La llama sobre
Antes de la ocultación
Claros del bosque
No me respondes, hermana. He venido ahora a buscarte. Ahora, no tardarás ya mucho en salir de aquí. Porque aquí no puedes quedarte. Esto no es tu casa, es sólo la tumba donde te han arropado viva. Y viva no puedes seguir aquí; vendrás ya libre, mírame, mírame, a esta vida en la que yo estoy. Y ahora sí, en una tierra nunca vista por nadie, fundaremos la ciudad de los hermanos, la ciudad nueva, donde no habrá ni hijos ni padres. Y los hermanos vendrán a reunirse con nosotros. Nos olvidaremos allí de esta tierra donde siempre hay alguien que manda desde antes, sin saber. Allí acabaremos de nacer, nos dejarán nacer del todo. Yo siempre supe de esa tierra. No la soñé, estuve en ella, moraba en ella contigo, cuando se creía ése que yo estaba pensando.
Una tinieblas que prometen y a veces amenazan abrirse. Y es difícil creer que quien recorre tal camino no se vea acometido por el tempor y un temblor casi paralizantes. Es la luz de un viaje más bien extrahumano, que el hombre emprendía asomándose al lado dé allá, a ese lado al cual se supuso, cada vez con mayor ligereza, que sólo se asoman los místicos. Es la luz que se vislumbra y la luz que acecha, la luz que hiere. La luz que acecha en la inmensidad de un horizonte donde perderse parece inevitable, y que hiere con un rayo que despierta más allá de lo sostenible, llamando a la completa vigilia, ésa donde la mente se incendiaría toda.
Y las piedras preciosas, esas grutas de esmeraldas que nacen en sueños y al soñante acogen tan de verdad que éste conserva en la vigilia las huellas del tacto, a veces hecho memoria tanto o más que un lugar simplemente natural; y el color que sin nombre sostiene la retina por años, por duraciones sin fin, ese color visto tan sólo en sueños y ese felicísimo estar en la gruta, y aun el poder volver a ella encontrándola en tierras lejanas bañadas por otra luz. ¿Cómo suceden, cómo están ahí asequibles aunque no enteramente, y sin sombra alguna de terror, cosa tan extraña a toda gruta desconocida, por insignificante que sea? Este no tener, y no esperar, este estar sin esfuerzo alguno, esta patria perdida o esperada, donde se ha entrado sin saber cómo ni por qué, sin esperanza ni temor. Y ese vivir sin anhelar, ni apetecer, sin añorar sin soñar, duerme al fin en su gruta sin soñar señor alguno, que le haya herido y sin soñarse él a sí mismo, olvidado de toda herida.
La llama
Zambrano, M.: "Adsum",
En Delirio y Destino, Madrid
Ed Mondadori 1989
el Agua
Antes de la ocultación
Comencé a cantar entre dientes
por obedecer en la oscuridad absoluta que no había hasta entonces conocido, la
vieja canción del agua todavía no nacida, confundida con el gemido de la que
nace; el gemido de la madre que da a luz una y otra vez para acabar de nacer
ella misma, entremezclado con el vagido de lo que nace, la vida parturiente. Me
sentí acunada por este lloro que era también canto tan de lejos y en mí, porque
nunca nada era mío del todo. ¿No tendría yo dueño tampoco?
La música no tiene dueño, pues
los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos,
después iniciados. Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo de la
música, que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente, también en
una herida. Se abre la música sólo en algunos lugares inesperadamente, cuando
errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño. En esta soledad nadie
aparece, nadie aparecía cuando me asenté en mi soledad última; el amado sin
nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche
sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo
encontrarme.
Zambrano, M.: Diotima de Mantinea
en Hacia un saber sobre el alma, Madrid
Ed. Alianza, 1989, p. 196
Claros del bosque
No me respondes, hermana. He venido ahora a buscarte. Ahora, no tardarás ya mucho en salir de aquí. Porque aquí no puedes quedarte. Esto no es tu casa, es sólo la tumba donde te han arropado viva. Y viva no puedes seguir aquí; vendrás ya libre, mírame, mírame, a esta vida en la que yo estoy. Y ahora sí, en una tierra nunca vista por nadie, fundaremos la ciudad de los hermanos, la ciudad nueva, donde no habrá ni hijos ni padres. Y los hermanos vendrán a reunirse con nosotros. Nos olvidaremos allí de esta tierra donde siempre hay alguien que manda desde antes, sin saber. Allí acabaremos de nacer, nos dejarán nacer del todo. Yo siempre supe de esa tierra. No la soñé, estuve en ella, moraba en ella contigo, cuando se creía ése que yo estaba pensando.
En ella no hay sacrificio, y el
amor, hermano, no está cercado por la muerte.
Allí el amor no hay que
hacerlo, porque se vive en él. No hay más que amor.
Nadie nace allí, es verdad,
como aquí de este modo. Allí van los ya nacidos, los salvados del nacimiento y
de la muerte. Y ni siquiera hay un Sol; la claridad es perenne. Y las plantas
están despiertas, no en su sueño como están aquí; se siente lo que sienten. Y
uno piensa, sin darse cuenta, sin ir de una cosa a otra, de un pensamiento a otro.
Todo pasa dentro de un corazón sin tinieblas. Hay claridad porque ninguna luz
deslumbra ni acuchilla, como aquí, como ahí fuera.
Zambrano, M.: "Los hermanos"
en la tumba de Antígona, Madrid,
Ed. Mondadori, 1989, pp. 79-80
El templo y sus caminos
Una tinieblas que prometen y a veces amenazan abrirse. Y es difícil creer que quien recorre tal camino no se vea acometido por el tempor y un temblor casi paralizantes. Es la luz de un viaje más bien extrahumano, que el hombre emprendía asomándose al lado dé allá, a ese lado al cual se supuso, cada vez con mayor ligereza, que sólo se asoman los místicos. Es la luz que se vislumbra y la luz que acecha, la luz que hiere. La luz que acecha en la inmensidad de un horizonte donde perderse parece inevitable, y que hiere con un rayo que despierta más allá de lo sostenible, llamando a la completa vigilia, ésa donde la mente se incendiaría toda.
Zambrano, M.:
"La respuesta de la Filosofía",
en los bienaventurados,
Madrid Ed. Siruela,
1990, pp. 80-81
Geografía de la aurora
Y las piedras preciosas, esas grutas de esmeraldas que nacen en sueños y al soñante acogen tan de verdad que éste conserva en la vigilia las huellas del tacto, a veces hecho memoria tanto o más que un lugar simplemente natural; y el color que sin nombre sostiene la retina por años, por duraciones sin fin, ese color visto tan sólo en sueños y ese felicísimo estar en la gruta, y aun el poder volver a ella encontrándola en tierras lejanas bañadas por otra luz. ¿Cómo suceden, cómo están ahí asequibles aunque no enteramente, y sin sombra alguna de terror, cosa tan extraña a toda gruta desconocida, por insignificante que sea? Este no tener, y no esperar, este estar sin esfuerzo alguno, esta patria perdida o esperada, donde se ha entrado sin saber cómo ni por qué, sin esperanza ni temor. Y ese vivir sin anhelar, ni apetecer, sin añorar sin soñar, duerme al fin en su gruta sin soñar señor alguno, que le haya herido y sin soñarse él a sí mismo, olvidado de toda herida.
El ciervo reposa sin herida,
apoyada su cabeza sobre una piedra, flor azul.
Zambrano, M.:
"Geografía de la Aurora",
en De la Aurora, madrid,
Ed. Turner, 1986, p. 106
La llama
Asistida por mi alma antigua,
por mi alma primera al fin recobrada, y por tanto tiempo perdida. Ella, la
perdidiza, al fin volvió por mí. Yentonces comprendí que ella había sido la
enamorada. Y yo había pasado por la vida tan sólo de paso, lejana de mí misma
.Y de ella venían las palabras sin dueño que todos bebían sin dejarme apenas
nada a cambio. Yo era la voz de esa antigua alma. Y ella, a medida que
consumaba su amor, allá, donde yo no podía verla; me iba iniciando a través del
dolor del abandono. Por eso nadie podía amarme mientras yo iba sabiendo del
amor. Y yo misma tampoco amaba. Sólo una noche hasta el alba. Y allí quedé
esperando. Me despertaba con la aurora, si es que había dormido. Y creía que ya
había llegado, yo, ella, él... Salía el Sol y el día caía como una condena
sobre mí. No, no todavía.
Zambrano, M.: Diotima de Mantinea,
en Hacia un saber sobre el alma,
Madrid Ed. Alianza, 1989, p.197
La mirada
Sólo cuando la mirada se abre
al par de lo visible se hace una aurora. Y se detiene entonces, aunque no
perdure y sólo sea fugitivamente, sin apenas duración, pues que crea así el
instante. El instante que es al par indeleblemente uno y duradero. La unidad,
pues, entre el instante fugitivo e inasible y lo que perdura. El instante que
alcanza no ser fugitivo yéndose.
Inasible. El instante que ya no está bajo la amenaza de ser cosa ni
concepto. Guardado, escondido en su oscuridad, en la oscuridad propia, puede
llegar a ser concepción, el instante de concebir, no siempre inadvertido.
Y así, la mirada, recogida en
su oscuridad paradójicamente, saltando sobre una aporía, se abre y abre a su
vez, "a la imagen y semejanza", una especie de, circulación. La
mirada recorre, abre el círculo de la aurora que sólo se dio en un punto, que
se muestra como un foco, el hogar, sin duda, del horizonte. Lo que constituye
su gloria inalterable.
Zambrano, M.: "La mirada",
en De la Aurora, Madrid,
Ed. Turner, 1989 p. 35
La pensadora del aura
Nacer sin pasado, sin nada
previo a que referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como deben
sentir la aurora las hojas que reciben el rocío; abrir los ojos a la luz
sonriendo; bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida ¡qué hermosura!
No siendo nada o apenas nada por qué no sonreír al universo, al día que avanza,
aceptar el tiempo como un regalo espléndido, un regalo de un Dios que nos sabe,
que nuestro secreto, nuestra inanidad y no le importa, que no nos guarda rencor
por no ser...
...Y como estoy libre de ese
ser, que creía tener, viviré simplemente, soltaré esa imagen que tenía de mí
misma, puesto que a nada corresponde y todas, cualquier obligación, de las que
vienen de ser yo, o del querer serlo.
Zambrano, M.: "Adsum",
En Delirio y Destino, Madrid
Ed Mondadori 1989
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