Lo Siniestro
E. T. A. Hoffmann es el maestro sin par de lo siniestro en la literatura. Su novela Los elixires del Diablo presenta todo un conjunto de temas a los cuales se podría atribuir el efecto siniestro de la narración. El argumento de la novela es demasiado rico y entreverado como para que se pueda intentar referirlo en una reseña. Al final del libro, cuando las convenciones sobre las cuales se fundaba la acción y que hasta entonces habían sido disimuladas al lector, le son finalmente comunicadas, he aquí que éste no queda informado, sino por el contrario completamente confundido. El poeta ha acumulado demasiados efectos semejantes; la impresión que produce el conjunto no sufre por ello, pero sí nuestra comprensión. Es preciso que nos conformemos con seleccionar, entre estos temas que evocan un efecto siniestro, los más destacados, a fin de investigar si también para ellos es posible hallar un origen en fuentes infantiles. Nos hallamos así, ante todo, con el tema del «doble» o del «otro yo», en todas sus variaciones y desarrollos, es decir: con la aparición de personas que a causa de su figura igual deben ser consideradas idénticas; con el acrecentamiento de esta relación mediante la transmisión de los procesos anímicos de una persona a su «doble» -lo que nosotros llamaríamos telepatía-, de modo que uno participa en lo que el otro sabe, piensa y experimenta; con la identificación de una persona con otra, de suerte que pierde el dominio sobre su propio yo y coloca el yo ajeno en lugar del propio, o sea: desdoblamiento del yo, partición del yo, sustitución del yo; finalmente con el constante retorno de lo semejante, con la repetición de los mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, actos criminales, aun de los mismos nombres en varias generaciones sucesivas.
El tema del «doble» ha sido investigado minuciosamente, bajo este mismo
título, en un trabajo de O. Rank. Este autor estudia las relaciones entre el
«doble» y la imagen en el espejo a la sombra, los genios tutelares, las
doctrinas animistas y el temor ante la muerte. Pero también echa viva luz sobre
la sorprendente evolución de este tema. En efecto, el «doble» fue
primitivamente una medida de seguridad contra la destrucción del yo, un
«enérgico mentís a la omnipotencia de la muerte» (O. Rank), y probablemente
haya sido el alma «inmortal» el primer «doble» de nuestro cuerpo. La creación
de semejante desdoblamiento, destinado a conjurar la aniquilación, tiene su
parangón en un modismo expresivo del lenguaje onírico, consistente en
representar la castración por la duplicación o multiplicación del símbolo
genital. En la cultura de los viejos egipcios esa tendencia compele a los
artistas a modelar la imagen del muerto con una sustancia duradera. Pero estas
representaciones surgieron en el terreno de la egofilia ilimitada, del
narcisismo primitivo que domina el alma del niño tanto como la del hombre
primitivo, y sólo al superarse esta fase se modifica el signo algebraico del
«doble»: de un asegurador de la supervivencia se convierte en un siniestro
mensajero de la muerte.
Pero la idea del
«doble» no desaparece necesariamente con este protonarcisismo original, pues es
posible que adquiera nuevos contenidos en las fases ulteriores de la evolución
del yo. En éste se desarrolla paulatinamente una instancia particular que se
opone al resto del yo, que sirve a la autoobservación y a la autocrítica, que
cumple la función de censura psíquica, y que nuestra consciencia conoce como
conciencia. En el caso patológico del delirio de referencia, esta instancia es
aislada, separada del yo, haciéndose perceptible para el médico. La existencia
de semejante instancia susceptible de tratar al resto del yo como si fuera un
objeto, o sea la posibilidad de que el hombre sea capaz de autoobservación,
permite que la vieja representación del «doble» adquiera un nuevo contenido y
que se le atribuya una serie de elementos: en primer lugar, todo aquello que la
autocrítica considera perteneciente al superado narcisismo de los tiempos
primitivos.
Pero no sólo este
contenido ofensivo para la crítica yoica puede ser incorporado al «doble», sino
también todas las posibilidades de nuestra existencia que no han hallado
realización y que la imaginación no se resigna a abandonar, todas las
aspiraciones del yo que no pudieron cumplirse a causa de adversas
circunstancias la ilusión del libre albedrío. Pero una vez expuesta de este
modo la motivación manifiesta del «doble», henos aquí obligados a confesarnos
que nada de lo que hemos dicho basta para explicarnos el extraordinario grado
del carácter siniestro que es propio de esa figura. Por otra parte, nuestro
conocimiento de los procesos psíquicos patológicos nos permite agregar que nada
hay en este contenido que alcance a dar razón de la tendencia defensiva que
proyecta al «doble» fuera del yo, cual una cosa extraña. El carácter siniestro
sólo puede obedecer a que el «doble» es una formación perteneciente a las
épocas psíquicas primitivas y superadas, en
las cuales sin duda tenía un sentido menos hostil. «El doble» se ha transformado
en un espantajo, así como los dioses se tornan demonios una vez caídas sus
religiones. (Heine, Die Götter im Exil. «Los dioses en el destierro».)
Aplicando la pauta que nos suministra el tema del «doble», es fácil
apreciar los otros transtornos del yo que Hoffmann utiliza en sus cuentos.
Consisten aquéllos en un retorno a determinadas fases de la evolución del
sentimiento yoico, en una regresión a la época en que el yo aún no se había
demarcado netamente frente al mundo exterior y al prójimo. Creo que estos temas
contribuyen a dar a los cuentos de Hoffmann su carácter siniestro, aunque no es
fácil determinar la parte que les corresponde en la producción de esa
atmósfera. El factor de la repetición de lo semejante quizá no sea aceptado por
todos como fuente del sentimiento en cuestión. Según mis observaciones, en
ciertas condiciones y en combinación con determinadas circunstancias, despierta
sin duda la sensación de lo siniestro, que por otra parte nos recuerda la
sensación de inermidad de muchos estados oníricos.
Cierto día, al
recorrer en una cálida tarde de verano las calles desiertas y desconocidas de
una pequeña ciudad italiana, vine a dar a un barrio sobre cuyo carácter no
puede quedar mucho tiempo en duda, pues asomadas a las ventanas de las pequeñas
casas sólo se veían mujeres pintarrajeadas, de modo que me apresuré a abandonar
la callejuela tomando por el primer atajo. Pero después de haber errado sin
guía durante algún rato, encontréme de pronto en la misma calle, donde ya
comenzaba a llamar la atención; mi apresurada retirada sólo tuvo por
consecuencia que, después de un nuevo rodeo, vine a dar allí por tercera vez.
Mas entonces se apoderó de mí un sentimiento que sólo podría calificar de
siniestro, y me alegré cuando, renunciando a mis exploraciones, volví a
encontrar la plaza de la cual había partido. Otras situaciones que tienen en
común con la precedente el retorno involuntario a un mismo lugar, aunque
difieran radicalmente en otros elementos, producen, sin embargo, la misma
impresión de inermidad y de lo siniestro. Por ejemplo, cuando uno se pierde,
sorprendido por la niebla en una montaña boscosa, y pese a todos sus esfuerzos
por encontrar un camino marcado o conocido, vuelve varias veces al mismo lugar
caracterizado por un aspecto determinado. O bien cuando se yerra por una
habitación desconocida y oscura, buscando la puerta o el interruptor de la luz,
y se tropieza en cambio por décima vez con un mismo mueble; situación ésta que
Mark Twain, aunque mediante una grotesca exageración, pudo dotar de
irresistible comicidad.
También hallamos
fácilmente este carácter en otra serie de hechos: sólo el factor de la
repetición involuntaria es el que nos hace parecer siniestro lo que en otras
circunstancias sería inocente, imponiéndonos así la idea de lo nefasto, de lo
ineludible, donde en otro caso sólo habríamos hablado de «casualidad». Así, por
ejemplo, seguramente es una vivencia indiferente si en el guardarropas nos dan,
al entregar nuestro sombrero, un número determinado -digamos, el 62- o si nos
hallamos conque nuestro camarote del barco lleva ese número. Pero tal impresión
cambia si ambos hechos, indiferentes en sí, se aproximan, al punto que el
número 62 se encuentra varias veces en un mismo día, o si aún llega a suceder
que cuanto lleva un número -direcciones, cuartos de hotel, coches de
ferrocarril, etc.- presenta siempre la misma cifra, por lo menos como elemento
parcial. Se considera esto «siniestro», y quien no esté acorazado contra la
superstición, será tentado a atribuir un sentido misterioso a este obstinado
retorno del mismo número, viendo en él, por ejemplo, una alusión a la edad que
no ha de sobrevivir. O si, en otro caso, comenzando justamente a estudiar las
obras del gran fisiólogo H. Hering, se reciben, con pocos días de intervalo y
procedentes de distintos países, cartas de dos personas que llevan ese mismo
nombre, mientras que hasta entonces jamás se había estado en relación con
individuos así llamados. Un inteligente investigador trató hace poco de reducir
a ciertas leyes los hechos de esta clase, quitándoles así inevitablemente todo
carácter siniestro.
No me atrevería a decidir si ha
tenido éxito en su empresa. En cuanto a lo siniestro evocado por el retorno de
lo semejante y a la manera en que dicho estado de ánimo se deriva de la vida
psíquica infantil, no puedo más que mencionarlo en este conexo, remitiéndome en
lo restante a una nueva exposición del tema, en otras relaciones, que ya tengo
preparada. Me limito, pues, a señalar que la actividad psíquica inconsciente
está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición
compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los
instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del
placer; un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica
un carácter demoníaco, que aún se manifiesta con gran nitidez en las tendencias
del niño pequeño, y que domina parte del curso que sigue el psicoanálisis del
neurótico. Todas nuestras consideraciones precedentes nos disponen para aceptar
que se sentirá como siniestro cuanto sea susceptible de evocar este impulso de
repetición interior.
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