Partir a hombros
del Hombre Primitivo
El momento en el que el
niño parte con Juan de Hierro es el momento en que, en la antigua Grecia, el
sacerdote de Dionisios aceptaba a un joven como discípulo, o el momento en que,
en las comunidades esquimales actuales, el chamán, a menudo totalmente cubierto
con pieles de animales, con garras de glotón y vértebras de serpiente colgadas
del cuello y una cabeza de oso a modo de gorra, aparece en el poblado y se lleva
consigo a un niño para darle instrucción espiritual. En nuestra cultura
no existe momento semejante. Los niños tienen una permanente necesidad de ser
iniciados al espíritu masculino, pero, en general, los mayores no se la
proporcionan. A veces lo intenta el sacerdote, pero hoy en día éste está
demasiado integrado al mundo corporativo. Entre los hopis y otros nativos
americanos del Sudoeste, los mayores se llevan al niño a la edad de doce años y
descienden con él al área masculina de la kiva. Éste permanece allí abajo
durante seis semanas, y no vuelve a ver a su madre durante un año y medio. El
problema del núcleo familiar actual no es tanto la locura como la gran cantidad
de contradicciones (eso se da también en comunas, en la oficina y, de hecho, en
cualquier grupo). El problema es que los hombres mayores que están fuera del
núcleo familiar ya no pueden ofrecer al hijo una manera efectiva de romper las
ataduras con sus padres sin que resulten dañados. En las sociedades antiguas se
creía que un niño sólo se hace hombre mediante el ritual y el esfuerzo; mediante
«la intervención activa de los mayores».
Empezamos a entender que la masculinidad no nos viene dada; no ocurre sólo
porque comemos cereales. La intervención activa de los mayores quiere decir que
éstos dan la bienvenida al joven al antiguo, mítico e instintivo mundo
masculino. Una de las mejores historias que he escuchado acerca de este tipo de
bienvenida es la que tiene lugar cada año entre los kikuyu, en África. Cuando un
niño tiene edad suficiente para ser iniciado, es apartado de su madre y llevado
a un lugar especial que los hombres han preparado a cierta distancia de la
aldea. Allí ayuna durante tres días. La tercera noche la pasa sentado en
círculo alrededor del fuego, con los hombres más ancianos. Está hambriento,
sediento, alerta y aterrado. Uno de los más viejos saca un cuchillo, se abre una
vena y deja caer unas gotas de su sangre en una calabaza o en un cuenco.
Cada anciano del círculo se abre una vena con el mismo cuchillo a medida que el
tazón pasa de mano en mano, y deja caer un poco de sangre. Cuando el tazón llega
a las manos del joven, se le invita a saciarse de él. En este ritual el muchacho
aprende muchas cosas.
Aprende que el alimento no sólo proviene de su madre, sino
también de los hombres. Y aprende que además de arma para herir a otros, el
cuchillo puede usarse para muchos propósitos. A estas alturas ¿puede seguir
dudando de que ha sido acogido entre los demás varones?
Finalizado el ritual de
acogida, el más viejo del grupo le enseña los mitos, los cuentos y las canciones
que encarnan los valores característicos masculinos; no me refiero únicamente a
los valores competitivos, sino también a los espirituales. El aprendizaje de
estos mitos «húmedos» y los mitos mismos llevan al joven mucho más allá de su
propio padre, hacia la humedad de los pantanosos padres que se remontan a siglos
de antigüedad.
¿Qué ocurre cuando falta la labor consciente realizada por los
ancianos? La iniciación de los hombres occidentales perduró con altibajos
durante un tiempo después de que los fanáticos destruyeran las escuelas griegas
de iniciación. En el siglo XIX, los abuelos y los tíos vivían en casa, y los
más viejos tenían mucha participación. En grupos de caza, en trabajos que los
hombres realizaban juntos en granjas y barracas y en deportes locales, los más
viejos pasaban mucho tiempo con los más jóvenes, a quienes proporcionaban
conocimientos sobre el espíritu y el alma masculinos.
Wordsworth, al comienzo de «La excursión», describe a un viejo que, cuando
él era niño, permanecía sentado día tras día bajo un árbol y le ofrecía su
amistad:
Me quería: de entre una multitud de chicos sonrosados. Me eligió, como en
broma decía, por mi aspecto serio, demasiado pensativo para mi edad. Con el
tiempo, me llegué a sentir orgulloso de ser su amigo elegido. A menudo, en días
de fiesta, paseábamos por el bosque...
La posibilidad de esa mezcla fortuita en gran parte se ha perdido.
Los
clubes y las asociaciones masculinas han ido desapareciendo progresivamente. Los
abuelos viven en Phoenix o en el hogar de ancianos, y muchos chicos sólo se
relacionan con otros chicos de su edad que, desde el punto de vista de los
viejos iniciadores, lo desconocen todo. Durante los años sesenta, algunos
jóvenes extrajeron fuerzas de mujeres que, a su vez, habían recibido parte de
las suyas del movimiento feminista. Se podría decir que muchos varones jóvenes
de los sesenta intentaron iniciarse con mujeres. Pero los hombres sólo se pueden
iniciar con hombres, del mismo modo que las mujeres sólo pueden iniciarse con
mujeres. Las mujeres pueden transformar el embrión en niño, pero sólo los
hombres pueden transformar al niño en hombre. Los iniciadores dicen que los
niños necesitan ser paridos por segunda vez, en esta ocasión por hombres. En uno
de sus ensayos, Keith Thompson se describe a sí mismo a los veinte años como un
típico joven «iniciado» por las mujeres. Sus padres se divorciaron cuando él
tenía doce, y él vivió con su madre mientras su padre lo hacía en un piso
cercano.
Durante el período escolar, Keith estuvo más cerca de las mujeres que de
los hombres, y esta situación se prolongó durante los años de universidad, en
los que sus mejores amistades eran feministas a las que describe como
maravillosas, cultas y generosas, y de las que aprendió una infinidad de
cosas. Luego, en Ohio, se metió en la política y trabajó con mujeres y en
asuntos de mujeres. Por aquellos años tuvo un sueño. Se vio corriendo por el
bosque con una manada de lobas. Los lobos le sugerían, sobre todo, independencia
y vigor. La manada de lobas avanzaba de prisa en formación, y finalmente llegó a
la orilla de un río.
Las lobas se miraron en el agua y todas vieron el
reflejo de su propia cara. Pero cuando Keith se miró en el agua, no vio ninguna
cara. Los sueños son sutiles y complicados, y no conviene sacar conclusiones
apresuradas. Sin embargo, la última imagen sugiere una idea inquietante. Cuando
las mujeres, aun con las mejores intenciones, crían solas a un niño, éste podría
no tener cara de hombre, o sencillamente podría no tener cara. Por el contrario,
los viejos iniciadores transmitían a los niños cierta seguridad invisible y
muda; ayudaban a los niños a ver su verdadero rostro o su verdadero ser. Por lo
tanto, ¿qué se puede hacer? Miles y miles de mujeres separadas o viudas crían a
sus niños sin la presencia de un hombre adulto en casa. Las dificultades propias
de esta situación se hicieron evidentes un día, en Evanston, mientras daba una
conferencia sobre la iniciación de los varones a un grupo integrado en su mayor
parte por mujeres. Las mujeres que criaban solas a sus hijos eran sumamente conscientes
de los peligros de la falta de un modelo masculino. Una mujer explicó que cuando
su hijo entró en la secundaria vio claro que debía ser más severa de lo que le
salía de modo natural. Pero que si se hacía más severa para afrontar
esta necesidad, perdería contacto con su propia feminidad. Mencioné la solución
clásica en muchas culturas tradicionales, que es enviar al niño con su padre
cuando cumple los doce. Varias mujeres respondieronterminantemente:
«No, los
hombres son incapaces de educar; no se ocuparían de él.» Sin embargo, muchos hombres —y yo entre ellos— descubrieron en sí mismos una capacidad
para educar a sus hijos que desconocían hasta que se vieron obligados a ello. Aun
cuando el padre viva en la misma casa, puede que haya un fuerte lazo encubierto
entre madre e hijo para expulsar al padre, lo que equivale a una conspiración, y
las conspiraciones son difíciles de romper.
Una mujer con dos hijos disfrutaba
asistiendo cada año a un congreso en San Francisco con su marido, dejando a los
niños en casa. Pero una primavera, al volver de un retiro de mujeres, sintió
el deseo de estar a solas y le dijo a su marido: «¿Por qué no te llevas a los
niños este año?» El padre accedió. Los niños, de diez y doce años, apenas habían
disfrutado la compañía de su padre sin la presencia de la madre.
Después de esa
experiencia, solicitaron estar más tiempo con el padre. La primavera siguiente,
la madre volvió a decidir que quería estar sola, y los niños volvieron a viajar
con su padre. Cuando llegaron a casa, la madre estaba en la cocina, de espaldas
a la puerta, y el mayor de los hijos se acercó a ella y la estrechó por detrás.
Instintivamente, el cuerpo de ella reaccionó con violencia y el muchacho fue
lanzado al otro lado de la cocina, chocando contra la pared. Cuando se recobró,
dijo ella, la relación entre ambos había cambiado. Había ocurrido algo
irrevocable. A ella le alegró el cambio, y el muchacho se mostró sorprendido y
algo aliviado por el hecho de que, aparentemente, su madre ya no le necesitara
como antes. Esta historia sugiere que la tarea de separación puede llevarse a
cabo aun cuando no sean los viejos iniciadores quienes provoquen la ruptura.
Puede provocarla la propia madre. Requiere una buena dosis de intensidad y, por
lo visto, en cierta medida fue el cuerpo de la mujer y no su mente el que
realizó la tarea.
Otra mujer contó una historia en la que el hijo era quien
rompía la conspiración madre/hijo. Criaba ella sola a un niño y dos niñas, y
mientras las chicas no tenían problemas, con el niño ocurría lo contrario. A los
catorce, el chico se fue a vivir con su padre, pero volvió al cabo de un mes.
Cuando regresó, la madre se dio cuenta
de que tres mujeres en casa eran demasiadas mujeres para un solo niño, pero,
¿qué podía hacer? Pasaron dos o tres semanas. Una noche le dijo a su hijo:
«John, es hora de cenar.» Al cogerle del brazo él estalló, y ella fue despedida
al otro extremo de la habitación: el mismo tipo de explosión que en la historia
anterior. No hubo intento de abuso en ninguno de los dos casos, y no hay
evidencia de que el hecho se repitiera. En cada caso la psique o el cuerpo
sabían lo que la mente desconocía. Cuando la madre se incorporó, dijo: «Es hora
de que vuelvas con tu padre», y el muchacho repuso: «Tienes razón.»
Es
preferible la ruptura de la iniciación tradicional porque evita la violencia.
Por todas partes se ven muchachotes comportándose desagradablemente en la cocina
y habiéndole groseramente a sus madres, y creo que es un intento de hacerse a sí
mismos desagradables. Si el hombre adulto no ha hecho lo suyo por interrumpir la
unidad madre/hijo, ¿qué pueden hacer los chicos para librarse, si no es
hablar groseramente? Es una actitud inconsciente y poco elegante.
Es fundamental
una ruptura total con la madre, pero sencillamente no ocurre. Esto no quiere
decir que las mujeres estén haciendo las cosas mal: creo que el verdadero
problema es que los hombres mayores no hacen lo que les corresponde. La manera
tradicional de educar a los hijos, que duró miles y miles de años, suponía que
padres e hijos vivían en estrecha —ferozmente estrecha— proximidad, mientras el
padre enseñaba un oficio al hijo: labranza, carpintería, herrería o sastrería.
Como he sugerido en otra parte, la relación afectiva más perjudicada por la
Revolución Industrial es la atadura entre padres e hijos. Es inútil idealizar la
cultura preindustrial, aunque sabemos que actualmente muchos padres trabajan a
cuarenta o sesenta kilómetros de casa y que, cuando vuelven a casa, tarde por
la noche, sus hijos ya están acostados y ellos mismos están demasiado cansados como
para ejercer sus funciones de padre. La Revolución Industrial, al necesitar
trabajadores para fábricas y despachos, alejó a los padres de sus hijos y,
además, colocó a los hijos en escuelas obligatorias en las que la educación es
impartida sobre todo por mujeres.
D. H. Lawrence describió esta situación en su ensayo «Los hombres
deben trabajar y las mujeres también». Su generación en las áreas mineras de
carbón de Inglaterra sintió la brutal fuerza del cambio, y la nueva actitud se
centró en una idea: el trabajo físico es malo. Lawrence recuerda que su padre,
que nunca había oído esta teoría, trabajaba a diario en las minas, disfrutaba de
la camaradería con los demás hombres, llegaba a casa de buen talante y tomaba
su baño en la cocina.
Pero por aquella época llegaron nuevos profesores de
Londres para enseñar a Lawrence y a sus compañeros de clase que el trabajo
físico es vulgar e indigno y que hombres y mujeres deben luchar por alcanzar un
nivel más «espiritual»: un trabajo superior, intelectual. Los niños de esta generación
llegaron a la conclusión de que sus padres siempre habían hecho las cosas mal,
que el trabajo físico de los hombres era algo malo y que esas madres sensibles
que preferían cortinas blancas y una vida elevada estaban en lo cierto y siempre
lo habían estado.
Durante su adolescencia, que describió en Hijos y amantes,
Lawrence se dejó convencer por el nuevo profesorado. Quería esa vida «más alta»
y tomó partido por su madre. No fue sino hasta dos años antes de morir, enfermo
ya de tuberculosis en Italia, que Lawrence reparó en la vitalidad de los
obreros italianos y comenzó a sentir una profunda nostalgia por su padre.
Comprendió entonces que el arribismo de su madre le había hecho daño y le había
llevado a separarse de su padre y de su cuerpo de forma infructuosa. Una idea
sencilla y clara, bien alimentada, avanza como una enfermedad contagiosa: «El
trabajo físico es malo.» Mucha gente además de Lawrence recogió esa idea, y en
la siguiente generación fue aún más grande el distanciamiento entre padres e
hijos. Un hombre entraba a trabajar en un despacho, y se hacía padre él mismo,
pero al no compartir ningún trabajo con su hijo, no podía explicarle qué hacía.
El padre de Lawrence podía bajar a la mina con su hijo, como mi propio padre,
que era granjero, podía llevarme en el tractor y enseñarme en qué consistía su
trabajo.
Yo sabía lo que hacía a todas horas del día y en todas las estaciones
del año. Con el trabajo de oficina y la «revolución informática» se empezó a
desintegrar el lazo entre padres e hijos. Si el padre sólo pasa en el hogar un
par de horas cada tarde, los valores de la mujer, maravillososcomo son, serán
los únicos valores domésticos. Se podría decir que hoy por hoy el padre pierde
a su hijo a los cinco minutos de su nacimiento.
Cuando en la actualidad llegamos a una casa, lo más común es que sea la
madre la que salga a recibirnos. El padre se encuentra en algún otro lugar en la
parte trasera, sin decir palabra. A continuación transcribo un poema mío que se
titula «En busca del padre»:
Amigo, este cuerpo se ofrece a llevarnos sin pedir nada a cambio, como el
océano lleva leños.
Algunos días el cuerpo gime con su gran energía; destroza
los cantos rodados, levantando pequeños cangrejos, que fluyen por los
lados.
Alguien llama a la puerta. No tenemos tiempo para cambiarmos. Quiere que
le sigamos por las ventosas y lluviosas calles hasta la casa oscura.
Iremos, dice el
cuerpo, y encontraremos allí al padre que nunca conocimos, que deambuló
sin rumbo bajo una tormenta de nieve la noche que nacimos, y que luego perdió la
memoria, y desde entonces vive suspirando por su hijo, a quien sólo vio, una
vez..., mientras trabajaba como zapatero, como pastor en Australia, como
cocinero en un restaurante y pintor por las noches. Cuando enciendas la lámpara
le verás. Estará sentado junto a la puerta..., las cejas tan pobladas, la frente
tan despejada..., sólo en todo su cuerpo, esperándote.
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