Apología
de Sócrates
No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras
de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a
punto de no reconocerme; tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así
decirlo, no han dicho nada verdadero. De las muchas mentiras que han urdido,
una me causó especial extrañeza, aquella en la que decían que teníais que
precaveros de ser engañados por mí porque, dicen ellos, soy hábil para hablar. En efecto, no sentir vergüenza de que inmediatamente les voy a contradecir
con la realidad cuando de ningún modo me muestre hábil para hablar, eso me ha parecido en
ellos lo más falto de vergüenza, si no es que acaso éstos llaman hábil para hablar al
que dice la verdad. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría de acuerdo en que soy orador,
pero no al modo de ellos. En efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero. En
cambio, vosotros vais a oír de mí toda la verdad; ciertamente, por Zeus, atenienses, no oiréis
bellas frases, como las de éstos, adornadas cuidadosamente con expresiones y vocablos, sino que
vais a oír frases dichas al azar con las palabras que me vengan a la boca; porque estoy
seguro de que es justo lo que digo, y ninguno de vosotros espere otra cosa. Pues, por supuesto,
tampoco sería adecuado, a esta edad mía, presentarme ante vosotros como un jovenzuelo
que modela sus discursos. Además y muy seriamente, atenienses, os suplico y pido que si
me oís hacer mi defensa con las mismas expresiones que acostumbro a usar, bien en el
ágora, encima de las mesas de los cambistas, donde muchos de vosotros me habéis oído, bien en
otras partes, que no os cause extrañeza, ni protestéis por ello. En efecto, la situación es
ésta.
Ahora, por primera vez, comparezco ante un tribunal a mis setenta años. Simplemente,
soy ajeno al modo de expresarse aquí. Del mismo modo que si, en realidad, fuera extranjero
me consentiríais, por supuesto, que hablara con el acento y manera en los que me hubiera
educado, también ahora os pido como algo justo, según me parece a mí, que me permitáis mi
manera de expresarme -quizá podría ser peor, quizá mejor- y consideréis y pongáis
atención solamente a si digo cosas justas o no. Éste es el deber del juez, el del orador, decir
la verdad.
Ciertamente, atenienses, es justo que yo me defienda, en primer lugar,
frente a las primeras acusaciones falsas contra mí y a los primeros acusadores; después, frente
a las últimas, y a los últimos. En efecto, desde antiguo y durante ya muchos años, han surgido
ante vosotros muchos acusadores míos, sin decir verdad alguna, a quienes temo yo más que
a Ánito y los suyos, aun siendo también éstos temibles.
Pero lo son más, atenienses, los
que tomándoos a muchos de vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente,
diciendo que hay un cierto Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que
investiga todo lo que hay bajo la tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos,
atenienses, los que han extendido esta fama, son los temibles acusadores míos, pues los oyentes
consideran que los que investigan eso no creen en los dioses.
En efecto, estos acusadores son
muchos y me han acusado durante ya muchos años, y además hablaban ante vosotros en la edad
en la que más podíais darles crédito, porque algunos de vosotros erais niños o jóvenes y
porque acusaban in absentia, sin defensor presente. Lo más absurdo de todo es que ni siquiera
es posible conocer y decir sus nombres, si no es precisamente el de cierto comediógrafo. Los
que, sirviéndose de la envidia y la tergiversación, trataban de persuadiros y los que, convencidos ellos mismos, intentaban convencer a otros son los que me producen la mayor dificultad.
En efecto, ni siquiera es posible hacer subir aquí y poner en evidencia a ninguno de
ellos, sino que es necesario que yo me defienda sin medios, como si combatiera sombras, y que
argumente sin que nadie me responda. En efecto, admitid también vosotros, como yo digo,
que ha habido dos clases de acusadores míos: unos, los que me han acusado recientemente,
otros, a los que ahora me refiero, que me han acusado desde hace mucho, y creed que es
preciso que yo me defienda frente a éstos en primer lugar. Pues también vosotros les habéis
oído acusarme
anteriormente y mucho más que a estos últimos.
Dicho esto, hay que hacer ya la defensa, atenienses, e intentar arrancar
de vosotros, en tan poco tiempo, esa mala opinión que vosotros habéis adquirido durante un
tiempo tan largo. Quisiera que esto resultara así, si es mejor para vosotros y para mí, y
conseguir algo con mi defensa, pero pienso que es difícil y de ningún modo me pasa inadvertida
esta dificultad. Sin embargo, que vaya esto por donde al dios le sea grato, debo obedecer a la
ley y hacer mi defensa. Recojamos, pues, desde el comienzo cuál es la acusación a partir de la que
ha nacido esa opinión sobre mí, por la que Meleto, dándole crédito también, ha
presentado esta acusación pública.
Veamos, ¿con qué palabras me calumniaban los tergiversadores?
Como si, en efecto, se tratara de acusadores legales, hay que dar lectura a su acusación
jurada. «Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y
celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a
otros». Es así, poco más o menos. En efecto, también en la comedia de Aristófanes
veríais vosotros a cierto Sócrates que era llevado de un lado a otro afirmando que volaba y
diciendo otras muchas necedades sobre las que yo no entiendo ni mucho ni poco.
Y no hablo con la intención de menospreciar este tipo de conocimientos, si alguien es sabio acerca de tales cosas, no sea que Meleto me entable proceso con esta acusación, sino que yo no tengo nada que ver con tales cosas, atenienses. Presento como testigos a la mayor parte de vosotros y os pido que cuantos me habéis oído dialogar alguna vez os informéis unos a otros y os lo deis a conocer; muchos de vosotros estáis en esta situación. En efecto, informaos unos con otros de si alguno de vosotros me oyó jamás dialogar poco o mucho acerca de estos temas. De aquí conoceréis que también son del mismo modo las demás cosas que acerca de mí la mayoría dice.
Y no hablo con la intención de menospreciar este tipo de conocimientos, si alguien es sabio acerca de tales cosas, no sea que Meleto me entable proceso con esta acusación, sino que yo no tengo nada que ver con tales cosas, atenienses. Presento como testigos a la mayor parte de vosotros y os pido que cuantos me habéis oído dialogar alguna vez os informéis unos a otros y os lo deis a conocer; muchos de vosotros estáis en esta situación. En efecto, informaos unos con otros de si alguno de vosotros me oyó jamás dialogar poco o mucho acerca de estos temas. De aquí conoceréis que también son del mismo modo las demás cosas que acerca de mí la mayoría dice.
Pero no hay nada de esto, y si habéis oído a alguien decir que yo intento
educar a los hombres y que cobro dinero, tampoco esto es verdad. Pues también a mí me parece
que es hermoso que alguien sea capaz de educar a los hombres como Gorgias de Leontinos,
Pródico de Ceos e Hipias de Élide. Cada uno de éstos, atenienses, yendo de una ciudad a
otra, persuaden a los jóvenes -a quienes les es posible recibir lecciones, gratuitamente del que
quieran de sus conciudadanos- a que abandonen las lecciones de éstos y reciban las suyas
pagándoles dinero
y debiéndoles agradecimiento.
Por otra parte, está aquí otro sabio, natural de Paros, que me he enterado de que se halla en nuestra ciudad. Me encontré casualmente al hombre que ha pagado a los sofistas más dinero que todos los otros juntos, Calias, el hijo de Hipónico. A éste le pregunté -pues tiene dos hijos-: «Callas, le dije, si tus dos hijos fueran potros o becerros, tendríamos que tomar un cuidador de ellos y pagarle; éste debería hacerlos aptos y buenos en la condición natural que les es propia, y sería un conocedor de los caballos o un agricultor.
Por otra parte, está aquí otro sabio, natural de Paros, que me he enterado de que se halla en nuestra ciudad. Me encontré casualmente al hombre que ha pagado a los sofistas más dinero que todos los otros juntos, Calias, el hijo de Hipónico. A éste le pregunté -pues tiene dos hijos-: «Callas, le dije, si tus dos hijos fueran potros o becerros, tendríamos que tomar un cuidador de ellos y pagarle; éste debería hacerlos aptos y buenos en la condición natural que les es propia, y sería un conocedor de los caballos o un agricultor.
Pero, puesto que son hombres, ¿qué cuidador tienes la intención de tomar?
¿Quién es conocedor de esta clase de perfección, de la humana y política? Pues
pienso que tú lo tienes averiguado por tener dos hijos». «¿Hay alguno o no?», dije yo. «Claro que
sí», dijo él. «¿Quién, de dónde es, por cuánto enseña?», dije yo. «Oh Sócrates -dijo
él-; Eveno, de Paros, por cinco minas». Y yo consideré feliz a Eveno, si verdaderamente posee
ese arte y enseña tan convenientemente. En cuanto a mí, presumiría y me jactaría, si supiera
estas cosas, pero no las sé, atenienses. Quizá alguno de vosotros objetaría:
«Pero, Sócrates, ¿cuál es tu situación, de dónde han nacido esas tergiversaciones? Pues, sin duda, no ocupándote tú en cosa más notable que losdemás, no hubiera surgido seguidamente tal fama y renombre, a no ser que hicieras algo distinto de lo que hace la mayoría.
Dinos, pues, qué es ello, a fin de que nosotros no juzguemos a la ligera.» Pienso que el que hable así dice palabras justas y yo voy a intentar dar a conocer qué es, realmente, lo que me ha hecho este renombre y esta fama. Oíd, pues. Tal vez va a parecer a alguno de vosotros que bromeo. Sin embargo, sabed bien que os voy a decir toda la verdad.
En efecto, atenienses, yo no he adquirido este renombre por otra razón que por cierta sabiduría. ¿Qué sabiduría es esa? La que, tal vez, es sabiduría propia del hombre; pues en realidad es probable que yo sea sabio respecto a ésta. Éstos, de los que hablaba hace un momento, quizá sean sabios respecto a una sabiduría mayor que la propia de un hombre o no sé cómo calificarla. Hablo así, porque yo no conozco esa sabiduría, y el que lo afirme miente y habla en favor de mi falsa reputación.
Atenienses, no protestéis ni aunque parezca que digo algo presuntuoso; las palabras que voy a decir no son mías, sino que voy a
«Pero, Sócrates, ¿cuál es tu situación, de dónde han nacido esas tergiversaciones? Pues, sin duda, no ocupándote tú en cosa más notable que losdemás, no hubiera surgido seguidamente tal fama y renombre, a no ser que hicieras algo distinto de lo que hace la mayoría.
Dinos, pues, qué es ello, a fin de que nosotros no juzguemos a la ligera.» Pienso que el que hable así dice palabras justas y yo voy a intentar dar a conocer qué es, realmente, lo que me ha hecho este renombre y esta fama. Oíd, pues. Tal vez va a parecer a alguno de vosotros que bromeo. Sin embargo, sabed bien que os voy a decir toda la verdad.
En efecto, atenienses, yo no he adquirido este renombre por otra razón que por cierta sabiduría. ¿Qué sabiduría es esa? La que, tal vez, es sabiduría propia del hombre; pues en realidad es probable que yo sea sabio respecto a ésta. Éstos, de los que hablaba hace un momento, quizá sean sabios respecto a una sabiduría mayor que la propia de un hombre o no sé cómo calificarla. Hablo así, porque yo no conozco esa sabiduría, y el que lo afirme miente y habla en favor de mi falsa reputación.
Atenienses, no protestéis ni aunque parezca que digo algo presuntuoso; las palabras que voy a decir no son mías, sino que voy a
remitir al que las dijo, digno de crédito para vosotros. De mi sabiduría,
si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. En efecto,
conocíais sin duda a Querefonte. Éste era amigo mío desde la juventud y adepto al partido
democrático, fue al destierro y regresó con vosotros. Y ya sabéis cómo era Querefonte, qué
vehemente para lo que emprendía. Pues bien, una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar
al oráculo esto - pero como he dicho, no protestéis, atenienses-, preguntó si había alguien
más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Acerca de esto os dará
testimonio aquí este hermano suyo, puesto que él ha muerto.
Pensad por qué digo estas cosas; voy a mostraros de dónde ha salido esta falsa opinión sobre mí. Así pues, tras oír yo estas palabras reflexionaba así: «¿Qué dice realmente el dios y qué indica el enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es lícito.» Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo:
«Éste es más sabio que yo y tú decías que lo era yo.» Ahora bien, al examinar a éste -pues no necesito citarlo con su nombre, era un político aquel con el que estuve indagando y dialogando- experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes.
Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo. A continuación me encaminé hacia otro de los que parecían ser más sabios que aquél y saqué la misma impresión, y también allí me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes.
Después de esto, iba ya uno tras otro, sintiéndome disgustado y temiendo que me ganaba enemistades, pero, sin embargo, me parecía necesario dar la mayor importancia al dios. Debía yo, en efecto, encaminarme, indagando qué quería decir el oráculo, hacia todos los que
parecieran saber algo. Y, por el perro, atenienses -pues es preciso decir
la verdad ante vosotros-, que tuve la siguiente impresión. Me pareció que los de mayor
reputación estaban casi carentes de lo más importante para el que investiga según el dios; en
cambio, otros que parecían inferiores estaban mejor dotados para el buen juicio.
Sin duda, es necesario que os haga ver mi camino errante, como condenado a ciertos trabajos, a fin de que el oráculo fuera
Sin duda, es necesario que os haga ver mi camino errante, como condenado a ciertos trabajos, a fin de que el oráculo fuera
irrefutable para mí. En efecto, tras los políticos me encaminé hacia los
poetas, los de tragedias, los de ditirambos y los demás, en la idea de que allí me
encontraría manifiestamente más ignorante que aquéllos. Así pues, tomando los poemas suyos que me
parecían mejor realizados, les iba preguntando qué querían decir, para, al mismo tiempo,
aprender yo también algo de ellos. Pues bien, me resisto por vergüenza a deciros la verdad,
atenienses. Sin embargo, hay que decirla. Por así decir, casi todos los presentes podían hablar
mejor que ellos sobre los poemas que ellos habían compuesto.
Así pues, también respecto a los poetas me di
Así pues, también respecto a los poetas me di
cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino
por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan
los oráculos. En efecto, también éstos dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de
lo que dicen. Una
inspiración semejante me pareció a mí que experimentaban también los
poetas, y al mismo tiempo me di cuenta de que ellos, a causa de la poesía, creían también ser
sabios respecto a las demás cosas sobre las que no lo eran. Así pues, me alejé también de allí
creyendo que les
superaba en lo mismo que a los políticos.
En último lugar, me encaminé hacia los artesanos. Era consciente de que yo, por así decirlo, no sabía nada, en cambio estaba seguro de que encontraría a éstos con muchos y bellosconocimientos. Y en esto no me equivoqué, pues sabían cosas que yo no sabía y, en ello, eran más sabios que yo. Pero, atenienses, me pareció a mí que también los buenos artesanos incurrían en el mismo error que los poetas: por el hecho de que realizaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos estimaba que era muy sabio también respecto a las demás cosas, incluso las más importantes, y ese error velaba su sabiduría.
De modo que me preguntaba yo mismo, en nombre del oráculo, si preferiría estar así, como estoy, no siendo sabio en la
sabiduría de aquellos ni ignorante en su ignorancia o tener estas dos
cosas que ellos tienen. Así pues, me contesté a mí mismo y al oráculo que era ventajoso para mí
estar como estoy. A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas
enemistades, muy duras y pesadas, de tal modo que de ellas han surgido muchas tergiversaciones y el
renombre éste de que soy sabio.
En efecto, en cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio respecto a aquello que refuto a otro. Es probable, atenienses, que el dios sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que éste habla de Sócrates -se sirve de mi nombre poniéndome como ejemplo, como si dijera: «Es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría.» Así pues, incluso ahora, voy de un lado. a otro investigando yaveriguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o de los forasteros
En efecto, en cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio respecto a aquello que refuto a otro. Es probable, atenienses, que el dios sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que éste habla de Sócrates -se sirve de mi nombre poniéndome como ejemplo, como si dijera: «Es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría.» Así pues, incluso ahora, voy de un lado. a otro investigando yaveriguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o de los forasteros
es sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al dios,
le demuestro que no es sabio.
Por esa ocupación no he tenido tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad digno de citar ni tampoco mío particular, sino que me encuentro en gran pobreza a causa del servicio del dios. Se añade, a esto, que los jóvenes. que me acompañan espontáneamente - los que disponen de más tiempo, los hijos de los más ricos- se divierten oyéndome examinar a los hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros, y, naturalmente, encuentran, creo yo, gran cantidad de hombres que creen saber algo pero que saben poco o nada.
En consecuencia, los examinados por ellos se irritan conmigo, y no consigo mismos, y dicen que un tal Sócrates es malvado y corrompe a los jóvenes. Cuando alguien les pregunta qué hace y qué enseña, no pueden decir nada, lo ignoran; pero, para no dar la impresión de que están confusos, dicen lo que es usual contra todos los que filosofan, es decir: «las cosas del cielo y lo que está bajo la tierra», «no creer en los dioses» y «hacer más fuerte el argumento más débil».
Pues creo que no desearían decir la verdad, a saber, que resulta evidente que están simulando saber sin saber nada. Y como son, pienso yo, susceptibles y vehementes y numerosos, y como, además, hablan de mí apasionada y persuasivamente, os han llenado los oídos calumniándome violentamente desde hace mucho tiempo. Como consecuencia de esto me han acusado Meleto, Ánito y Licón; Meleto, irritado en nombre de los poetas; Anito, en el de los demiurgos y de los políticos, y Licón, en el de los oradores. De manera que, como decía yo al principio, me causaría extrañeza que yo fuera capaz de arrancar de vosotros, en tan escaso tiempo, esta falsa imagen que ha tomado tanto cuerpo.
Ahí tenéis, atenienses, la verdad y os estoy hablando sin ocultar nada, ni grande ni pequeño, y sin tomar precauciones en lo que
Por esa ocupación no he tenido tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad digno de citar ni tampoco mío particular, sino que me encuentro en gran pobreza a causa del servicio del dios. Se añade, a esto, que los jóvenes. que me acompañan espontáneamente - los que disponen de más tiempo, los hijos de los más ricos- se divierten oyéndome examinar a los hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros, y, naturalmente, encuentran, creo yo, gran cantidad de hombres que creen saber algo pero que saben poco o nada.
En consecuencia, los examinados por ellos se irritan conmigo, y no consigo mismos, y dicen que un tal Sócrates es malvado y corrompe a los jóvenes. Cuando alguien les pregunta qué hace y qué enseña, no pueden decir nada, lo ignoran; pero, para no dar la impresión de que están confusos, dicen lo que es usual contra todos los que filosofan, es decir: «las cosas del cielo y lo que está bajo la tierra», «no creer en los dioses» y «hacer más fuerte el argumento más débil».
Pues creo que no desearían decir la verdad, a saber, que resulta evidente que están simulando saber sin saber nada. Y como son, pienso yo, susceptibles y vehementes y numerosos, y como, además, hablan de mí apasionada y persuasivamente, os han llenado los oídos calumniándome violentamente desde hace mucho tiempo. Como consecuencia de esto me han acusado Meleto, Ánito y Licón; Meleto, irritado en nombre de los poetas; Anito, en el de los demiurgos y de los políticos, y Licón, en el de los oradores. De manera que, como decía yo al principio, me causaría extrañeza que yo fuera capaz de arrancar de vosotros, en tan escaso tiempo, esta falsa imagen que ha tomado tanto cuerpo.
Ahí tenéis, atenienses, la verdad y os estoy hablando sin ocultar nada, ni grande ni pequeño, y sin tomar precauciones en lo que
digo. Sin embargo, sé casi con certeza que con estas palabras me consigo
enemistades, lo cual es también una prueba de que digo la verdad, y que es ésta la mala fama
mía y que éstas son sus causas. Si investigáis esto ahora o en otra ocasión, confirmaréis que
es así. Acerca de las Acusaciones que me hicieron los primeros acusadores sea ésta
suficiente defensa ante vosotros. Contra Meleto, el honrado y el amante de la ciudad,
según él dice, y contra los acusadores recientes voy a intentar defenderme a continuación.
Tomemos, pues, a su vez, la acusación jurada de éstos, dado que son otros acusadores. Es así: «Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas.» Tal es la acusación. Examinémosla punto por punto. Dice, en efecto, que yo delinco corrompiendo a los jóvenes. Yo, por mi parte, afirmo que - Meleto delinque porque bromea en asunto serio, sometiendo a juicio con ligereza a las personas y simulando esforzarse e inquietarse por cosas que jamás le han preocupado. Voy a
Tomemos, pues, a su vez, la acusación jurada de éstos, dado que son otros acusadores. Es así: «Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas.» Tal es la acusación. Examinémosla punto por punto. Dice, en efecto, que yo delinco corrompiendo a los jóvenes. Yo, por mi parte, afirmo que - Meleto delinque porque bromea en asunto serio, sometiendo a juicio con ligereza a las personas y simulando esforzarse e inquietarse por cosas que jamás le han preocupado. Voy a
intentar mostraros que esto es así. -Ven aquí, Meleto, y dime: ¿No es cierto que consideras de la mayor
importancia que los
jóvenes sean lo mejor posible?
-Yo sí.
-Ea, di entonces a éstos quién los hace mejores. Pues es evidente que lo
sabes, puesto que te preocupa. En efecto, has descubierto al que los corrompe, a mí, según
dices, y me traes ante estos jueces y me acusas. -Vamos, di y revela quién es el que los hace
mejores. ¿Estás viendo,
Meleto, que callas y no puedes decirlo? Sin embargo, ¿no te parece que
esto es vergonzoso y testimonio suficiente de lo que yo digo, de que este asunto no ha sido en
nada objeto de tu preocupación? Pero dilo, amigo, ¿quién los hace mejores?
-Las leyes.
-Pero no te pregunto eso, excelente Meleto, sino qué hombre, el cual ante
todo debe conocer esto mismo, las leyes.
-Éstos, Sócrates, los jueces.
-¿Qué dices, Meleto, éstos son capaces de educar a los jóvenes y de
hacerlos mejores?
-Sí, especialmente.
-¿Todos, o unos sí y otros no?
-Todos.
-Hablas bien, por Hera, y presentas una gran abundancia de bienhechores.
¿Qué, pues? ¿Los que nos escuchan los hacen también mejores, o no?
-También éstos.
-¿Y los miembros del Consejo?
-También los miembros del Consejo.
-Pero, entonces, Meleto, ¿acaso los que asisten a la Asamblea, los
asambleístas corrompen a los jóvenes? ¿O también aquéllos, en su totalidad, los hacen me jores?
-También aquéllos.
-Luego, según parece, todos los atenienses los hacen buenos y honrados
excepto yo, y sólo yo los corrompo. ¿Es eso lo que dices?
Muy firmemente digo eso.
-Me atribuyes, sin duda, un gran desacierto. Contéstame. ¿Te parece a ti
que es también así respecto a los caballos? ¿Son todos los hombres los que los hacen mejores
y uno sólo el que los resabia? ¿O, todo lo contrario, alguien sólo o muy pocos, los
cuidadores de caballos, son
capaces de hacerlos mejores, y la mayoría, si tratan con los caballos y
los utilizan, los echan a perder? ¿No es así, Meleto, con respecto a los caballos y a todos los
otros animales? Sin ninguna duda, digáis que sí o digáis que no tú y Ánito. Sería, en efecto,
una gran suerte para los jóvenes si uno solo los corrompe y los demás les ayudan.
Pues bien, Meleto, has mostrado suficientemente que jamás te has interesado por los jóvenes y has descubierto de modo claro
Pues bien, Meleto, has mostrado suficientemente que jamás te has interesado por los jóvenes y has descubierto de modo claro
tu despreocupación, esto es, que no te has cuidado de nada de esto por lo
que tú me traes aquí. Dinos aún, Meleto, por Zeus, si es mejor vivir entre ciudadanos honrados o
malvados. Contesta, amigo. No te pregunto nada difícil. ¿No es cierto que los
malvados hacen daño a los
que están siempre a su lado, y que los buenos hacen bien?
-Sin duda.
-¿Hay alguien que prefiera recibir daño de los que están con él a recibir
ayuda? Contesta, amigo. Pues la ley ordena responder. ¿Hay alguien que quiera recibir daño?
-No, sin duda.
-Ea, pues. ¿Me traes aquí en la idea de que corrompo a los jóvenes y los
hago peores voluntaria o involuntariamente?
-Voluntariamente, sin duda.
-¿Qué sucede entonces, Meleto? ¿Eres tú hasta tal punto más sabio que yo,
siendo yo de esta edad y tú tan joven, que tú conoces que los malos hacen siempre algún mal
a los más próximos a ellos, y los buenos bien; en cambio yo, por lo visto, he
llegado a tal grado de ignorancia, que desconozco, incluso, que si llego a hacer malvado a
alguien de los que están a mi lado corro peligro de recibir daño de él y este mal tan grande lo hago
voluntariamente, según tú dices? Esto no te lo creo yo, Meleto, y pienso que ningún otro
hombre.
En efecto, o no los corrompo, o si los corrompo, lo hago involuntariamente, de manera que tú en uno u otro caso mientes. Y si los corrompo involuntariamente, por esta clase de faltas la ley no
En efecto, o no los corrompo, o si los corrompo, lo hago involuntariamente, de manera que tú en uno u otro caso mientes. Y si los corrompo involuntariamente, por esta clase de faltas la ley no
ordena hacer comparecer a uno aquí, sino tomarle privadamente y enseñarle
y reprenderle. Pues es evidente que, si aprendo, cesaré de hacer lo que hago
involuntariamente. Tú has evitado y no has querido tratar conmigo ni enseñarme; en cambio, me traes
aquí, donde es ley
traer a los que necesitan castigo y no enseñanza.
Pues bien, atenienses, ya es evidente lo que yo decía, que Meleto no se ha
preocupado jamás por estas cosas, ni poco ni mucho. Veamos, sin embargo; dinos cómo dices
que yo corrompo a los jóvenes. ¿No es evidente que, según la acusación que presentaste,
enseñándoles a creer no en los dioses en los que cree la ciudad, sino en otros espíritus
nuevos? ¿No dices que los corrompo enseñándoles esto?
-En efecto, eso digo muy firmemente.
-Por esos mismos dioses, Meleto, de los que tratamos, háblanos aún más
claramente a mí y a estos hombres. En efecto, yo no puedo llegar a saber si dices que yo
enseño a creer que existen algunos dioses -y entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy
enteramente ateo ni delinco en eso-, pero no los que la ciudad cree, sino otros, y es esto
lo que me inculpas, que otros, o bien afirmas que yo mismo no creo en absoluto en los dioses y
enseño esto a los demás.
-Digo eso, que no crees en los dioses en absoluto.
-Oh sorprendente Meleto, ¿para qué dices esas cosas? ¿Luego tampoco creo,
como los demás hombres, que el sol y la luna son dioses?
-No, por Zeus, jueces, puesto que afirma que el sol es una piedra y la luna,
tierra.
-¿Crees que estás acusando a Anaxágoras, querido Meleto? ¿Y desprecias a
éstos y consideras que son desconocedores de las letras hasta el punto de no saber que los
libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de estos temas? Y, además, ¿aprenden de mí los
jóve nes lo que de vez en cuando pueden adquirir en la orquestra, por un dracma como mucho, y
reírse de Sócrates si pretende que son suyas estas ideas, especialmente al ser tan
extrañas? Pero, oh Meleto, ¿te parece a ti que soy así, que no creo que exista ningún dios?
-Ciertamente que no, por Zeus, de ningún modo. -No eres digno de crédito,
Meleto, incluso, según creo, para ti mismo. Me parece que este hombre, atenienses, es
descarado e intemperante y que, sin más, ha presentado esta acusación con cierta
insolencia, intemperancia
y temeridad juvenil. Parece que trama una especie de enigma para tantear.
«¿Se dará cuenta ese sabio de Sócrates de que estoy bromeando y
contradiciéndome, o le engañaré a él y a los demás oyentes?» Y digo esto porque es claro que éste se
contradice en la acusación; es como si dijera: «Sócrates delinque no creyendo en los
dioses, pero creyendo en
los dio ses». Esto es propio de una persona que juega.
Examinad, pues, atenienses por qué me parece que dice eso. Tú, Meleto, contéstame.Vosotros, como os rogué al empezar, tened presente no protestar si cons truyo las frases en mib modo habitual.
-¿Hay alguien, Meleto, que crea que existen cosas humanas, y que no crea
que existen hombres? Que conteste, jueces, y que no proteste una y otra vez. ¿Hay
alguien que no crea que existen caballos y que crea que existen cosas propias de caballos? ¿O
que no existen flautistas, y sí cosas relativas al toque de la flauta? No existe esa
persona, querido Meleto; si tú no quieres responder, te lo digo yo a ti y a estos otros. Pero,
responde, al menos, a lo que sigue.
-¿Hay quien crea que hay cosas propias de divinidades, y que no crea que
hay divinidades?
-No hay nadie.
-¡Qué servicio me haces al contestar, aunque sea a regañadientes, obligado
por éstos! Así pues, afirmas que yo creo y enseño cosas relativas a divinidades, sean
nuevas o antiguas; por tanto, según tu afirmación, y además lo juraste eso en tu escrito de
acusación, creo en lo
relativo a divinidades. Si creo en cosas relativas a divinidades, es sin
duda de gran necesidad que yo crea que hay divinidades. ¿No es así? Sí lo es. Supongo que estás
de acuerdo, puesto que no contestas. ¿No creemos que las divinidades son dioses o hijos de
dio ses? ¿Lo afirmas
o lo niegas?
-Lo afirmo.
-Luego si creo en las divinidades, según tú afirmas, y si las divinidades
son en algún modo dioses, esto seria lo que yo digo que presentas como enigma y en lo que
bromeas, al afirmar que yo no creo en los dioses y que, por otra parte, creo en los dioses,
puesto que creo en las divinidades. Si, a su vez, las divinidades son hijos de los dioses, bastardos nacidos de ninfas o de otras mujeres, según se suele decir, ¿qué hombre creería que hay hijos
de dioses y que no hay dioses? Sería, en efecto, tan absurdo como si alguien creyera que hay
hijos de caballos y burros, los mulos, pero no creyera que hay caballos y burros.
No es posible, Meleto, que hayas presentado esta acusación sin el propósito de ponernos a prueba, o bien por carecer de una imputación real de la que acusarme. No hay ninguna posibilidad de que tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia, de que una misma persona crea que hay cosas relativas a las divinidades y a los dioses y, por otra parte, que esa persona no crea en divinidades, dioses ni héroes. Pues bien, atenienses, me parece que no requiere mucha defensa demostrar que yo no soy culpable respecto a la acusación de Meleto, y que ya es suficiente lo que ha dicho.
No es posible, Meleto, que hayas presentado esta acusación sin el propósito de ponernos a prueba, o bien por carecer de una imputación real de la que acusarme. No hay ninguna posibilidad de que tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia, de que una misma persona crea que hay cosas relativas a las divinidades y a los dioses y, por otra parte, que esa persona no crea en divinidades, dioses ni héroes. Pues bien, atenienses, me parece que no requiere mucha defensa demostrar que yo no soy culpable respecto a la acusación de Meleto, y que ya es suficiente lo que ha dicho.
Lo que yo decía antes, a saber, que se ha producido gran enemistad hacia
mí por parte de muchos, sabed bien que es verdad. Y es esto lo que me va a condenar, si me
condena, no Meleto ni Ánito sino la calumnia y la envidia de muchos. Es lo que ya ha
condenado a otros
muchos hombres buenos y los seguirá condenando. No hay que esperar que se
detenga en mí.
Quizá alguien diga: «¿No te da vergüenza, Sócrates, haberte dedicado a una ocupación tal por la que ahora corres peligro de morir?» A éste yo, a mi vez, le diría unas palabras justas: «No tienes razón, amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en cuenta el riesgo de vivir o morir, sino el examinar solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo. De poco valor serían; según tu idea, cuantos semidioses murieron en Troya y, especialmente, el hijo de Tetis, el cual, ante la idea de aceptar algo deshonroso, despreció el peligro hasta el punto de que, cuando, ansioso de matar a Héctor, su madre, que era diosa, le dijo, según creo, algo así como:
«Hijo, si vengas la muerte de tu compañero Patroclo y matas a Héctor; tú mismo morirás, pues eldestino está dispuesto para ti inmediatamente después de Héctor»; él, tras oírlo, desdeñó la muerte y el peligro, temiendo mucho más vivir siendo cobarde sin vengar a los amigos, y dijo «Que muera yo en seguida después de haber hecho justicia al culpable, a fin de que no quede yo aquí -junto a las cóncavas naves, siendo objeto de risa, inútil peso de la tierra.» ¿Crees que
pensó en la muerte y en el peligro?
Pues la verdad es lo que voy a decir, atenienses. En el puesto en el que uno se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un superior, allí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin tener en cuenta ni la muerte ni cosa alguna,- más que la
deshonra. En efecto, atenienses, obraría yo indignamente, si, al asignarme
un puesto los jefes que vosotros elegisteis para mandarme en Potidea, en Anfípolis y en
Delion, decidí permanecer como otro cualquiera allí donde ellos me colocaron y corrí,
entonces, el riesgo de
morir, y en cambio ahora, al ordenarme el dios, según he creído y
aceptado, que debo vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, abandonara mi puesto
por temor a la muerte o a cualquier otra cosa. Sería indigno y realmente alguien podría
con jus ticia traerme ante el tribunal diciendo que no creo que hay dioses, por desobedecer al
oráculo, temer la muerte y creerme sabio sin serlo. En efecto, atenienses, temer la muerte
no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe.
Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprocha ble ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? Yo, atenienses, también quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los hombres, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas del Hades, también reconozco no saberlo. Pero sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre. En comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien.
De manera que si ahora vosotros me dejarais libre no haciendo caso a Anito, el cual dice que o bien era absolutamente necesario que yo no hubiera comparecido aquí o que, puesto que he comparecido, no es posible no condenarme a muerte, explicándoos que, si
Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprocha ble ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? Yo, atenienses, también quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los hombres, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas del Hades, también reconozco no saberlo. Pero sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre. En comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien.
De manera que si ahora vosotros me dejarais libre no haciendo caso a Anito, el cual dice que o bien era absolutamente necesario que yo no hubiera comparecido aquí o que, puesto que he comparecido, no es posible no condenarme a muerte, explicándoos que, si
fuera absuelto, vuestros hijos, poniendo inmediatamente en práctica las
cosas que Sócrates enseña, se. corromperían todos totalmente, y si, además, me dijerais:
«Ahora, Sócrates, no vamos a hacer caso a Ánito, sino que te dejamos libre, a condición, sin
embargo, de que no
gastes ya más tiempo en esta búsqueda y de que no filosofes, y si eres
sorprendido haciendo aún esto, morirás»; si, en efecto, como dije, me dejarais libre con esta
condición, yo os diría:
«Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy' a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando, diciéndole lo que acostumbro: Mi buen
«Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy' a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando, diciéndole lo que acostumbro: Mi buen
amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiada en
sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la
mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la
inteligencia, la verdad y por
cómo tu alma va a ser lo mejor posible?'.» Y si alguno de vosotros discute
y dice que se preocupa, no pienso dejarlo al momento y marcharme, sino que le voy a
interrogar, a examinar y a refutar, y, si me parece que no ha adquirido la virtud y dice
que sí, le reprocharé
que tiene en menos lo digno de más y tiene en mucho lo que vale poco.
Haré esto con el que me encuentre, joven o viejo, forastero o ciudadano, y más con los ciudadanos por cuanto más próximos estáis a mí por origen. Pues, esto lo manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que
Haré esto con el que me encuentre, joven o viejo, forastero o ciudadano, y más con los ciudadanos por cuanto más próximos estáis a mí por origen. Pues, esto lo manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que
todavía no os ha surgido mayor bien en la ciudad que mi servicio al dios.
En efecto, voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y
viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma ni, con tanto afán, a
fin de que ésta sea lo
mejor posible, diciéndoos: «No sale de las riquezas la virtud para los
hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los
públicos. Si corrompo a los jóvenes al decir tales palabras, éstas serían dañinas. Pero si
alguien afirma que yo digo otras cosas, no dice verdad. A esto yo añadiría «Atenienses, haced
caso o no a Anito, dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer otra cosa,
aunque hubiera de morir muchas veces.»
No protestéis, atenienses, sino manteneos en aquello que os supliqué, que no protestéis por lo que digo, sino que escuchéis. Pues, incluso, vais a sacar provecho escuchando, según creo. Ciertamente, os voy a decir algunas otras cosas por las que quizá gritaréis. Pero no hagáis eso
de ningún modo. Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual
digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos. En efecto, a mí no me
causarían ningún daño ni Meleto ni Ánito; cierto que tampoco podrían, porque no creo que
naturalmente esté permitido
que un hombre bueno reciba daño de otro malo. Ciertamente, podría quizá
matarlo o desterrarlo o quitarle los derechos ciudadanos. Éste y algún otro creen,
quizá, que estas cosas son grandes males; en cambio yo no lo creo así, pero sí creo que es un mal
mucho mayor hacer lo que éste hace ahora: intentar condenar a muerte a un hombre
injustamente.
Ahora, atenienses, no trato de hacer la defensa en mi favor, como alguien
podría creer, sino en el vuestro, no sea que al condenarme cometáis un error respecto a la
dádiva del dios para vosotros. En efecto, si me condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente,
aunque sea un
tanto ridículo decirlo, a otro semejante colocado en la ciudad por el dios
del mismo modo que, junto a un caballo grande y noble pero un poco lento por su tamaño, y que
necesita ser aguijoneado por una especie de tábano, según creo, el dios me ha colocado
junto a la ciudad para una función semejante, y como tal, despertándoos, persuadiéndoos y
reprochándoos uno a uno, no cesaré durante todo el día de posarme en todas partes. No
llegaréis a tener fácilmente otro semejante, atenienses, y si me hacéis caso, me dejaréis
vivir.
Pero, quizá, irritados, como los que son despertados cuando cabecean somnolientos, dando un manotazo me condenaréis a muerte a la ligera, haciendo caso a .finito. Después, pasaríais el resto de la vida durmiendo, a no ser que el dios, cuidándose de vosotros, os enviara otro. Comprenderéis, por lo que sigue, que yo soy precisamente el hombre adecuado para ser ofrecido por el dios a la ciudad. En efecto, no parece humano que yo tenga descuidados todos mis asuntos y que, durante tantos años, soporte que mis bienes familiares estén en abandono, y, en cambio, esté siempre ocupándome de lo vuestro, acercándome a cada uno privadamente, como un padre o un hermano mayor, intentando convencerle de que se preocupe por la virtud.
Y si de esto obtuviera provecho o cobrara un salario al haceros estas recomendaciones, tendría alguna justificación. Pero la verdad es que, incluso vosotros mismos lo veis, aunque los acusadores
Pero, quizá, irritados, como los que son despertados cuando cabecean somnolientos, dando un manotazo me condenaréis a muerte a la ligera, haciendo caso a .finito. Después, pasaríais el resto de la vida durmiendo, a no ser que el dios, cuidándose de vosotros, os enviara otro. Comprenderéis, por lo que sigue, que yo soy precisamente el hombre adecuado para ser ofrecido por el dios a la ciudad. En efecto, no parece humano que yo tenga descuidados todos mis asuntos y que, durante tantos años, soporte que mis bienes familiares estén en abandono, y, en cambio, esté siempre ocupándome de lo vuestro, acercándome a cada uno privadamente, como un padre o un hermano mayor, intentando convencerle de que se preocupe por la virtud.
Y si de esto obtuviera provecho o cobrara un salario al haceros estas recomendaciones, tendría alguna justificación. Pero la verdad es que, incluso vosotros mismos lo veis, aunque los acusadores
han hecho otras acusaciones tan desvergonzadamente, no han sido capaces,
presentando un testigo, de llevar su desvergüenza a afirmar que yo alguna vez cobré o
pedí a alguien una remuneración. Ciertamente yo presento, me parece, un testigo suficiente de
que digo la verdad: mi pobreza.
Quizá pueda parecer extraño que yo privadamente, yendo de una a otra parte, dé estos consejos y me meta en muchas cosas, y no me atreva en público a subir a la tribuna del pueblo y dar consejos a la ciudad. La causa de esto es lo que vosotros me habéis oído decir muchas
veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y
demónico; esto también lo incluye en la acusación Meleto burlándose. Está conmigo desde niño, toma
forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me
incita. Es esto lo
que se opone a que yo ejerza la política, y me parece que se opone muy
acertadamente. En efecto, sabed bien, atenienses, que si yo hubiera intentado anteriormente
realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo y no os habría sido útil a vosotros
ni a mí mismo.
Y no os irritéis conmigo porque digo la verdad. En efecto, no hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que sucedan en la ciudad muchas cosas injustas e ilegales; por el contrario, es necesario que el que, en realidad, lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privada y no públicamente.
Y no os irritéis conmigo porque digo la verdad. En efecto, no hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que sucedan en la ciudad muchas cosas injustas e ilegales; por el contrario, es necesario que el que, en realidad, lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privada y no públicamente.
Y, de esto, os voy a presentar pruebas importantes, no palabras, sino lo
que vosotros estimáis, hechos. Oíd lo que me ha sucedido, para que sepáis que no cedería ante
nada contra lo justo
por temor a la muerte, y al no ceder, al punto estaría dispuesto a morir.
Os voy a decir cosas vulgares y leguleyas, pero verdaderas. En efecto, atenienses, yo no ejercí
ninguna otra magistratura en la ciudad, pero fui miembro del Consejo. Casualmente
ejercía la pritanía nuestra tribu, la Antióquide, cuando vosotros decidisteis, injustamente,
como después todos reconocisteis, juzgar en un solo juicio a los diez generales que no habían
recogido a los náufragos del combate nava l. En aquella ocasión yo solo entre los
prítanes me enfrenté a vosotros para que no se hiciera nada contra las leyes y voté en contra. Y
estando dispuestos los oradores a enjuiciarme y detenerme, y animándoles vosotros a ello y
dando gritos, creí que debía afrontar el riesgo con la ley y la justicia antes de, por temor a la
cárcel o a la muerte, unirme a vosotros que estabais decidiendo cosas injustas. Y esto, cua ndo
la ciudad aún tenía
régimen democrático. Pero cuando vino la oligarquía, los Treinta me
hicieron llamar al Tolo, junto con otros cuatro, y me ordenaron traer de Salamina a León el
salaminio para darle muerte; pues ellos ordenaban muchas cosas de este tipo también -a otras
personas, porque querían cargar de culpas al mayor número posible. Sin embargo, yo mostré
también en esta ocasión, no con palabras, sino con hechos, que a mí la muerte, si no
resulta un poco rudo decirlo, me importa un bledo, pero que, en cambio, me preocupa
absolutamente no realizar nada injusto e impío. En efecto, aquel gobierno, aun siendo tan violento,
no me atemorizó como para llevar a cabo un acto injusto, sino que, después de salir del
Tolo, los otros cuatro fueron a Salamina y trajeron a León, y yo salí y me fui a casa. Y quizá
habría perdido la vida por esto, si el régimen no hubiera sido derribado rápidamente. De esto,
tendréis muchos testigos.
¿Acaso creéis que yo habría llegado a vivir tantos años, si me hubie ra ocupado de los asuntos públicos y, al ocuparme de ellos como corresponde a un hombre honrado, hubiera prestado ayuda a las cosas justas y considerado esto lo más importante, como es debido? Está muy
lejos de ser así. Ni tampoco ningún otro hombre. En cuanto a mí, a lo
largo de toda mi vida, si alguna vez he realizado alguna acción pública, me he mostrado de esta
condición, y también privadamente, sin transigir en nada con nadie contra la justicia ni
tampoco con ninguno de los que, creando falsa imagen de mí, dicen que son discípulos míos. Yo no he
sido jamás maestro de nadie.
Si cuando yo estaba hablando y me ocupaba de mis cosas, alguien, joven o viejo, deseaba escucharme, jamás se lo impedí a nadie. Tampoco dialogo cuando recibo dinero y dejo de dialogar si no lo recibo, antes bien me ofrezco, para que me pregunten, tanto al rico como al pobre, y lo mismo si alguien prefiere responder y escuchar mis preguntas. Si alguno de éstos es luego un hombre honrado o no lo es, no podría yo, en justicia, incurrir en culpa; a ninguno de ellos les ofrecí nunca enseñanza alguna ni les instruí. Y si alguien afirma que en
Si cuando yo estaba hablando y me ocupaba de mis cosas, alguien, joven o viejo, deseaba escucharme, jamás se lo impedí a nadie. Tampoco dialogo cuando recibo dinero y dejo de dialogar si no lo recibo, antes bien me ofrezco, para que me pregunten, tanto al rico como al pobre, y lo mismo si alguien prefiere responder y escuchar mis preguntas. Si alguno de éstos es luego un hombre honrado o no lo es, no podría yo, en justicia, incurrir en culpa; a ninguno de ellos les ofrecí nunca enseñanza alguna ni les instruí. Y si alguien afirma que en
alguna ocasión aprendió u oyó de mí en privado algo que no oyeran también
todos los demás, sabed bien que no dice la verdad.
¿Por qué, realmente, gustan algunos de pasar largo tiempo a mi lado? Lo
habéis oído ya, atenienses; os he dicho toda la verdad. Porque les gusta oírme examinar a
los que creen ser sabios y no lo son. En verdad, es agradable. Como digo, realizar este
trabajo me ha sido
encomendado por el dios por medio de oráculos, de sueños y de todos los
demás medios con los que alguna vez alguien, de condición divina, ordenó a un hombre hacer
algo.
Esto, atenienses, es verdad y fácil de comprobar. Ciertamente, si yo corrompo a unos jóvenes ahora y a otros los he corrompido ya, algunos de ellos, creo yo, al hacerse mayores, se darían cuenta de que, cuando eran jóvenes, yo les aconsejé en alguna ocasión algo malo, y sería necesario que subieran ahora a la tribuna, me acusaran y se vengaran. Si ellos no quieren, alguno de sus familiares, padres, hermanos u otros parientes; si sus familiares recibieron de mí algún daño, tendrían que recordarlo ahora y vengarse. Por todas partes están presentes aquí muchos de ellos a los que estoy viendo.
En primer lugar, este Critón, de mi misma edad y demo, padre de Critobulo, también presente; después, Lisanias de Esfeto, padre de Esquines, que está aquí; luego Antifón de Cefisia, padre de Epígenes; además, están presentes otros cuyos hermanos han estado en esta ocupación, Nicóstrato, el hijo de Teozótides y hermano de Teódoto - Teódoto ha muerto, así que no podría rogarle que no me acusara-; Paralio, hijo de Demódoco, cuyo hermano era Téages; Adimanto, hijo de Aristón, cuyo hermano es Platón, que está aquí; Ayantodoro, cuyo hermano, aquí presente, es Apolodoro. Puedo nombraros a otros muchos, a alguno de los cuales Meleto debía haber presentado especialmente como testigo en su discurso.
Si se olvidó entonces, que lo presente ahora. - yo se lo permito- y que diga si dispone de alguno de éstos. Pero vais a encontrar todo lo contrario, atenienses, todos están dispuestos a ayudarme a mí, al que corrompe, al que hace mal a sus familiares, como dicen Meleto y Ánito. Los propios corrompidos tendrían quizá motivo para ayudarme, pero los no corrompidos, hombres ya mayores, los parientes de éstos no tienen otra razón para ayudarme que la recta y la justa, a saber, que tienen conciencia de que Meleto miente y de que yo digo la
Esto, atenienses, es verdad y fácil de comprobar. Ciertamente, si yo corrompo a unos jóvenes ahora y a otros los he corrompido ya, algunos de ellos, creo yo, al hacerse mayores, se darían cuenta de que, cuando eran jóvenes, yo les aconsejé en alguna ocasión algo malo, y sería necesario que subieran ahora a la tribuna, me acusaran y se vengaran. Si ellos no quieren, alguno de sus familiares, padres, hermanos u otros parientes; si sus familiares recibieron de mí algún daño, tendrían que recordarlo ahora y vengarse. Por todas partes están presentes aquí muchos de ellos a los que estoy viendo.
En primer lugar, este Critón, de mi misma edad y demo, padre de Critobulo, también presente; después, Lisanias de Esfeto, padre de Esquines, que está aquí; luego Antifón de Cefisia, padre de Epígenes; además, están presentes otros cuyos hermanos han estado en esta ocupación, Nicóstrato, el hijo de Teozótides y hermano de Teódoto - Teódoto ha muerto, así que no podría rogarle que no me acusara-; Paralio, hijo de Demódoco, cuyo hermano era Téages; Adimanto, hijo de Aristón, cuyo hermano es Platón, que está aquí; Ayantodoro, cuyo hermano, aquí presente, es Apolodoro. Puedo nombraros a otros muchos, a alguno de los cuales Meleto debía haber presentado especialmente como testigo en su discurso.
Si se olvidó entonces, que lo presente ahora. - yo se lo permito- y que diga si dispone de alguno de éstos. Pero vais a encontrar todo lo contrario, atenienses, todos están dispuestos a ayudarme a mí, al que corrompe, al que hace mal a sus familiares, como dicen Meleto y Ánito. Los propios corrompidos tendrían quizá motivo para ayudarme, pero los no corrompidos, hombres ya mayores, los parientes de éstos no tienen otra razón para ayudarme que la recta y la justa, a saber, que tienen conciencia de que Meleto miente y de que yo digo la
verdad.
Sea, pues, atenienses; poco más o menos, son éstas y, quizá, otras semejantes las cosas que podría alegar en mi defensa. Quizá alguno de vosotros se irrite, acordándose de sí mismo, si él, sometido a un juicio de menor importancia que éste, rogó y suplicó a los jueces con
Sea, pues, atenienses; poco más o menos, son éstas y, quizá, otras semejantes las cosas que podría alegar en mi defensa. Quizá alguno de vosotros se irrite, acordándose de sí mismo, si él, sometido a un juicio de menor importancia que éste, rogó y suplicó a los jueces con
muchas lágrimas, trayendo a sus hijos para producir la mayor compasión
posible y, también, a muchos de sus familiares y amigos, y, en cambio, yo no hago nada de eso,
aunque corro el máximo peligro, según parece. Tal vez alguno, al pensar esto, se comporte
más duramente conmigo e, irritado por estas mismas pala bras, dé su voto con ira. Pues
bien, si alguno de vosotros es así -ciertamente yo no lo creo, pero si, no obstante, es así-,
me parece que le diría las palabras adecuadas, al decirle: «También yo, amigo, tengo parientes.
Y, en efecto, me sucede lo mismo que dice Homero, tampoco yo he nacido de una encina ni de una roca, sino de hombres, de manera que también yo tengo parientes y por cierto, atenienses, tres hijos, uno
Y, en efecto, me sucede lo mismo que dice Homero, tampoco yo he nacido de una encina ni de una roca, sino de hombres, de manera que también yo tengo parientes y por cierto, atenienses, tres hijos, uno
ya adolescente y dos niños.» Sin embargo, no voy a hacer subir aquí a
ninguno de ellos y suplicaros que me absolváis.
¿Por qué no voy a hacer nada de esto? No por arrogancia, atenienses, ni por desprecio a vosotros. Si yo estoy confiado con respecto a la muerte o no lo estoy, eso es otra cuestión. Pero en lo que toca a la reputación, la mía, la vuestra y la de toda la ciudad, no me parece bien, tanto por mi edad como por el renombre que tengo, sea verdadero o falso, que yo haga nada de esto, pero es opinión general que Sócrates se distingue de la mayoría de los hombres.
Si aquellos de vosotros que parecen distinguirse por su sabiduría, valor u otra virtud cualquiera se comportaran de este modo, sería vergonzoso. A algunos que parecen tener algún valor los he visto muchas veces comportarse así cuando son juzgados, haciendo cosas increíbles porque creían que iban a soportar algo terrible si eran
¿Por qué no voy a hacer nada de esto? No por arrogancia, atenienses, ni por desprecio a vosotros. Si yo estoy confiado con respecto a la muerte o no lo estoy, eso es otra cuestión. Pero en lo que toca a la reputación, la mía, la vuestra y la de toda la ciudad, no me parece bien, tanto por mi edad como por el renombre que tengo, sea verdadero o falso, que yo haga nada de esto, pero es opinión general que Sócrates se distingue de la mayoría de los hombres.
Si aquellos de vosotros que parecen distinguirse por su sabiduría, valor u otra virtud cualquiera se comportaran de este modo, sería vergonzoso. A algunos que parecen tener algún valor los he visto muchas veces comportarse así cuando son juzgados, haciendo cosas increíbles porque creían que iban a soportar algo terrible si eran
condenados a muerte, como si ya fueran a ser inmortales si vosotros no los
condenarais. Me parece que éstos llenan de vergüenza a la ciudad, de modo que un
extranjero podría suponer que los atenienses destacados en mérito, a los que sus ciudadanos
prefieren en la elección de magistraturas y otros honores, ésos en nada se distinguen de las mujeres.
Ciertamente, atenienses, ni vosotros, los que destacáis en alguna cosa, debéis hacer
esto, ni, si lo hacemos nosotros, debéis permitirlo, sino dejar bien claro que condenaréis al que
introduce estas
escenas miserables y pone en ridículo a la ciudad, mucho más que al que
conserva la calma.
Aparte de la reputación, atenienses, tampoco me parece justo suplicar a los jueces y quedar absuelto por haber suplicado, sino que lo justo es informarlos y persuadirlos. Pues no está sentado el juez para conceder por favor lo justo, sino para juzgar; además, ha jurado no. hacer favor a los que le parezca, sino juzgar con arreglo a las leyes. Por tanto, es necesario que nosotros no os acostumbremos a jurar en falso y que vosotros no os acostumbréis, pues ni unos ni otros obraríamos piadosamente. Por consiguiente, no estiméis, atenienses, que yo
debo hacer ante vosotros actos que considero que no son buenos, justos ni
piadosos, especialmente, por Zeus, al estar acusado de impiedad por este Meleto.
Pues, evidentemente,si os convenciera y os forzara con mis súplicas, a pesar de que habéis
jurado, os estaría enseñando a no creer que hay dioses y simplemente, al intentar defenderme,
me estaría
acusando de que no creo en los dioses. Pero está muy lejos de ser así;
porque creo, atenienses, como ninguno de mis acusadores; y dejo a vosotros y al dios que juzguéis
sobre mí del modo que vaya a ser mejor para mí y para vosotros.
Al hecho de que no me irrite, atenienses, ante lo sucedido, es decir, ante
que me hayáis condenado, contribuyen muchas cosas y, especialmente, que lo sucedido no
ha sido inesperado para mi, si bien me extraña mucho más el número de votos
resultante de una y otra parte. En efecto, no creía que iba a ser por tan poco, sino por mucho. La
realidad es que, según parece, si sólo treinta votos hubieran caído de la otra parte,
habría sido absuelto.
En todo caso, según me parece, incluso ahora he sido absuelto respecto a Meleto, y no sólo absuelto, sino que es evidente para todos que, si no hubieran comparecido Ánito y Licón para acusarme, quedaría él condenado incluso a pagar mil dracmas por no haber alcanzado la
En todo caso, según me parece, incluso ahora he sido absuelto respecto a Meleto, y no sólo absuelto, sino que es evidente para todos que, si no hubieran comparecido Ánito y Licón para acusarme, quedaría él condenado incluso a pagar mil dracmas por no haber alcanzado la
quinta parte de los votos. Así pues, propone para mí este hombre la pena de muerte. Bien, ¿y yo qué
os propondré a mi vez, atenienses? ¿Hay alguna duda de que propondré lo que merezco? ¿Qué es
eso entonces? ¿Qué merezco sufrir o pagar porque en mi vida no he tenido sosiego, y he
abandonado las cosas de las que la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda
familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea, cualquier magistratura, las
alianzas y luchas de
partidos que se producen en la ciudad, por considerar que en realidad soy
demasiado honrado como para conservar la vida si me encaminaba a estas cosas?
No iba donde no fuera de utilidad para vosotros o para mí, sino que me dirigía a hacer el mayor bien a cada uno en particular, según yo digo; iba allí, intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor y lo más sensato posible, ni que tampoco se preocupara de los asuntos de la ciudad antes que de la ciudad misma y de las demás cosas según esta misma idea. Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que necesita tener ocio para exhortaras a vosotros?
No iba donde no fuera de utilidad para vosotros o para mí, sino que me dirigía a hacer el mayor bien a cada uno en particular, según yo digo; iba allí, intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor y lo más sensato posible, ni que tampoco se preocupara de los asuntos de la ciudad antes que de la ciudad misma y de las demás cosas según esta misma idea. Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que necesita tener ocio para exhortaras a vosotros?
No hay cosa que le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el
Pritaneo con más razón que si alguno de vosotros en las Olimpiadas ha alcanzado la victoria
en las carreras de caballos, de bigas o de cuadrigas. Pues éste os hace parecer felices, y yo
os hago felices, y éste en nada necesita el alimento, y yo sí lo necesito. Así, pues, si es
preciso que yo proponga lo merecido con arreglo a lo justo, propongo esto: la manutención en el
Pritaneo.
Quizá, al hablar así, os parezca que estoy hablando lleno de arrogancia, como cuando antes hablaba de lamentaciones y súplicas. No es así; atenienses, sino más bien, de este otro modo. Yo estoy persuadido de que no hago daño a ningún hombre voluntariamente, pero no consigo convenceros a vosotros de ello, porque hemos dialogado durante poco tiempo. Puesto que, si tuvierais una ley, como la tienen otros hombres, que ordenara no decidir sobre una pena demuerte en un solo día, sino en muchos, os convenceríais. Pero, ahora, en poco tiempo no es fácil liberarse de grandes calumnias. Persuadido, como estoy, de que no hago daño a nadie, me hallo muy lejos de hacerme daño a mí mismo, de decir contra mí que soy merecedor de algún daño y de proponer para mí algo semejante. ¿Por, qué temor iba a hacerlo? ¿Acaso por el de no sufrir lo que ha propuesto Meleto y que yo afirmo que no sé si es un bien o un mal?
¿Para evitar esto, debo elegir algo que sé con certeza que es un mal y
proponerlo para mí? ¿Tal vez, la prisión? ¿Y por qué he de vivir yo en la cárcel siendo
esclavo de los magistrados que, sucesivamente, ejerzan su cargo en ella, los Once? ¿Quizá, una multa
y estar en prisión hasta que la pague? Pero esto sería lo mismo que lo anterior, pues no
tengo dinero para pagar. ¿Entonces propondría el destierro? Quizá vosotros aceptaríais esto. ¿No tendría
yo, ciertamente, mucho amor a la vida, si fuera tan insensato como para no
poder reflexionar que vosotros, que sois conciudadanos míos, no habéis sido capaces de soportar
mis conversaciones y razonamientos, sino que os han resultado lo bastante
pesados y molestos como para que ahora intentéis libraros de ellos, y que acaso otros los
soportarán fácilmente?
Está muy lejos de ser así, atenienses. ¡Sería, en efecto, una hermosa vida para un hombre de mi edad salir de mi ciudad y vivir yendo expulsado de una ciudad a otra! Sé con certeza que, donde vaya, los jóvenes escucharán mis palabras, como aquí. Si los rechazo, ellos me
expulsarán convenciendo a los mayores. Si no los rechazo, me expulsarán
sus padres y familiares por causa de ellos. Quizá diga alguno: «¿Pero no serás capaz de vivir alejado de nosotros en
silencio y llevando una vida tranquila?» Persuadir de esto a algunos de vosotros es lo más
difícil. En efecto, si digo que eso es desobedecer al dios y que, por ello, es imposible llevar
una vida tranquila, no me creeréis pensando que hablo irónicamente. Si, por otra parte, digo que
el mayor bien para
un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la
virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me
examinaba a mí mismo y a otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el
hombre, me creeréis
aún menos. Sin embargo, la verdad es así, como yo digo, atenienses, pero
no es fácil convenceros. Además, no estoy acostumbrado a considerarme merecedor de
ningún castigo.
Ciertamente, si tuviera dinero, propondría la cantidad que estuviera en
condiciones de pagar; el dinero no sería ningún daño. Pero la verdad es que no lo tengo, a no
ser que quisierais aceptar lo que yo podría pagar. Quizá podría pagaros una mina de plata.
Propongo, por tanto, esa cantidad. Ahí Pla tón, atenienses, Critón, Critobulo y Apolodoro me
piden que proponga treinta minas y que ellos salen fiadores. Así pues, propongo esa cantidad.
Éstos serán para
vosotros fiadores dignos de crédito.
Por no esperar un tiempo no largo, atenienses, vais a tener la fama y la
culpa, por parte de los que quieren difamar a la ciudad, de haber matado a Sócrates, un sabio.
Pues afirmarán que soy sabio, aunque no lo soy, los que quieren injuriaros. En efecto, si
hubierais esperado un poco de tiempo, esto habría sucedido por sí mismo. Veis, sin duda, que mi edad
está ya muy avanzada en el curso de la vida y próxima a la muerte. No digo estas palabras a
todos vosotros, sino a los que me han condenado a muerte. Pero también les digo a ellos lo
siguiente. Quizá creéis, atenienses, que yo he sido condenado por faltarme las palabras
adecuadas para haberos convencido, si yo hubiera creído que era preciso hacer y decir todo, con
tal de evitar la condena.
Está muy lejos de ser así. Pues bien, he sido condenado por falta no ciertamente de palabras, sino de osadía y desvergüenza, y por no querer deciros lo que os habría sido más agradable oír: lamentarme, llorar o hacer y decir otras muchas cosas- indignas de mí, como digo, y que vosotros tenéis costumbre de oír a otros. Pero ni antes creí que era necesario hacer nada innoble por causa del peligro, ni ahora me arrepiento de haberme defendido así, sino que prefiero con mucho morir ha biéndome defendido de este modo, a vivir habiéndolo hecho de
Está muy lejos de ser así. Pues bien, he sido condenado por falta no ciertamente de palabras, sino de osadía y desvergüenza, y por no querer deciros lo que os habría sido más agradable oír: lamentarme, llorar o hacer y decir otras muchas cosas- indignas de mí, como digo, y que vosotros tenéis costumbre de oír a otros. Pero ni antes creí que era necesario hacer nada innoble por causa del peligro, ni ahora me arrepiento de haberme defendido así, sino que prefiero con mucho morir ha biéndome defendido de este modo, a vivir habiéndolo hecho de
ese otro modo. En efecto, ni ante la justicia ni en la guerra, ni yo ni
ningún otro deben maquinar cómo evitar la muerte a cualquier precio.
Pues también en los combates muchas veces es evidente que se evitaría la muerte abandonando las armas y volviéndose a suplicar a
Pues también en los combates muchas veces es evidente que se evitaría la muerte abandonando las armas y volviéndose a suplicar a
los perseguidores. Hay muchos medios, en cada ocasión de peligro, de
evitar la muerte, si se tiene la osadía de hacer y decir cualquier cosa. Pero no es difícil,
atenienses, evitar la muerte, es mucho más difícil evitar la maldad; en efecto, corre más deprisa que la
muerte. Ahora yo,
como soy lento y viejo, he sido alcanzado por la más lenta de las dos. En
cambio, mis acusadores, como son temibles y ágiles, han sido alcanzados por la más
rápida, la maldad.
Ahora yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos,
condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia. Yo me atengo a mi
estimación y éstos, a la suya. Quizá era necesario que esto fuera así y creo que está adecuadamente. Deseo predeciros a vosotros, mis condenadores, lo que va a seguir a esto.
En efecto, estoy yo ya en ese momento en el que los hombres tienen capacidad de profetizar,
cuando van ya a morir. Yo os aseguro, hombres que me habéis condenado, que inmediatamente
después de mi muerte os va a venir un castigo mucho más duro, por Zeus, que el de mi
condena a muerte. En efecto, ahora habéis hecho esto creyendo que os ibais a librar de dar
cuenta de vuestro modo de vida, pero, como digo, os va a salir muy al contrario. Van a ser más
los que os pidan cuentas, ésos a los que yo ahora contenía sin que vosotros lo
percibierais. Serán más intransigentes por cuanto son más jóvenes, y vosotros os irritaréis más.
Pues, si pensáis que matando a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís rectamente, no pensáis bien. Este medio de evitarlo ni es muy eficaz, ni es honrado. El más honrado y el más sencillo no es reprimir a los demás, sino prepararse para ser lo mejor posible. Hechas estas predicciones a quienes me han condenado les digo adiós. Con los que habéis votado mi absolución me gustaría conversar sobre este hecho que acaba de suceder, mientras los magistrados están ocupados y aún no voy adonde yo debo morir.
Pues, si pensáis que matando a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís rectamente, no pensáis bien. Este medio de evitarlo ni es muy eficaz, ni es honrado. El más honrado y el más sencillo no es reprimir a los demás, sino prepararse para ser lo mejor posible. Hechas estas predicciones a quienes me han condenado les digo adiós. Con los que habéis votado mi absolución me gustaría conversar sobre este hecho que acaba de suceder, mientras los magistrados están ocupados y aún no voy adonde yo debo morir.
Quedaos, pues, conmigo, amigos, este tiempo, pues nada impide conversar entre nosotros mientras sea posible. Como sois amigos, quiero haceros ver qué significa, realmente, lo que me ha sucedido ahora. En efecto, jueces pues llamándoos jueces os llamo correctamente-, me
ha sucedido algo extraño. La advertencia habitual para mí, la del espíritu
divino, en todo el tiempo anterior era siempre muy frecuente, oponiéndose aun a cosas muy
pequeñas, si yo iba a obrar de forma no recta. Ahora me ha sucedido lo que vosotros veis, lo
que se podría creer
que es, y en opinión general es, el mayor de los males. Pues bien, la
señal del dios no se me ha opuesto ni al salir de casa por la mañana, ni cuando subí aquí al
tribunal, ni en ningún momento durante la defensa cuando iba a decir algo. Sin embargo, en otras
ocasiones me retenía,
con frecuencia, mientras hablaba. En cambio, ahora, en este asunto no se
me ha opuesto en ningún momento ante ningún acto o palabra. ¿Cuál pienso que es la
causa? Voy a decíroslo. Es probable que esto que me ha sucedido sea un bien, pero no es
posible que lo comprendamos rectamente los que creemos que la muerte es un mal. Ha habido
para mí una gran prueba de ello. En efecto, es imposible que la señal habitual no se
me hubiera opuesto, a no ser que me fuera a ocurrir algo bueno.
Reflexionemos también que hay gran esperanza de que esto sea un bien. La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma de
este lugar de aquí a otro lugar. Si es una ausencia de sensación y un
sueño, como cuando se duerme sin soñar, la muerte sería una ganancia maravillosa. Pues, si
alguien, tomando la noche en la que ha dormido de tal manera que no ha visto nada en sueños y
comparando con esta noche las demás noches y días de su vida, tuviera que reflexionar y
decir cuántos días y noches ha vivido en su vida mejor y más agradablemente que esta noche,
creo que no ya un hombre cualquiera, sino que incluso el Gran Rey encontraría fácilmente
contables estas noches comparándolas con los otros días y noches. Si, en efecto, la muerte
es algo así, digo
que es una ganancia, pues la totalidad del tiempo no resulta ser más que
una sola noche. Si, por otra parte, la muerte es como emigrar de aquí a otro lugar y es
verdad, como se dice, que allí están todos los que han muerto, ¿qué bien habría mayor que éste,
jueces? Pues si, llegado uno al Hades, libre ya de éstos que dicen que son jueces, va a encontrar a
los verdaderos jueces, los que se dice que hacen justicia allí: Minos, Radamanto, Éaco y
Triptólemo, y a cuantos semidioses fueron justos en sus vidas, ¿sería acaso malo el viaje?
Además, ¿cuánto daría alguno de vosotros por estar junto a Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero?
Yo estoy dispuesto a morir muchas veces, si esto es verdad, y sería un entretenimiento maravilloso,
sobre todo para mí, cuando me encuentre allí con Palamedes, con Ayante, el hijo
de Telamón, y con algún otro de los antiguos que haya muerto a causa de un juicio injusto,
comparar mis
sufrimientos con los de ellos; esto no sería desagradable, según creo. Y
lo más importante, pasar el tiempo examinando e investigando a los de allí, como ahora a los
de aquí, para ver quién de ellos es sabio, y quién cree serlo y no lo es. ¿Cuánto se daría,
jueces, por exa minar al
que llevó a Troya aquel gran ejército, o bien a Odiseo o a Sísifo o á
otros infinitos hombres y mujeres que se podrían citar? Dialogar allí con ellos, estar en su
compañía y examinarlos sería el colmo de la felicidad. En todo caso, lo s de allí no condenan a muerte
por esto. Por otras razones son los de allí más felices que los de aquí, especialmente porque
ya el resto del tiempo son inmortales, si es verdad lo que se dice.
Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto, y que los dioses no se desentienden de sus dificultades. Tampoco lo que ahora me ha sucedido ha sido por casua lidad, sino que tengo la evidencia de que ya era mejor para mí morir y librarme de trabajos. Por esta razón, en ningún momento la señal divina me ha detenido y, por eso, no me irrito mucho con los que me han condenado ni con los acusadores. No obstante, ellos no me condenaron ni acusaron con esta idea, sino creyendo que me hacían daño. Es justo que se les haga este reproche. Sin embargo, les pido una sola cosa. Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo, reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada. Si hacéis esto, mis hijos y yo habremos recibido un justo pago de vosotros. Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios.
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