lunes, 23 de diciembre de 2013

Leonora Carrington (1917- 2011)


Max Ernst, el pájaro superior




Los Pájaros del amor, los Pájaros de la noche, los Pájaros del Paraíso y los Pájaros del demonio están atrapados en sus alas entrelazadas, en la Cocina Subterránea del Pájaro Superior. Éste revuelve su olla que tieneforma de hombre y mira hipnotizado sus  brazos desnudos, mientras que por encima, enjambres de moscas y tábanos colgados de trozos de carne, enseñan asus crías a volar. El Pájaro Superior mira sus brazos desnudos con una hipnótica y glauca mirada y diminutos brotes blancos aparecen en su piel; revolviendo siete veces y sin dejar de mirar, ve que esos brotes se secan y endurecen convirtiéndose en brillante plumaje. Entonces, un coro de águilas entona un canto, mientras los Pájaros del demonio y los Pájaros del Paraíso desunen sus picos en un largo beso agorero.

El miedo, en forma de caballo, vistiendo la piel de un centenar de animales distintos, salta a la cocina despidiendo una lluvia de chispas con sus cascos, las chispas se convierten en murciélagos blancos que revolotean ciega y desesperadamente alrededor de la cocina, chocando con ollas, cuencos, botellas y frascos que contienen los
ingredientes para la cocina astrológica y que se estrellan en el suelo formando charcos de color. El Pájaro Superior ata por la cola al Miedo a las llamas del fuego y hunde sus brazos emplumados en el color. Cada pluma, al instante, empieza a pintar una imagen distinta con la velocidad del grito.

El canto de los murciélagos blancos y de las águilas se mezcla con los relinchos del Miedo que lleva, heladas en su cola, las llamas del fuego. De su piel brotan diminutos volcanes que lanzan penachos de humo a través de su capa de múltiples pieles. Yergue su cabeza y salen volando las polillas de su crin, atraídas por la helada y brillante luz de su cola.

El Pájaro Superior, con todas sus plumas pintando al mismo tiempo diferentes imágenes, se mueve lentamente por el cuarto, haciendo surgir árboles y plantas de los muebles. El pulso, silencioso aún, del mundo externo petrificado, se deja oír como un tambor lejano. Los pájaros y las bestias siguen el ritmo con sus patas y pequeños terremotos ondean bajo la piel de la tierra.

La Memoria vuelve velozmente al nacimiento del tiempo; aparta al niño del pezón de un volcán en erupción y lo lanza jugando al espacio; esta diversión es tan gigantesca que la Inteligencia, con carcajadas agonizantes, se desprende de su cabeza, que es el pensamiento, y la arroja al espacio como un juguete para el Tiempo niño.

El Pájaro Superior alisa sus brazos que ahora son alas, libera al Miedo del fuego y se ata a su lomo con la crin. Escapan de la olla a través de los cuatro vientos que saltan como humo, como pelo, como viento.
Sólo siete pececillos, como cebras sin ojos, yacen sofocándose en el fuego, en el fondo de la gran olla negra.
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Publicado en Wiew, 1942




jueves, 5 de diciembre de 2013

Platón: El Banquete (424/423 B.C– 348/347 B.C)

     
        Discurso de Aristófanes




               –Efectivamente, Erixímaco –dijo Aristófanes–, tengo la intención de hablar de manera muy distinta a como tú y Pausanias han hablado. Pues, a mi parecer, los hombres no se han percatado en absoluto del poder de Eros, puesto que si se hubiesen percatado le habrían levantado los mayores templos y altares y le harían los más grandes sacrificios, no como ahora, que no existe nada de esto relacionado con él, siendo así que debería existir por encima de todo. Pues es el más filántropo de los Dioses, al ser auxiliar de los hombres y médico de enfermedades tales que, una vez curadas, habría la mayor felicidad para el género humano. Intentaré, pues, explicarles su poder y ustedes serán los maestros de los demás.
                Pero, primero, es preciso que conozcan la naturaleza humana y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente. En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había, además, un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre sobrevive todavía, aunque él mismo ha desaparecido. El andrógino, en efecto, era entonces una cosa sola en cuanto a forma y nombre, que participaba de uno y de otro, de lo  masculino y de lo femenino, pero que ahora no es sino un nombre que yace en la ignominia.
            En segundo lugar, la forma de cada persona era redonda en totalidad, con la espalda y los costados en forma de círculo. Tenía cuatro manos, mismo número de pies que de manos y dos rostros perfectamente iguales sobre un cuello circular. Y sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas, una sola cabeza, y además cuatro orejas, dos órganos sexuales, y todo lo demás como uno puede imaginarse a tenor de lo dicho. Caminaba también recto como ahora, en cualquiera de las dos direcciones que quisiera; pero cada vez que se lanzaba a correr velozmente, al igual que ahora los acróbatas dan volteretas circulares haciendo girar las piernas hasta la posición vertical, se movía en círculo rápidamente apoyándose en sus miembros que entonces eran ocho. 


            Eran tres los sexos y de estas características, porque lo masculino era originariamente descendiente del sol, lo femenino, de la tierra y lo que participaba de ambos, de la luna, pues también la luna participa de uno y de otro. Precisamente eran circulares ellos mismos y su marcha, por ser similares a sus progenitores. Eran también extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de que conspiraron contra los dioses. Y lo que dice Homero de Esfialtes y de Oto se dice también de ellos: que intentaron subir hasta el cielo para atacar a los dioses. Entonces, Zeus y los demás Dioses deliberaban sobre qué debían hacer con ellos y no encontraban solución.              Porque, ni podían matarlos y exterminar su linaje,  fulminándolos con el rayo como a los gigantes, pues entonces se les habrían esfumado también los honores y sacrificios que recibían de parte de los hombres, ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes. Tras pensarlo detenidamente dijo, al fin, Zeus: Me parece que tengo el medio de cómo podrían seguir existiendo los hombres y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos más débiles. 

             Ahora mismo, dijo, los cortaré en dos mitades a cada uno y de esta forma serán a la vez más débiles y más útiles para nosotros por ser más numerosos. Andarán rectos sobre dos piernas y si nos parece que todavía perduran en su insolencia y no quieren permanecer tranquilos, de nuevo, dijo, los cortaré en dos mitades, de modo que caminarán dando saltos sobre una sola pierna. 


Dicho esto, cortaba a cada individuo en dos mitades, como los que cortan las serbas y las ponen en conserva o como los que cortan los huevos con crines. Y al que iba cortando ordenaba a Apolo que volviera su rostro y la mitad de su cuello en dirección del corte, para que el hombre, al ver su propia división, se hiciera más moderado, ordenándole también curar lo demás. Entonces, Apolo volvía el rostro y, juntando la piel de todas partes en lo que ahora se llama vientre, como bolsas cerradas con cordel, la ataba haciendo un agujero en medio del vientre, lo que llamamos precisamente ombligo.
               Alisó las otras arrugas en su mayoría y modeló también el pecho con un instrumento parecido al de los zapateros cuando alisan sobre la horma los pliegues de los cueros. Pero dejó unas pocas en torno al vientre mismo y al ombligo, para que fueran un recuerdo del antiguo
estado. Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original,
añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y rodeándose con
las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una
sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer
hacer nada separados unos de otros.


Y cada vez que moría una de las mitades y quedaba la otra, la que
quedaba buscaba otra y se enlazaba con ella, ya se tropezara con la mitad de una mujer entera, lo que ahora llamamos precisamente mujer, ya con la de un hombre, y así seguían muriendo. Compadeciéndose entonces Zeus, inventa otro recurso y traslada sus órganos genitales hacia la parte delantera, pues hasta entonces también éstos los tenían por fuera y engendraban y parían no los unos en los otros, sino en la tierra, como las cigarras. 
                 De esta forma, pues, cambio hacia la parte frontal sus órganos genitales y consiguió que mediante éstos tuviera lugar la generación en ellos mismos, a través de lo masculino en lo femenino, para que si en el abrazo se encontraba hombre con mujer, engendraran y siguiera existiendo la especie humana, pero, si se encontraba varón con varón, hubiera, al menos, satisfacción de su contacto, descansaran, volvieran a sus trabajos y se preocuparan de las demás cosas de la vida.


Desde hace tanto tiempo, pues, es el amor de los unos a los otros
innato en los hombres y restaurador de la antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana. Por tanto, cada uno de nosotros es un símbolo de hombre, al haber quedado seccionado en dos de uno solo, como los lenguados. Por esta razón, precisamente, cada uno está buscando siempre su propio símbolo. En consecuencia, cuantos hombres son sección de aquél ser de sexo común que entonces se llamaba andrógino son aficionados a las mujeres, y pertenece también a este género la mayoría de los adúlteros; y proceden también de él cuantas mujeres, a su vez, son aficionadas a los hombres y adúlteras. Pero cuántas mujeres son sección de mujer, no prestan mucha
atención a los hombres, sino que están inclinadas a las mujeres, y de este género proceden también las lesbianas.
               Cuántos, por el contrario, son sección de varón, persiguen a losvarones y mientras son jóvenes, al ser rodajas de varón, aman a los
hombres y se alegran de acostarse y abrazarse; éstos son los mejores de
entre los jóvenes y adolescentes, ya que son los más viriles por
naturaleza. Algunos dicen que son unos desvergonzados, pero se equivocan. Pues no hacen esto por desvergüenza, sino por audacia, hombría y masculinidad, abrazando a lo que es similar a ellos. Y una gran prueba de esto es que, llegados al término de su formación, los de tal naturaleza son los únicos que resultan valientes en los asuntos políticos. Y cuando ya son unos hombres, aman a los mancebos y no prestan atención por inclinación natural a los casamientos ni a la procreación de hijos, sino que son obligados por la ley, pues les basta vivir solteros todo el tiempo en mutua compañía.
                Por consiguiente, le el que es de tal clase resulta, ciertamente, un amante de mancebos y un amigo del amante, ya que siempre se apega a lo que le está emparentado. Pero cuando se encuentran con aquella autentica mitad de sí mismos tanto el pederasta como cualquier otro, quedan entonces maravillosamente impresionados por afecto, afinidad y amor, sin querer, por así decirlo, separarse unos de otros ni siquiera por un momento.


Éstos son los que permanecen unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida, y ni siquiera podrían decir qué desean conseguir
realmente unos de otros. Pues a ninguno se le ocurriría pensar que ello
fuera el contacto de las relaciones sexuales y que, precisamente por esto,
el uno se alegra de estar en compañía del otro con tan gran empeño.
Antes bien, es evidente que el alma de cada uno desea otra cosa que no
puede expresar, si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente. Y si mientras están acostados juntos se presentara Hefesto con sus instrumentos y les preguntara: ¿Qué es, realmente, lo que quieren, hombres, conseguir uno del otro?, y si al verlos perplejos volviera a preguntarles: ¿Acaso lo que desean es estar juntos lo más posible el uno del otro, de modo que ni de noche ni de día se separen el uno del otro? Si realmente quieren esto, quiero fundirlos y soldarlos en uno solo, de suerte que siendo dos lleguen a ser uno, y mientras vivan, como si fueran uno sólo, vivan los dos en común y, cuando mueran, también allí en el Hades sean uno en lugar de dos, muertos ambos a la vez. Miren, pues, si desean esto y estarán contentos si lo consiguen. 
              Al oír estas palabras, sabemos que ninguno se negaría ni daría a entender que desea otra cosa, sino que simplemente creería haber escuchado lo que, en realidad, anhelaba desde hacía tiempo: llegar a ser uno solo de dos, juntándose y fundiéndose con el amado Pues la razón de esto es que nuestra antigua naturaleza era como
se ha descrito y nosotros estábamos íntegros. Amor es, en consecuencia, el nombre para el deseo y la persecución de esa integridad. Antes, como digo, éramos uno, pero ahora por nuestra iniquidad, hemos sido separados por la divinidad, como los arcadios por los lacedemonios. 


              Existe, pues, el temor de que, si no somos mesurados respecto a los dioses, podamos ser partidos de nuevo en dos y andemos por ahí como los que están esculpidos en relieve en las estelas, serrados en dos por la nariz, convertidos en téseras. Ésta es la razón, precisamente, por la que todo hombre debe exhortar a ser piadosos con los dioses en todo, para evitar lo uno y conseguir lo otro, siendo Eros nuestro guía y caudillo. Que nadie obre en su contra –y obra en su contra el que se
enemista con los Dioses–, pues si somos sus amigos y estamos
reconciliados con el Dios, descubros y nos encontraremos con
nuestros propios amados, lo que ahora consiguen solo unos pocos.
              Y que no me interrumpa Erixímaco para burlarse de mi discurso diciendo que aludo a Pausanias y a Agatón, pues tal vez también ellos pertenezcan realmente a esta clase y sean ambos varones por naturaleza. Yo me estoy refiriendo a todos, hombres y mujeres, cuando digo que nuestra raza sólo podría llegar a ser plenamente feliz si lleváramos el amor a su culminación y cada uno encontrara el amado que le pertenece retornando a su antigua naturaleza.
             Y si esto es lo mejor, necesariamente también será lo mejor lo que, en las actuales circunstancias, se acerque más a esto, a saber, encontrar un amado que por naturaleza responda a nuestras aspiraciones. Por consiguiente, si celebramos al Dios causante de esto,
celebraríamos con toda justicia a Eros, que en el momento actual nos
procura los mayores beneficios por llevarnos a lo que nos es afín y nos
proporciona para el futuro las mayores esperanzas de que, si mostramos
piedad con los Dioses, nos hará dichosos y plenamente felices, tras
restablecernos en nuestra antigua naturaleza y curarnos.
               

Éste, Erixímaco, es –dijo–mi discurso sobre Eros, distinto, por cierto, al tuyo. No lo ridiculices, como te pedí, para que oigamos también que va a decir cada uno de los restantes o, más bien, cada uno de los otros dos, pues quedan Agatón y Sócrates.
–Pues bien, te obedeceré –respondió Erixímaco–, pues también a
mí me ha gustado oír tu discurso. Y si no supiera que Sócrates y Agatón son formidables en las cosas del Amor, mucho me temería que vayan a estar faltos de palabras, por lo mucho y variado que ya se ha dicho, en este caso, sin embargo, tengo plena confianza.
           Tú mismo, Erixímaco –dijo entonces Sócrates–, has competido,
en efecto, muy bien, pero si estuvieras donde estoy yo ahora, o mejor, tal
vez, donde esté cuando Agatón haya dicho también su bello discurso,
tendrías en verdad mucho miedo y estarías en la mayor desesperación,
como estoy yo ahora.
–Pretendes hechizarme, Sócrates –dijo Agatón–para que me desconcierte, haciéndome creer que domina a la audiencia una gran
expectación ante la idea de que voy a pronunciar un bello discurso.
Sería realmente desmemoriado, Agatón –respondió Sócrates–, si
después de haber visto tu hombría y elevado espíritu al subir al escenario con los actores y mirar de frente a tanto público sin turbarte lo más mínimo en el momento de presentar tu propia obra, creyese ahora que tú ibas a quedar desconcertado por causa de nosotros, que sólo somos unos cuantos hombres.


            –¿Y qué, Sócrates? –Dijo Agatón–. ¿Realmente me consideras tan saturado de teatro como para ignorar también que, para el que tenga un poco de sentido, unos pocos inteligentes son más de temer que muchos
estúpidos?. –En verdad no haría bien, Agatón –dijo Sócrates–, si tuviera sobre ti una rústica opinión. Pues sé muy bien que si te encontraras con unos pocos que consideraras sabios, te preocuparías más de ellos que de la masa. Pero tal vez nosotros no seamos de esos inteligentes, pues estuvimos también allí y éramos parte de la masa.
No obstante, si te encontraras con otros realmente sabios, quizás
te avergonzarías ante ellos, si fueras consciente de hacer algo que tal vez fuera vergonzoso. ¿O qué te parece?
            –Que tienes razón –dijo.
            –¿Y no te avergonzarías ante la masa, si creyeras hacer algo tan vergonzoso? Entonces Fedro –me contó Aristodemo–les interrumpió y dijo: Querido Agatón, si respondes a Sócrates, ya no le importará nada de qué manera se realice cualquiera de nuestros proyectos actuales, con tal que tenga sólo a uno con quien pueda dialogar, especialmente si es bello. A mí, es verdad, me gusta oír dialogar a Sócrates, pero no tengo más remedio que preocuparme del encomio a Eros y exigir un discurso de cada uno de nosotros. Por consiguiente, después de que uno y otro hayan hecho su contribución al Dios, entonces ya dialoguen.


–Dices bien, Fedro –respondió Agatón–; ya nada me impide
hablar, pues con Sócrates podré dialogar, también, después, en otras
muchas ocasiones.

martes, 3 de diciembre de 2013

Vincent Van Gogh: Cartas a Teo (1880)


   Julio de 1880




(...) Por ejemplo, sabes bien que a menudo he descuidado mi aseo, lo admito y admito que esto sea desagradable. Pero he aquí, la molestia y la miseria existen para algo y además son un buen medio para asegurarse la soledad necesaria, para poder profundizar más o menos tal o cual estudio que nos preocupa. Un estudio muy necesario es la Medicina; apenas hay un hombre que no trate de saber aunque sea un poco, que no busque comprender a los menos de qué se trata y resulta que no sé de esto todavía nada. Pero todo eso absorbe, todo eso preocupa, pero todo eso nos hace soñar, meditar, y pensar. Hoy resulta que ya llevo cinco años tal vez, no lo sé exactamente, viviendo más o menos desarraigado, errante aquí y allá. Vosotros habéis dicho: ¿después de tal o cuál época te has rebajado, te has extinguido, no has hecho nada? Esto es completamente cierto. Es verdad que a menudo he ganado mi pedazo de pan, a menudo algún amigo me lo ha dado por lástima, he vivido como he podido, lo mismo bien que mal, como se presentaba; es verdad que he perdido la confianza de algunos y es verdad que mis asuntos pecuniarios se encuentran en un triste estado; es verdad que el porvenir es bastante sombrío; es verdad que habría podido hacerlo todo mejor; es verdad que nada más que para ganarme el sustento he perdido tiempo; es verdad que mis estudios siguen en un estado bastante triste y desesperante y que es más lo que me falta, infinitamente más, que lo que tengo. Pero, ¿a eso le llamáis descender, a eso le llamáis no hacer nada? Tú dirás tal vez: Pero, ¿por qué no has seguido, como hubiéramos querido que hubieses continuado, por el camino de la Universidad? No contestaré nada, salvo esto: es demasiado; y además, ese porvenir no era mejor que el presente que ando siguiendo. Pero en el camino en que me encuentro debo continuar. Si no hago nada, si no estudio, si no busco más, entonces estoy perdido. Entonces, desgracia sobre mí. Así es como encaro las cosas: continuar, continuar, eso es lo necesario. 


(...) Ahora, una de las causas por las cuales estoy fuera de lugar -porque durante años he estado desplazado- es simplemente porque tengo otras ideas que las de esos señores que dan los puestos a los sujetos que piensan como ellos. No es una sencilla cuestión de toilette, como se me ha reprochado hipócritamente, es una cuestión más seria, te lo aseguro. ¿Por qué te digo todo esto? No es para quejarme, no es para disculparme porque más o menos no pueda tener razón, sino simplemente para decirte esto: cuando me visitaste por última vez el verano pasado, cuando nos paseamos los dos cerca del viejo canal y del molino de Rijswijk, "y entonces -tú decías- estábamos de acuerdo sobre muchas cosas, pero -agregaste-, desde entonces tú has cambiado mucho, no eres ya el mismo". Y bien; esto no es del todo así; lo que ha cambiado, es que entonces mi vida era menos difícil y mi porvenir menos sombrío en apariencia; pero en cuanto a lo interior, en cuanto a mi manera de ver y de pensar no he cambiado; solamente, si en efecto hubiese un cambio, es que ahora pienso y creo y amo más seriamente lo que también entonces pensaba, creía y amaba. 


(...) Por tanto, tú no debes pensar que reniego de esto o aquello; soy una especie de fiel en mi infidelidad y aunque cambiado soy el mismo y mi tormento no es otro que este: ¿para qué podría yo servir? ¿No podría yo ser útil de alguna manera? ¿Cómo podría yo saber más y ahondar tal o cual tema? Ya ves, esto me atormenta continuamente, y además uno se siente prisionero en su tormento, excluido de participar en tal o cual obra, y tales y cuales cosas necesarias están lejos del alcance. A causa de esto no se vive sin melancolía, después se sienten vacíos allí donde podría haber amistades y altos y serios afectos, y se experimenta cómo el terrible decaimiento roe hasta la misma energía moral, y la fatalidad parece poder poner una barrera a los instintos afectivos y una marea de náuseas sube a la garganta. Y en seguida se dice: ¿hasta cuándo, Dios mío? ¿Qué quieres? Lo que pasa adentro parece que ocurriera afuera. Fulano tiene un gran fuego en su alma y nadie se acerca a calentarse, y los que pasan sólo advierten un poco de humo en lo alto, por la chimenea, y siguen su camino. Ahora, ya ves: ¿qué hacer?, ¿fomentar ese fuego interiormente, esperar pacientemente, aunque con mucha impaciencia, esperar la hora, digo, en que alguien querrá venir a sentarse a vivir allí?, ¿qué se yo? El que crea en Dios, que espere la hora, que llegará tarde o temprano. Ahora, por el momento, todos mis asuntos van mal, a lo que parece, y esto ha sido así durante un tiempo no del todo inconsiderable, y esto puede seguir así en un futuro más o menos largo, pero puede ocurrir que después de haber ido todo al revés, todo vaya mejor en seguida. No lo tomo en cuenta, tal vez no ocurra nunca, pero en caso que se produzca algún cambio hacia el bien, lo consideraría como ganado, estaría contento, diría: "en fin, había sin embargo alguna cosa". Pero sin embargo -dirás-, tú eres un ser despreciable, puesto que tienes ideas imposibles de religión y escrúpulos de conciencia pueriles. Si tengo ideas imposibles o pueriles, ojalá pueda librarme de ellas; no pido nada mejor. Pero éste es, más o menos, el nivel que he alcanzado. Te encontrarás en "El filósofo bajo los techos" de Souvestre, cómo un hombre de pueblo, un simple obrero muy miserable si se quiere, se imaginaba la patria. "Tú no has pensado tal vez en qué es la patria", replicó posándome una mano sobre la espalda, "es todo lo que te rodea, todo lo que te ha criado y alimentado, es todo lo que has amado, estos campos que estás viendo, estas casas, estos árboles, estas muchachas que pasan y ríen, todo esto es la patria". "Las leyes que te protegen, el pan que paga tu trabajo, las palabras que cambias, la alegría y la tristeza que te llegan de los hombres y de las cosas entre las que vives, todo esto es la patria. La pequeña habitación en que otras veces viste a tu madre, los recuerdos que ella te ha dejado, la tierra donde ella reposa, todo es la patria. La ves, la respiras en todas partes. Imagínate los derechos y los deberes, los afectos y las necesidades, los recuerdos y la gratitud, reúne todo esto con un solo nombre y este nombre será la patria." 


(...) Alguien, para citar un ejemplo, amará a Rembrandt, pero seriamente, sabrá que hay un Dios y creerá en él. Alguien ahondará en la historia de la Revolución Francesa; no será incrédulo, verá que en las grandes cosas hay también una potencia soberana que se manifiesta. Alguien habrá asistido durante un corto tiempo solamente a los cursos gratuitos de la gran universidad de la miseria y habrá puesto atención a lo que habrá pasado bajo sus ojos y a lo que habrán escuchado sus oídos y habrá reflexionado sobre ello y habrá terminado también por creer y aprender tal vez más de lo que podría decir. Trata de comprender la última palabra de lo que dicen en las obras de arte los grandes artistas, los maestros serios, y verás a Dios allí dentro. 


(...) Y el hombre abstraído tiene también su presencia de espíritu por momentos, como por compensación. Es a veces un personaje que tiene su razón de ser por tal o cual motivo que no se ve siempre en el primer momento, o que se olvida por abstracción a menudo involuntariamente. Alguien que ha rodado largamente como sacudido sobre un mar tempestuoso, llega al fin a su destino; alguien que parecía inútil e incapaz de desempeñar ningún cargo, ninguna función, termina por encontrar una, y activo y capaz de acción se muestra muy diferente a lo que había parecido al principio. Te escribo un poco al azar lo que me viene a la pluma, me sentiría muy contento si de alguna manera tú pudieras ver en mí algo más que un haragán. ¿Acaso hay haraganes y haraganes que hacen contraste? Está aquel que es haragán por pereza y dejadez de carácter, por la bajeza de su naturaleza: tú puedes, si lo juzgas bien, tomarme por uno de éstos. Después está el otro haragán, el haragán a pesar suyo, que vive roído interiormente por un gran deseo de acción, que no hace nada porque vive en la imposibilidad de hacerlo, puesto que está como preso en alguna cosa, porque no tiene lo que necesitaría para ser productivo, porque la fatalidad de las circunstancias lo reduce a ese punto; un haragán así no sabe siempre él mismo lo que podría hacer, pero lo siente por instinto; por tanto, sirvo para algo, siento en mí una razón de ser; sé que podría ser un hombre por completo diferente. ¿En qué podría ser útil?, ¿en qué servir?, ¿hay algo dentro de mí?, ¿qué es, entonces? Éste es un haragán muy diferente; tú puedes, si lo juzgas bien, tomarme por uno de éstos. (...) Este hombre haragán se parece a ese pájaro haragán y los hombres se hallan a menudo en la imposibilidad de hacer nada, prisioneros en no sé qué jaula horrible, horrible, muy horrible. Existe también, lo sé, la libertad, la libertad tardía. Una reputación arruinada con razón o sin razón, la debilidad, la fatalidad de las circunstancias, la desgracia, así acaba uno preso. No sabremos decir nunca qué es lo que nos encierra, lo que nos cerca, lo que parece enterrarnos, pero sentimos, sin embargo, no sé qué barras, qué rejas, qué paredes. ¿Todo esto es imaginario, fantasía? No lo creo; y después uno se pregunta: Dios mío, ¿será por mucho tiempo?, ¿será para siempre?, ¿será para la eternidad? Tú sabes cómo puede desaparecer la prisión. A base de afecto profundo, serio. A base de ser amigos, ser hermanos, amar: así se abre la prisión como una fuerza soberana, como un encanto poderoso. (...) Además, la prisión se llama algunas veces prejuicio, malentendido, ignorancia fatal de esto o aquello, desconfianza, falsa vergüenza.



lunes, 25 de noviembre de 2013

Louis Cattiaux: Reflexiones sobre la física y la metafísica de la pintura (1954)


Louis Cattiaux: El ángel de la muerte
     Ascesis




Sólo después de haber trabajado mucho tiempo, de haber padecido mucho tiempo en el aprendizaje del oficio y de haber sufrido mucho tiempo en la concentración de la sensibilidad, el artista puede olvidarlo todo y, después de rechazar toda coacción y toda razón, puede producir en ese desapego que se denomina "inspiración".Todos los que no poseen en sí mismos ese fuego divino, creador, ordenador y destructor de los mundos fenoménicos son impotentes y deben tomar de los vivos las apariencias de la vida o, lo que es más sensato, renunciar a dar el pego. El artista trabaja, como otros se emborrachan o comulgan, hasta el delirio del alma, hasta la locura creadora, en la euforia que engendra la libertad perfecta. Ahí, todas las prudencias, todos los cálculos, todos los deberes y todas las demostraciones son abolidos por el espasmo de vida y de muerte que diversifica la creación. Se necesita la audacia y la inconsciencia del loco, la gratuidad del pobre. Se necesita la paciencia de la tierra. También hay que ser lo suficientemente íntimo consigo mismo, ser lo bastante desprendido como para mostrarse desnudo sin ninguna molestia. 

Siempre experimento un sentimiento de conmiseración y 
tristeza cuando veo los groseros alborotos de los estudiantes, pues parecen pollos que gritan antes de ser desplumados por la vida, que hará de ellos unos zoquetes adornados, unos peones raídos, unos intelectuales enmohecidos, serios, prudentes, morales y tan mediocres en una palabra. Sí, pequeños revolucionarios de cartón, gritad, aullad, alborotad, vomitad a gusto y haced creer que sois valientes, espirituales, libres, alegres y, sobre todo, artistas, ya que la vida os va a desplumar.

Si poseéis una verdadera personalidad, se desbordará por sí misma; sólo los fantasmas consumidos y vacíos imitan a los vivos.


En resumen, la ascesis artística tiene como objetivo esencial salvaguardar el don inicial dejando a la gracia circular libremente entre los límites de la técnica más lograda.




sábado, 23 de noviembre de 2013

René Guénon: La crisis del mundo moderno (1927)


La Oposición 
      de Oriente y de Occidente





Uno de los caracteres particulares del mundo moderno, es la escisión que se observa en él entre Oriente y Occidente; y, aunque ya hayamos tratado esta cuestión de una manera más especial, es necesario volver a ella de nuevo aquí para precisar algunos de sus aspectos y disipar algunos malentendidos. La verdad es que hubo siempre civilizaciones diversas y múltiples, cada una de las cuales se ha desarrollado de una manera que le era propia y en un sentido conforme a las aptitudes de tal pueblo o de tal raza; pero distinción no quiere decir oposición, y puede haber cierto tipo de equivalencia entre civilizaciones de formas muy diferentes, desde que todas reposan sobre los mismos principios fundamentales, de los cuales ellas representan solamente aplicaciones condicionadas por circunstancias variadas. Tal es el caso de todas las civilizaciones que podemos llamar normales, o también tradicionales; no hay entre ellas ninguna oposición esencial, y las divergencias, si existe alguna, no son más que exteriores y superficiales. Por el contrario, una civilización que no reconoce ningún principio superior, que no está fundada en realidad más que sobre una negación de los principios, está, por eso mismo, desprovista de todo medio de entendimiento con las demás, ya que este entendimiento, para ser verdaderamente profundo y eficaz, no puede establecerse más que por arriba, es decir, precisamente por aquello que falta a esta civilización anormal y desviada. Así pues, en el estado presente del mundo, tenemos, por un lado, todas las civilizaciones que han permanecido fieles al espíritu tradicional, y que son las civilizaciones orientales, y, por el otro, una civilización propiamente antitradicional, que es la civilización occidental moderna.


No obstante, algunos han llegado hasta contestar que la división misma de la humanidad en Oriente y Occidente corresponde a una realidad; pero, al menos para la época actual, eso no parece poder ponerse seriamente en duda. Primero, que existe una civilización occidental, común a Europa y a América, tal es un hecho sobre el que todo el mundo debe estar de acuerdo, cualquiera que sea por lo demás el juicio que se haga sobre el valor de esta civilización. Para Oriente, las cosas son menos simples, porque, efectivamente, no existe una, sino varias civilizaciones orientales; pero basta que posean algunos rasgos comunes, rasgos que caracterizan lo que hemos llamado una civilización tradicional, y que éstos mismos rasgos no se encuentren en la civilización occidental, para que la distinción e incluso la oposición de Oriente y de Occidente esté plenamente justificada. Ahora bien, ello es efectivamente así, y el carácter tradicional es en efecto común a todas las civilizaciones orientales, para las cuales, a fin de fijar mejor las ideas, recordaremos la división general que hemos adoptado precedentemente, y que, aunque algo simplificada quizás si se quisiera entrar en el detalle, no obstante es exacta cuando uno se atiene a las grandes líneas: el Extremo Oriente, representado esencialmente por la civilización china; el Oriente Medio, representado por la civilización hindú; el Oriente Próximo, representado por la civilización islámica. Conviene agregar que esta última, en muchos aspectos, debería considerarse más bien como intermediaria entre Oriente y Occidente, y que incluso muchos de sus caracteres la acercan sobre todo a lo que fue la civilización occidental de la Edad Media; pero, si se considera con
relación al Occidente moderno, debe reconocerse que se opone a él del mismo modo que las civilizaciones propiamente orientales, a las cuales conviene asociarla bajo este punto de vista.


Es en esto en lo que es esencial insistir: la oposición de Oriente y de Occidente no tenía ninguna razón de ser cuando en Occidente había también civilizaciones tradicionales; así pues, no tiene sentido más que cuando se trata especialmente del Occidente moderno, ya que esta oposición es mucho más la de dos espíritus que la de dos entidades geográficas más o menos claramente definidas. En algunas épocas, de las que la más próxima a nosotros es la Edad Media, el espíritu occidental se parecía mucho, en sus vertientes más importantes, a lo
que es todavía hoy el espíritu oriental, mucho más que a lo que este espíritu occidental ha devenido en los tiempos modernos; la civilización occidental era entonces comparable a las civilizaciones orientales, del mismo modo que éstas lo son entre ellas. Así pues, en el curso de los últimos siglos, se ha producido un cambio considerable, mucho más grave que todas las desviaciones que habían podido manifestarse anteriormente en épocas de decadencia, puesto que llega incluso hasta una verdadera inversión en la dirección dada a la actividad humana; y
es en el mundo occidental exclusivamente donde ha tenido nacimiento este cambio. Por consiguiente, cuando decimos espíritu occidental, refiriéndonos a lo que existe en el presente, lo que es menester entender por tal es otra cosa que el espíritu moderno; y, como el otro espíritu no se ha mantenido más que en Oriente, podemos, siempre en relación a las
condiciones actuales, llamarle espíritu oriental. Estos dos términos, en suma, no expresan nada más que una situación de hecho; y, si aparece muy claramente que uno de los dos espíritus presentes es efectivamente occidental, porque su aparición pertenece a la historia reciente, no
pretendemos prejuzgar nada en cuanto a la proveniencia del otro, que fue antaño común a Oriente y a Occidente, y cuyo origen, a decir verdad, debe confundirse con el de la humanidad misma, puesto que tal es el espíritu que se podría calificar de normal, aunque sólo sea porque
ha inspirado a todas las civilizaciones que conocemos más o menos completamente, a excepción de una sola, que es la civilización occidental moderna.


              Algunos, que sin duda no se habían tomado el trabajo de leer nuestros libros, han creído deber reprocharnos haber dicho que todas las doctrinas tradicionales tenían un origen oriental, que la antigüedad occidental misma, en todas las épocas, había recibido siempre sus
tradiciones de Oriente; nosotros no hemos escrito nunca nada semejante, ni nada que pueda sugerir incluso tal opinión, por la simple razón de que sabemos muy bien que eso es falso. En efecto, son precisamente los datos tradicionales los que se oponen claramente a una aserción de este género: se encuentra por todas partes la afirmación formal de que la tradición primordial del ciclo actual ha venido de las regiones hiperbóreas; hubo después varias corrientes secundarias, que corresponden a períodos diversos, y de las cuales una de las más importantes, al menos entre aquellas cuyos vestigios son todavía discernibles, fue incontestablemente del Occidente hacia Oriente. Pero todo ello se refiere a épocas muy lejanas, de las que se llaman comúnmente «prehistóricas», y no es eso lo que tenemos en mente; lo que decimos, es primero que, desde hace mucho tiempo ya, el depósito de la tradición primordial ha sido transferido a Oriente, y que es allí donde se encuentran ahora las formas doctrinales que han salido de ella más directamente; y después que, en el estado actual de las cosas, el verdadero espíritu tradicional, con todo lo que implica, ya no tiene representantes auténticos más que en Oriente.



Para completar esta punt ualización, debemos explicarnos también, al menos brevemente, sobre algunas ideas de restauración de una « tradición occidental» que han visto la luz en diversos medios contem poráneos; el único interés que presentan, en el fondo, es mostrar que algunos espíritus no están satisfechos de la negación moderna, que sienten la necesidad de otra cosa que lo que les ofrece nuestra época, que entrevén la posibilidad de un retorno a la tradición, de una u otra forma, como el único medio de salir de la crisis actual. Desafortuna damente, el «tradicionalismo» no es lo mismo que el verdadero espíritu tradicional; puede no ser, y frecuentemente no es de hecho, más que una simple tendencia, una aspiración más o menos vaga, que no supone ningún conocimiento real; y, en el desorden mental de nuestro tiempo, esta aspiración provoca sobre todo, es menester decirlo, concepciones fabuladoras y quiméricas, desprovistas de todo fundamento serio. Al no encontrar ninguna tradición auténtica sobre la que uno pueda apoyarse, se llega hasta imaginar pseudotradiciones que no han existido nunca, y que carecen de principio en la misma medida que aquello a lo que se querría substituir; todo el desorden moderno se refleja en esas construcciones, y, cualesquiera que puedan ser las intenciones de sus autores, el único resultado que obtienen es aportar una contribución nueva al desequilibrio general. En este género de cosas, mencionaremos de memoria la pretendida «tradición occidental» fabricada por algunos ocultistas con la ayuda de los elementos más disparatados, y destinada sobre todo a hacer competencia a una «tradición oriental» no menos imaginaria, la de los teosofistas; hemos hablado suficientemente de estas cosas en otra parte, y preferimos dedicarnos a continuación al examen de algunas otras teorías que pueden parecer más dignas de atención, porque en ellas se encuentra al menos el deseo de apelar a tradiciones que han tenido una existencia efectiva.


               Hacíamos alusión hace un momento a la corriente tradicional venida de las regiones occidentales; los relatos de los antiguos, relativos a la Atlántida, indican su origen; después de la desaparición de este continente, que es el último de los grandes cataclismos ocurridos en el
pasado, no parece dudoso que restos de su tradición hayan sido transportados a regiones diversas, donde se han mezclado a otras tradiciones preexistentes, principalmente a ramas de la tradición hiperbórea; y es muy posible que las doctrinas de los Celtas, en particular, hayan sido producto de esta fusión. Estamos muy lejos de contestar estas cosas; pero que se piense bien en esto: la forma propiamente «atlante» ha desaparecido hace ya millares de años, con  la civilización a la que pertenecía, y cuya destrucción no puede haberse producido más que a consecuencia de una desviación que era quizás comparable, bajo algunos aspectos, a la que comprobamos hoy día, aunque con una notable diferencia teniendo en cuenta que la humanidad no había entrado todavía entonces en el Kali-Yuga; es así como esta tradición no correspondía más que a un período secundario de nuestro ciclo, y cómo sería un gran error pretender identificarla a la tradición primordial de la que han salido todas las demás, y que es la única que permanece desde el comienzo hasta el fin. Estaría fuera de propósito exponer aquí todos los datos que justifican estas afirmaciones; no retendremos de ellos más que la conclusión, que es la imposibilidad de hacer revivir actualmente una tradición «atlante», o incluso de vincularse a ella más o menos directamente; por lo demás, hay mucha fantasía en las tentativas de esta suerte. No por eso es menos verdad que puede ser interesante buscar el origen de los elementos que se encuentran en las tradiciones posteriores, siempre que se haga con todas las precauciones necesarias para guardarse de algunas ilusiones; pero estas investigaciones no pueden desembocar en ningún caso en la resurrección de una tradición que no estaría adaptada a ninguna de las condiciones actuales de nuestro mundo.


Hay otros que quieren vincularse al «celtismo», y, porque apelan así a algo que está menos alejado de nosotros, puede parecer que lo que proponen sea menos irrealizable; no obstante, ¿dónde encontrarían hoy día el «celtismo» en el estado puro, y dotado todavía de una vitalidad suficiente como para que sea posible tomar ahí un punto de apoyo? En efecto, no hablamos de reconstituciones arqueológicas o simplemente «literarias», como se han visto algunas; se trata de algo diferente. Que elementos célticos muy reconocibles y todavía utilizables hayan llegado hasta nosotros por diversos intermediarios, eso es verdad; pero estos
elementos están muy lejos de representar la integridad de una tradición, y, cosa sorprendente, ésta, en los países mismos donde vivió antaño, se ignora ahora más completamente aún quelas de muchas civilizaciones que fueron siempre extranjeras a esos mismos países; ¿no hay algo ahí que debería hacer reflexionar, al menos a aquellos que no están enteramente dominados por una idea preconcebida? Diremos más: en todos los casos como ése, donde se trata de los vestigios dejados por civilizaciones desaparecidas, no es posible comprenderlos
verdaderamente sino por comparación con lo que hay de similar en las civilizaciones tradicionales que están todavía vivas; y otro tanto se puede decir para la Edad Media misma, donde se encuentran tantas cosas cuya significación está perdida para los occidentales modernos. Esta toma de contacto con las tradiciones cuyo espíritu subsiste todavía es el único medio de revivificar aquello que todavía es susceptible de serlo; y, como ya lo hemos indicado muy frecuentemente, éste es uno de los mayores servicios que Oriente pueda prestar a Occidente. No negamos la supervivencia de cierto «espíritu céltico», que todavía puede manifestarse bajo formas diversas, como lo ha hecho ya en diferentes épocas; pero cuando se llega a asegurarnos que existen todavía centros espirituales que conservan integralmente la tradición druídica, esperamos que se nos proporcione la prueba de ello, y, hasta nueva orden, eso nos parece muy dudoso, cuando no enteramente inverosímil. La verdad es que, en la Edad Media, los elementos célticos subsistentes han sido asimilados por el Cristianismo; la leyenda del «Santo Grial», con todo lo que se relaciona con ella, es, a este respecto, un ejemplo particularmente probatorio y significativo. Por otro lado,  pensamos que una tradición occidental, si llegara a reconstituirse, tomaría forzosamente una forma exterior religiosa, en el sentido más estricto de esta palabra, y que esta forma no podría ser más que cristiana, ya que, por una parte, las demás formas posibles son desde hace mucho tiempo extrañas a la mentalidad occidental, y, por otra, es únicamente en el Cristianismo, decimos más precisamente aún en el Catolicismo, donde se encuentran, en Occidente, los restos del espíritu tradicional que sobreviven todavía. Toda tentativa «tradicionalista» que no tenga en cuenta este hecho está inevitablemente abocada al fracaso, porque carece de base; es muy evidente que uno no puede apoyarse más que sobre lo que existe de una manera efectiva, y que, allí donde falta la continuidad, no puede haber más que reconstituciones artificiales y que no podrían ser viables; si se objeta que el Cristianismo  mismo, en nuestra época, ya no se comprende apenas verdaderamente y en su sentido profundo, responderemos que al menos ha guardado, en su forma misma, todo lo que es necesario para proporcionar la base de que se trata. La tentativa menos quimérica, la única incluso que no choca con imposibilidades inmediatas, sería pues aquella que apuntara a restaurar algo comparable a lo que existió en la Edad Media, con las diferencias requeridas por la modificación de las circunstancias; y, para todo lo que está enteramente perdido en
Occidente, convendría apelar a las tradiciones que se han conservado íntegramente, como lo indicábamos hace un momento, y cumplir después un trabajo de adaptación que sólo podría ser la obra de una élite intelectual fuertemente constituida. Todo eso, lo hemos dicho ya; pero
es bueno insistir aún en ello, porque actualmente tienen libre curso muchos delirios inconsistentes, y también porque es menester comprender bien que, si las tradiciones orientales, en sus formas propias, pueden ciertamente ser asimiladas por una élite que, por definición, en cierto modo, debe estar más allá de todas las formas, jamás podrán serlo sin  duda, a menos de transformaciones imprevistas, por la generalidad de los occidentales, para quienes no han sido hechas. Si una élite occidental llega a formarse, el conocimiento verdadero de las doctrinas orientales, por la razón que acabamos de indicar, le será indispensable para desempeñar su función; pero aquellos que no tendrán más que recoger el beneficio de su trabajo, y que serán el mayor número podrán muy bien no tener ninguna consciencia de estas cosas, y la influencia que recibirán de ellas, por así decir sin sospecharlo y en todo caso por medios que se les escaparán enteramente, no será por eso menos real ni menos eficaz. No hemos dicho nunca otra cosa; pero hemos creído deber repetirlo aquí tan claramente como es posible, porque, si debemos esperar no ser siempre enteramente comprendido por todos, aspiramos al menos a que no se nos atribuyan intenciones que no son de ninguna manera las nuestras.


         Pero dejemos ahora de lado todas las anticipaciones, puesto que es el presente estado de cosas el que debe ocuparnos sobre todo, y volvamos todavía un instante sobre las ideas de restauración de una «tradición occidental», tales como podemos observarlas alrededor de nosotros. Una sola precisión bastaría para mostrar que estas ideas no están «en el orden», si es permisible expresarse así: y es que casi siempre se conciben en un espíritu de hostilidad más o menos confesada frente al Oriente. Esos mismos que querrían apoyarse sobre el Cristianismo, es menester decirlo, están a veces animados por este espíritu; parecen buscar ante todo descubrir oposiciones que, en realidad, son perfectamente inexistentes; es así como hemos oído emitir esta opinión absurda, de que, si las mismas cosas se encuentran a la vez en el Cristianismo y en las doctrinas orientales, expresadas por una parte y por otra bajo una forma casi idéntica, ¡no tienen sin embargo la misma significación en los dos casos, y que tienen incluso una significación contraria! Aquellos que emiten semejantes afirmaciones prueban con ello que, cualesquiera que sean sus pretensiones, no han ido muy lejos en la comprehensión de las doctrinas tradicionales, puesto que no han entrevisto la identidad fundamental que se disimula bajo todas las diferencias de formas exteriores, y puesto que, allí mismo donde esta identidad deviene completamente patente, aún se obstinan en  desconocerla. Esos también, no consideran el Cristianismo mismo más que de una manera completamente exterior, que no podría responder a la noción de una verdadera doctrina tradicional, que ofrece en todos los ordenes una síntesis completa; y es que les falta el principio, en lo cual están afectados, mucho más de lo que pueden pensar, por ese espíritu
moderno contra el que no obstante querrían reaccionar; y, cuando les ocurre que emplean la palabra «tradición», no la toman ciertamente en el mismo sentido que nosotros.


               En la confusión mental que caracteriza a nuestra época, se llega a aplicar indistintamente esta misma palabra «tradición» a toda suerte de cosas, frecuentemente muy insignificantes, como simples costumbres sin ningún alcance y a veces de origen completamente reciente; hemos señalado en otra parte un abuso del mismo género en lo que concierne a la palabra «religión». Es menester no fiarse de estas desviaciones del lenguaje, que traducen una suerte de degeneración de las ideas correspondientes; y no porque alguien se titule de «tradicionalista» es seguro que sepa, siquiera imperfectamente, lo que es la tradición en el verdadero sentido de esta palabra. Por nuestra parte, nos negamos absolutamente a dar este nombre a todo lo que es de orden puramente humano; no es inoportuno declararlo expresamente cuando uno se encuentra a cada instante, por ejemplo, una expresión como la de «filosofía tradicional». Una filosofía, incluso si es verdaderamente todo lo que puede ser, no tiene ningún derecho a ese título, porque está toda entera en el orden racional, incluso si no niega lo que la rebasa, y porque no es más que una construcción edificada por individuos humanos, sin revelación o inspiración de ningún tipo, o, para resumir todo eso en una sola palabra, porque es algo esencialmente «profano». Por lo demás, a pesar de todas las ilusiones en las que algunos parecen complacerse, no es ciertamente una ciencia completamente «libresca» la que puede bastar para enderezar la mentalidad de una raza y de una época; y para eso se precisa otra cosa que una especulación filosófica, que, incluso en el caso más favorable, está condenada, por su naturaleza misma, a permanecer completa mente exterior y mucho más verbal que real. Para restaurar la tradición perdida, para revivificarla verdaderamente, es menester el contacto del espíritu tradicional vivo, y, ya lo hemos dicho, es únicamente en Oriente donde este espíritu está todavía plenamente vivo; no es menos verdad que eso mismo supone ante todo, en Occidente, una aspiración hacia un retorno a este espíritu tradicional, aunque no puede ser apenas más que una simple aspiración. Por lo demás, los pocos movimientos de reacción «antimoderna», muy incompleta en nuestra opinión, que se han producido hasta aquí, no pueden más que confirmarnos en esta convicción, ya que todo ello, que es sin duda excelente en su parte negativa y crítica, está muy alejado no obstante de una restauración de la verdadera intelectualidad y no se desarrollo más que en los límites de un horizonte mental bastante restringido. Sin embargo, ya es algo, en el sentido de que es el indicio de un estado de espíritu del que se habría tenido mucho trabajo en encontrar el menor rastro hace muy pocos años; si todos los occidentales ya no son unánimes en su contento con el desarrollo exclusivamente material de la civilización moderna, eso es quizás un signo de que, para ellos, toda esperanza de salvación no está todavía enteramente perdida. Sea como fuere, si se supone que Occidente, de una manera cualquiera, vuelve de nuevo a la tradición, su oposición con Oriente se encontraría por eso mismo resuelta y dejaría de existir, puesto que ella no ha tomado nacimiento sino por el hecho de la desviación occidental, y puesto que no es en realidad más que la oposición del espíritu tradicional y del espíritu antitradicional. Así, contrariamente a lo que suponen aquellos a los que hacíamos alusión hace un instante, el retorno a la tradición tendría, entre sus primeros resultados, hacer inmediatamente posible un entendimiento con Oriente, como ese entendimiento es posible entre todas las civilizaciones que poseen elementos comparables o equivalentes, y entre esas
civilizaciones solamente, ya que son estos elementos los que constituyen el único terreno sobre el que este entendimiento puede operarse válidamente. El verdadero espíritu tradicional, de cualquier forma que se revista, es por todas partes y siempre el mismo en el fondo; las
formas diversas, que están especialmente adaptadas a tales o a cuales condiciones mentales, a tales o a cuales circunstancias de tiempo y de lugar, no son más que expresiones de una única y misma verdad; pero es menester poder colocarse en el orden de la intelectualidad pura para descubrir esta unidad bajo su aparente multiplicidad. Por otra parte, es en este orden intelectual donde residen los principios de los que todo el resto depende normalmente a título de consecuencias o de aplicaciones más o menos alejadas; así pues, es sobre estos principio donde es menester estar de acuerdo ante todo, si debe tratarse de un entendimiento verdaderamente profundo, puesto que eso es todo lo esencial; y, desde que se comprenden realmente, el acuerdo se hace por sí mismo. 


En efecto, es menester destacar que el conocimiento de los principios, que es el conocimiento por excelencia, el conocimiento  metafísico en el verdadero sentido de esta palabra, es universal como los principios mismos, y por tanto enteramente libre de todas las contingencias individuales, que intervienen por el contrario necesariamente desde que se desciende a sus aplicaciones; así, este dominio puramente intelectual es el único donde no hay necesidad de un esfuerzo de adaptación entre mentalidades diferentes. Además, cuando se cumple un trabajo de este orden, ya no hay más que desarrollar los resultados para que el acuerdo en todos los demás dominios se encuentre igualmente realizado, puesto que, como acabamos de decirlo, es de eso de lo que depende todo directa o indirectamente; por el contrario, el acuerdo obtenido en un dominio particular, al margen de los principios, será siempre eminentemente inestable y precario, y mucho más semejante a una combinación diplomática que a un verdadero entendimiento. Por eso este entendimiento, insistimos aún en ello, no puede operarse realmente más que por arriba, y no por abajo, y esto debe entenderse en un doble sentido: es menester partir de lo que hay más elevado, es decir, de los principios, para descender gradualmente a los diversos órdenes de
aplicaciones observando siempre rigurosamente la dependencia jerárquica que existe entre ellos; y esta obra, por su carácter mismo, no puede ser más que la de una élite, dando a esta palabra su acepción más verdadera y más completa: es de una élite intelectual de lo que
queremos hablar exclusivamente, y, a nuestros ojos, no podría haber otras, puesto que todas las distinciones sociales exteriores carecen de importancia desde el punto de vista donde nos colocamos. Éstas pocas consideraciones pueden hacer comprender ya todo lo que le falta a la
civilización occidental moderna, no solamente en cuanto a la posibilidad de un acercamiento efectivo a las civilizaciones orientales, sino también en sí misma, para ser una civilización normal y completa; por lo demás, la verdad sea dicha, las dos cuestiones están tan estrechamente ligadas que no constituyen más que una, y acabamos de dar precisamente las
razones por las que ello es así. Ahora tendremos que mostrar más completamente en qué consiste el espíritu antitradicional, que es propiamente el espíritu moderno, y cuáles son las consecuencias que lleva en sí mismo, consecuencias que vemos desarrollarse con una lógica
despiadada en los acontecimientos actuales; pero, antes de llegar ahí, se impone todavía una última reflexión. Ser resueltamente «antimoderno», no es ser «antioccidental», si se puede emplear esta palabra, puesto que, al contrario, es hacer el único esfuerzo que sea válido para intentar salvar a Occidente de su propio desorden; y, por otra parte, ningún Oriental fiel a su propia tradición puede considerar las cosas de diferente modo a como lo hacemos nosotros mismos; ciertamente, hay muchos menos adversarios del Occidente como tal, lo que por lo demás apenas tendría sentido, que del Occidente en tanto se identifica a la civilización moderna. 


Algunos hablan hoy día de la «defensa de Occidente», lo que es verdaderamente singular, cuando, como lo veremos más adelante, es Occidente el que amenaza con sumergirlo todo y con arrastrar a la humanidad entera en el torbellino de su actividad desordenada; singular, decimos, y completamente injustificado, si entienden, como así parece a pesar de algunas restricciones, que esta defensa debe dirigirse contra Oriente, ya que el verdadero Oriente no piensa ni en atacar ni en dominar nada, y no pide más que su independencia y su tranquilidad, lo que, se convendrá en ello, es bastante legítimo. No obstante, la verdad es que Occidente tiene en efecto gran necesidad de ser defendido, pero únicamente contra sí mismo, contra sus propias tendencias que, si se llevan al extremo, le conducirán inevitablemente a la ruina y a la destrucción; así pues, es más bien «reforma de Occidente» lo que sería menester decir, y esta reforma, si fuera lo que debe ser, es decir, una verdadera restauración tradicional, tendría como consecuencia completamente natural un acercamiento a Oriente. Por nuestra parte, no pedimos más que contribuir, en la medida de nuestros medios, a la vez a esta reforma y a este acercamiento, si no obstante hay tiempo todavía, y si puede obtenerse un tal resultado antes de la catástrofe final hacia la que la civilización marcha a grandes pasos; pero, incluso si fuera ya demasiado tarde para evitar esta catástrofe, el trabajo cumplido con esta intención no sería inútil, ya que, en todo caso, serviría para preparar, por lejanamente que esto sea, esa «discriminación» de la que hablábamos al comienzo, y para asegurar así la conservación de los elementos que deberán escapar al naufragio del mundo actual para devenir los gérmenes del mundo futuro.





LA CRISE DU MONDE MODERNE, 
Bossard, París, 1927. Gallimard, París, 1946 
(con algunasvariaciones), 1956, 1968, 1994, 1995. 
Traducción española: La Crisis del Mundo moderno, Huemul, Buenos Aires, 1966. 
Obelisco, Barcelona, (trad. de M. García), 1982, 
1988 (116 pp.). Paidós, Barcelona, 2001 (trad. de A.  López y M. Tabuyo).