VI
[No existe pueblo verdaderamente grande para la historia, sin un ideal desinteresado. No basta la grandeza material para la gloria de los pueblos. Ejemplos históricos. El pensamiento y la grandeza material de las ciudades. Aplicación de lo anterior a las condiciones de la vida de América.Confianza en el porvenir. Nos toca trabajar en beneficio del porvenir. La dignidad humana exige que se piense en lo futuro y se trabaje para él. Simbolismo de Ariel.] Ante la posteridad, ante la historia, todo gran pueblo debe aparecer como una vegetación cuyo desenvolvimiento ha tendido armoniosamente a producir un fruto en el que su savia acrisolada ofrece al porvenir la idealidad de su fragancia y la fecundidad de su simiente. — Sin este resultado duradero, humano, levantado sobre la finalidad transitoria de lo útil, el poder y la
grandeza de los imperios no son más que una noche de sueño en la
existencia de la humanidad; porque, como las visiones personales del sueño, no merecen
contarse en el encadenamiento de los hechos que forman la trama activa de la vida. Gran civilización, gran pueblo, en la acepción que tiene valor para la
historia, son aquellos que, al desaparecer materialmente en el tiempo, dejan vibrante para
siempre la melodía surgida de su espíritu y hacen persistir en la posteridad su legado imperecedero —
según dijo Carlyle del alma de sus «héroes»: como una nueva y divina porción de la suma de
las cosas. Tal, en el poema de Goethe, cuando la Elena evocada del reino de la noche vuelve a
descender al Orco sombrío, deja a Fausto su túnica y su velo. Estas vestiduras no son la
misma deidad; pero participan, habiéndolas llevado consigo, de su alteza divina, y tienen la
virtud de elevar a quien las posee, por encima de las cosas vulgares.
Una sociedad definitivamente organizada que limite su idea de la civilización a acumular abundantes elementos de prosperidad y su idea de la justicia a distribuirlos equitativamente entre los asociados, no hará de las ciudades donde habite nada que sea distinto, por esencia,
del hormiguero o la colmena. No son bastantes, ciudades populosas,
opulentas, magníficas, para probar la constancia y la intensidad de una civilización. La gran
ciudad es, sin duda, un organismo necesario de la alta cultura. Es el ambiente natural de las más
altas manifestaciones
del espíritu. No sin razón ha dicho Quinet que «el alma que acude a beber
fuerzas y energías en la íntima comunicación con el linaje humano, esa alma que constituye al
grande hombre, no puede formarse y dilatarse en medio de los pequeños partidos de una ciudad
pequeña».
Pero así la grandeza cuantitativa de la población como la grandeza material de sus instrumentos, de sus armas, de sus habitaciones, son sólo medios del genio civilizador y en ningún caso
Pero así la grandeza cuantitativa de la población como la grandeza material de sus instrumentos, de sus armas, de sus habitaciones, son sólo medios del genio civilizador y en ningún caso
resultados en los que él pueda detenerse.
De las piedras que compusieron a Cartago, no dura una partícula transfigurada en espíritu y en luz. La inmensidad de Babilonia y de Nínive no representa en la memoria de la humanidad el hueco de una mano, si se la compara con el espacio que va desde la Acrópolis al Pireo. Hay una perspectiva ideal en la que la ciudad no aparece grande sólo porque prometa ocupar el área inmensa que había edificada en torno a la torre de Nemrod; ni aparece fuerte sólo porque sea capaz de levantar de nuevo ante sí los muros babilónicos sobre los que era posible hacer pasar seis carros de frente; ni aparece hermosa sólo porque, como Babilonia, luzca en los paramentos de sus palacios losas de alabastro y se enguirnalde con los jardines de Semíramis.
De las piedras que compusieron a Cartago, no dura una partícula transfigurada en espíritu y en luz. La inmensidad de Babilonia y de Nínive no representa en la memoria de la humanidad el hueco de una mano, si se la compara con el espacio que va desde la Acrópolis al Pireo. Hay una perspectiva ideal en la que la ciudad no aparece grande sólo porque prometa ocupar el área inmensa que había edificada en torno a la torre de Nemrod; ni aparece fuerte sólo porque sea capaz de levantar de nuevo ante sí los muros babilónicos sobre los que era posible hacer pasar seis carros de frente; ni aparece hermosa sólo porque, como Babilonia, luzca en los paramentos de sus palacios losas de alabastro y se enguirnalde con los jardines de Semíramis.
Grande es en esa perspectiva la ciudad, cuando los arrabales de su
espíritu alcanzan más allá de las cumbres y los mares, y cuando, pronunciando su nombre, ha de
iluminarse para la posteridad toda una jornada de la historia humana, todo un horizonte del
tiempo.
La ciudad es fuerte y hermosa cuando sus días son algo más que la invariable repetición de un mismo eco, reflejándose indefinidamente de uno en otro círculo de una eterna espiral; cuando hay algo en ella que flota por encima de la muchedumbre; cuando entre las luces que se encienden durante sus noches está la lámpara que acompaña la soledad de la vigilia inquietada por el pensamiento y en la que se incuba la idea que ha de surgir al sol del otro día convertida en el grito que congrega y la fuerza que conduce las almas.
La ciudad es fuerte y hermosa cuando sus días son algo más que la invariable repetición de un mismo eco, reflejándose indefinidamente de uno en otro círculo de una eterna espiral; cuando hay algo en ella que flota por encima de la muchedumbre; cuando entre las luces que se encienden durante sus noches está la lámpara que acompaña la soledad de la vigilia inquietada por el pensamiento y en la que se incuba la idea que ha de surgir al sol del otro día convertida en el grito que congrega y la fuerza que conduce las almas.
Entonces sólo, la extensión y la grandeza material de la ciudad pueden dar
la medida para calcular la intensidad de su civilización. Ciudades regias, soberbias
aglomeraciones de casas, son para el pensamiento un cauce más inadecuado que la absoluta
soledad del desierto, cuando el pensamiento
no es el señor que las domina.
Leyendo el Maud de Tennyson, hallé una página que podría ser el símbolo de este tormento del espíritu allí donde la sociedad
Existen ya, en nuestra América latina, ciudades cuya grandeza material y cuya suma de civilización aparente, las acercan con acelerado paso a participar del primer rango en el mundo. Es necesario temer que el pensamiento sereno que se aproxime a golpear sobre las
Todo el que se consagre a propagar y defender, en la América contemporánea, un ideal desinteresado del espíritu, arte, ciencia, moral, sinceridad religiosa, política de ideas, debe educar su voluntad en el culto perseverante del porvenir. El pasado perteneció todo entero al
Eliminando la sugestión del interés egoísta, de las almas, el pensamiento inspirado en la preocupación por destinos ulteriores a nuestra vida, todo lo purifica y serena, todo lo ennoblece; y es un alto honor de nuestro siglo el que la fuerza obligatoria de esa preocupación por lo futuro, el sentimiento de esa elevada imposición de la dignidad del ser racional, se hayan manifestado tan claramente en él, que aun en el seno del más absoluto pesimismo, aun en el seno de la amarga filosofía que ha traído a la civilización occidental, dentro del loto de Oriente, el amor de la disolución y la nada, la voz de Hartmann ha predicado, con la apariencia de la lógica, el austero deber de continuar la obra del perfeccionamiento, de trabajar en beneficio del porvenir, para que, acelerada la evolución por el esfuerzo de los hombres, llegue ella con más rápido impulso a su término final, que será el término de todo dolor y toda vida. Pero no, como Hartmann, en nombre de la muerte, sino en el de la vida misma y la esperanza, yo os pido una parte de vuestra alma para la obra del futuro.
— Para pedíroslo, he querido inspirarme en la imagen dulce y serena de mi Ariel. — El bondadoso genio en quien Shakespeare acertó a infundir, quizá con la divina inconsciencia frecuente en las adivinaciones geniales, tan alto simbolismo, manifiesta claramente en la estatua su significación ideal, admirablemente traducida por el arte en líneas y contornos.
Ariel es la razón y el sentimiento superior. Ariel es este sublime instinto de perfectibilidad, por cuya virtud se magnifica y convierte en centro de las cosas, la arcilla humana a la que vive vinculada su luz, — la miserable arcilla de que los genios de Arimanes hablan a Manfredo. Ariel es, para la Naturaleza, el excelso coronamiento de su obra, que hace terminarse el proceso de ascensión de las formas organizadas, con la llamarada del espíritu. Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres.
— El es el héroe epónimo en la epopeya de la especie; él es el inmortal protagonista; desde que con su presencia inspiró los débiles esfuerzos de racionalidad del hombre prehistórico, cuando por primera vez dobló la frente oscura para labrar el pedernal o dibujar una grosera imagen en los huesos de reno; desde que con sus alas avivó la hoguera sagrada que el ario primitivo, progenitor de los pueblos civilizadores, amigo de la luz, encendía en el misterio de las selvas del Ganges, para forjar con su fuego divino el centro de la majestad humana, — hasta que, dentro ya de las razas superiores, se cierne deslumbrante sobre las almas que han extralimitado las cimas naturales de la humanidad; lo
Aún más que para mi palabra, yo exijo de vosotros un dulce e indeleble recuerdo para mi estatua de Ariel. Yo quiero que la imagen leve y graciosa de este bronce se imprima desde ahora en la más segura intimidad de vuestro espíritu. — Recuerdo que una vez que observaba el
Así habló Próspero. — Los jóvenes discípulos se separaron del maestro después de haber estrechado su mano con afecto filial. De su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno. Era la última hora de
Y fue entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien llamaban «Enjolrás» por su ensimismamiento reflexivo, dijo señalando sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura de la noche: Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La
vibración de las
estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador.
Leyendo el Maud de Tennyson, hallé una página que podría ser el símbolo de este tormento del espíritu allí donde la sociedad
humana es para él un género de soledad. Presa de angustioso delirio, el
héroe del poema se sueña muerto y sepultado, a pocos pies dentro de tierra, bajo el pavimento
de una calle de Londres. A pesar de la muerte, su conciencia permanece adherida a los
fríos despojos de su cuerpo. El clamor confuso de la calle, propagándose en sorda vibración
hasta la estrecha cavidad de la tumba, impide en ella todo sueño de paz. El peso de la
multitud indiferente gravita a toda hora sobre la triste prisión de aquel espíritu y los cascos
de los caballos que pasan, parecen empeñarse en estampar sobre él un sello de oprobio.
Los días se suceden con lentitud inexorable. La aspiración de Maud consistiría en hundirse más dentro, mucho más dentro, de la tierra. El ruido ininteligente del tumulto sólo sirve para mantener en su
Los días se suceden con lentitud inexorable. La aspiración de Maud consistiría en hundirse más dentro, mucho más dentro, de la tierra. El ruido ininteligente del tumulto sólo sirve para mantener en su
conciencia desvelada el pensamiento de su cautividad.
Existen ya, en nuestra América latina, ciudades cuya grandeza material y cuya suma de civilización aparente, las acercan con acelerado paso a participar del primer rango en el mundo. Es necesario temer que el pensamiento sereno que se aproxime a golpear sobre las
exterioridades fastuosas, como sobre un cerrado vaso de bronce, sienta el
ruido desconsolador del vacío. Necesario es temer, por ejemplo, que ciudades cuyo nombre fue
un glorioso símbolo en América; que tuvieron a Moreno, a Rivadavia, a Sarmiento; que llevaron
la iniciativa de una
inmortal Revolución; ciudades que hicieron dilatarse por toda la extensión
de un continente, como en el armonioso desenvolvimiento de las ondas concéntricas que
levanta el golpe de la piedra sobre el agua dormida, la gloria de sus héroes y la palabra de sus
tribunos, puedan
terminar en Sidón, en Tiro, en Cartago.
A vuestra generación toca impedirlo; a la juventud que se levanta, sangre
y músculo y nervio del porvenir. Quiero considerarla personificada en vosotros. Os hablo
ahora figurándome que sois destinados a guiar a los demás en los combates por la causa del
espíritu.
La perseverancia de vuestro esfuerzo debe identificarse en vuestra intimidad con la certeza del triunfo. No desmayéis en predicar el Evangelio de la delicadeza a los escitas, el Evangelio de la inteligencia a los beocios, el Evangelio del desinterés a los fenicios.
La perseverancia de vuestro esfuerzo debe identificarse en vuestra intimidad con la certeza del triunfo. No desmayéis en predicar el Evangelio de la delicadeza a los escitas, el Evangelio de la inteligencia a los beocios, el Evangelio del desinterés a los fenicios.
Basta que el pensamiento insista en ser, en demostrar que existe, con la
demostración que daba Diógenes del movimiento, para que su dilatación sea ineluctable y
para que su triunfo sea seguro.
El pensamiento se conquistará, palmo a palmo, por su propia espontaneidad,
todo el espacio de que necesite para afirmar y consolidar su reino, entre las demás
manifestaciones de la vida. El, en la organización individual, levanta y engrandece, con su actividad
continuada, la bóveda del cráneo que le contiene. Las razas pensadoras revelan, en la capacidad
creciente de sus cráneos, ese empuje del obrero interior. El, en la organización social,
sabrá también engrandecer la capacidad de su escenario, sin necesidad de que para ello
intervenga ninguna fuerza ajena a él mismo. Pero tal persuasión que debe defenderos de un
desaliento cuya única utilidad consistiría en eliminar a los mediocres y los pequeños, de
la lucha, debe preservaros también de las impaciencias que exigen vanamente del tiempo la
alteración de su
ritmo imperioso.
Todo el que se consagre a propagar y defender, en la América contemporánea, un ideal desinteresado del espíritu, arte, ciencia, moral, sinceridad religiosa, política de ideas, debe educar su voluntad en el culto perseverante del porvenir. El pasado perteneció todo entero al
brazo que combate, el presente pertenece, casi por completo también, al
tosco brazo que nivela y construye; el porvenir — un porvenir tanto más cercano cuanto más
enérgicos sean la voluntad y el pensamiento de los que ansían — ofrecerá, para el
desenvolvimiento de superiores
facultades del alma, la estabilidad, el escenario y el ambiente.
¿No la veréis vosotros, la América que nosotros soñamos; hospitalaria para
las cosas del espíritu, y no tan sólo para las muchedumbres que se amparen a ella;
pensadora, sin menoscabo de su aptitud para la acción; serena y firme a pesar de sus
entusiasmos generosos; resplandeciente con el encanto de una seriedad temprana y suave, como la
que realza la expresión de un rostro infantil cuando en él se revela, al través de la
gracia intacta que fulgura, el pensamiento inquieto que despierta?...
Pensad en ella a lo menos; el honor de vuestra historia futura depende de que tengáis constantemente ante los ojos del alma la visión de esa América regenerada, cerniéndose de lo alto sobre las realidades del presente, como en la nave gótica el vasto rosetón que arde en la luz sobre lo austero de los muros sombríos. — No seréis sus fundadores, quizá; seréis los precursores que inmediatamente la precedan. En las
sanciones
glorificadoras del futuro, hay también palmas para el recuerdo de los
precursores. Pensad en ella a lo menos; el honor de vuestra historia futura depende de que tengáis constantemente ante los ojos del alma la visión de esa América regenerada, cerniéndose de lo alto sobre las realidades del presente, como en la nave gótica el vasto rosetón que arde en la luz sobre lo austero de los muros sombríos. — No seréis sus fundadores, quizá; seréis los precursores que inmediatamente la precedan. En las
Edgar Quinet, que tan profundamente ha penetrado en las armonías de la
historia y la naturaleza, observa que para preparar el advenimiento de un nuevo tipo
humano, de una nueva unidad social, de una personificación nueva de la civilización,
suele precederles de lejos un grupo disperso y prematuro, cuyo papel es análogo en la vida de las
sociedades al de las especies proféticas de que a propósito de la evolución biológica habla
Héer. El tipo nuevo empieza por significar, apenas, diferencias individuales y aisladas; los
individualismos se
organizan más tarde en «variedad»; y por último, la variedad encuentra
para propagarse un medio que la favorece, y entonces ella asciende quizá al rango específico:
entonces — digámoslo con las palabras de Quinet — el grupo se hace muchedumbre, y reina.
He ahí por qué vuestra filosofía moral en el trabajo y el combate debe ser
el reverso del carpe diem horaciano; una filosofía que no se adhiera a lo presente sino como al
peldaño donde afirmar el pie o como a la brecha por donde entrar en muros enemigos.
No
aspiréis, en lo inmediato, a la consagración de la victoria definitiva, sino a procuraros
mejores condiciones de lucha. Vuestra energía viril tendrá con ello un estímulo más poderoso;
puesto que hay la virtualidad de un interés dramático mayor en el desempeño de ese papel,
activo esencialmente, de renovación y de conquista, propio para acrisolar las fuerzas de una
generación heroicamente dotada, que en la serene y olímpica actitud que suelen las edades de oro
del espíritu imponer a los oficiantes solemnes de su gloria.
«No es la posesión de los bienes,
— ha dicho profundamente Taine, hablando de las alegrías del Renacimiento; — «no es
la posesión de bienes, sino su adquisición, lo que da a los hombres el placer y el
sentimiento de su fuerza».
Acaso sea atrevida y candorosa esperanza creer en un aceleramiento tan
continuo y dichoso de la evolución, en una eficacia tal de vuestro esfuerzo, que baste el tiempo
concedido a la duración de una generación humana para llevar en América las condiciones
de la vida
intelectual, desde la incipiencia en que las tenemos ahora, a la categoría
de un verdadero interés social y a una cumbre que de veras domine. —
Pero, donde no cabe
la transformación total, cabe el progreso; y aun cuando supiérais que las primicias del
suelo penosamente
trabajado, no habrían de servirse en vuestra mesa jamás, ello sería, si
sois generosos, si sois fuertes, un nuevo estímulo en la intimidad de vuestra conciencia. La obra
mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato; y el más glorioso
esfuerzo es el que pone la esperanza más allá del horizonte visible; y la abnegación más pura es la
que se niega en lo presente no ya la compensación del lauro y el honor ruidoso, sino aun la
voluptuosidad moral que se solaza en la contemplación de la obra consumada y el término
seguro.
Hubo en la antigüedad altares para los «dioses ignorados». Consagrad una
parte de vuestra alma al porvenir desconocido. A medida que las sociedades avanzan, el
pensamiento del porvenir entra por mayor parte como uno de los factores de su evolución y
una de las inspiraciones de sus obras. Desde la imprevisión oscura del salvaje, que
sólo divisa del futuro lo que falta para terminar de cada período de sol y no concibe cómo los
días que vendrán pueden ser gobernados en parte desde el presente, hasta nuestra
preocupación solícita y previsora de la posteridad, media un espacio inmenso, que acaso parezca
breve y miserable algún día.
Sólo somos capaces de progreso en cuanto lo somos de adaptar
nuestros actos a condiciones cada vez más distantes de nosotros, en el espacio y en el
tiempo. La seguridad de nuestra intervención en una obra que haya de sobrevivirnos, fructificando
en los beneficios del
futuro, realza nuestra dignidad humana, haciéndonos triunfar de las
limitaciones de nuestra naturaleza. Si, por desdicha, la humanidad hubiera de desesperar
definitivamente de la inmortalidad de la conciencia individual, el sentimiento más religioso con
que podría sustituirla sería el que nace de pensar que, aun después de disuelta nuestra alma en
el seno de las cosas, persistiría en la herencia que se transmiten las generaciones humanas lo
mejor de lo que ella ha sentido y ha soñado, su esencia más íntima y más pura, al modo como el
rayo lumínico de la estrella extinguida persiste en lo infinito y desciende a acariciarnos
con su melancólica luz.
El porvenir es en la vida de las sociedades humanas el pensamiento
idealizador por excelencia. De la veneración piadosa del pasado, del culto de la tradición, por una
parte, y por la otra del
atrevido impulso hacia lo venidero, se compone la noble fuerza que
levantando el espíritu colectivo sobre las limitaciones del presente comunica a las agitaciones y
los sentimientos sociales un sentido ideal. Los hombres y los pueblos trabajan, en sentir
de Fouillée, bajo la
inspiración de las ideas, como los irracionales bajo la inspiración de los
instintos; y la sociedad que lucha y se esfuerza, a veces sin saberlo, por imponer una idea a la
realidad, imita, según el mismo pensador, la
obra instintiva del pájaro que, al construir el nido bajo el imperio de una imagen interna que le obsede, obedece a la vez a un recuerdo inconsciente
del pasado y a un presentimiento misterioso del porvenir.
Eliminando la sugestión del interés egoísta, de las almas, el pensamiento inspirado en la preocupación por destinos ulteriores a nuestra vida, todo lo purifica y serena, todo lo ennoblece; y es un alto honor de nuestro siglo el que la fuerza obligatoria de esa preocupación por lo futuro, el sentimiento de esa elevada imposición de la dignidad del ser racional, se hayan manifestado tan claramente en él, que aun en el seno del más absoluto pesimismo, aun en el seno de la amarga filosofía que ha traído a la civilización occidental, dentro del loto de Oriente, el amor de la disolución y la nada, la voz de Hartmann ha predicado, con la apariencia de la lógica, el austero deber de continuar la obra del perfeccionamiento, de trabajar en beneficio del porvenir, para que, acelerada la evolución por el esfuerzo de los hombres, llegue ella con más rápido impulso a su término final, que será el término de todo dolor y toda vida. Pero no, como Hartmann, en nombre de la muerte, sino en el de la vida misma y la esperanza, yo os pido una parte de vuestra alma para la obra del futuro.
— Para pedíroslo, he querido inspirarme en la imagen dulce y serena de mi Ariel. — El bondadoso genio en quien Shakespeare acertó a infundir, quizá con la divina inconsciencia frecuente en las adivinaciones geniales, tan alto simbolismo, manifiesta claramente en la estatua su significación ideal, admirablemente traducida por el arte en líneas y contornos.
Ariel es la razón y el sentimiento superior. Ariel es este sublime instinto de perfectibilidad, por cuya virtud se magnifica y convierte en centro de las cosas, la arcilla humana a la que vive vinculada su luz, — la miserable arcilla de que los genios de Arimanes hablan a Manfredo. Ariel es, para la Naturaleza, el excelso coronamiento de su obra, que hace terminarse el proceso de ascensión de las formas organizadas, con la llamarada del espíritu. Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres.
— El es el héroe epónimo en la epopeya de la especie; él es el inmortal protagonista; desde que con su presencia inspiró los débiles esfuerzos de racionalidad del hombre prehistórico, cuando por primera vez dobló la frente oscura para labrar el pedernal o dibujar una grosera imagen en los huesos de reno; desde que con sus alas avivó la hoguera sagrada que el ario primitivo, progenitor de los pueblos civilizadores, amigo de la luz, encendía en el misterio de las selvas del Ganges, para forjar con su fuego divino el centro de la majestad humana, — hasta que, dentro ya de las razas superiores, se cierne deslumbrante sobre las almas que han extralimitado las cimas naturales de la humanidad; lo
mismo sobre los héroes del pensamiento y el ensueño que sobre los de la
acción y el sacrificio; lo mismo sobre Platón en el promontorio de Súnium que sobre San Francisco
de Asís en la soledad de Monte Albernia. — Su fuerza incontrastable tiene por impulso
todo el movimiento ascendente de la vida.
Vencido una y mil veces por la indomable rebelión de Calibán, proscripto por la barbarie vencedora, asfixiado en el humo de las batallas, manchadas las alas transparentes al rozar el «eterno estercolero de Job», Ariel resurge inmortalmente. Ariel recobra su juventud y su hermosura, y acude ágil, como al mandato de Próspero, al llamado de cuantos le aman e invocan en la realidad. Su benéfico imperio alcanza a veces, aun a los que le niegan y le desconocen. El dirige a menudo las fuerzas ciegas del mal y la barbarie para que concurran, como las otras, a la obra del bien. El cruzará la historia humana, entonando, como en el drama de Shakespeare, su canción melodiosa, para animar a los que trabajan y a los que luchan, hasta que el cumplimiento del plan ignorado a que obedece le permita — cual se liberta, en el drama, del servicio de Próspero, — romper su lazos materiales y volver para siempre al centro de su lumbre divina.
Vencido una y mil veces por la indomable rebelión de Calibán, proscripto por la barbarie vencedora, asfixiado en el humo de las batallas, manchadas las alas transparentes al rozar el «eterno estercolero de Job», Ariel resurge inmortalmente. Ariel recobra su juventud y su hermosura, y acude ágil, como al mandato de Próspero, al llamado de cuantos le aman e invocan en la realidad. Su benéfico imperio alcanza a veces, aun a los que le niegan y le desconocen. El dirige a menudo las fuerzas ciegas del mal y la barbarie para que concurran, como las otras, a la obra del bien. El cruzará la historia humana, entonando, como en el drama de Shakespeare, su canción melodiosa, para animar a los que trabajan y a los que luchan, hasta que el cumplimiento del plan ignorado a que obedece le permita — cual se liberta, en el drama, del servicio de Próspero, — romper su lazos materiales y volver para siempre al centro de su lumbre divina.
Aún más que para mi palabra, yo exijo de vosotros un dulce e indeleble recuerdo para mi estatua de Ariel. Yo quiero que la imagen leve y graciosa de este bronce se imprima desde ahora en la más segura intimidad de vuestro espíritu. — Recuerdo que una vez que observaba el
monetario de un museo, provocó mi atención en la leyenda de una vieja
moneda la palabra Esperanza, medio borrada sobre la palidez decrépita del oro. Considerando
la apagada inscripción, yo meditaba en la posible realidad de su influencia. ¿Quién
sabe qué activa y noble parte sería justo atribuir, en la formulación del carácter y en la vida de
algunas generaciones humanas, a ese lema sencillo actuando sobre los ánimos como una insistente
sugestión?
¿Quién sabe cuántas vacilantes alegrías persistieron, cuántas generosas
empresas maduraron, cuántos fatales propósitos se desvanecieron, al chocar las miradas con la
palabra alentadora,
impresa, como un gráfico grito, sobre el disco metálico que circuló de
mano en mano?... Puedala imagen de este bronce — troquelados vuestros corazones con ella —
desempeñar en vuestra vida el mismo inaparente pero decisivo papel. Pueda ella, en las horas sin
luz del desaliento,
reanimar en vuestra conciencia el entusiasmo por el ideal vacilante,
devolver a vuestro corazón el calor de la esperanza perdida. Afirmado primero en el baluarte de
vuestra vida interior, Ariel se lanzará desde allí a la conquista de las almas.
Yo le veo, en el porvenir, sonriéndoos con gratitud, desde lo alto, al sumergirse en la sombra vuestro espíritu. Yo creo en vuestra voluntad, en vuestro esfuerzo; y más aún, en los de aquellos a quienes daréis la vida y transmitiréis vuestra obra. Yo suelo embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales harán pensar que ¡la Cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el pedestal definitivo de esta estatua, para ser el ara inmutable de su veneración!
Yo le veo, en el porvenir, sonriéndoos con gratitud, desde lo alto, al sumergirse en la sombra vuestro espíritu. Yo creo en vuestra voluntad, en vuestro esfuerzo; y más aún, en los de aquellos a quienes daréis la vida y transmitiréis vuestra obra. Yo suelo embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales harán pensar que ¡la Cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el pedestal definitivo de esta estatua, para ser el ara inmutable de su veneración!
Así habló Próspero. — Los jóvenes discípulos se separaron del maestro después de haber estrechado su mano con afecto filial. De su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno. Era la última hora de
la tarde. Un rayo del moribundo sol atravesaba la estancia, en medio de
discreta penumbra, y, tocando la frente de bronce de la estatua, parecía animar en los altivos
ojos de Ariel la chispa inquieta de la vida.
Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo juvenil que se alejaba. — Por mucho espacio marchó el grupo en silencio. Al amparo de un recogimiento unánime, se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón de un cordero.— Cuando el áspero contacto de la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. Una cálida y serena noche de estío. La gracia y la quietud que ella derramaba de su urna de ébano sobre la tierra, triunfaban de la prosa flotante sobre las cosas dispuestas por manos de los hombres. Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud.
Un soplo tibio hacía estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la copa trémula en la mano de una bacante. Las sombras, sin ennegrecer el cielo purísimo, se limitaban a dar a su azul el tono oscuro en que parece expresarse una serenidad pensadora. Esmaltándolas, los grandes astros centelleaban en medio de un cortejo infinito; Aldebarán, que ciñe una púrpura de luz; Sirio, como la cavidad de un nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para defender una última esperanza...
Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo juvenil que se alejaba. — Por mucho espacio marchó el grupo en silencio. Al amparo de un recogimiento unánime, se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón de un cordero.— Cuando el áspero contacto de la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. Una cálida y serena noche de estío. La gracia y la quietud que ella derramaba de su urna de ébano sobre la tierra, triunfaban de la prosa flotante sobre las cosas dispuestas por manos de los hombres. Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud.
Un soplo tibio hacía estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la copa trémula en la mano de una bacante. Las sombras, sin ennegrecer el cielo purísimo, se limitaban a dar a su azul el tono oscuro en que parece expresarse una serenidad pensadora. Esmaltándolas, los grandes astros centelleaban en medio de un cortejo infinito; Aldebarán, que ciñe una púrpura de luz; Sirio, como la cavidad de un nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para defender una última esperanza...
Y fue entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien llamaban «Enjolrás» por su ensimismamiento reflexivo, dijo señalando sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura de la noche: Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La
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