miércoles, 25 de septiembre de 2013

Louis Cattiaux: Reflexiones sobre la física y la metafísica de la pintura (1904-1953)


Louis Cattiaux -boceto
                 OrigeN 



El arte es mágico o no es. El origen del arte no es el resultado de una necesidad estética, como generalmente  cree, sino de una necesidad de dominación mágica. En su origen, la propia música, el canto y la danza fueron los soportes del pensamiento mágico, que se concilia con el mundo hostil o lo domina. Así, todas las artes tienen su origen en la primera obligación del hombre encarnado: la de defenderse en los tres planos del mundo creado. Sólo después de acabado el rito se ha podido tomar conciencia de la gratuidad del arte por el juego de formas, sonidos, colores  y movimientos, y elevar su magia hasta intentar comulgar, por medio de ella, con la gran alma del mundo a la que los hombres llaman Dios. Entonces diremos que la magia particular se ha elevado hasta la magia general y que el arte es el conducto que nos comunica con lo Universal. Cuando eso se produce es arte, cuando no se produce no es nada. Por lo tanto, la obra de arte es una creación mágica y, al igual que la procreación, exige, para dar existencia al Ser, una carga psíquica producida por el espasmo de amor. Por eso hay tan pocos hombres y tan pocas obras vivas en este mundo, pues la proyección mágica es un acto difícil por encima de todo, como el de la transmisión integral de la vida; y pocos seres son capaces de realizar ese misterio de la transfusión energética del “voltio”.


Los hijos del amor, más vivaces y más hermosos que los demás, son los que han sido engendrados en el entusiasmo y en la pasión amorosa; si consideramos la humanidad media y la generalidad de las obras, tendremos la prueba de que todo lo que se hace en el aburrimiento y la mediocridad engendra la muerte. Sólo los artistas generosamente dotados cargan de manera inconsciente sus obras que, acto seguido y sin explicación razonable, hechizan a ciertos espectadores, más sensibles y receptivos que el común de los hombres.

Así pues, tanto los humanos como las obras de arte que han nacido muertos pululan naturalmente por el mundo, gracias al aliento dado a la debilidad y a la muerte, siempre en aumento desde la caída inicial.
Esas creaciones fantasmales sólo tienen apariencia de vida, sin poseer su esencia, pero, tal como decía el maestro antiguo: “Hay que dejar a los muertos que entierren a sus muertos”, pues lo absurdo de la muerte es lo único capaz de hacer que nos repugne verdaderamente.
La vida sólo se transmite haciendo el amor, sea procreando, obrando o rezando, y allí donde no se hace el amor, sólo hay una caricatura de vida, aburrimiento y muerte.


Las recientes reacciones de sorpresa que han provocado las exposiciones de obras realizadas por niños, ingenuos, primitivos o locos, muestran con suficiente claridad los orígenes misteriosos y mágicos del arte.
Nuestra actitud materialista, que nos lleva a no considerar más que las apariencias del mundo, hace que exageremos hasta el absurdo la angustia del cambio y la renovación de todas las cosas. Y tomamos por un fin lo que, sin duda, sólo es un comienzo.


Esa actitud de los filósofos cartesianos, cegados por la apariencia exterior del mundo, engendra el escepticismo, la desesperación y la disolución de las sociedades modernas que han renegado de su fe antigua que, aparentemente, se ha vuelto demasiado simplista e infantil.
El estudio irracional de las antiguas creencias probablemente nos conduciría a constatar nuestra grosera ignorancia acerca de los problemas que conciernen a la vida y a la muerte.


La orgullosa creencia en nuestra supuesta civilización y en nuestra pseudo-ciencia, nos impide, por desgracia, considerar el misterio de la creación a partir de la simplicidad primera, donde el instinto unido a la intuición reemplazarían brillantemente nuestra rastrera razón razonadora. Pues “sólo el que penetra hasta la raíz conoce todos los frutos del árbol”.







martes, 24 de septiembre de 2013

Lanza del Vasto: Prólogo (1901-1981)


        Prefacio  




La conjura de los imbéciles, de los charlatanes y de los sabios ha tenido un éxito perfecto. Esta conjura tenía por objeto esconder la verdad. Unos y otros han servido a esta gran causa, cada uno según sus medios: los imbéciles por medio de la ignorancia, los charlatanes por medio de la mentira, los sabios mediante el secreto. Los imbéciles no quieren que se descubra la verdad. Sospechan, instintivamente, que les molestaría. Si les fuera mostrada, apartarían la mirada; si se les pusiera en la mano, la dejarían caer; si se les forzara a mirarla cara a cara, gritarían horrorizados y correrían a esconderse bajo tierra. Los charlatanes no quieren que se descubra la verdad, porque arruinaría sus artificios, impediría su provecho y mostraría su vergüenza. Los Sabios que poseen la verdad no quieren que se descubra. Siempre la han tenido oculta por cuatro razones. La primera: saben que Saber es poder y quieren apartar de él a los indignos. Porque el Saber en el indigno se vuelve malicia y el Poder, peligro público y plaga. Por esto, las reservas de conocimiento acumuladas durante milenios en los templos de Egipto permanecían inaccesibles a quien no había pasado por todos los grados de purificaciones y pruebas. Más tarde, los filósofos desconocidos, los nobles viajeros, los alquimistas, se transmitieron de la misma manera los restos de la misteriosa herencia, es decir, de boca a oreja o, más bien, por la presencia y el ejemplo, en símbolos y enigmas; siempre bajo el sello del secreto. Si vivieron en la intimidad de las formidables fuerzas de la naturaleza, se guardaron mucho de hacer partícipes de ellas a los atolondrados. ¡Oh, Sabios que sabéis callar! ¿Dónde estáis? Merecéis que todos los seres vivos os proclamen su gratitud, ¡oh, Sabios! ¡Oh, Sabios que sabéis callar!, ahora hemos aprendido el valor de vuestra prudencia, la grandeza de vuestra humildad, la profundidad de vuestra caridad. Ahora que a los profanos se les ha ocurrido adquirir y propagar tanta ciencia como pueden, ahora que se vanaglorian de sus descubrimientos con el mismo celo que vosotros habéis puesto en esconder los vuestros, hemos visto su resultado. Sin embargo, ¡cuán peque¿ña es su ciencia, exterior, superficial, precaria y limitada!, y ya vemos su resultado. Así, han envenenado las fuentes, minado la tierra, salpicado el cielo, trastornado y pervertido a los pueblos, corrompido la paz, deshonrado la guerra, y han suministrado al hombre de la calle tantos instrumentos de destrucción y de opresión que toda la familia de los seres vivos se ve amenazada, mientras continúa el progreso de este chancro.




                      La segunda razón de los Sabios para mantener oculta la Verdad, es que conocer es una operación de vida y una manera de nacer. Y nada puede nacer fuera de una envoltura. Una envoltura de carne o de corteza, de tierra o de misterio. Si abrís una semilla, ya no germinará; si abrís un lagarto para ver lo que hay dentro, sólo encontraréis el resto del cadáver y no lo de dentro del lagarto, su interior se ha ido, ya que el lagarto está muerto. De igual modo, la ciencia abierta, propagada y vulgarizada es ciencia muerta y fruto de muerte. Es un desierto de arena y no un puñado de simiente. Al permanecer exterior no puede ser profundizada, sino sólo extendida, y la vida se le escapa. No puede conducir a la conciencia, que es nacimiento a uno mismo, ni a la vida interior.

En cambio, el conocimiento de los Sabios es una gaya ciencia que tiene sabor de alegría y soplo de espíritu. Y como todo ser vivo, aunque sea una mosca, defiende su forma y rehusa exhibirse. La tercera razón de los Sabios para mantener oculta la verdad es su respeto por la dignidad del conocimiento. Ellos saben que ésta es la vía real que lleva al Dios de verdad. Ella ha de conducir a la contemplación, a la admiración de la naturaleza y a la adoración del creador. Debe aportar la luz a las almas, la exactitud a los pensamientos y la justicia a los actos. Debe dar salud y salvación. Los Sabios la han defendido tanto como han podido contra los hombres vulgares, por temor a que fuera apartada de su fin, desnaturalizada y envilecida, cosa que no han dejado de hacer los hombres vulgares desde que le pusieron la mano encima. Le han dado la vuelta utilizándola. Se han servido de ella en lugar de servirla. Estaba aquí para librarles de sus deseos y ellos la han uncido al yugo de sus tareas, la han forzado a aumentar sus posesiones. Estaba aquí para darles la conciencia y de ella han sacado la máquina. Han cogido el cáliz para hacerse una hucha y el crucifijo para hacerse una maza. Han enganchado la ciencia a sus motores, la han aprisionado en sus bombas. Pero, demasiado astutos, han caído en su propia trampa, dejándose atrapar por el engranaje de la máquina. Ahora, ella les roe poco a poco en tiempo de paz y los devora a grandes bocados en tiempo de guerra. Los Sabios han hecho todo lo posible por evitarlo.

La cuarta razón de los Sabios para mantener oculta la Verdad es que aman la Verdad, y no hay amor sin pudor, es decir, sin velo de belleza. He aquí por qué no quieren descubrirla sino revelarla, es decir, recubrirla de un velo luminoso. Por esto sólo han enseñado con parábolas, para que quienes tienen oídos para no oír permanezcan apartados; pero también para que quienes lo merecen aprendan los tonos y las claves de la música total. Pues sus alegorías, sus fábulas y sus blasones no explican el encadenamiento mecánico de las apariencias, sino las afinidades secretas y las analogías de las potencias y las virtudes, las correspondencias del número con el sonido, de las figuras con las leyes, del agua con la planta, con la mujer y con el alma, del fuego con el león, el hombre armado y el espíritu, de los astros con los ojos, las flores y los cristales de los metales y de las gemas, de la germinación del oro en las minas con la de la verdad en el corazón del hombre. En sus oscuros textos, donde las recetas del Gran Arte están salpicadas de advertencias piadosas, las solemnes sentencias de alabanzas y plegarias, lucen los hilos que tejen el manto del Rey de Reyes.

Al ocultar los Sabios su saber por escrúpulo, los charlatanes se aprovecharon para esconder su ignorancia bajo los mismos signos misteriosos. Los imbéciles los han confundido largo tiempo creyendo tanto en unos como en otros. Ahora, a medio camino entre los charlatanes y los imbéciles, ha surgido una nueva especie que asegura el triunfo definitivo de la conjura. Esta nueva especie es la de los universitarios y sabios oficiales, que el día de su advenimiento declararon nulo y sin valor el misterio filosofal, quimera la búsqueda de los antiguos maestros, juego de niños su ciencia, engañabobos su arte. Los imbéciles instruidos por los nuevos sabios, han confundido una vez más a los sabios con los charlatanes, pero esta vez para no creer ni en unos ni en otros. Sólo creen en la ciencia de los recién llegados, quienes simplemente enseñan que la verdad está en su ciencia y que todo lo que no pueden descubrir ni demostrar no existe. Ahora bien, no han enseñado, ni descubierto, ni demostrado nada acerca de la vida y de la muerte, del pecado y del juicio. Nada acerca del amor, del dolor y del rescate, acerca de la conducta del hombre y del destino del alma, acerca del sentido, la esencia y la salvación. A medida que descubren nuevas nebulosas o nuevos electrones, nuevas vitaminas o nuevos explosivos, se alejan y nos desvían de lo esencial. Y ahora la verdad está tan bien escondida que ya no se la busca. Incluso estaría totalmente perdida si no sobrevivieran algunos sencillos de espíritu para quienes la verdad existe. No pueden resignarse a pensar que nadie la tenga o la haya tenido. Recorren el mundo interrogando a la gente, los astros y las hierbas, interrogando el gran libro de la naturaleza y hojeando los textos olvidados, interrogando su corazón y a Dios en la plegaria. Saben que no tienen la verdad, pero saben que ella es. Están tan hambrientos y sedientos de ella que saben seguirla por el rastro y reconocerla por el olor. Ante un hombre difamado, un acontecimiento absurdo, un grimorio ilegible, se paran en seco y exclaman: ¡Aquí está! Ellos saborearán este libro. Para ellos ha sido escrito, aunque su hermandad sea poco numerosa.

Y tú, Cattiaux, amigo mío, ¿Has encontrado la Piedra? Sentado en la tienda donde pintas y meditas entre filtros y frascos, ¿has encontrado el carbunclo y la violeta? Sentado entre tu mujer y tu gato, Cattiaux, amigo mío, ¿has encontrado el oro vivo y el elixir? ¿Has visitado el interior de la tierra y, rectificando, encontrado la joya oculta y la verdadera medicina? No sé ni puedo decir si la substancia de los antiguos textos se oculta en estas páginas. Pero ¿cómo es que en ellas se encuentra su perfume? ¿En qué huevo y en qué alambique, Cattiaux, amigo mío, has destilado la esencia sutil que se llama el Perfume? ¿De dónde viene esta poesía que tiene por nombre Perfume de Verdad?





                                                                                                                        Lanza del Vasto 
                                                                                                                     Noviembre de 1945



Prefacio a la 1a edición
de los 
12 libros iniciales del mensaje 

encontrado de Louis Cattiaux

Nota del bibliotecario: 
El prefacio de Lanza del Vasto 
fue dedicado a la primera edición de esta Obra 
que solo constaba de los primeros doce libros, 
pero Cattiaux trabajó el fuego hasta alcanzar 4 veces 10... 
40 libros conformados en UNO. 
Agradecemos la colaboración 
de Raimon Arola y la Puerta.



jueves, 19 de septiembre de 2013

Iván Illich: La desescolarización de la sociedad (1926- 2002)

Renacimiento 
   del Hombre          Epimeteico




Nuestra sociedad se asemeja a la máquina definitiva que una vez vi en una juguetería neoyorquina.
Consistía en un cofrecillo metálico con un interruptor que, al tocarlo uno, se abría de golpe  descubriendo una mano mecánica. Unos dedos cromados se estiraban hacia la tapa, la cerraban y la acerrojaban desde el interior. Era una caja; uno esperaba poder sacar algo de ella, pero no contenía sino un mecanismo para cerrarla. Este artilugio es lo opuesto a la "caja" de Pandora. La Pandora original, "la que todo lo da", era una diosa de la Tierra en la Grecia matriarcal prehistórica, que dejó escapar todos los males de su ánfora (phytos). Pero cerró la tapa antes que pudiera escapar la esperanza. La historia del hombre moderno comienza con la degradación del mito de Pandora, y llega a su término en el cofrecillo que se cierra solo. Es la historia del empeño prometeico por forjar instituciones a fin de acorralar a cada uno de los males desencadenados. Es la historia de una esperanza declinante y unas expectativas crecientes. Para comprender lo que esto significa debemos redescubrir la diferencia entre expectativa y esperanza. Esperanza, en su sentido vigoroso, significa fe confiada en la bondad de la naturaleza, mientras expectativa, tal como la emplearé aquí, significa fiarse en resultados que son planificados y controlados por el hombre. La esperanza centra el deseo en una persona de la cual aguardamos proceso predecible que producirá aquello que tenemos el derecho de exigir. El ethos prometeico ha eclipsado actualmente la esperanza. La supervivencia de la raza humana de que se la descubra como fuerza social. 


                 La Pandora original fue enviada a la Tierra con un frasco que contenía todos los males; de las cosas buenas, contenía sólo la esperanza. El hombre primitivo vivía en este mundo de esperanza. Para
subsistir confiaba en la munificiencia de la naturaleza, en los regalos de los dioses y en los instintos de su tribu. Los griegos del periodo clásico comenzaron a reemplazar la esperanza con expectativas. En la versión que dieron de Pandora, ésta soltó tanto males como bienes. La  recordaban principalmente por los males que había desencadenado. Y, lo que es más significativo, olvidaron que "la que todo lo da" era también la custodia de la esperanza. 
                  Los griegos contaban la historia de dos hermanos, Prometeo y Epimeteo. El primero advirtió al segundo de que no se metiera con Pandora. Éste, en cambio, se casó con ella. En la Grecia clásica, al nombre "Epimeteo", que significa "percepción tardía" o "visión ulterior", se le daba el significado de "lerdo" o "tonto". Para la época en que Hesíodo relataba el cuento en su forma clásica, los griegos se habían convertido en patriarcas moralistas y misóginos que se espantaban ante el pensamiento de una primera mujer. Construyeron una sociedad racional y autoritaria. Los hombres proyectaron
instituciones mediante las cuales programaron enfrentarse a todos los males desenjaulados.
              Llegaron a percatarse de su poder para conformar el mundo y hacerle producir servicios que aprendieron también a esperar. Querían que sus artefactos moldearan sus propias necesidades y las exigencias futuras de sus hijos. Se convirtieron en legisladores, arquitectos y autores, hacedores de constituciones, ciudades y obras de arte que sirviesen de ejemplo para su progenie. El hombre primitivo había contado con la participación mística en ritos sagrados para iniciar a los
individuos en las tradiciones de la sociedad, pero los griegos clásicos reconocieron como verdaderos hombres sólo a aquellos ciudadanos que permitirían que la paideia (educación) los hiciera aptos para ingresar en las instituciones que sus mayores habían proyectado.


 El mito en desarrollo refleja la transición desde un mundo en que se interpretaban los sueños a un mundo en que se hacían oráculos. Desde tiempos inmemoriales, se había adorado a la Diosa de la Tierra en las laderas del monte Parnaso, que era el centro y el ombligo de la Tierra. Allí, en Delphos (de delphys, la matriz), dormía Gaia, hermana de Caos y de Eros. Su hijo, Pitón, el dragón, cuidaba sus sueños lunares y neblinosos, hasta que Apolo, el Dios del Sol, el arquitecto de Troya, se alzó al Oriente, mató al dragón y se apoderó de la cueva de Gaia. Los sacerdotes de Apolo se hicieron cargo del templo de la diosa. Emplearon a una doncella de la localidad, la sentaron en un trípode, sobre el ombligo humeante de la Tierra, y la adormecieron con emanaciones.                    Luego pusieron sus declaraciones extácticas en hexámetros rimados de profecías que se cumplían por la misma influencia que ejercían. De todo el Peloponeso venían hombres a traer sus problemas ante Apolo. Se consultaba el oráculo sobre posibles alternativas sociales, tales como las medidas por adoptar frente a una peste o un hambruna, sobre cuál era la constitución conveniente para Esparta o
cuáles los emplazamientos propicios para ciudades que más tarde se llamaron Bizancio y Caledonia. La flecha que nunca yerra se convirtió en un símbolo de Apolo. Todo lo referente a él adquirió a fin determinado y útil. En la República, al describir el Estado ideal, Platón ya excluye la música popular. En las ciudades se permitiría sólo el arpa y la lira de Apolo, porque únicamente la armonía de éstas crea "la tensión de la necesidad y la tensión de la libertad, la tensión de lo
infortunado y la tensión de lo afortunado, la tensión del valor y la tensión de la templanza, dignas del ciudadano". 


           Los habitantes de la ciudad se espantaron ante la flauta de Pan y su poder para despertar los instintos. Sólo "los pastores pueden tocar las flautas (de Pan) y esto sólo en el campo". El hombre se hizo responsable de las leyes bajo las cuales quería vivir y de moldear el medio ambiente a su propia semejanza. La iniciación primitiva que daba la Madre Tierra en un vida mística se transformó en la educación (paideia) del ciudadano que se sentiría a gusto en el foro. Para el primitivo, el mundo estaba regido por el destino, los hechos y la necesidad. Al robar el fuego de los dioses, Prometeo convirtió los hechos en problemas, puso en tela de jucio la necesidad y desafió al destino. El hombre clásico tramó un contexto civilizado para la perspectiva humana. Se percataba de que podía desafiar al trío destino-naturaleza-entorno, pero sólo a su propio riesgo. El hombre contemporáneo va aún más lejos; intenta crear el mundo a su semejanza, construir un entorno enteramente creado por el hombre, y descubre entonces que sólo puede hacerlo a condición de rehacerse continuamente para ajustarse a él.                      Debemos enfrentarnos ahora al hecho de que es el hombre mismo lo que está en juego. La vida actual en Nueva York produce visión perculiar de lo que es y de lo que podría ser, y sin esta visión, la vida en Nueva York se hace imposible. En las calles de Nueva York, un niño jamás toca nada que no haya sido ideado, proyectado, planificado y vendido, científicamente, a alguien. Hasta los árboles están allí porque el Departamento de Parques así lo decidió. Los chistes que el niño escucha por televisión han sido programados a gran coste. La basura con que juega en las calles de Harlem está hecha de paquetes deshechos ideados para un tercero. Hasta los deseos y los temores están moldeados institucionalmente. El poder y la violencia están organizados y administrados: las pandillas, frente a la policía. El aprendizaje mismo se define como el consumo de una materia, que es el resultado de programas investigados, planificados y promocionados. 
           Lo que allí haya de bueno, es el producto de alguna institución especializada. Sería tonto el pedir algo que no pudiese producir alguna institución. El niño de la ciudad no puede esperar nada que esté más
allá del posible desarrollo del proceso institucional. Hasta a su fantasía se le urge a producir ciencia ficción. Puede experimentar la sorpresa poética de lo no planificado sólo a través de sus encuentros con la "mugre", el desatino o el fracaso: la cáscara de naranja en la cuneta, el charco en la calle, el quebrantamiento del orden, del programa o de la máquina son los únicos despegues para el vuelo de fantasía creadora. 
El "viaje" se convierte en la única poesía al alcance de la mano. Como nada deseable hay que no haya sido planificado, el niño ciudadano pronto llega a la conclusión de que siempre podremos idear una institución para cada una de nuestras apetencias. Toma por descontado el poder del proceso para crear valor. Ya sea que la meta fuere juntarse con un compañero, integrar un barrio o adquirir habilidades de lectura, se la definirá de tal modo que su logro pueda proyectarse técnicamente. 


El hombre que sabe que nada que está en demanda deja de producirse llega pronto a esperar que nada de lo que se produce pueda carecer de demanda. Si puede proyectarse un vehículo lunar, también puede proyectarse la demanda de viajes a la Luna. El no ir donde uno puede sería subversivo. Desenmascararía, mostrándola como una locura, la
suposición de que cada demanda satisfecha trae consigo el descubrimiento de otra, mayor aún, e insatisfecha. Esa percepción detendría el progreso. No producir lo que es posible dejaría a la ley
de las "expectativas crecientes" en descubierto, en calidad de eufemismo para expresar un brecha creciente de frustración, que es el motor de la sociedad, fundado en la coproducción de servicios y en la demanda creciente. 

El estado mental del habitante de la ciudad moderna aparece en la tradición mitológica sólo bajo la imagen del Infierno: Sísifo, que por un tiempo había encadenado a Tánatos (la muerte), debe empujar una pesada roca cerro arriba hasta el pináculo del Infierno, y la piedra siempre se escapa de sus manos cuando está a punto de llegar a la cima. Tántalo, a quien los dioses invitaron a compartir la comida olímpica, y que aprovechó la ocasión para robarles el secreto de la preparación de la ambrosía que todo lo cura, sufre hambre y sed eternas, de pie en un río cuyas aguas se le escapan y a la sombra de árboles cuyos frutos no alcanza. Un mundo de demandas siempre crecientes no sólo es malo; el único término adecuado para nombrarlo es "Infierno".
              El hombre ha desarrollado la frustradora capacidad de pedir cualquier cosa porque no puede visualizar nada que una institución no pudiera hacer por él. Rodeado por herramientas todopoderosas, el hombre queda reducido a ser instrumento de sus instrumentos. Cada una de las instituciones ideadas para exorcizar alguno de los males primordiales se ha convertido en un ataúd a prueba de errores y de cierre automático y hermético para el hombre. El hombre está atrapado
en las cajas que fabrica para encerrar los males que Pandora dejó escapar. El oscurecimiento de la realidad por el smog producido por nuestras propias herramientas nos rodea. Súbitamente nos hallamos en la oscuridad de nuestra propia trampa.
             Hasta la realidad ha llegado a depender de la decisión humana. El mismo presidente que ordenó la ineficaz invasión de Camboya podría ordenar de igual manera el uso eficaz del átomo. El "interruptor Hiroshima" puede cortar hoy el ombligo de la Tierra. El hombre ha adquirido el poder de hacer que Caos anonade a Eros y a Gaia. Esta nueva capacidad del hombre, el poder cortar el ombligo de la Tierra, es un memento constante de que nuestras instituciones no sólo crean sus
propios fines, sino que tienden también el poder señalar su propio fin y el nuestro.


             El absurdo de lasinstituciones modernas se evidencia en el caso de la militar. Las armas modernas pueden defender la libertad, la civilización y la vida únicamente aniquilándolas. El lenguaje militar, seguridad significa la capacidad de eliminar la Tierra. El absurdo subyacente en las instituciones no militares no es menos manifiesto. No hay en ellas un interruptor que active sus poderes destructores, pero tampoco lo necesitan. Sus dedos ya atenazan la tapa del mundo. Crean a mayor velocidad necesidades que satisfacciones, y en el proceso de tratar de satisfacer las necesidades que engendran, consumen la Tierra. Esto vale para la agricultura y la manufactura, y no menos para la medicina y para la educación. La agricultura moderna envenena y agota el suelo. La "revolución verde" puede, mediante nuevas semillas, triplicar la producción de una hectárea -pero sólo con un aumento proporcionalmente mayor de fertilizantes, insecticidas, agua y energía.              Fabricar estas cosas, como los demás bienes, contamina los océanos y la atmósfera, y degrada recursos irreplazables. Si la combustión continúa aumentando según los índices actuales, pronto consideraremos el oxígeno de la atmósfera sin poder reemplazarlo con igual presteza. No tenemos razones para creer que la fisión o la fusión
puedan reemplazar la combustión sin peligros iguales o mayores. Los expertos en medicina reemplazan a las parteras y prometen convertir al hombre en otra cosa: genéticamente planificado, farmacológicamente endulzado y capaz de enfermedades más prolongadas. El ideal
contemporáneo es un mundo panhigiénico: un mundo en el cual todos los contactos entre los hombres, y entre los hombres y su mundo, sean el resultado de la previsión y la manipulación. La escuela se ha convertido en el proceso planificado que labra al hombre para un mundo planificado, en la trampa principal para entrampar al hombre en la trampa humana. Se supone que moldea a cada hombre a un nivel adecuado para desempeñar un papel en este juego mundial. De manera
inexorable, cultivamos, elaboramos, producimos y escolarizamos el mundo hasta acabar con él.


La institución militar es evidentemente absurda. Más difícil se hace enfrentar el absurdo de las instituciones no militares. Es aún más aterrorizante, precisamente porque funciona inexorablemente. Sabemos qué interruptor debe quedar abierto para evitar un holocausto atómico.
No hay interruptor para detener un apocalipsis ecológico. En la antigüedad clásica, el hombre había descubierto que el mundo podría forjarse según los planes del hombre, y junto con este descubrimiento advirtió que ello era inherentemente precario, dramático y cómico. Fueron creándose las instituciones democráticas y dentro de su estructura se supuso que el hombre era digno de confianza. Lo que se esperaba del debido proceso legal y la confianza en la naturaleza humana se mantenían en equilibrio recíproco. Se desarrollaron las
profesiones tradicionales y con ellas las instituciones necesarias para el ejercicio de aquéllas.
            Subrepticiamente, la confianza en el proceso institucional ha reemplazado a la dependencia respecto de la buena voluntad personal. El mundo ha perdido su dimensión humana y ha readquirido la necesidad de los tiempos primitivos. Pero mientras el caos de los bárbaros estaba
constantemente ordenado en nombre de dioses misteriosos y antropomórficos, hoy en día la única razón que puede ofrecerse para que el mundo esté como está es la planificación del hombre. El hombre se ha convertido en el juguete de científicos, ingenieros y planificadores.
Vemos esta lógica en otros y en nosotros mismos. 


              Conozco una aldea mexicana por la cual no pasa más de media docena de autos cada día. Un mexicano estaba jugando al dominó sobre la nueva carretera asfaltada frente a su casa en donde probablemente se había sentado y había jugado desde muchacho. Un coche pasó velozmente y lo mató. El turista que me informó del hecho estaba profundamente conmovido, y sin embargo dijo: "tenía que sucederle".
A primera vista, la observación del turista no difiere de la de algún bosquimano relatando la muerte de algún fulano que se hubiera topado con un tabú y por consiguiente hubiera muerto. Pero las dos afirmaciones poseen significados diferentes. El primitivo puede culpar a alguna entidad trascendente, tremenda y ciega, mientras el turista está pasmado ante la inexorable lógica de la máquina. 
              El primitivo no siente responsabilidad; el turista la siente, pero la niega. Tanto en el primitivo como en el turista están ausentes la modalidad clásica del drama, el estilo de la tragedia, la lógica del empeño individual y de la rebelión. El hombre primitivo no ha llegado a tener conciencia de ello, y el turista la ha perdido. El mito del bosquimano y el mito del norteamericano están compuestos ambos de fuerzas inertes, inhumanas. Ninguno de los dos experimenta una rebeldía trágica. Para el bosquimano, el suceso se ciñe a las leyes de la magia, para el norteamericano, se ciñe a las leyes de la ciencia. El suceso le pone bajo el hechizo de las leyes de la mecánica, que
para él gobiernan los sucesos físicos, sociales y psicológicos.


            El estado de ánimo de 1971 es propicio para un cambio importante de dirección en busca de unfuturo esperanzador. Las metas institucionales se contradicen continuamente con los productos
institucionales. El programa para la pobreza produce más pobres, la guerra en Asia acrecienta los Vietcong, la ayuda técnica engendra más subdesarrollo. Las clínicas para control de nacimientos incrementan los índices de supervivencia y provocan aumentos de población; las escuelas
producen más desertores, y el atajar un tipo de contaminación suele aumentar otro tipo. Los consumidores se enfrentan al claro hecho de que cuanto más pueden comprar, tanto más engaño han de tragar. 
            Hasta hace poco parecía lógico el que pudiera echarse la culpa de esta inflación pandémica de disfunciones ya fuese al retraso de los descubrimientos científicos respecto de las exigencias tecnológicas, ya fuese a la perversidad de los enemigos étnicos, ideológicos o de
clase. Han declinado las expectativas tanto respecto de un milenario científico como de una guerra que acabe con las guerras. Para el consumidor avezado no hay manera de regresar a una ingenua confianza en las tecnologías mágicas. Demasiadas personas han tenido la experiencia de computadoras neuróticas, infecciones hospitalarias y saturación dondequiera haya tráfico en la carretera, en el aire o en el teléfono. Hace apenas diez años, la sabiduría convencional preveía una mejor vida fundada en los descubrimientos científicos. Ahora, los científicos asustan a los niños. Los disparos a la Luna proporcionan una fascinante demostración de que el fallo humano puede casi eliminarse
entre los operarios de sistemas complejos -sin embargo, esto no mitiga los temores ante la posibilidad de que un fallo humano que consista en no consumir conforme a las instrucciones pueda escapar a todo control.


Para el reformador social tampoco hay modo de regresar a las premisas de la década del cuarenta. Se ha desvanecido la esperanza de que el problema de distribuir con justicia los bienes pueda evadirse creándolos en abundancia. El coste de la cesta mínima que satisfaga los gustos
contemporáneos se ha ido a las nubes, y lo que hace que un gusto sea moderno es el hecho de que aparezca como anticuado antes de haber sido satisfecho. Los límites de los recursos de la Tierra ya se han evidenciado. Ninguna nueva avenida de la ciencia o la tecnología podría proveer a cada hombre del mundo de los bienes y servicios de que
disponen ahora los pobres de los países ricos. Por ejemplo, se precisaría extraer cien veces las cantidades actuales de hierro, estaño, cobre y plomo para lograr esa meta, incluso con la alternativa tecnológica más "liviana".

                 
                Finalmente, los profesores, médicos y trabajadores sociales caen en la cuenta de sus diversos tratamientos profesionales tienen un aspecto -por lo menos- en común. Crean nuevas demandas para los nuevos tratamientos profesionales que proporcionan, a una mayor rapidez que aquella con la cual ellos pueden proporcionar instituciones de servicio. Se está haciendo sospechosa no sólo una parte, sino la lógica misma de la sabiduría convencional. Incluso la leyes de la economía parecen poco convincentes fuera de los estrechos parámetros aplicables a la región social y geográfica en la que se concentra la mayor parte del dinero. En efecto, el dinero es el circulante más barato, pero sólo en una economía encaminada hacia una eficiencia medida en términos monetarios. Los países tanto capitalistas como comunistas en sus diversas formas están dedicados a medir la eficiencia en relaciones de coste/beneficio expresadas en dólares. El capitalismo se jacta de un nivel más elevado de vida para afirmar su superioridad. El comunismo
hace alarde de una mayor tasa de crecimiento como índice de su triunfo final. Pero bajo cualquiera de ambas ideologías el coste total de aumentar la eficiencia se incrementa geométricamente. Las
instituciones de mayor tamaño compiten con fiereza por los recursos que no están anotados en ningún inventario: el aire, el océano, el silencio, la luz del sol y la salud. Ponen en evidencia la escasez de estos recursos ante la opinión pública sólo cuando están casi irremediablemente
degradados. Por doquiera, la naturaleza se vuelve ponzoñosa, la sociedad inhumana, la vida interior se ve invadida y la vocación personal ahogada.


Una sociedad dedicada a la institucionalización de los valores identifica la producción de bienes y servicios con la demanda de los mismos. La educación que le hace a uno necesitar el producto está incluida en el precio del producto. La escuela es la agencia de publicidad que le hace a uno creer que necesita la sociedad tal como está. En dicha sociedad el valor marginal ha llegado a ser constantemente autotrascendente. Obliga a los consumidores más grandes -son pocos- a competir por tener el poder de agotar la tierra, a llenarse sus propias panzas hinchadas, a disciplinar a los consumidores de menor tamaño, y a poner fuera de acción a quienes aún encuentran satisfacción en arreglárselas con lo que tienen. El ethos de la insaciabilidad es por tanto la fuente misma de la depredación física, de la polarización social y de la pasividad psicológica.
                 Cuando los valores han sido institucionalizados en procesos planificados y técnicamente construidos, los miembros de la sociedad moderna creen que la buena vida consiste en tener instituciones que definan los valores que tanto ellos como su sociedad creen que necesitan. El valor institucional puede definirse como el nivel de producción de una institución. El valor correspondiente del hombre se mide por su capacidad para consumir y degradar estas producciones institucionales y crear así una demanda nueva -y aún mayor. El valor de hombre
institucionalizado depende de su capacidad como incinerador. Para emplear una imagen, ha llegado a ser el ídolo de sus artesanías. El hombre se autodefine ahora como el horno en que se queman los valores producidos por sus herramientas. Y no hay límites para su capacidad. Su acto
es el acto de Prometeo llevado al límite.
El agotamiento y polución de los recursos de la tierra es, por encima de todo, el resultado de una
corrupción de la imagen que el hombre tiene de sí mismo, de una regresión en su conciencia.
Algunos tienden a hablar acerca de una mutación de la conciencia colectiva que conduce a
concebir al hombre como un organismo que no depende de la naturaleza y de las personas, sino
más bien de instituciones. Esta institucionalización de valores esenciales, esta creencia en que un
proceso planificado de tratamiento da finalmente unos resultados deseados por quien recibe el
tratamiento, este ethos consumitivo, se halla en el núcleo mismo de la falacia prometeica.
Los empeños por encontrar un nuevo equilibrio en el medio ambiente global dependen de la
desinstitucionalización de los valores. La sospecha de que algo estructural anda mal en la visión
del homo faber es común en una creciente minoría de países tanto capitalistas como comunistas y
"subdesarrollados". Esta sospecha es la característica compartida por una nueva élite. A ella
pertenece gente de todas las clases, ingresos creencias y civilizaciones. Se han vuelto
suspicaces respecto de los mitos de la mayoría: de las utopías científicas, del diabolismo
ideológico y de la expectativa de la distribución de bienes y servicios con cierto grado de igualdad.
Comparten con la mayoría la sensación de estar atrapados. Comparten con la mayoría el
percatarse de que la mayor parte de las nuevas pautas adoptadas por amplio consenso conducen
a resultados que se oponen descaradamente a sus metas propuestas. Y no obstante, mientras la
mayoría de los prometeicos astronautas en ciernes sigue avadiendo el asunto de la estructura
antedicho, la minoría emergente se muestra crítica respecto del deus ex machina científico, de la
panacea ideológica y de la caza de diablos y brujas. Esta minoría comienza a dar forma a su
sospecha de que nuestros constantes engaños nos atan a las instituciones contemporáneas como
las cadenas ataban a Prometeo a su roca. La esperanza, la confianza y la ironía (eironeia) clásica
deben conspirar para dejar al descubierto la falacia prometeica.

Solía pensarse que Prometeo significaba "previsión" y aún llegó a traducirse por "aquel que hace
avanzar la Estrella Polar". Privó astutamente a los dioses del monopolio del fuego, enseñó a los hombres a usarlo para forjar el hierro, serconvirtió en el dios de los tecnólogos y terminó asido con
cadenas de hierro.
La Pitonisa de Delfos ha sido reemplazada ahora por una computadora que se cierne sobre
cuadros de instrumentos y tarjetas perforadas. Los exámenes del oráculo han cedido el paso a los
códigos de instrucciones de dieciséis bitios. El timonel humano ha entregado el rumbo a la máquina
cibernética. Emerge la máquina definitiva para dirigir nuestros destinos. Los niños se imaginan
volando en sus máquinas espaciales, lejos de una Tierra crepuscular. Mirando desde las
perspectivas del Hombre de la Luna, Prometeo pudo reconocer a Gaia como el planeta de la
Esperanza y como el Arco de la Humanidad. Un sentido nuevo de la finitud de la Tierra y una
nueva nostalgia pueden ahora abrir los ojos del hombre acerca de la elección que hiciera su
hermano Epimeteo, de casarse con la Tierra al hacerlo con Pandora. Al llegar aquí el mito griego se
convierte en esperanzada profecía, pues nos dice que el hijo de Prometeo fue Deucalión, el
Timonel del Arca, quien, como Noé, navegó sobre el Diluvio para convertirse en el padre de la
humanidad a la que fabricó de la tierra con Pirra, la hija de Epimeteo y Pandora. Vamos
entendiendo mejor de Pythos que Pandora trajo de los dioses como el inverso de la Caja: nuestro
Vaso y nuestra Arca.
Necesitamos ahora un nombre para quienes valoran más la esperanza que las expectativas.
Necesitamos un nombre para quienes aman más a la gente que a los productos, para aquellos que
creen en que
No hay personas sin interés.
Sus destinos son como la crónica de los planetas.
Nada en ellos deja de ser peculiar
y los planetas son distintos unos y otros
Necesitamos un nombre para aquellos que aman la Tierra en la que podemos encontrarnos unos
con otros,
Y si un hombre viviese en la oscuridad
haciendo sus amistades en esa oscuridad,
la oscuridad no carecería de interés.
Necesitamos un nombre para aquellos que colaboran con su hermano Prometeo en alumbrar el
fuego y en dar forma al hierro, pero que lo hacen para acrecentar así su capacidad de atender y
cuidar y ser guardián del prójimo, sabiendo que
para cada cual su mundo es privado,
y en ese mundo un excelente minuto.
Y en ese mundo un trágico minuto.
Estos son privados.1
A esto hermanos y hermanas esperanzados sugiero llamarlos hombres epimeteicos.
1 Las tres citas provienen de People ("Gente"), del libro Poemas escogidos de Yevgeny
Yevtushenko. Traducidos por Robin Milner-Gulland y Peter Levi, y con una intruducción de los
traductores. Publicado por E.P. Dutton & Co., Inc., 1962, y reimpreso con su autorización.