jueves, 17 de enero de 2013

Braulio Arenas: Cuento (1913 - 1988)

             
       Gehenna
                
               

          Un sueño que se desarrolla con precisión crítica. La esquematización, los huesos necesarios, nada de epidermis o de primeras impresiones. Un claro de bosque o un cadáver que se amanera. Remontando esas lejanías se llega a la cámara del amor. En un plano del aire donde los ojos están cansados pero no cerrados, donde todo tiene un frescor recién nacido, la naturaleza sádica, la luz ódica. Esa razón física de despertar puede obedecer a una orden dictada en el sueño. Yo lucho por resistir las visiones, sus leyes, su rica variedad de colores. El delirio se muerde la cola. En mi alegría yo confundo los paisajes, todo me parece hermoso y yo humilde. Un resto de independencia me hace examinar atentamente el jardín, los paseantes leprosos. Es una gravedad. O pequeño demonio que me visitas familiarmente. El comprende más bien, tú me guías. Pero llega el desenlace y es preciso abrir los ojos. Ahora quiero examinarlo todo con precisión de vidente.



ii


Fui contra mi voluntad a la reunión. Estaba enfermo, me sentía lleno de vacilaciones. Pensaba con cierto encantamiento íntimo que la realidad, para mí, constituía una variedad de observaciones que era preciso avaluar fuera de ella. Pero al mismo tiempo, la obligación de mantenerme erguido me dispensaba de aprovechar la realidad en beneficio propio. La noche anterior, es decir el día anterior, porque el sueño duró hasta las seis de la tarde aproximadamente, una curiosa visión, un golpe de azar me puso frente a frente de una mujer que no conocía. La persona que abrió las puertas con esa mano imprecisa del amor, era extraña, quimérica, feérica. Ninguna cadena la sujetaba a la realidad, ella no tenía mentalidad de perro.


               La anécdota de la visión se borró completamente de mi memoria, pero el rostro de ella adquirió una precisión insospechada.
Un llamado telefónico me cortó la respiración. "Venga usted" me decía alguien. Esta invitación me llenó de alegría en el primer momento. Yo no pude interpretar el motivo. "O todo va bien o es necesario pegarse un tiro". Yo repetí esa frase orgullosamente. Pero al mismo tiempo me sorprendió mi seguridad. ¿Desde cuándo he aprendido a fingir? No soy ordenado, esto no entra en un terreno de preguntas y respuestas.
Contesté afirmativamente. Un trabajo agotador cambió mi punto de vista. Yo pensaba en pensamiento que era preciso cambiar algo, reformar un vértigo, cualquier cosa. Esperaba una carta. Esta espera fija mis recuerdos con cierta exactitud. Es para mí asunto de vida o muerte atravesar el techo y volar con la vida hacia adelante. Salvar, salvarme. Ya no tengo nada que me defienda, un cielo enemigo horra la tierra con sus manos llameantes. Nada esperar; sobre esos tristes resultados de un sueño, yo debo agregar los argumentos de la realidad. Un rasgo de orgullo me hizo abrir la vida hacia la muerte. Yo no ocultaré mi cabeza bajo la tierra. El hombre está colocado entre el cielo y la tierra por una razón misteriosa.



iii


El azar antes que nada. Por él yo sacrifico la experiencia, la vida dirigida. El presentimiento de un suceso feliz me hace respirar nerviosamente. La felicidad por la adivinación. Con pensamientos entrecortados -a mi manera- el mundo se une como una sola malla de oro. Esta joven vestida con un traje especial nunca de moda, pronuncia palabras convulsivas, no sabe calmar su impaciencia, o, como dirían, no sabe despertar a tiempo. No sé cuántos años pasaron desde que la conocí. Seguramente, una felicidad prevista corre el riesgo de dar paso al azar. De este único modo se puede justificar mi amor formado de conjeturas. Ello es lo más importante para mí. Este aspecto maravilloso del amor tiene para mí la consistencia de una realidad. Es lo solo que une. Por varios años evité encontrarla directamente. A veces estábamos a un solo paso, pero un vértigo sucesivo me inducía a partir precipitadamente. Ella obraba en reciprocidad. No sé qué razón la obligó a presentarse de pronto. De pronto me dormí con un sueño de cómplice, un sueño pasivo. Estaba cansado, aburrido, sonriente. Era demasiado tarde para retroceder.

              Aquella noche yo volvía de una conversación brutal, de una entrevista penosa; todo se había perdido. Se imponía comenzar de nuevo mi trabajo o no pensar más en semejante cosa de quimera. Exteriormente yo me esforzaba por callar, por hacerlo todo lisonjero y comunicativo. Es una falta de pudor sufrir a la vista del público. Solamente ahora puedo hablar de él con cierta objetividad. La enumeración de los hechos. El 5 de octubre de 1929 (la fecha es provisoria, como se puede suponer) recorría yo las calles por la mañana, ociosamente. Me encontraba casi restablecido, casi invisible para mí mismo. Sin fingir nada, yo creía en la intervención del amor. Se mezclaban en mi cerebro nombres desaparecidos, figuras sin contornos, que me empujaban nerviosamente a las explicaciones. Trataba de odiarme, trataba de encontrar repugnante mi afición a los recuerdos. A los 16 años yo pensaba en el mundo con cierta condescendencia. La propia imaginación jugaba con la imaginación ajena; me separaba en varias personas a la vez, como en una suerte de delta. No estaba conforme -esperaba algo. De pronto, a lo largo de una avenida, el mundo se hizo confortable y tranquilo. Como si mi cerebro hubiera dado un paso en falso, yo caí en el vacío de mi propia imaginación. Sin embargo, yo sabía que esto lo hacía en beneficio de otro ser, de alguien cuyo conocimiento me estaba vedado. Caminé impaciente. Quería llegar antes que todos los transeúntes. Uno de ellos me miró sorprendido: era la joven que yo buscaba. Ambos cerramos los ojos con idéntica torpeza. Cuando volví a abrirlos, ella había desaparecido.



iv


           Esa llamada me despertó bruscamente. En el primer instante yo no tuve el tiempo de reflexionar. Desearía una quietud universal, casi un minuto de silencio, para volver a recuperarme. Pero todo giraba con actividad. Más allá de la pasión, de la manía de la memoria, un testigo me informaba de todos mis pasos. Yo procedí desatinadamente aceptando aquella invitación. Me decía: "Tengo el tiempo justo". Eran las seis de la tarde. Una luz lechosa, líquida, cambiaba el ambiente. Procedí como un sonámbulo. Un baño caliente me hizo retroceder muchos años, cuando vivía en otra parte y salía a la misma hora feliz, lleno de delirios, en busca de amistades, de novedades para toda mi vida.



v


Algunos días después los acontecimientos se precipitaron con una velocidad verdaderamente asombrosa. Sucedieron innumerables coincidencias, imposibles de silenciar. El 15 ó el 16 de octubre recibí una comunicación de una amiga mía: "Ven pronto" era el imperioso mensaje. El arrastre de esa pequeña frase tuvo la fuerza suficiente para sacarme de mi tranquilidad. Fui donde ella. Conozco suficientemente bien el sitio del crimen. Fue ella precisamente quien le puso ese título a su casa. Era preciso subir la escala hasta un tercer piso, tocar el timbre y esperar un cuarto de hora. Esa espera me descomponía. Por fin apareció ella. Estaba durmiendo, estaba leyendo, estaba bañándose, hablaba por teléfono, eran sus disculpas. En buenas cuentas, sólo quería echar a perder mi velocidad. Casi siempre estaba sola. La madre se la pasaba en reuniones y la criada era sorda.

            Pero esa vez la puerta se abrió inmediatamente. Ella apareció en el umbral, con sus ojos que parecían leer un imaginario libro y con su pelo de prostituta de alto rango. 
      - Mira -me dijo, mostrándome una fotografía-, mira por primera vez en tu vida un rostro verdaderamente interesante.
       Yo miré rápidamente el retrato y aparté mi vista como de un abismo. Reconocí, la reconocí a través de otro semblante. "¿No me preguntas quién es?" -insistió mi amiga.
- No vale la pena -repuse-, debe ser alguna de tus compañeras del colegio.
- Es una persona desconocida. Te equivocas. Yo no sé si existe o no.
    Me aprontaba a partir. Ella me tomó de un brazo con un ademán impaciente y nervioso, y me explicó el hallazgo de la fotografía con frases entrecortadas: "A la salida del Teatro Miraflores la encontré en el pasillo. Me llamó la atención y la guardé inmediatamente. Eso es todo".

             Semejante historia no aclaraba nada. Le pedí la fotografía y ella me la regaló. De vuelta a casa, la eché en mi escritorio, en un cajón clausurado, y no la he vuelto a ver más. Conjuntamente con este episodio, extraño para mí, otros dos acontecimientos me acercaron a la misteriosa joven. En uno de ellos, una carta jugó el principal papel. Una tarde que estaba solo en casa -vivía en Echaurren 36-, alguien tocó el timbre y cuando fui a abrir no había nadie esperando. Pero una carta, botada en el piso junto a la puerta, me llamó la atención. Tenía mis señas. La abrí inconscientemente, creyendo hasta el último momento en un malentendido. La carta estaba concebida en pocas líneas: "Veámonos mañana, a las diez de la noche, en...". Ninguna firma. Yo no fui a la entrevista. No me explico qué hilo conductor vi entre el retrato y esa carta garabateada, llena de borrones, escrita con una caligrafía de borrones. Me dominó un sentimiento de confusa piedad por la desconocida. Algo, la presencia del amor seguramente, parecía rodearme, instruirme en determinadas acciones, hacerme andante de misteriosas avenidas.

              El tercer aviso que se relaciona con ella fue un contacto casi cuerpo a cuerpo. El 26 de octubre estaba yo sentado en un banco de la plaza Manuel Rodríguez. La soledad más completa, la oscuridad más profunda, hacía imposible una identificación de amor. Sin saber cómo, una mujer apareció a mi lado. ¿Qué azar la condujo allí? Se sentó en silencio, reservada, digna, confiadamente. Yo no vi su rostro, lo ocultaba la noche. Yo veía el rostro de la noche, un rostro favorable, directo. Arribos permanecimos juntos durante largas horas, sin hacer un ademán, sin que ni siquiera supiéramos que vivíamos. El silencio fascinante de un surtidor ahorraba las palabras que no sabíamos decir.      
         Yo juro que vi la noche rodeada por terribles fuegos, reunida por una sola boca que profetizaba visiones. Eso es todo. Pero hay algo más que decir. La carta que recibí en días anteriores, con esa frase dictada por la desesperación, indicaba precisamente la plaza M. R. como lugar para la entrevista.



vi


            Me repugna escribir por el solo placer de reflexionar. Nada me impediría ocultar mi vida, ni nada tampoco lucirla a cada paso. El día que me convencí que el género de las confusiones era un género literario rompí muchos papeles míos que hubieran interesado en alto grado a los médicos y a la policía.



vii


          He aquí el sueño donde intervino la desconocida. Estábamos los dos en una habitación blanca, llena de muebles blancos también, desparramados éstos en un extraño desorden. Una escala de mármol atravesaba la cámara de parte a parte. No puedo explicarme con claridad. La escala de mármol llenaba toda la pieza. Es decir, se unía con ella, y de las dos resultaba una escala-cuarto. En la escala había sillas y mesas. Nosotros, ella y yo, saltábamos por los escalones, evitando tocar los objetos de uso doméstico. Tres puertas comunicaban con el exterior; estaban abiertas. De pronto sentimos los pasos de muchos hombres que venían con ánimo de penetrar en la habitación. Esto me angustió espantosamente. Yo comprendí que el peligro provenía de allá afuera. Pero la bella mujer que me acompañaba me dirigió una sonrisa tranquilizadora de cómplice. Rápidamente se sacó un largo cabello rubio de su peinado y lo enlazó a su dedo murmurando la palabra Gehenna. Las puertas se cerraron como por encanto. Las personas de afuera golpeaban la puerta con rabia espantosa. Después todo fue Gehenna para mí. En el sueño esta palabra correspondía a Tabú, pero con una significación horrible. Continuaré explicando este sueño más adelante.
         Al despertar, yo temblaba como una hoja. Eran las seis de la tarde. En ese momento recibí una llamada telefónica. Yo estaba seguro de que se desarrollarían sucesos sobrenaturales. En el último momento llegó a mi poder una carta que me salvó. Era mi indulto. Es increíble que una carta de amor se transforme en una carta anónima.



viii


           Solamente a las once de la noche pude asistir a la casa de la fiesta. Se había reunido un buen número de personas ya. Yo estreché manos afectuosas y respondí preguntas amables. Sin embargo, estaba inquieto, buscaba algo. Por fin me quedé solo, lo que me permitió buscar sin que se me incomodase. No sé el tiempo que empleé en semejante búsqueda. Solamente cuando me sentía decepcionado por el resultado, vine a encontrarme con el misterio. Hablo de ella, de la misma mujer que he buscado toda mi vida, y que sale y vuelve en una perpetua oscilación. La encontré vagando ociosamente por las habitaciones, con las manos a la espalda, con un gesto importante en el rostro. Ella atravesaba las salas con un susurro de pies, volando casi, deslizándose por entre los invitados, con seguridad. No me sorprendí al verla. Todo me pareció natural y simple, incluso el sueño que me invadió, el sopor al mirarla por primera vez a la realidad.

           Yo me sentía lleno de confianza por la compañía de esta persona. No esperaba que permaneciera en el salón largo tiempo. Esto me alegraba. Buscarla eternamente sería mi trabajo. Esta afición por la búsqueda, por las asociaciones peligrosas, me conducía indirectamente a la felicidad. Por esta razón aprovechábamos las horas. Conversábamos. Esto no es claro de decir. Nos habíamos aislado en una pieza, para mí desconocida, sentados frente a frente, y nos examinábamos sin cambiar una palabra. Pero bellos proyectos se entrelazaban y  nos mentíamos toda clase de verdades. Ella se prestaba de buenas ganas a esta interpretación del amor. Me parecía encontrarme en una plaza, no lo sé.

           Yo salí repentinamente. Me perdí en la calle, en un lugar ininteligible. Nada era agradable, yo prefería esa representación del amor físico, yo interpreto hasta las últimas convulsiones de los estanques públicos. Nada me guiaba. Yo huí para salvar algo. El amor pudo ser para mí la interpretación de un sueño, en un sentido figurado. Por una suerte de asociación de ideas, este bienestar constituía una entrada fácil en la muerte. Andaba errante.
          De pronto la calle atrayente, fácil y misteriosa, fue un lugar de tormento. ¡Que sea así!

           Yo no podía andar sino muy lentamente, y eso, con dificultad. Fue lo único que me demostró que soñaba. Yo quería salir del sueño por la intervención de un abandono. Pero no podía obligarme a no mirar, a no pensar, a no dormir. Sin ninguna piedad yo volvía al amor. Ella caminaba lentamente. Por un instante marchamos juntos. Yo me decía interiormente: "Dame la salvación". Ella me miraba con ojos encantados. Su bella expresión la hacía reconocible. Con pavor reconocí una escena semejante. En octubre de 1929 yo caminaba por una avenida igual a la de ahora. Iba al lado de una mujer. Quedé solo; ella entró a una habitación enorme. El sueño se venga y es preciso reconstituir la vida en él, parte por parte. Ya nada me hace dudar.

           La casa se alzaba con un índice interrogante. Entré siguiéndola, pero la desconocida desapareció sin que  yo lo evitara. Nada recuerdo de ella, nada tampoco de m¡ obsesión. Yo no me olvido del mundo por egoísmo, sino porque otros asuntos me solicitan. Es esta la ausencia total de la lógica, del sentido del peligro.
       No tengo la muerte fácil. Lucho hasta el último momento. Pero si la muerte prometiera darme esa mujer para siempre, yo dejaría de respirar. Quiero explicar los antecedentes del sueño.
       En el año 1929 yo encontraba agradable a cierta persona. Ella murió, desapareció, fue comida por el misterio. Yo no lo sé. Hace pocos años la volví a encontrar, pero ya no nos reconocimos. Entonces se lo confesé todo y me puse a dormir. Esta es una manera de decir, porque tenía los ojos abiertos e imaginaba una reforma íntegra del mundo -lo encontraba demasiado sucio- y esto recibe el nombre de quimera y pérdida de tiempo. Salía del sueño y en la vida diaria me comportaba como un ser de la vida diaria. Es decir, procedía con determinadas mentiras. Se ignora el género de mis preocupaciones.

                 De improviso, una joven unió los rostros distantes de mis amigas. Fue una persecución bien interesante.  Recuerdo que en la habitación de la casa lo examinaba ella todo con curiosidad. Las sombras me rodeaban; una luz artificial, la única creada por el sueño. Yo no puedo representarme con claridad esa avenida, esa casa de muerte. El lugar de las palabras, el silencio -yo esperaba. Se abrió la puerta con suavidad y vi una lámpara que avanzaba, que se depositaba en la mesa. Yo luchaba por conocer al destinatario. Imposible. La lámpara se gobernaba sola. Entonces grité. Este grito me despertó. Pero no hacia un mundo de todos los días, sino hacia un mundo de todas las noches.

             Me extravié en la bruma, persiguiendo una mujer, una llamada, un grito. Huyendo llegué a un jardín abandonado. Ese jardín era igual a otro que yo conocía desde antes. Sin embargo, no puedo ubicarlo en mis recuerdos. Un apasionamiento inútil me detuvo en él, con el propósito de recomponer mis ideas y aclarar mi vida. Me di cuenta que perdía un tiempo precioso. Me acerqué a una pared del jardín. Oí una voz que me exigía trepar, mirar el otro lado. Subí.
         El jardín se comunicaba con otro. En éste había varias personas de toda clase. Estoy tentado de agregar, y de toda especie, porque, a la verdad, esos cuerpos no tenían casi forma humana, adquiriendo la fisonomía de plantas mortales, de estrellas venenosas, de abanicos centelleantes.

         En medio de todos reconocí a la joven que yo buscaba. Ella se entretenía en una singular labor: se pasaba las manos por su cara, arrancándose los ojos, la nariz, la boca. Yo la contemplaba curiosamente. Al verme ella gritó: "Ven a reunirte con nosotros".
Sus compañeros sonreían. Entonces la joven se puso de pie mostrando su cuerpo que había sufrido una original metamorfosis, y alzó la mano. Empezó a monologar:
        - No vengas, tú no puedes venir. Huye. Tenemos demasiado tiempo. Este es un lugar maldito. El mundo, mira lo que se ha hecho de la tierra. No me salves. Jamás. Gehenna. Gehenna. Esto es Gehenna. La corrupción, la patria, el fuego en las entrañas, los matrimonios, la política, la religión. No entres a Gehenna.
            
            Sin embargo, yo esperaba más, otra cosa, casi una justificación de semejante delirio. Por fin lo obtuve. Ella dijo rápidamente: "La lepra nos corrompe. No saltes aquí, es peligroso". Eso me decidió. Sin saber lo que hacía, salté hacia el otro lado. Me recibió una tierra infestada, una tierra de algodón. Desde mucho tiempo atrás yo quería informarme acerca de la lepra, por esa razón salté. Pero, más bien pensado, mi salto no tuvo otro motivo que el saltar. Salté con facilidad y esta ligereza de mis movimientos me convenció de que ya no soñaba. Hubiera sido imposible desenvolverme tan sueltamente en un sueño.

          Ellos me recibieron con alegres exclamaciones. Me acogieron como a un pariente que regresa. La joven -una criatura horriblemente desfigurada por la lepra- me tomó de una mano y me invitó: "Vamos a conocer nuestra casa".
        Yo veía una inmensa extensión de terreno en mi torno, sin ninguna señal de edificios.
            -Ven -agregó-, no temas nada.
     Permanecimos inmóviles. Yo no respiraba, el corazón corría. Yo estaba encantado, petrificado. Me di cuenta que nos hundíamos en el suelo fangoso. Mi cabeza ya no me pertenecía. Nuevamente me invadieron las tinieblas. En ese momento recibí la llamada telefónica, invitándome a la fiesta.
        - Apresúrate -dijo ella, con un visible terror en su rostro-. Ven antes que se pierda todo.

               Anduvimos, abriéndonos camino bajo tierra. Llegamos ante una puerta de tierra. Ella me abrió, poniendo un dedo en la cerradura. Yo observé su dedo. Un cabello rubio lo rodeaba como un anillo.
           - Esto es Gehenna -me explicó con una sonrisa.
     Se abrió la puerta y una claridad deslumbrante proveniente de la sala, nos vino al encuentro. Semejante claridad me hizo retroceder, pero mi acompañante me tranquilizó y me invitó a avanzar. Yo la miré con desconcierto. Ella volvió a decir:
                          - Yo no puedo reunirme contigo. Ese lugar está prohibido para mí. Yo soy un cadáver. Yo soy el cadáver de tu novia. ¿Me reconoces? Has llegado hasta el cementerio, has abierto mi tumba, has desenterrado mi cadáver, y ahora me contemplas. Pero esta misma noche estarás con ella en el baile. Ella, en silencio, me señaló una joven desconocida que estaba sentada en la sala.
     -Ahí estoy yo -me dijo-. No temas nada.
Yo me volví para mirar el cadáver: Había desaparecido.



ix


            Acompañado de esos tristes presentimientos fui a la reunión aquella noche. Yo sabía de antemano lo que se me esperaba. Tranquilo, resuelto; no hagamos un moderado uso de lo sobrenatural. Existe una identidad maravillosa entre el sueño y la poesía, entre la poesía y el placer, entre el placer y el terror. Y ellos son inagotables. Por una suerte de asociación de ideas, yo me encontraba satisfecho de todo, anhelante, respirante, curioso. El amor me frecuentaba. Nada me interesa fuera de una zona favorable al encantamiento. Un poeta puede llegar indirectamente hasta el mundo. Pero no lo rechaza. Por el contrario, se hunde en él, estrecha manos leprosas, comprende, comparte la vida. Compartir la vida. Una extraña proposición hace de semejante idea un terreno fácil para discutir el problema de la vida. Compartir, ganar la vida. ¿Qué significa esto? Esto significa que el hombre debe abandonar sus más queridas reservas, y la obsesión, y el delirio, y el recuerdo de su paso instantáneo por una región poblada a su gusto, para satisfacer los caprichos de sus parientes, de la colectividad. Pobres y rastreras aspiraciones. Salvarse para la política, para todo uso indebido de la vida. No es por azar que son los descastados y los malditos y los extraordinarios los que tienen sobre sí el peso más tremendo de la poesía. (Por ejemplo, Lautréamont, Rimbaud, el marqués de Sade, André Breton). Un llamado oscuro hace que semejantes hombres se aparten de todas las sendas establecidas, vuelvan al pasado, arrojándose a manos llenas en el conocimiento primero, en los instintos, en la subversión. La enumeración es enorme y cerrada al mismo tiempo. Un día acaso la intente. Le debo reconocimiento a los que me dijeron que no estaba solo.



x


Es interesante para mí fijar otros antecedentes de mi sueño. Por cierto que todos ellos se refieren de una manera casi exclusiva a una determinada persona. Es casi un tema de observación. El amor me golpeaba obsesionantemente. Pero yo no trato de evitar sus manifestaciones. No es honrado cambiar bien por mal. ¿Qué delirio puede transportarme, cerrarme los ojos, hacer de mi cuerpo un boomerang que regresa a su punto de partida?

              Lleno de vacilaciones, sin tener la convicción de haber acertado a describir fielmente el tránsito del amor, debo empezar a relatar, es decir, debo continuar hablando de ella. Gobierno mentalmente el deseo de vivir. Esta ansia veloz de anticiparse me hace tomar ventajas. Es fatal que esto se produzca. De tanto unir la noche a la espera, resulta que no espero otra cosa que la noche. Yo espero la noche por el resto de mis días. Simples circunstancias me advierten que procedo bien.
   
            Un simple ejemplo: la curiosidad, la ociosidad, cualquier cosa, hizo que descorriera la cortina que ocultaba ese cuadro. Un gesto instintivo me hizo retroceder como a la vista de un dragón. Y, sin embargo, el cuadro no tenía nada de terrible. Representaba a una mujer, pintada a la moda de 1850 aproximadamente, solícita, sonriente, amable.     
               ¿Qué había de extraño en su peinado, en sus ojos de adoración incesante? Pero casi un idéntico grito salió de su boca, al verme. ¿Es necesario decirlo? El cuadro representaba la misma bella joven que he buscado siempre, la misma cuya mortal semejanza me ofreció una amiga mía en una fotografía perdida en un cinema. Un gesto de terror atávico hizo que yo retrocediera sin reflexionar.

             Me encontraba en un extraño sitio. No puedo describirlo, no puedo acordarme con exactitud. Yo había recibido una amable invitación de parte de un grupo de amigos. En el primer momento yo acepté sin vacilar. Solamente después vi lo imposible de satisfacerlo, pero ya era demasiado tarde. Aquella noche todo el mundo parecía nadar en un líquido brillante. Las calles, llenas de transeúntes, resultaban casi por ese motivo desconocidas para mí. No fue raro que me extraviara.

          Andaba contra mi voluntad. Una fuerza centrífuga ferozmente me empujaba lejos de mi órbita. No es un acomodo fácil.
    De pronto, entre dos tumultos, quedó un espacio libre. Yo me apresuré por llegar a él. Esto resultaba comprometedor. En medio del círculo de personas había una joven, una bella desorientada, que sonreía fijamente, delicadamente. A la verdad yo comprendí que a ella muy poco le interesaba cuánto sucedía en torno y los pasantes que la miraban extasiados. Más tarde, ella me explicó el empleo de sus pensamientos.

                Sin duda alguna, nosotros nos veíamos por primera vez. Pero ella no dudó un instante en correr precipitadamente hacia mí como si me aguardara. Los transeúntes dejaron de preocuparse del asunto. Echamos a caminar en silencio. Nada me parecía inoportuno o fuera de razón. Para mí, esto significaba la reanudación de un sueño. Sin embargo, mi tranquilidad era aparente. Eso lo observé yo mismo, porque por un instante no pude controlar mis palabras.
         Ella se mantenía tranquila. Yo aguardaba con curiosidad que hiciese un ademán poco acostumbrado para que él nos sirviera de contraseña, de clave. El ademán esperado llegó al fin.
Ella, de pie, alta y decidida, levantó su mano izquierda, mientras llevaba la derecha diligentemente  hacia su corazón, y la mantuvo arriba mientras exclamaba, con los ojos cerrados, la palabra "Gehenna". Al conjuro de esta palabra, los transeúntes, las calles, la ciudad entera con sus fuentes y sus jardines, desaparecieron. Quedamos solos, dueños de un universo deshabitado.
              Pero esto no es todo; lo más curioso, si no lo más extraño o interesante, vino después. La ciudad que yo tanto conocía se transformó en un campo de hielos, en un lugar de silencios. Ella, la aparecida, fue retrocediendo hasta el fondo de ese paisaje y desde allí, alta y dominante como siempre, cambiada en surtidor que tejía palomas, dividió el cielo, la tierra en dos partes idénticas. Yo la contemplaba con ansias de saber lo que sucedería. Pero si miramos persistentemente un mismo lugar, nuestra imaginación lo transforma a su capricho. Esto sucedió con la hechicera, con esa joven que aparecía y desaparecía de mi lado, con la reconocible y la desconocida a la vez.

          Ella formaba ahora el contorno de un castillo colocado en lo alto de una montaña de hielos. Las láminas de los tejados de este castillo lucían al sol boreal, lo incendiaban, lo hacían servir de señal a los amantes perdidos. Yo fui hasta él por necesidad. Corrí por la campiña de hielos. Mis pasos resonaban como si fuera por una calle desierta. Esto me alegró. Pensé que había alguna buena razón para creer en el triunfo de los delirios, para incorporarlos como materia viva de experimentación a la vida de siempre.
         Yo corría frenéticamente por la pradera helada. Era un comienzo de principios del mundo. Grandes helechos se alzaban con un color refrescante. Entonces estos helechos tenían un color azul, pero de un azul desconocido. Había otros de distinto color. Todos, entre sí, formaban una variedad marina. Grandes olas tejidas y detenidas en la tierra, y al pasar por entre ellas, pisando el hielo, me imaginaba correr por el cuerpo de una persona. Es difícil explicar de dónde provenía semejante asociación de ideas.

            Después de un rato yo me sentí perdido en esa vegetación. Miré la tierra instintivamente. Una paloma con un ala rota corría delante de mí. Un reguero de sangre se marcaba en el hielo como una señal para guiarme. Esto me dio ánimos. Yo cambié con la paloma una mirada de inteligencia. Aparentemente el bello pájaro no sufría. Se había herido por necesidad, como un prisionero que en su celda escribe un mensaje con su propia sangre. Esta idea me dio una nueva interpretación del asunto.

                   Comprendí que la paloma escribía algo también. Empecé a recorrer su sangre y vi trazada la palabra Gehenna en trazos enormes. Abrí los ojos. Estaba frente a la puerta del castillo. Entré a él, siempre antecedido por el pájaro sangriento. Mis ojos, acostumbrados al resplandor del hielo, no se habituaron de inmediato a la obscuridad del recibimiento del castillo. Permanecí de pie, olvidado de todo, vacilante, pero sin nada de angustia por lo que me sucedía. En la bruma que me envolvía, perdí de vista a la paloma. Pero ya estaba en buenas manos.
             En ese castillo el tiempo transcurría muy lentamente y, por lo tanto, la hora o las horas que permanecí en él, fueron de larga duración. Sólo así es posible que yo recuerde todos los detalles.

        Cuando mi retina pudo distinguir el lugar en que me hallaba, yo no perdí mi tiempo y busqué inmediatamente una persona para que me guiase. Yo me aprestaba a subir una enorme escala que conducía seguramente a un torreón, cuando vi descender por ella a la hermosa joven que ha sufrido tantas curiosas transformaciones desde 1929 acá.             

             Era ella misma. Estaba en ese lugar como en casa propia. Al verme, me invitó con una sonrisa hospitalaria a subir. Yo la seguí confiadamente, entregado al misterio con ojos cerrados, sin pretender descifrar ningún enigma.

            Subimos a una alta torre. Desde allí se dominaba una gran extensión de hielos que se prolongaba hasta el horizonte. El cielo era un cielo de hielos. Desde el torreón sentí un deseo irresistible de arrojarme abajo. El abismo se abría sobre un abismo y sobre otro más, como una caja de repetición. Pero ella me tomó una mano y dijo algunas palabras tranquilizadoras:
- Ahora no es conveniente. Más tarde veremos. Espera.
Yo la obedecí. (¿Comprendes?). Descendimos. Fue en ese momento que ocurrió el suceso del retrato.
              Al pasar por una enorme habitación, obscurecida por pesados cortinajes de terciopelo, una habitación despoblada de muebles, ella se alarmó visiblemente y quiso salir de allí con toda rapidez. Pero yo la detuve. Grité con violencia:
     - Quiero saber qué cosa está escondida detrás de esa cortina.
Ella, sin contradecirme, sin ensayar un ademán de defensa, avanzó hasta la pared, pálida y mordiéndose los labios como si en ello le fuera la vida, descorrió la cortina precipitadamente.
           Vi el lienzo, su propia imagen reflejada en el retrato. Yo no grité, pero retrocedí violentamente. Ella tuvo un hermoso rasgo de delicadeza, casi de ironía brutal.
- Perdón -exclamó.
Volvió a correr la cortina. Yo la miré sin saber qué hacer. Ella estaba agitada, intranquila. Ahora se movía nerviosamente.
- Debo abandonarte -me dijo-. Debo ocupar mi puesto. Pero esta noche me reconocerás en el baile.
        Salió rápidamente. Yo me quedé solo. A mi vez abandoné el castillo. No salí a la ciudad, como me imaginaba. Tuve que pasar por todas las alternativas de alegrías y quebrantos de la ida. Se repitió el proceso de la lenta asimilación de un hombre a la vida. Sólo cuando esta transformación estuvo realizada pude abrir mis ojos de siempre.


xi


           Era extraño que nadie a mi alrededor advirtiera la presencia de la joven. Esto se podía explicar únicamente como un bondadoso gesto de las restantes personas, o, acaso, por el deseo de éstas de observarme sin que yo echara de ver que eran mis espectadoras. Bien pronto yo prescindí de ellas para hacer lo que se me antojaba. Al principio vagué ociosamente por las habitaciones, mirando todo, buscando algo, incluso un ser sin apariencias determinadas de amante, entregándolo todo á la casualidad. Esta búsqueda me llevó lejos en mis reflexiones. Yo me decía: "He aquí que comienza una aventura grande, un sueño deseado, que se cumplen los pronósticos".

           Antes de encontrarla realmente, tuve un verdadero temor. Yo estaba cansado de mi mismo sueño. Quería llegar hasta el reposo absoluto, no pensar, no frecuentar más semejantes visiones. Pero el sueño llegaba como una marca fácil. Veréis por qué.



xii


La cabeza se inclina con suavidad, con encantamiento. Ella se siente perdida, renuncia á todo. Las sombras de un paraíso luminoso la golpean con insistencia. Rueda hasta el final, abandonada, guiándose por los últimos latidos de su cerebro. Cabeza amante, con millones de otras cabezas reunidas en un solo haz, reaccionando al contacto de la primera luz, como un diamante. Su rostro en mis manos, yo lo veo buscar un oriente mágico, ensayar una vuelta atrás. Su boca habla quiméricamente. Yo la escucho sin interrumpirla, sin que mi boca intervenga para empeñarse en dirigir sus evocaciones. Ella nada por un mar de sangre, por un mar de fuego. Yo mismo sigo su dirección hechizada. Insisto en decir, en aclarar esta imagen mía, esta idea, con la desesperación de quien se ve frente á un mensaje cifrado. Ahora necesito la más tangible realidad, la que posea una vocación terrible, un revés de sueños. ¿Cómo transmitir una sangre por una corriente de sangre sin que éstas corran el riesgo de unirse? Unir las sangres, unirlas á toda prisa, cueste lo que cueste, yo lo deseo. 

                 Mis pensamientos, todo lo que doy, todo lo que puedo disponer, lo entrego en custodia á esa persona que duerme. Ella vigila, ella cuenta, ella rechaza, ella admite. Como se puede suponer, se necesitaría toda clase de orientaciones, especificadas con el mayor cuidado, con horas de partida, con el control de los viajeros, con la exactitud de los accidentes. Veo dormir á está persona, pero la contemplo desde mi propio sueño. Sólo así se explican las observaciones. Nunca repito la misma forma de contemplar, las combinaciones son múltiples. De espaldas en este jardín marcado por el delirio -un lugar peligroso-, por los restos que el mar arroja como un jugador en la mesa de juego, yo escucho, oído en tierra, los pasos que se aproximan, las personas que lo buscan como un sitio de encantamientos. La restante es una realidad muy provisoria. Aquí tenemos un espacio disponible, por lo menos, para los que huyan con gratuidad. Sólo en esa forma se explica que el jardín hecho con oros y diamantes, con árboles de champagne, con flores de gaita, con surtidores de pensador, con caminos exclamativos, con jardineras de obsidiana, sea plaza de ajusticiados, un lugar feliz.

            No sé, á la verdad, cuándo vi por primera vez ese jardín "de hospital". Creo que yo le evité siempre hasta el momento de recibir aquella famosa carta donde se me pedía insistentemente concurrir a él. Por una suerte de desmemoria, yo no puedo precisar si esa carta llegó antes o después de soñar con el jardín, de permanecer en él largo tiempo.     

            Lo único que recuerdo es el color del ambiente, el color blanco derramado en un lugar sin ningún color. Él produjo un extraño cambio en mi personalidad. Yo había llegado con un sinnúmero de preocupaciones, pero á su vista todas fueron postergadas, casi por el solo hecho de sentirme rodeado de ese color. No encontré á nadie en el jardín y por esa razón tuve que caminar sin informarme. Yo creo que este paseo mío se realizó momentos después de salir del castillo imaginario. Mis preocupaciones, si esto es así, se referían fatalmente á mi acompañante eterna. Yo estaba convencido que no la vería nunca más y que esta cita forzosa se refería a otra persona con la que hablaría de asuntos diferentes. Por lo tanto, yo no me apresuré á buscarla, y me entretuve vagando por el jardín. De pronto, tal como de un rostro angélico va naciendo viciosamente un rostro satánico, el jardín fue perdiendo su primitiva fisonomía. Yo reconocí, no con espanto, sino con una suerte de alegría frenética, el lugar donde encontré aquel grupo de leprosos. Llegó todo nuevamente, incluso ese pronunciado olor a yodo, y empecé a marchar con dificultad, con pies de plomo, durmiendo.

          Esto provenía de un error mío, de un recuerdo olvidado. En 1929 perdí de vista a cierta joven y la separación me produjo una crisis horrible que no se tradujo en ningún malestar físico. Incluso puede decirse que espiritualmente tampoco sufrí. Nadé con mis semejantes. Observé todo lo que había a mi alrededor, eliminando y anexando ideas. Estaba sediento de redimirme por el sacrificio. El suicidio siempre se me ha antojado una solución transitoria. En tantas preocupaciones diversas, yo perdí el punto de partida. Sólo cuando el caos llegó a su máximum, volví a fundirme en mí mismo bajo el señero de la libertad.

                Amante mía, cuántas ocasiones de separación furiosa, de hallazgos inesperados. Un Santiago de Chile que no es ya un Santiago de Chile, una ciudad con desiertos y jardines al mismo tiempo, con plazas de suplicio, con carta de luto. Algunos días con determinados amores-el 24 de noviembre de 1935- y otros de búsqueda del amor. Escrituras en paredes de espera, alucinaciones.

             Recorría, como he dicho, todo el jardín sin dejar un lugar sin examinar. De este modo yo obraba con una determinada inteligencia. Efectivamente, yo quería llevarme una imagen real de ese huerto enfermo, quería transcribirlo fielmente, recordarlo cuando el sueño lo hubiera desvanecido. Yo estaba seguro que soñaba. Pero el sueño, por una curiosa metamorfosis, se hacía valedero, daba una impresión absoluta de vida realizada.
             De pronto este sueño, si de él se trataba, sufrió una separación brusca. Yo me sentía perdido para toda la vida. Alguien se acercó a mí, una persona invisible, y me rogó que fuera aquella noche a una dirección indicada, para entrevistarme con una mujer que yo no conocía. Inmediatamente me advertí que bien podía encontrar a Beatriz -la persona que dio margen a este delirio- en esa casa, y respondí que iría. Inesperadamente me sentí transportado allá. Ahora estaba yo en pleno misterio.

         Me encontraba en una biblioteca enorme, obscura, paseándome impaciente. La persona que aguardaba se hacía esperar. Sentí sonar las once de la noche en un reloj oculto a mis miradas. Esto me sorprendió. Creía que aún era la mañana. Me olvidé que esperaba algo y me entretuve en asociar fenómenos celestes. Por mi cabeza giraban lunas que cambiaban de fase, con libaciones inesperadas; en fin, toda suerte de planetas en movimiento.

              Todo se hallaba alejado de la salvación y yo veía ahora, con curiosidad, que el mundo se hundía rápidamente en las sombras. El cielo se convertía en una tela opaca donde ningún lugar estaba reservado para nuevas luces. Yo comprendía que comenzaba a repetirse la época de los hielos. Avanzaban ellos desde los polos hacia el centro de la tierra, aunque esta es una manera de decir, ya que la ausencia del sol los hacía generar de todas partes. Huyendo de esa avalancha fatal, los hombres, los animales, los pájaros, los peces, corrían a refugiarse en los países cálidos. Con inquietud miraban el horizonte. De pronto, imperceptiblemente casi, una línea blanca emergía de él. La fuga continuaba; un destino maldito era su guía. Los hombres cruzaban miradas de terror entre sí. Nadie se preocupaba del futuro, de la educación de los hijos; era la dispersión total, el desequilibrio de las familias, el lugar recuperado para lo imprevisto. Huir, huir. Semejante descontrol de la naturaleza anunciaba claramente que esta tierra iba a estallar por sus cuatro costados.

           Los más extraños casos de locura se presentaron entonces. Niños de hasta tres años recuerdo haber visto que se arrojaban sobre las personas más allegadas, poseídos de avidez sexual. Encima de un árbol de colores maravillosos -porque seguramente la cercanía de los hielos hacía más transparente la atmósfera- una joven de singular belleza cantaba canciones infantiles. Era la única, entre el pueblo que la rodeaba, que iba desnuda. Las demás personas se cubrían con pieles y toda clase de abrigos. Su brutal inexperiencia me la hizo infinitamente querida. Otros la miraban con gestos de deseo o la tocaban con ojos repugnantes. Ella no parecía advertirlos; daba la impresión que los despreciaba a todos.

            Los hombres habían acampado en ese jardín. Parecían alegres, tranquilos del porvenir, ahora, seguros que los hielos no alcanzarían ese lugar. Sólo Beatriz parecía preocupada. Miraba hacia arriba como para informarse por un arco iris que cruzaba el cielo de parte a parte. Ya las sombras se habían retirado, empujadas por una invencible claridad. Como si todos volviéramos de la noche al amanecer, nos mirábamos las caras, nuestra lividez extrañamente viciosa.
             Ahora yo participaba en todas las deliberaciones de mis semejantes. Nuestras conversaciones versaban sobre temas indiferentes al peligro de los hielos. Hablábamos con inútil exaltación de asuntos pequeños, casi de interiores familiares. Esto nos divertía.
               
                Solamente Beatriz se mantenía en el árbol, desdeñosa para nosotros, pero vigilante. Yo me aproximé a uno de los que me rodeaban y le pregunté si ya sería hora de encontrarla. Éste me miró sorprendido.
- En este momento tú deberías estar en el baile con ella -me dijo.
- No puedo -contesté aparentando tranquilidad-. Debo quedarme con ustedes hasta la llegada de la muerte.
Mi interlocutor me dirigió una mirada burlona.
- El amor es la primera finalidad del hombre. 
                         La sola y la última -añadió.
Yo le agradecí sus palabras y quise retirarme, pero él no me lo permitió.
           - Ya es inútil -exclamó-. Los hielos avanzan.
Yo miré instintivamente. Al fondo de la campiña se veía una línea blanca que se movía ferozmente, tranquila, segura. Eran los hielos que cumplían a satisfacción su mortal faena.

                        Yo pensé que todo el mundo echaría a correr, pero no fue así. Por el contrario, nadie hizo un ademán. Ellos se quedaron inmóviles, fijos para siempre, muertos en las más inesperadas posturas. Un niño que en ese momento, por inadvertencia, había mirado hacia otro lugar al tiempo de llevarse un vaso de agua a la boca, se hallaba clavado, con un gesto de estupor, mientras el vaso, soltado de su mano, se mantenía en pleno aire, sin caer. La joven misma se mantenía inmóvil. Pero yo podía andar, aunque con cierta lentitud. Me aproximé hasta el árbol y trepé penosamente, instalándome al lado de Beatriz.  

                   Junto a ella encontré la seguridad que buscaba. Algo me impulsaba a hablar, a gritar, a referir la historia del mundo a los hombres del porvenir, aprovechando la muerte del último ser humano, buscando una comunicación posible, un eco feliz. 

                 Miré a la tierra. La vi cubrirse de una capa blanca-verdosa. Era el hielo que se insinuaba, que mostraba su faz diabólica por encima de su faz angélica. Yo me convencí que ya no podría descender nunca más del árbol. Me llené de alegría, como si hubiera abandonado la tierra para siempre. Pero yo no podía permanecer ahí. Me desprendí del árbol sin saber cómo. Empecé a flotar libremente, voluntariamente. Yo me sentí reconquistado para una tierra provisoria, para una tierra con alas por todas partes. Pero al mirar abajo, la vi en toda su pequeñez. No era ella ni la capa de hielos que la cubría lo más extraño, sino unas largas raíces que sobresalían de su superficie y flotaban siguiendo su vuelo por el espacio. 

                La tierra y sus raíces, ahora comprendo perfectamente la luz en virtud de semejantes raíces. Todo se quedaba en ella, nada pasaba, por la razón de su inmovilidad. Nada le interesaba ni nada retiene avaramente. En compensación, la tierra conserva hasta el último de sus muertos, hasta el sonido más inmediato, hasta las aves que creen no pertenecer a ella. Es esta última, seguramente, la más feroz de todas las manifestaciones del amor. Una mano se abre con descuido, con delicia, y un ser perteneciente a ella sale volando. La mano vuelve a apretarse, lejos de él. Una ley física hace que estrelle en su interior la criatura de sueños que había formado.

       Beatriz salió del árbol en dirección de mi vuelo. Fue ella la única que se decidió a seguirme. Pronto en el aire volvió a recuperar su encantadora movilidad de siempre, su sonrisa, sus bellas palabras. Yo cerré los ojos de felicidad, como si nadara en una piscina de obsesionante olvido. Nadábamos juntos otra vez. Nos habíamos recuperado, y nadie podría clasificar nuestra compañía o separarnos. Eso lo sabíamos suficientemente bien y, por lo tanto, no nos intranquilizaba la visión de los hielos o, siquiera, la temperatura cada vez más fría que nos rodeaba.

                 Volábamos sin ninguna meta, sin el menor objetivo, guiándonos sólo por nuestro instinto elevado a su mayor intensidad. Bien comprendíamos que el menor paso en falso significaría nuestro despertar en un mundo de todos los días, y que este maravilloso desorden de la naturaleza terminaría para siempre. Atravesábamos el castillo entero, cuidándonos de no despertar a sus moradores. Este sigilo nuestro nos hizo observar el sueño general, la ropa sucia; esto no me produjo asco, sino una tristeza muy grande, no sé por qué motivo. En cuanto a Beatriz, se le llenaron los ojos de lágrimas. Todo iba bien.

                    ¿Para qué encadenar los sucesos, las manifestaciones físicas, las referencias de lo desconocido, uno después de otro? La influencia que sufren los cuerpos humanos en su relación con la naturaleza es demasiado importante para que sea tratada a la ligera. En efecto, nadie podrá responder con exactitud a la pregunta planteada hace tantos siglos: ¿qué vocación fatal es la que obliga al hombre a abandonar de repente todo refugio, toda salvación, toda comodidad proporcionada por el mundo, y le hace girar su cabeza como una flor imantada por el agua, hacia lo provisorio, lo obscuro, lo peligroso, lo maldito? ¿Por qué proceder así, por qué razón caen las cabezas al sueño y vemos esparcirse por la vida las ondas de fuego que sus caídas producen? ¿Y por qué una joven que tiembla por los secretos frente a las observaciones de los demás, hace de pronto un leve gesto con sus manos, lo bastante simple para detener la marcha de la luz, y en seguida huye de su vida lisonjera? Hay una razón inútil y una razón de muerte. Ellas obligan a caer de rodillas a los cobardes, a arrimarse al muro de los fusilamientos a los impacientes, a vivir fuera de la ley -fuera de toda ley- a los poetas.

                Esto significa que de una vez para siempre, el mundo queda dividido en dos incompatibles señeros. Yo no busco, de ningún modo, la correspondencia con los que creen en las posibilidades de un buen vivir, en la felicidad santificada por las leyes -vuelvo a repetir que me refiero a toda clase de gobiernos-, en la prosperidad pasiva. Creo, por el contrario, en los que luchan contra una existencia obsesionada por la misma vida, en los que se sienten devorados por las más misteriosas comunicaciones de amor, en los que se alzan con una espada llameante en la mano, y se dan muerte con su propio conocimiento. Hay una variedad incalculable de amigos nuestros, de seres relacionados por las más altas quisieras, en esa línea. Son todos los que se exigen vivir en el peligro, con provisoriedad, con amor diario. Hay un detalle familiar para reconocerles: unos ojos ardientes que miran a través de sus interlocutores toda una reunión de mundos; unas manos generosas que acarician cuerpos amantes, sin otra tarea que cumplir, y de repente cogen un revólver, etc., etc. Decidles, despertadles, ellos no saben lo que pueden y son capaces de entregar, que parte de martirio. Esto es aún desconocido. Pronto partirán allá, no para hacer conocido lo desconocido, sino para defender esto último contra las clasificaciones. Por delicadeza, una interpretación general de la vida, desde el punto de vista práctico, como se me pide, resulta absolutamente conmovedora. Como se ve, aquí la curiosidad presenta un raro enlace con la sabiduría. Esa imaginación del amor, esa representación total del mundo, me frecuenta casi en forma obsesionante.

                       Yo volaba sin advertir que volaba. Pero a una señal de Beatriz volví por mis pensamientos recuperados. Estábamos sobre una gran ciudad. Yo no la reconocí en el primer momento; ella me dijo su nombre, admirada de mi ignorancia. Volábamos sobre nuestra propia ciudad; es decir, volvíamos al punto de partida. Yo me admiré porque ni de regreso nada estaba aclarado. Yo necesitaba ahora una manifestación humana, una señal de amor, una garantía de compañía, cualquier cosa. Entonces nos miramos con ella, con la ciudad enferma de la más horrible y vergonzosa de las enfermedades, de una que merece que se la señale con una cruz roja en los mapas del extranjero, en señal de peligro.

              Nosotros dos arrastrábamos el hielo en nuestro seguimiento, porque éramos los dos últimos seres humanos que quedaban en la tierra y el hielo quería borrar hasta el último resto de hombre de la superficie. Esto nos inspiró un casi infantil cálculo: si nosotros lográbamos planear una hora por encima de la ciudad, pronto la veríamos ser invadida por los hielos, morir. Sin demorarnos suficientemente en discutir nuestros propósitos, paramos la marcha, incluso descendimos lentamente contra la ciudad, aguardando la llegada de los hielos. Cuando éstos aparecieron en el horizonte, con su horrible y fatal avance, nosotros nos retiramos orgullosos de haber cumplido nuestro deber.

                                         ¿Era ese nuestro deber?

         En ese momento Beatriz desapareció con furiosidad mágica. Jamás volvería a verla. Yo era el último que restaba vivo. Pero un convencimiento mortal se apoderó de mí. Es el siguiente: yo comprendí que los hielos me perseguirían siempre, como forma de destrucción siempre eterna y de construcción siempre cambiante, me perseguirían a través de todos mis refugios y de toda mi vida. 




                       


Publicado en "Antología del verdadero cuento 
                           en Chile" de Miguel Serrano con la siguiente nota del antologador: 
                      "El trabajo que Arenas nos ha entregado, a mi ver, no cumple 
                             con algunos de los mínimos requisitos del cuento 
                                   (¿ es un diarios?). Sin embargo, lo publico por 
                                     el hecho de que Arenas pertenece a nuestra 
                                       generación y Gehenna es lo menos literario 
                                            de su producción. De Antología del Verdadero 
                                             Cuento Chileno, Miguel Serrano, Santiago de Chile, 1938.

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