lunes, 9 de febrero de 2015

Fernando Pessoa: Libro del desasosiego de Bernardo Soares (1930)





Encogimiento de Hombros



Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente a la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.

Pero así es toda la vida; así, por lo menos, es ese sistema de vida particular al que, en general, se llama civilización. La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y, realmente, el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se vuelve realmente otro. Manufacturamos ideales. La materia prima sigue siendo la misma, pero la forma, que el arte le ha dado, la aleja de continuar siendo efectivamente la misma. Una mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición es ya, en efecto, otro sentimiento.


No sé qué efecto sutil de luz, o ruido vago, o memoria de perfume o música, tañida por no sé qué influencia externa, me ha traído de repente, en pleno ir por la calle, estas divagaciones que anoto sin prisa, al sentarme, en el café, distraídamente. No sé a dónde iba a conducir los pensamientos, o dónde preferiría conducirlos. El día es de una leve niebla húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón. Me duele un sentimiento que desconozco; me falta un argumento no sé sobre qué; no tengo deseo en los nervios. Estoy triste por debajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal-anotadas, no para decir esto, ni para decir nada, sino para dar un trabajo a mi distracción. Voy llenando lentamente, a trazos flojos de lápiz -que no tengo sentimentalismo para afilar- el papel blanco de envolver los bocadillos que me han dado en el café, porque no necesitaba uno mejor y cualquiera servía, siempre que fuese blanco. Y me doy por satisfecho. Me reclino. La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e inseguro... Y dejo de escribir porque dejo de escribir.



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Lo que hay de más deleznable en los sueños es que todos los tienen. En algo piensa en la oscuridad el cargador que se amodorra de día contra la farola en el intervalo de los carreteos. Sé en qué entrepiensa: es en lo mismo en que yo me abismo entre asentamiento y asentamiento en el tedio estival de la oficina tranquilísima.


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Me da más pena de los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que de los que devanean sobre lo lejano y lo extraño. Los que sueñan en grande, o están locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son devaneadores sencillos, para quienes el devaneo es una música del alma que los arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión. No puede pesarme mucho el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el no haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve, dobla siempre la esquina de la derecha. El sueño que nos promete lo imposible ya nos priva con eso de ello, pero el sueño que nos promete lo posible se entromete en la propia vida y delega en ella su solución. Uno, vive exclusivo e independiente; el otro, sometido a las contingencias del acontecer.

Por eso amo los paisajes imposibles y las grandes zonas desiertas de las llanuras en las que nunca voy a estar. Las épocas históricas pasadas son de pura maravilla, pues, desde luego, no puedo pensar que se realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no existe; me despierto cuando sueño lo que puede existir.

Me asomo, desde una de las ventanas de la oficina abandonada a mediodía, a la calle en la que mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve, desde la distancia de mi meditación. Me duermo sobre los codos, donde me duele la barandilla, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle sin animación por la que muchos andan se me destacan en un alejamiento mental: los cajones apiñados en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro y, en el escaparate distante de la tienda de ultramarinos de la esquina, el vislumbre de las botellas de ese vino de Oporto que sueño que nadie puede comprar. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que ha pasado hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas sin movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.

La anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los mismos sentidos...La posibilidad de otras cosas...Y, de repente, suena, detrás de mí, en la oficina, la llamada metafísicamente abrupta del mancebo. Siento que podría matarlo por haber interrumpido lo que no estaba pensando. Le miro, volviéndome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una tensión de homicidio latente, la voz que va gastar en decirme algo. Se sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en voz alta. Le odio como al universo. Tengo los ojos pesados de sopor.



43

Desde el principio empañado del día caliente y falso, unas nubes oscuras y de contornos mal rotos rondaban a la ciudad oprimida. Por los lados a los que llamamos de la barra, sucesivas y torvas, esas nubes se superponían, y una anticipación de tragedia se entendía con ellas desde el indefinido torpor de las calles contra el sol alterado.

Era mediodía y ya, a la salida para el almuerzo, pesaba una esperanza mala en la atmósfera empalidecida. Harapos de nubes harapientas negreaban en su delantera. El cielo, hacia los lados del Castillo, estaba limpio, pero de un azul malo. Hacía sol pero no apetecía disfrutar de él.

A la una y media de la tarde, al regresar a la oficina, parecía más limpio el cielo, pero sólo hacia un lado antiguo. Sobre los lados de la barra estaba, verdaderamente, más descubierto. Sobre la parte norte de la ciudad, sin embargo, las nubes se juntaban lentamente en una sola nube -negra, implacable- que avanzaba lentamente con garras romas de blanco ceniciento en la punta de los brazos negros. Dentro de poco alcanzarla al sol, y los ruidos de la ciudad parece que se sofocaban con el esperarla. Estaba, o parecía, un poco más límpido el cielo por los lados del este, pero el calor resultaba más desagradable. Se sudaba en la sombra de la habitación grande de la oficina. «Por ahí viene una buena tormenta», dijo Moreira, y volvió la página del Libro Mayor.

A las tres de la tarde ya había fracasado toda la acción del sol.Fue preciso -y era triste porque era verano- encender la luz eléctrica: primero al fondo de la habitación grande, donde estaban empaquetando las remesas, después ya en medio de la habitación, donde se hacia difícil hacer sin cometer errores las guías de las remesas y anotar en ellas los números de las señales del ferrocarril. Por fin, ya eran casi las cuatro, hasta nosotros -los privilegiados de las ventana- no veíamos agradablemente para trabajar. La oficina fue iluminada. El patrón Vasques tiró de la antepuerta del despacho y dijo al salir: «Moreira, yo tenía que ir a Bemfica pero no voy; se va a hartar de llover». «Y es por aquel lado», respondió Moreira, que vivía al lado de la Avenida 2. Los ruidos de la calle se destacaron de repente, se alteraron un poco, y era, no sé por qué, un poco triste el sonido de la campanilla de los tranvías en la calle paralela y cercana.



47

Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan, expresan, sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho, y no muestran, dejan transparecer. Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores.

Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel...

Llevo, sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento entre la gente real; la condenación de ser vecino igual, ante el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia en el zaguán que es mi vida.
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Tres días seguidos de calor sin calma, tempestad latente en el malestar de la quietud de todo, han traído, porque la tempestad se ha escurrido hacia otro sitio, un leve fresco tibio y grato a la superficie lúcida de las cosas. Así a veces, en este decurso de la vida, el alma, que ha sufrido porque la vida le ha pesado, siente súbitamente un alivio, sin que haya sucedido en ella nada que lo explique.

Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio.

La inmensidad vacía de las cosas, el gran olvido que hay en el cielo y la tierra...



52

Cuando duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos, todavía con el rastro y la seguridad de ellos. Y me pasmo de mi automatismo, con el que los demás me desconocen. Porque atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano de la nodriza astral, y mis pasos por la calle van de acuerdo y consonantes con oscuros designios de la imaginación del sueño. Y, por la calle, voy seguro; no voy oscilando; respondo bien; existo.

Pero, cuando se produce un intervalo, y no tengo que vigilar el curso de mi marcha, para evitar vehículos o no estorbar a los peatones, cuando no tengo que hablarle a alguien, ni me pesa la entrada de una puerta próxima, me voy de nuevo por las aguas del sueño, como un barquito de papel, y de nuevo regreso a la ilusión mortecina que me arrulla la vaga conciencia de la mañana que nace entre el ruido de los carros de hortaliza.

Y entonces, en plena vida, es cuando el sueño tiene grandes funciones de cine. Bajo por una calle ideal de la Baja y la realidad de las vidas que no existen me ata, con cariño, a la cabeza un trapo blanco de reminiscencias falsas. Soy navegante en un desconocimiento de mí. Lo he vencido todo donde nunca he estado. Y es una brisa nueva esta somnolencia con que puedo andar, inclinado hacia delante con una marcha casi imposible.

Cada cual tiene su alcohol. Tengo alcohol suficiente con existir. Borracho de sentirme, vagabundeo y voy seguro. Si es hora, me recojo en la oficina como cualquier otro. Si no es hora, voy hasta el río a mirar el río, como cualquier otro. Y, por detrás de esto, cielo mío, me constelo a escondidas y tengo mi infinito.