Conversación
en la montaña
Un atardecer en que el sol, y no sólo él, se había puesto en el
crepúsculo, allá iba, dejó atrás su casita y allá iba el judío, el judío e hijo
de judío, y con él iba su nombre, el nombre impronunciable, iba y venía, venía
a los tumbos, haciéndose oír, venía a tientas con su bastón, venía tropezando
sobre la piedra, me oyes, claro que me oyes, soy yo, yo, yo y el que oyes, el
que crees oír, yo y el otro, -así iba, se lo oía venir, iba un atardecer en que
algo se había puesto en el crepúsculo, iba entre la niebla, iba en la sombra,
en la propia y en la ajena –pues el judío, tú lo sabes, qué posee el judío que
realmente le pertenezca, que no sea fiado, prestado y no devuelto-, así iba y
venía, venía andando por el sendero lindo, sin igual, iba, como Lenz, por la
montaña, él, a quien lo habían dejado vivir allá abajo, donde le corresponde,
en los bajos fondos, él, el judío, venía y venía. Venía, sí, por el sendero
hermoso.
¿Y quién piensas que venía a su encuentro? A su encuentro venía su
compadre, su compadre y su paisano, un cuarto de vida de judío mayor, grandioso
venía, también él venía en la sombra, en la fiada –pues yo pregunto y pregunto,
¿quién, si Dios lo ha hecho judío, viene con algo propio?-, venía, venía
grandioso, venía al encuentro del otro, Grande venía al encuentro de Chico, y
Chico, el judío, llamó a callar a su bastón ante el bastón del judío Grande.
Entonces calló también la piedra, y se hizo silencio en la montaña en la que
éste y aquél iban andando. Se hizo, pues, silencio, silencio en lo alto de la
montaña.
Pero no duró mucho aquel silencio, porque cuando un judío viene y se
encuentra con otro judío, enseguida el silencio se acaba, hasta en la montaña.
Pues el judío y la naturaleza, que son dos cosas distintas, siguen siendo lo
que son, aun hoy, aun aquí. Ahí están, pues, los paisanos, a la izquierda
florece el martagón, florece silvestre, florece como en ningún otro lado, y a
la derecha se halla la valeriana, y dianthus superbus, el clavel reventón, se
halla no lejos de ahí. Pero ellos, los paisanos, Dios bendito, no tienen ojos.
Mejor dicho: sí tienen, también ellos tienen ojos, pero delante cae un velo, no
delante, no detrás, un velo que se mueve; apenas entra una imagen, queda
atrapada en la tela, y en el acto se teje un hilo, se teje alrededor de la
imagen, una hebra del velo; se teje alrededor de la imagen y engendra con ella
un niño, mitad imagen y mitad velo.
Pobre martagón, pobre valeriana! Ahí están los paisanos, en un sendero de
la montaña, calla el bastón, calla la piedra, y el callar no es callar, no se
ha acallado ninguna palabra, ninguna frase, sólo se ha producido una pausa, un
hueco en las palabras, un lugar vacío, ves alrededor de todas las sílabas;
lengua son y boca, estos dos, como antes, y en sus ojos cae el velo, y ustedes,
pobres de ustedes, no se hallan ahí, no florecen, ustedes no están a la vista,
y julio no es julio.
Charlatanes! Incluso ahora, que la lengua choca torpemente contra los
dientes y que los labios no se mueven, tienen algo que decirse! Bueno, déjalos
hablar… “Has venido desde lejos, has venido hasta acá…” “He venido. He venido
como tú.” “Lo sé.” “Lo sabes. Lo sabes y lo ves: se ha plegado la tierra aquí
arriba, se ha plegado una vez y dos veces y tres veces, y se ha partido al
medio, y en el medio hay agua, y el agua es verde, y el verde es blanco, y el
blanco viene de todavía más arriba, viene de los glaciares, podría decirse,
aunque no se debe, éste es el lenguaje que vale aquí, el verde con el blanco
dentro, un lenguaje ni para ti ni para mí –pues yo pregunto y pregunto para
quién está pensada la tierra, no para ti, digo, no está pensada para ti y
tampoco para mí-, un lenguaje, en fin, sin Yo y sin Tú, mero Él, mero Eso,
¿entiendes?, mero Ellos y nada más.” “Entiendo, entiendo. He venido, sí, de
lejos, he venido como tú.” “Lo sé.” “Lo sabes y quieres preguntarme: ¿Has
venido a pesar de todo, a pesar de todo has venido hasta acá –por qué y para
qué?”
“Por qué y para qué… Porque tenía que charlar tal vez, contigo o conmigo,
porque tenía que charlar con la boca y con la lengua y no sólo con el bastón.
¿Pues con quién charla el bastón? Charla con la piedra y la piedra -¿con quién
charla?” “¿Con quién va a charlar, compadre? No charla, habla y el que habla,
compadre, no charla con nadie, habla porque nadie lo escucha, nadie y Nadie, y
entonces dice, él y no su boca y no su lengua, dice y sólo él: ¿Oyes?” “¿Oyes?
–dice él-, lo sé, compadre, lo sé… ¿Oyes? –dice él-, acá estoy. Acá estoy,
estoy aquí, he venido. He venido con el bastón, yo y ningún otro, yo y no él,
yo con mi hora inmerecida, yo, a quien le ha tocado eso, yo, a quien no le ha
tocado eso, yo el memorioso, yo el desmemoriado, yo, yo, yo…”
“Dice él, dice él… ¿Oyes? –dice él… Y Oyestú, por supuesto, Oyestú no dice
nada, no responde, pues Oyestú es el de los glaciares, aquel que se ha plegado
tres veces, y no para los hombres… Aquel Verde-y-Blanco, el del martagón, el de
la valeriana… Pero yo, compadre, yo que estoy parado aquí, en este camino que
no me corresponde, hoy, ahora, cuando él se ha ocultado, él y su luz, yo aquí
con la sombra, la propia y la ajena, yo –yo puedo decirte:
-Una vez yací sobre la piedra, una vez, tú sabes, sobre la losa; y a mi
lado, también ahí, yacían ellos, los otros como yo, los distintos a mí y
semejantes, los paisanos; y ahí yacían y dormían, dormían y no dormían, y
soñaban y no soñaban, y ellos no me amaban y yo no los amaba, pues yo era uno
solo, y quién va a amar a Uno, y ellos eran muchos, aun más que los que yacían
a mi alrededor, y quién podría amar a todos, y, no te lo niego, yo no los
amaba, a ellos, que no podían amarme, yo amaba la vela que ardía ahí, a la
izquierda, en el rincón, la amaba, porque se consumía al arder, no porque ella
se consumiera al arder, porque ella era realmente su vela, la vela que él, el
padre de nuestras madres, había encendido, porque aquella tarde un día comenzó,
un día determinado, un día que era el séptimo día, el séptimo, al que debía
seguir el primero, el séptimo y no el último, la amaba, compadre, no a ella,
amaba su consumirse al arder y, tú sabes, no he vuelto a amar nada más desde
entonces; nada, no; o tal vez eso que como aquella vela se consumía aquel día, el
séptimo y no el último; no el último, no, porque después de todo acá estoy,
aquí, en este sendero, que ellos dicen que es lindo, sí, estoy aquí, junto al
martagón y a la valeriana, y a cien pasos de aquí, ahí, al otro lado, adonde
puedo ir, ahí el alerce estira sus brazos hacia el cembro, lo veo, lo veo y no
lo veo, y mi bastón, que ha conversado, ha conversado con la piedra, y mi
bastón, que calla ahora reposadamente, y la piedra que, dices tú, sabe hablar,
y en mis ojos cae el velo, que se mueve, caen los velos, que se mueven, levantas
uno y ya cae el próximo, y la estrella –pues, sí, aparece ahora sobre la
montaña-, si quiere entrar aquí, debe casarse y dejar de ser pronto ella misma,
ser mitad velo y mitad estrella, y yo sé, compadre, yo sé, te he encontrado
acá, y hemos charlado, mucho, y aquellos plegamientos, tú sabes, no son para
los hombres, ni para nosotros, que hemos venido hasta acá y nos hemos
encontrado, acá, bajo la estrella, nosotros, los judíos, que hemos andado, como
Lenz, por la montaña, tú Grande y yo Chico, tú el charlatán y yo el charlatán,
con los bastones, con nuestros nombres impronunciables, con nuestra sombra, la
propia y la ajena, tú acá y yo acá – -yo acá, yo; yo que puedo decirte todo, que podría decírtelo; yo que no te
lo digo y te lo he dicho; yo con el martagón a la izquierda, con la valeriana,
con lo que se consumía al arder, con la vela, con el día, con los días, yo acá
y allá, yo tal vez acompañado -¡ahora!- por el amor de los no amados, yo en el
camino hacia mí mismo, hacia arriba.”
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