multiplicación del símbolo genital. En la cultura de los viejos egipcios esa tendencia compele a los artistas a modelar la imagen del muerto con una sustancia duradera. Pero estas representaciones surgieron en el terreno de la egofilia ilimitada, del narcisismo primitivo que domina el alma del niño tanto como la del hombre primitivo, y sólo al superarse esta fase se modifica el signo algebraico del «doble»: de un asegurador de la supervivencia se convierte en un siniestro mensajero de la muerte.

                   Pero la idea del «doble» no desaparece necesariamente con este protonarcisismo original, pues es posible que adquiera nuevos contenidos en las fases ulteriores de la evolución del yo. En éste se desarrolla paulatinamente una instancia particular que se opone al resto del yo, que sirve a la autoobservación y a la autocrítica, que cumple la función de censura psíquica, y que nuestra consciencia conoce como conciencia. En el caso patológico del delirio de referencia, esta instancia es aislada, separada del yo, haciéndose perceptible para el médico. La existencia de semejante instancia susceptible de tratar al resto del yo como si fuera un objeto, o sea la posibilidad de que el hombre sea capaz de autoobservación, permite que la vieja representación del «doble» adquiera un nuevo contenido y que se le atribuya una serie de elementos: en primer lugar, todo aquello que la autocrítica considera perteneciente al superado narcisismo de los tiempos primitivos.
                  Pero no sólo este contenido ofensivo para la crítica yoica puede ser incorporado al «doble», sino también todas las posibilidades de nuestra existencia que no han hallado realización y que la imaginación no se resigna a abandonar, todas las aspiraciones del yo que no pudieron cumplirse a causa de adversas circunstancias la ilusión del libre albedrío. Pero una vez expuesta de este modo la motivación manifiesta del «doble», henos aquí obligados a confesarnos que nada de lo que hemos dicho basta para explicarnos el extraordinario grado del carácter siniestro que es propio de esa figura. Por otra parte, nuestro conocimiento de los procesos psíquicos patológicos nos permite agregar que nada hay en este contenido que alcance a dar razón de la tendencia defensiva que proyecta al «doble» fuera del yo, cual una cosa extraña. El carácter siniestro sólo puede obedecer a que el «doble» es una formación perteneciente a las épocas psíquicas primitivas y superadas, en  las cuales sin duda tenía un sentido menos hostil. «El doble» se ha transformado en un espantajo, así como los dioses se tornan demonios una vez caídas sus religiones. (Heine, Die Götter im Exil. «Los dioses en el destierro».)


Aplicando la pauta que nos suministra el tema del «doble», es fácil apreciar los otros transtornos del yo que Hoffmann utiliza en sus cuentos. Consisten aquéllos en un retorno a determinadas fases de la evolución del sentimiento yoico, en una regresión a la época en que el yo aún no se había demarcado netamente frente al mundo exterior y al prójimo. Creo que estos temas contribuyen a dar a los cuentos de Hoffmann su carácter siniestro, aunque no es fácil determinar la parte que les corresponde en la producción de esa atmósfera. El factor de la repetición de lo semejante quizá no sea aceptado por todos como fuente del sentimiento en cuestión. Según mis observaciones, en ciertas condiciones y en combinación con determinadas circunstancias, despierta sin duda la sensación de lo siniestro, que por otra parte nos recuerda la sensación de inermidad de muchos estados oníricos.
                   Cierto día, al recorrer en una cálida tarde de verano las calles desiertas y desconocidas de una pequeña ciudad italiana, vine a dar a un barrio sobre cuyo carácter no puede quedar mucho tiempo en duda, pues asomadas a las ventanas de las pequeñas casas sólo se veían mujeres pintarrajeadas, de modo que me apresuré a abandonar la callejuela tomando por el primer atajo. Pero después de haber errado sin guía durante algún rato, encontréme de pronto en la misma calle, donde ya comenzaba a llamar la atención; mi apresurada retirada sólo tuvo por consecuencia que, después de un nuevo rodeo, vine a dar allí por tercera vez. Mas entonces se apoderó de mí un sentimiento que sólo podría calificar de siniestro, y me alegré cuando, renunciando a mis exploraciones, volví a encontrar la plaza de la cual había partido. Otras situaciones que tienen en común con la precedente el retorno involuntario a un mismo lugar, aunque difieran radicalmente en otros elementos, producen, sin embargo, la misma impresión de inermidad y de lo siniestro. Por ejemplo, cuando uno se pierde, sorprendido por la niebla en una montaña boscosa, y pese a todos sus esfuerzos por encontrar un camino marcado o conocido, vuelve varias veces al mismo lugar caracterizado por un aspecto determinado. O bien cuando se yerra por una habitación desconocida y oscura, buscando la puerta o el interruptor de la luz, y se tropieza en cambio por décima vez con un mismo mueble; situación ésta que Mark Twain, aunque mediante una grotesca exageración, pudo dotar de irresistible comicidad.


           También hallamos fácilmente este carácter en otra serie de hechos: sólo el factor de la repetición involuntaria es el que nos hace parecer siniestro lo que en otras circunstancias sería inocente, imponiéndonos así la idea de lo nefasto, de lo ineludible, donde en otro caso sólo habríamos hablado de «casualidad». Así, por ejemplo, seguramente es una vivencia indiferente si en el guardarropas nos dan, al entregar nuestro sombrero, un número determinado -digamos, el 62- o si nos hallamos conque nuestro camarote del barco lleva ese número. Pero tal impresión cambia si ambos hechos, indiferentes en sí, se aproximan, al punto que el número 62 se encuentra varias veces en un mismo día, o si aún llega a suceder que cuanto lleva un número -direcciones, cuartos de hotel, coches de ferrocarril, etc.- presenta siempre la misma cifra, por lo menos como elemento parcial. Se considera esto «siniestro», y quien no esté acorazado contra la superstición, será tentado a atribuir un sentido misterioso a este obstinado retorno del mismo número, viendo en él, por ejemplo, una alusión a la edad que no ha de sobrevivir. O si, en otro caso, comenzando justamente a estudiar las obras del gran fisiólogo H. Hering, se reciben, con pocos días de intervalo y procedentes de distintos países, cartas de dos personas que llevan ese mismo nombre, mientras que hasta entonces jamás se había estado en relación con individuos así llamados. Un inteligente investigador trató hace poco de reducir a ciertas leyes los hechos de esta clase, quitándoles así inevitablemente todo carácter siniestro.
            No me atrevería a decidir si ha tenido éxito en su empresa. En cuanto a lo siniestro evocado por el retorno de lo semejante y a la manera en que dicho estado de ánimo se deriva de la vida psíquica infantil, no puedo más que mencionarlo en este conexo, remitiéndome en lo restante a una nueva exposición del tema, en otras relaciones, que ya tengo preparada. Me limito, pues, a señalar que la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del placer; un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco, que aún se manifiesta con gran nitidez en las tendencias del niño pequeño, y que domina parte del curso que sigue el psicoanálisis del neurótico. Todas nuestras consideraciones precedentes nos disponen para aceptar que se sentirá como siniestro cuanto sea susceptible de evocar este impulso de repetición interior. 

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