lunes, 25 de noviembre de 2013

Louis Cattiaux: Reflexiones sobre la física y la metafísica de la pintura (1954)


Louis Cattiaux: El ángel de la muerte
     Ascesis




Sólo después de haber trabajado mucho tiempo, de haber padecido mucho tiempo en el aprendizaje del oficio y de haber sufrido mucho tiempo en la concentración de la sensibilidad, el artista puede olvidarlo todo y, después de rechazar toda coacción y toda razón, puede producir en ese desapego que se denomina "inspiración".Todos los que no poseen en sí mismos ese fuego divino, creador, ordenador y destructor de los mundos fenoménicos son impotentes y deben tomar de los vivos las apariencias de la vida o, lo que es más sensato, renunciar a dar el pego. El artista trabaja, como otros se emborrachan o comulgan, hasta el delirio del alma, hasta la locura creadora, en la euforia que engendra la libertad perfecta. Ahí, todas las prudencias, todos los cálculos, todos los deberes y todas las demostraciones son abolidos por el espasmo de vida y de muerte que diversifica la creación. Se necesita la audacia y la inconsciencia del loco, la gratuidad del pobre. Se necesita la paciencia de la tierra. También hay que ser lo suficientemente íntimo consigo mismo, ser lo bastante desprendido como para mostrarse desnudo sin ninguna molestia. 

Siempre experimento un sentimiento de conmiseración y 
tristeza cuando veo los groseros alborotos de los estudiantes, pues parecen pollos que gritan antes de ser desplumados por la vida, que hará de ellos unos zoquetes adornados, unos peones raídos, unos intelectuales enmohecidos, serios, prudentes, morales y tan mediocres en una palabra. Sí, pequeños revolucionarios de cartón, gritad, aullad, alborotad, vomitad a gusto y haced creer que sois valientes, espirituales, libres, alegres y, sobre todo, artistas, ya que la vida os va a desplumar.

Si poseéis una verdadera personalidad, se desbordará por sí misma; sólo los fantasmas consumidos y vacíos imitan a los vivos.


En resumen, la ascesis artística tiene como objetivo esencial salvaguardar el don inicial dejando a la gracia circular libremente entre los límites de la técnica más lograda.




sábado, 23 de noviembre de 2013

René Guénon: La crisis del mundo moderno (1927)


La Oposición 
      de Oriente y de Occidente





Uno de los caracteres particulares del mundo moderno, es la escisión que se observa en él entre Oriente y Occidente; y, aunque ya hayamos tratado esta cuestión de una manera más especial, es necesario volver a ella de nuevo aquí para precisar algunos de sus aspectos y disipar algunos malentendidos. La verdad es que hubo siempre civilizaciones diversas y múltiples, cada una de las cuales se ha desarrollado de una manera que le era propia y en un sentido conforme a las aptitudes de tal pueblo o de tal raza; pero distinción no quiere decir oposición, y puede haber cierto tipo de equivalencia entre civilizaciones de formas muy diferentes, desde que todas reposan sobre los mismos principios fundamentales, de los cuales ellas representan solamente aplicaciones condicionadas por circunstancias variadas. Tal es el caso de todas las civilizaciones que podemos llamar normales, o también tradicionales; no hay entre ellas ninguna oposición esencial, y las divergencias, si existe alguna, no son más que exteriores y superficiales. Por el contrario, una civilización que no reconoce ningún principio superior, que no está fundada en realidad más que sobre una negación de los principios, está, por eso mismo, desprovista de todo medio de entendimiento con las demás, ya que este entendimiento, para ser verdaderamente profundo y eficaz, no puede establecerse más que por arriba, es decir, precisamente por aquello que falta a esta civilización anormal y desviada. Así pues, en el estado presente del mundo, tenemos, por un lado, todas las civilizaciones que han permanecido fieles al espíritu tradicional, y que son las civilizaciones orientales, y, por el otro, una civilización propiamente antitradicional, que es la civilización occidental moderna.


No obstante, algunos han llegado hasta contestar que la división misma de la humanidad en Oriente y Occidente corresponde a una realidad; pero, al menos para la época actual, eso no parece poder ponerse seriamente en duda. Primero, que existe una civilización occidental, común a Europa y a América, tal es un hecho sobre el que todo el mundo debe estar de acuerdo, cualquiera que sea por lo demás el juicio que se haga sobre el valor de esta civilización. Para Oriente, las cosas son menos simples, porque, efectivamente, no existe una, sino varias civilizaciones orientales; pero basta que posean algunos rasgos comunes, rasgos que caracterizan lo que hemos llamado una civilización tradicional, y que éstos mismos rasgos no se encuentren en la civilización occidental, para que la distinción e incluso la oposición de Oriente y de Occidente esté plenamente justificada. Ahora bien, ello es efectivamente así, y el carácter tradicional es en efecto común a todas las civilizaciones orientales, para las cuales, a fin de fijar mejor las ideas, recordaremos la división general que hemos adoptado precedentemente, y que, aunque algo simplificada quizás si se quisiera entrar en el detalle, no obstante es exacta cuando uno se atiene a las grandes líneas: el Extremo Oriente, representado esencialmente por la civilización china; el Oriente Medio, representado por la civilización hindú; el Oriente Próximo, representado por la civilización islámica. Conviene agregar que esta última, en muchos aspectos, debería considerarse más bien como intermediaria entre Oriente y Occidente, y que incluso muchos de sus caracteres la acercan sobre todo a lo que fue la civilización occidental de la Edad Media; pero, si se considera con
relación al Occidente moderno, debe reconocerse que se opone a él del mismo modo que las civilizaciones propiamente orientales, a las cuales conviene asociarla bajo este punto de vista.


Es en esto en lo que es esencial insistir: la oposición de Oriente y de Occidente no tenía ninguna razón de ser cuando en Occidente había también civilizaciones tradicionales; así pues, no tiene sentido más que cuando se trata especialmente del Occidente moderno, ya que esta oposición es mucho más la de dos espíritus que la de dos entidades geográficas más o menos claramente definidas. En algunas épocas, de las que la más próxima a nosotros es la Edad Media, el espíritu occidental se parecía mucho, en sus vertientes más importantes, a lo
que es todavía hoy el espíritu oriental, mucho más que a lo que este espíritu occidental ha devenido en los tiempos modernos; la civilización occidental era entonces comparable a las civilizaciones orientales, del mismo modo que éstas lo son entre ellas. Así pues, en el curso de los últimos siglos, se ha producido un cambio considerable, mucho más grave que todas las desviaciones que habían podido manifestarse anteriormente en épocas de decadencia, puesto que llega incluso hasta una verdadera inversión en la dirección dada a la actividad humana; y
es en el mundo occidental exclusivamente donde ha tenido nacimiento este cambio. Por consiguiente, cuando decimos espíritu occidental, refiriéndonos a lo que existe en el presente, lo que es menester entender por tal es otra cosa que el espíritu moderno; y, como el otro espíritu no se ha mantenido más que en Oriente, podemos, siempre en relación a las
condiciones actuales, llamarle espíritu oriental. Estos dos términos, en suma, no expresan nada más que una situación de hecho; y, si aparece muy claramente que uno de los dos espíritus presentes es efectivamente occidental, porque su aparición pertenece a la historia reciente, no
pretendemos prejuzgar nada en cuanto a la proveniencia del otro, que fue antaño común a Oriente y a Occidente, y cuyo origen, a decir verdad, debe confundirse con el de la humanidad misma, puesto que tal es el espíritu que se podría calificar de normal, aunque sólo sea porque
ha inspirado a todas las civilizaciones que conocemos más o menos completamente, a excepción de una sola, que es la civilización occidental moderna.


              Algunos, que sin duda no se habían tomado el trabajo de leer nuestros libros, han creído deber reprocharnos haber dicho que todas las doctrinas tradicionales tenían un origen oriental, que la antigüedad occidental misma, en todas las épocas, había recibido siempre sus
tradiciones de Oriente; nosotros no hemos escrito nunca nada semejante, ni nada que pueda sugerir incluso tal opinión, por la simple razón de que sabemos muy bien que eso es falso. En efecto, son precisamente los datos tradicionales los que se oponen claramente a una aserción de este género: se encuentra por todas partes la afirmación formal de que la tradición primordial del ciclo actual ha venido de las regiones hiperbóreas; hubo después varias corrientes secundarias, que corresponden a períodos diversos, y de las cuales una de las más importantes, al menos entre aquellas cuyos vestigios son todavía discernibles, fue incontestablemente del Occidente hacia Oriente. Pero todo ello se refiere a épocas muy lejanas, de las que se llaman comúnmente «prehistóricas», y no es eso lo que tenemos en mente; lo que decimos, es primero que, desde hace mucho tiempo ya, el depósito de la tradición primordial ha sido transferido a Oriente, y que es allí donde se encuentran ahora las formas doctrinales que han salido de ella más directamente; y después que, en el estado actual de las cosas, el verdadero espíritu tradicional, con todo lo que implica, ya no tiene representantes auténticos más que en Oriente.



Para completar esta punt ualización, debemos explicarnos también, al menos brevemente, sobre algunas ideas de restauración de una « tradición occidental» que han visto la luz en diversos medios contem poráneos; el único interés que presentan, en el fondo, es mostrar que algunos espíritus no están satisfechos de la negación moderna, que sienten la necesidad de otra cosa que lo que les ofrece nuestra época, que entrevén la posibilidad de un retorno a la tradición, de una u otra forma, como el único medio de salir de la crisis actual. Desafortuna damente, el «tradicionalismo» no es lo mismo que el verdadero espíritu tradicional; puede no ser, y frecuentemente no es de hecho, más que una simple tendencia, una aspiración más o menos vaga, que no supone ningún conocimiento real; y, en el desorden mental de nuestro tiempo, esta aspiración provoca sobre todo, es menester decirlo, concepciones fabuladoras y quiméricas, desprovistas de todo fundamento serio. Al no encontrar ninguna tradición auténtica sobre la que uno pueda apoyarse, se llega hasta imaginar pseudotradiciones que no han existido nunca, y que carecen de principio en la misma medida que aquello a lo que se querría substituir; todo el desorden moderno se refleja en esas construcciones, y, cualesquiera que puedan ser las intenciones de sus autores, el único resultado que obtienen es aportar una contribución nueva al desequilibrio general. En este género de cosas, mencionaremos de memoria la pretendida «tradición occidental» fabricada por algunos ocultistas con la ayuda de los elementos más disparatados, y destinada sobre todo a hacer competencia a una «tradición oriental» no menos imaginaria, la de los teosofistas; hemos hablado suficientemente de estas cosas en otra parte, y preferimos dedicarnos a continuación al examen de algunas otras teorías que pueden parecer más dignas de atención, porque en ellas se encuentra al menos el deseo de apelar a tradiciones que han tenido una existencia efectiva.


               Hacíamos alusión hace un momento a la corriente tradicional venida de las regiones occidentales; los relatos de los antiguos, relativos a la Atlántida, indican su origen; después de la desaparición de este continente, que es el último de los grandes cataclismos ocurridos en el
pasado, no parece dudoso que restos de su tradición hayan sido transportados a regiones diversas, donde se han mezclado a otras tradiciones preexistentes, principalmente a ramas de la tradición hiperbórea; y es muy posible que las doctrinas de los Celtas, en particular, hayan sido producto de esta fusión. Estamos muy lejos de contestar estas cosas; pero que se piense bien en esto: la forma propiamente «atlante» ha desaparecido hace ya millares de años, con  la civilización a la que pertenecía, y cuya destrucción no puede haberse producido más que a consecuencia de una desviación que era quizás comparable, bajo algunos aspectos, a la que comprobamos hoy día, aunque con una notable diferencia teniendo en cuenta que la humanidad no había entrado todavía entonces en el Kali-Yuga; es así como esta tradición no correspondía más que a un período secundario de nuestro ciclo, y cómo sería un gran error pretender identificarla a la tradición primordial de la que han salido todas las demás, y que es la única que permanece desde el comienzo hasta el fin. Estaría fuera de propósito exponer aquí todos los datos que justifican estas afirmaciones; no retendremos de ellos más que la conclusión, que es la imposibilidad de hacer revivir actualmente una tradición «atlante», o incluso de vincularse a ella más o menos directamente; por lo demás, hay mucha fantasía en las tentativas de esta suerte. No por eso es menos verdad que puede ser interesante buscar el origen de los elementos que se encuentran en las tradiciones posteriores, siempre que se haga con todas las precauciones necesarias para guardarse de algunas ilusiones; pero estas investigaciones no pueden desembocar en ningún caso en la resurrección de una tradición que no estaría adaptada a ninguna de las condiciones actuales de nuestro mundo.


Hay otros que quieren vincularse al «celtismo», y, porque apelan así a algo que está menos alejado de nosotros, puede parecer que lo que proponen sea menos irrealizable; no obstante, ¿dónde encontrarían hoy día el «celtismo» en el estado puro, y dotado todavía de una vitalidad suficiente como para que sea posible tomar ahí un punto de apoyo? En efecto, no hablamos de reconstituciones arqueológicas o simplemente «literarias», como se han visto algunas; se trata de algo diferente. Que elementos célticos muy reconocibles y todavía utilizables hayan llegado hasta nosotros por diversos intermediarios, eso es verdad; pero estos
elementos están muy lejos de representar la integridad de una tradición, y, cosa sorprendente, ésta, en los países mismos donde vivió antaño, se ignora ahora más completamente aún quelas de muchas civilizaciones que fueron siempre extranjeras a esos mismos países; ¿no hay algo ahí que debería hacer reflexionar, al menos a aquellos que no están enteramente dominados por una idea preconcebida? Diremos más: en todos los casos como ése, donde se trata de los vestigios dejados por civilizaciones desaparecidas, no es posible comprenderlos
verdaderamente sino por comparación con lo que hay de similar en las civilizaciones tradicionales que están todavía vivas; y otro tanto se puede decir para la Edad Media misma, donde se encuentran tantas cosas cuya significación está perdida para los occidentales modernos. Esta toma de contacto con las tradiciones cuyo espíritu subsiste todavía es el único medio de revivificar aquello que todavía es susceptible de serlo; y, como ya lo hemos indicado muy frecuentemente, éste es uno de los mayores servicios que Oriente pueda prestar a Occidente. No negamos la supervivencia de cierto «espíritu céltico», que todavía puede manifestarse bajo formas diversas, como lo ha hecho ya en diferentes épocas; pero cuando se llega a asegurarnos que existen todavía centros espirituales que conservan integralmente la tradición druídica, esperamos que se nos proporcione la prueba de ello, y, hasta nueva orden, eso nos parece muy dudoso, cuando no enteramente inverosímil. La verdad es que, en la Edad Media, los elementos célticos subsistentes han sido asimilados por el Cristianismo; la leyenda del «Santo Grial», con todo lo que se relaciona con ella, es, a este respecto, un ejemplo particularmente probatorio y significativo. Por otro lado,  pensamos que una tradición occidental, si llegara a reconstituirse, tomaría forzosamente una forma exterior religiosa, en el sentido más estricto de esta palabra, y que esta forma no podría ser más que cristiana, ya que, por una parte, las demás formas posibles son desde hace mucho tiempo extrañas a la mentalidad occidental, y, por otra, es únicamente en el Cristianismo, decimos más precisamente aún en el Catolicismo, donde se encuentran, en Occidente, los restos del espíritu tradicional que sobreviven todavía. Toda tentativa «tradicionalista» que no tenga en cuenta este hecho está inevitablemente abocada al fracaso, porque carece de base; es muy evidente que uno no puede apoyarse más que sobre lo que existe de una manera efectiva, y que, allí donde falta la continuidad, no puede haber más que reconstituciones artificiales y que no podrían ser viables; si se objeta que el Cristianismo  mismo, en nuestra época, ya no se comprende apenas verdaderamente y en su sentido profundo, responderemos que al menos ha guardado, en su forma misma, todo lo que es necesario para proporcionar la base de que se trata. La tentativa menos quimérica, la única incluso que no choca con imposibilidades inmediatas, sería pues aquella que apuntara a restaurar algo comparable a lo que existió en la Edad Media, con las diferencias requeridas por la modificación de las circunstancias; y, para todo lo que está enteramente perdido en
Occidente, convendría apelar a las tradiciones que se han conservado íntegramente, como lo indicábamos hace un momento, y cumplir después un trabajo de adaptación que sólo podría ser la obra de una élite intelectual fuertemente constituida. Todo eso, lo hemos dicho ya; pero
es bueno insistir aún en ello, porque actualmente tienen libre curso muchos delirios inconsistentes, y también porque es menester comprender bien que, si las tradiciones orientales, en sus formas propias, pueden ciertamente ser asimiladas por una élite que, por definición, en cierto modo, debe estar más allá de todas las formas, jamás podrán serlo sin  duda, a menos de transformaciones imprevistas, por la generalidad de los occidentales, para quienes no han sido hechas. Si una élite occidental llega a formarse, el conocimiento verdadero de las doctrinas orientales, por la razón que acabamos de indicar, le será indispensable para desempeñar su función; pero aquellos que no tendrán más que recoger el beneficio de su trabajo, y que serán el mayor número podrán muy bien no tener ninguna consciencia de estas cosas, y la influencia que recibirán de ellas, por así decir sin sospecharlo y en todo caso por medios que se les escaparán enteramente, no será por eso menos real ni menos eficaz. No hemos dicho nunca otra cosa; pero hemos creído deber repetirlo aquí tan claramente como es posible, porque, si debemos esperar no ser siempre enteramente comprendido por todos, aspiramos al menos a que no se nos atribuyan intenciones que no son de ninguna manera las nuestras.


         Pero dejemos ahora de lado todas las anticipaciones, puesto que es el presente estado de cosas el que debe ocuparnos sobre todo, y volvamos todavía un instante sobre las ideas de restauración de una «tradición occidental», tales como podemos observarlas alrededor de nosotros. Una sola precisión bastaría para mostrar que estas ideas no están «en el orden», si es permisible expresarse así: y es que casi siempre se conciben en un espíritu de hostilidad más o menos confesada frente al Oriente. Esos mismos que querrían apoyarse sobre el Cristianismo, es menester decirlo, están a veces animados por este espíritu; parecen buscar ante todo descubrir oposiciones que, en realidad, son perfectamente inexistentes; es así como hemos oído emitir esta opinión absurda, de que, si las mismas cosas se encuentran a la vez en el Cristianismo y en las doctrinas orientales, expresadas por una parte y por otra bajo una forma casi idéntica, ¡no tienen sin embargo la misma significación en los dos casos, y que tienen incluso una significación contraria! Aquellos que emiten semejantes afirmaciones prueban con ello que, cualesquiera que sean sus pretensiones, no han ido muy lejos en la comprehensión de las doctrinas tradicionales, puesto que no han entrevisto la identidad fundamental que se disimula bajo todas las diferencias de formas exteriores, y puesto que, allí mismo donde esta identidad deviene completamente patente, aún se obstinan en  desconocerla. Esos también, no consideran el Cristianismo mismo más que de una manera completamente exterior, que no podría responder a la noción de una verdadera doctrina tradicional, que ofrece en todos los ordenes una síntesis completa; y es que les falta el principio, en lo cual están afectados, mucho más de lo que pueden pensar, por ese espíritu
moderno contra el que no obstante querrían reaccionar; y, cuando les ocurre que emplean la palabra «tradición», no la toman ciertamente en el mismo sentido que nosotros.


               En la confusión mental que caracteriza a nuestra época, se llega a aplicar indistintamente esta misma palabra «tradición» a toda suerte de cosas, frecuentemente muy insignificantes, como simples costumbres sin ningún alcance y a veces de origen completamente reciente; hemos señalado en otra parte un abuso del mismo género en lo que concierne a la palabra «religión». Es menester no fiarse de estas desviaciones del lenguaje, que traducen una suerte de degeneración de las ideas correspondientes; y no porque alguien se titule de «tradicionalista» es seguro que sepa, siquiera imperfectamente, lo que es la tradición en el verdadero sentido de esta palabra. Por nuestra parte, nos negamos absolutamente a dar este nombre a todo lo que es de orden puramente humano; no es inoportuno declararlo expresamente cuando uno se encuentra a cada instante, por ejemplo, una expresión como la de «filosofía tradicional». Una filosofía, incluso si es verdaderamente todo lo que puede ser, no tiene ningún derecho a ese título, porque está toda entera en el orden racional, incluso si no niega lo que la rebasa, y porque no es más que una construcción edificada por individuos humanos, sin revelación o inspiración de ningún tipo, o, para resumir todo eso en una sola palabra, porque es algo esencialmente «profano». Por lo demás, a pesar de todas las ilusiones en las que algunos parecen complacerse, no es ciertamente una ciencia completamente «libresca» la que puede bastar para enderezar la mentalidad de una raza y de una época; y para eso se precisa otra cosa que una especulación filosófica, que, incluso en el caso más favorable, está condenada, por su naturaleza misma, a permanecer completa mente exterior y mucho más verbal que real. Para restaurar la tradición perdida, para revivificarla verdaderamente, es menester el contacto del espíritu tradicional vivo, y, ya lo hemos dicho, es únicamente en Oriente donde este espíritu está todavía plenamente vivo; no es menos verdad que eso mismo supone ante todo, en Occidente, una aspiración hacia un retorno a este espíritu tradicional, aunque no puede ser apenas más que una simple aspiración. Por lo demás, los pocos movimientos de reacción «antimoderna», muy incompleta en nuestra opinión, que se han producido hasta aquí, no pueden más que confirmarnos en esta convicción, ya que todo ello, que es sin duda excelente en su parte negativa y crítica, está muy alejado no obstante de una restauración de la verdadera intelectualidad y no se desarrollo más que en los límites de un horizonte mental bastante restringido. Sin embargo, ya es algo, en el sentido de que es el indicio de un estado de espíritu del que se habría tenido mucho trabajo en encontrar el menor rastro hace muy pocos años; si todos los occidentales ya no son unánimes en su contento con el desarrollo exclusivamente material de la civilización moderna, eso es quizás un signo de que, para ellos, toda esperanza de salvación no está todavía enteramente perdida. Sea como fuere, si se supone que Occidente, de una manera cualquiera, vuelve de nuevo a la tradición, su oposición con Oriente se encontraría por eso mismo resuelta y dejaría de existir, puesto que ella no ha tomado nacimiento sino por el hecho de la desviación occidental, y puesto que no es en realidad más que la oposición del espíritu tradicional y del espíritu antitradicional. Así, contrariamente a lo que suponen aquellos a los que hacíamos alusión hace un instante, el retorno a la tradición tendría, entre sus primeros resultados, hacer inmediatamente posible un entendimiento con Oriente, como ese entendimiento es posible entre todas las civilizaciones que poseen elementos comparables o equivalentes, y entre esas
civilizaciones solamente, ya que son estos elementos los que constituyen el único terreno sobre el que este entendimiento puede operarse válidamente. El verdadero espíritu tradicional, de cualquier forma que se revista, es por todas partes y siempre el mismo en el fondo; las
formas diversas, que están especialmente adaptadas a tales o a cuales condiciones mentales, a tales o a cuales circunstancias de tiempo y de lugar, no son más que expresiones de una única y misma verdad; pero es menester poder colocarse en el orden de la intelectualidad pura para descubrir esta unidad bajo su aparente multiplicidad. Por otra parte, es en este orden intelectual donde residen los principios de los que todo el resto depende normalmente a título de consecuencias o de aplicaciones más o menos alejadas; así pues, es sobre estos principio donde es menester estar de acuerdo ante todo, si debe tratarse de un entendimiento verdaderamente profundo, puesto que eso es todo lo esencial; y, desde que se comprenden realmente, el acuerdo se hace por sí mismo. 


En efecto, es menester destacar que el conocimiento de los principios, que es el conocimiento por excelencia, el conocimiento  metafísico en el verdadero sentido de esta palabra, es universal como los principios mismos, y por tanto enteramente libre de todas las contingencias individuales, que intervienen por el contrario necesariamente desde que se desciende a sus aplicaciones; así, este dominio puramente intelectual es el único donde no hay necesidad de un esfuerzo de adaptación entre mentalidades diferentes. Además, cuando se cumple un trabajo de este orden, ya no hay más que desarrollar los resultados para que el acuerdo en todos los demás dominios se encuentre igualmente realizado, puesto que, como acabamos de decirlo, es de eso de lo que depende todo directa o indirectamente; por el contrario, el acuerdo obtenido en un dominio particular, al margen de los principios, será siempre eminentemente inestable y precario, y mucho más semejante a una combinación diplomática que a un verdadero entendimiento. Por eso este entendimiento, insistimos aún en ello, no puede operarse realmente más que por arriba, y no por abajo, y esto debe entenderse en un doble sentido: es menester partir de lo que hay más elevado, es decir, de los principios, para descender gradualmente a los diversos órdenes de
aplicaciones observando siempre rigurosamente la dependencia jerárquica que existe entre ellos; y esta obra, por su carácter mismo, no puede ser más que la de una élite, dando a esta palabra su acepción más verdadera y más completa: es de una élite intelectual de lo que
queremos hablar exclusivamente, y, a nuestros ojos, no podría haber otras, puesto que todas las distinciones sociales exteriores carecen de importancia desde el punto de vista donde nos colocamos. Éstas pocas consideraciones pueden hacer comprender ya todo lo que le falta a la
civilización occidental moderna, no solamente en cuanto a la posibilidad de un acercamiento efectivo a las civilizaciones orientales, sino también en sí misma, para ser una civilización normal y completa; por lo demás, la verdad sea dicha, las dos cuestiones están tan estrechamente ligadas que no constituyen más que una, y acabamos de dar precisamente las
razones por las que ello es así. Ahora tendremos que mostrar más completamente en qué consiste el espíritu antitradicional, que es propiamente el espíritu moderno, y cuáles son las consecuencias que lleva en sí mismo, consecuencias que vemos desarrollarse con una lógica
despiadada en los acontecimientos actuales; pero, antes de llegar ahí, se impone todavía una última reflexión. Ser resueltamente «antimoderno», no es ser «antioccidental», si se puede emplear esta palabra, puesto que, al contrario, es hacer el único esfuerzo que sea válido para intentar salvar a Occidente de su propio desorden; y, por otra parte, ningún Oriental fiel a su propia tradición puede considerar las cosas de diferente modo a como lo hacemos nosotros mismos; ciertamente, hay muchos menos adversarios del Occidente como tal, lo que por lo demás apenas tendría sentido, que del Occidente en tanto se identifica a la civilización moderna. 


Algunos hablan hoy día de la «defensa de Occidente», lo que es verdaderamente singular, cuando, como lo veremos más adelante, es Occidente el que amenaza con sumergirlo todo y con arrastrar a la humanidad entera en el torbellino de su actividad desordenada; singular, decimos, y completamente injustificado, si entienden, como así parece a pesar de algunas restricciones, que esta defensa debe dirigirse contra Oriente, ya que el verdadero Oriente no piensa ni en atacar ni en dominar nada, y no pide más que su independencia y su tranquilidad, lo que, se convendrá en ello, es bastante legítimo. No obstante, la verdad es que Occidente tiene en efecto gran necesidad de ser defendido, pero únicamente contra sí mismo, contra sus propias tendencias que, si se llevan al extremo, le conducirán inevitablemente a la ruina y a la destrucción; así pues, es más bien «reforma de Occidente» lo que sería menester decir, y esta reforma, si fuera lo que debe ser, es decir, una verdadera restauración tradicional, tendría como consecuencia completamente natural un acercamiento a Oriente. Por nuestra parte, no pedimos más que contribuir, en la medida de nuestros medios, a la vez a esta reforma y a este acercamiento, si no obstante hay tiempo todavía, y si puede obtenerse un tal resultado antes de la catástrofe final hacia la que la civilización marcha a grandes pasos; pero, incluso si fuera ya demasiado tarde para evitar esta catástrofe, el trabajo cumplido con esta intención no sería inútil, ya que, en todo caso, serviría para preparar, por lejanamente que esto sea, esa «discriminación» de la que hablábamos al comienzo, y para asegurar así la conservación de los elementos que deberán escapar al naufragio del mundo actual para devenir los gérmenes del mundo futuro.





LA CRISE DU MONDE MODERNE, 
Bossard, París, 1927. Gallimard, París, 1946 
(con algunasvariaciones), 1956, 1968, 1994, 1995. 
Traducción española: La Crisis del Mundo moderno, Huemul, Buenos Aires, 1966. 
Obelisco, Barcelona, (trad. de M. García), 1982, 
1988 (116 pp.). Paidós, Barcelona, 2001 (trad. de A.  López y M. Tabuyo).


lunes, 11 de noviembre de 2013

Vincent Van Gogh: Cartas a Teo (1878)


Amsterdam, 
3 de abril de 1878




He seguido reflexionando sobre el tema de nuestra conversación e involuntariamente he pensado en las palabras «somos lo que éramos ayer». Esto no significa que se deba marcar el paso y no tratar de desarrollarse, al contrario, hay una razón imperiosa para hacerlo y encontrarlo. Pero para seguir fiel a esa palabra, no se puede retroceder, y cuando se ha empezado a considerar las cosas con una mirada libre y confiada no se puede volver atrás ni claudicar. Los que decían: «Somos lo que éramos ayer», eran «hombres honrados», lo que resulta claramente de la constitución que han redactado, que subsistirá en todo tiempo y de la cual se ha podido decir que había sido escrita «con el rayo de lo alto» y «un dedo de fuego». Es bueno ser «hombre honrado» y tratar de serlo más y más, y se obra bien cuando se cree que es preciso, para ello, ser «hombre interior y espiritual». Si se tuviera la convicción de pertenecer a esta categoría, se avanzaría por el camino con calma y confianza, sin dudar del buen resultado final. Había un hombre que un día entró en una iglesia y preguntó: «Es posible que mi fervor me haya engañado, que haya tomado el mal camino y que siga mal, ¡ay de mí! Si me librara de esta incertidumbre y si pudiera tener la firme convicción de que terminaré por tener éxito y vencer». Y una voz entonces le contesta: «Y si tuvieras la certidumbre, ¿qué harías? Haz como si estuvieras seguro y no serás confundido.» El hombre entonces continuó su camino, ya no incrédulo sino creyente, y continuó la obra sin dudar ni vacilar más. Por lo que respecta a ser «hombre interior y espiritual», ¿no se podría desarrollar este estado en uno mismo por el conocimiento de la historia en general y de personalidades determinadas de todos los tiempos en particular, desde la historia sagrada hasta la de la Revolución, y de la Odisea hasta los libros de Dickens y Michelet? ¿Y no se podría sacar alguna enseñanza de la obra de hombres como Rembrandt o de las Malas hierbas de Breton, o Las horas de la jornada de Millet, o la Benedicite de De Groux o Brion o El recluta de De Groux (o si no de Conscience) o los Grandes robles de Dupré, o los molinos y las llanuras de arena de Michel?


Hemos hablado mucho de lo que es nuestro deber y cómo podríamos llegar a algo bueno, y hemos llegado a la conclusión de que nuestro fin en primer término debe ser el de hallar un lugar determinado y un oficio al cual podamos consagrarnos enteramente. Y creo que estábamos igualmente de acuerdo sobre este punto, que hay, sobre todo, que encarar el fin y que una victoria lograda después de toda una vida de trabajos y esfuerzos, vale más que una victoria lograda más temprano.

El que vive sinceramente y encuentra penas verdaderas y desilusiones, que no se deja abatir por ellas, vale más que el que tiene siempre el viento de popa y que sólo conoce una prosperidad relativa. Porque en quienes se comprueba de la manera más visible un valor superior, son aquellos a quienes se aplican las palabras: «Trabajadores, vuestra vida es triste; trabajadores, vosotros sufrís en la vida; trabajadores, vosotros sois felices », son aquéllos que llevan los estigmas de «toda una vida de lucha y de trabajos sostenida sin doblegarse jamás». Es necesario hacer esfuerzos para semejarse a ellos.

Starry Night Over the Rhone by Vincent van Gogh
Avanzamos entonces camino indeffesi favente Deo. En lo que me concierne, debo tornarme un buen predicador, que tenga algo bueno que decir y que pueda ser útil al mundo, y tal vez me convendría conocer un período de preparación relativamente largo que quedara sólidamente confirmado en una firme convicción antes de ser llamado a hablar a otros... Desde el momento en que nos esforzamos en vivir sinceramente, todo será para buen fin, hasta si debemos inevitablemente tener penas sinceras y verdaderas desilusiones; cometeremos también gruesas faltas y haremos malas acciones, pero es verdad que es preferible tener el espíritu ardiente, aunque se deban cometer más faltas, que ser mezquino y demasiado prudente. Es bueno amar tanto como se pueda, porque ahí radica la verdadera fuerza, y el que mucho ama realiza grandes cosas y se siente capaz, y lo que se hace por amor está bien hecho. Cuando quedamos impresionados por uno u otro libro, por ejemplo, tomando al azar: La golondrina, La alondra, El ruiseñor, Las aspiraciones del otoño, Veo desde aquí una señora, Amaba esta pequeña ciudad singular, de Michelet, es porque estos libros han sido escritos con el corazón, en la simplicidad y pobreza del espíritu. Si se tuvieran que pronunciar algunas palabras pero con un sentido, sería mejor que pronunciar muchas que no serán más que sonidos huecos y no costaría nada pronunciarlas por la escasa utilidad que tendrían.


Starry Night

Si se continúa amando sinceramente lo que es en verdad digno de amor y no se derrocha el amor en cosas insignificantes y nulas e insípidas, se logrará, poco a poco, más luz y se llegará a ser más fuerte.Cuanto más rápido trata de distinguirse uno en el dominio de alguna actividad y en algún oficio, y se adopta una manera de pensar y de obrar relativamente independiente, y más se sujeta a reglas fijas, más firme se hará el carácter y no habrá por ello que sentirse disminuido. Hacer esto es de sabios, porque la vida es corta y el tiempo pasa ligero; si nos perfeccionamos en una sola cosa y la comprendemos bien, adquirimos por añadidura la comprensión y el conocimiento de muchas otras cosas.


A veces conviene ir hacia el mundo y frecuentar los hombres pues uno se siente allí obligado y llamado, pero el que prefiere permanecer solo y tranquilamente en la obra y sólo quisiera tener muy pocos amigos, es el que circula con más seguridad entre los hombres y en el mundo. No hay que fiarse jamás al hecho de no tener dificultades y preocupaciones y obstáculos de ninguna naturaleza, pero no hay que hacerse la vida demasiado fácil. Y hasta en los ambientes cultivados y en las mejores sociedades y en las circunstancias más favorables, hay que conservar algo del carácter original de un Robinson Crusoe o de un hombre de la naturaleza, jamás dejar apagar el fuego de su alma, sino avivarlo. Y el que continúa guardando la pobreza para sí y la ama, posee un gran tesoro y oirá siempre con claridad la voz de su conciencia; el que escucha y sigue esta voz interior, que es el mejor don de Dios, concluirá por encontrar en ella un amigo y no estará jamás solo...

Que esté allí nuestro destino, muchacho, que tu camino sea próspero y que Dios esté contigo en todas las cosas y te haga triunfar, es lo que te desea con un cordial apretón de manos en tu partida, tu hermano que te quiere
                                                                                   
                                                                              Vincent



Instituto del Libro, La Habana, 1968.
Barral Editores, Barcelona 1972.