miércoles, 30 de mayo de 2012

Ernesto Sábato: Hombres y Engranajes (1951)


La Esencia del   
   Renacimiento
     

                 El DESPERTAR DEL   
                            HOMBRE LAICO 

Cuando por primera vez estudié la historia mundial, en el colegio secundario, fui sorprendido por las extrañas virtudes del ejército turco, que más o menos se sintetizaban así: en 1453 tomaba Constantinopla y ponía fin, de tal manera, a la Edad Media; inmediatamente, una cantidad de señores se ponían a refutar a Aristóteles con pesas que caían de una torre y planos inclinados, o mirando a través del tubo de un telescopio. Esta doctrina sobre las propiedades del ejército turco es bastante popular y, aunque no sea con tal nitidez, figura en muchos textos escolares. Y hasta tal punto domina en la enseñanza que al doblar el cabo del año 1453 se pasa a otro volumen y a otro año de estudios. Cuando ya de grande me interesé por la historia de la ciencia, encontré que en aquella época tenebrosa que antecedió a la caída de Constantinopla los europeos habían inventado o reinventado la pólvora, la imprenta, las armas de fuego, la brújula, la pintura al óleo, las catedrales, el molino de viento, el molino de agua, las lentes, el timón, la exclusa, la forja de fuelle, la medicina y la cirugía, el reloj mecánico, los fundamentos de la ciencia experimental, los vitrales, los esmaltes, los mapas matemáticos, la navegación de altura, la industria de los tejidos y del vidrio. ¿Quiénes habían elaborado todo eso? En general, es peligroso cortar la historia en pedazos. Pero, si debemos buscar el viraje que originó nuestra civilización, hay que buscarlo en la época de las Cruzadas. Es ahí, en las comunas burguesas, donde verdaderamente se inician los Tiempos Modernos, con una nueva concepción del hombre y su destino. Entre el derrumbe del Imperio Romano y el despertar del siglo XII el mundo occidental se sume en lo que propiamente debería llamarse "edad media". El hombre se sumerge en los valores espirituales y sólo vive para Dios: el dinero y la razón emigran hacia mejores territorios, refugiándose en Bizancio, en el imperio musulmán, entre los judíos. Bajo la doble presión de la ética cristiana y del aislamiento militar, el hombre de Occidente renunció durante seis siglos a las dos potencias que mejor parecen representar los halagos de la materia y del pensamiento, la tentación del espíritu mundano. Es difícil precisar por qué despierta Occidente. Lo que sucede es el resultado de infinitos factores, desde una ética hasta la belleza de una mujer, desde una estructura económica hasta el poder de convicción de un fanático a caballo. Es muy difícil, y a menudo muy bizantino, establecer las causas últimas de un acontecer histórico; parece mejor tomar el hecho en su totalidad, como una estructura cerrada.

Hacia la época de las Cruzadas comienza el despertar de Occidente, gracias a un conjunto de factores concomitantes: el debilitamiento del poder musulmán, la relativa tranquilidad de las ciudades después de tantos siglos de lucha y destrucción, la pérdida de las esperanzas en el advenimiento del reino de Dios sobre la tierra, la reapertura del comercio mediterráneo. ¿Cuál de todos ellos es el factor último? No es fácil discriminarlo, Pero en cambio es fácil advertir que debajo de todos ellos actúan dos fuerzas fundamentales: la razón y el dinero. El levantamiento de la razón comienza en el seno de la teología hacia el siglo XI, con Berengario de Tours. San Pedro Damián combate esta tentativa, manifestando su desconfianza por la ciencia y la filosofía, poniendo en duda la validez de las leyes del pensamiento y, en particular, la validez absoluta del principio de contradicción, que aunque rige en el mundo de lo finito —afirma— no rige para el ser divino.

La polémica se agudiza con Abelardo, quien sostiene que no se debe creer sin pruebas: sólo la razón debe decidir en pro o en contra. Es silenciado por San Bernardo, pero representa, en pleno siglo XII, el heraldo de los tiempos nuevos, en que la inteligencia, ya desenfrenada, no reconocerá otra soberanía que la de la razón. "¡Oh, Jesús! —exclamará un teólogo en estado de embriaguez racionalista—. ¡Cuánto he reforzado y ensalzado Tu doctrina! En verdad, si fuera Tu enemigo, podría invalidarla y refutarla con argumentos todavía más poderosos."
Pero para que esa soberanía de la razón se estableciera, era menester el afianzamiento de su aliado el dinero. Entonces, toda la gigantesca estructura de la Iglesia y de la Feudalidad se vendrá abajo. El dinero había aumentado silenciosamente su poderío en las comunas italianas desde las Cruzadas. La Primera Cruzada, la Cruzada por antonomasia, fue la obra de la fe cristiana y del espíritu de aventura de un mundo caballeresco, algo grande y romántico, ajeno a la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el destino de este ejército señorial servir casi exclusivamente al resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo Sepulcro ni Constantinopla, pero se reanudaron las rutas comerciales con Oriente. Las Cruzadas promovieron el lujo y la riqueza y, con ellos, el ocio propicio a la meditación profana, el humanismo, la admiración por las ciudades de la antigüedad.

Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la clase burguesa. Durante los siglos XII y XIII, esta clase triunfa por todos lados. Sus luchas y su ascenso provocaron transformaciones de tan largo alcance que hoy sentimos sus últimas consecuencias. Ya que nuestra crisis es la reducción al absurdo de aquella irrupción de la clase mercantil.


DEL NATURALISMO A LA MÁQUINA

Al despertar del largo ensueño del Medioevo, el hombre redescubre el mundo natural y al hombre natural, el paisaje y su propio cuerpo.
Su realidad será ahora secular y profana, o tenderá a serlo cada vez más, pues una visión del mundo no cambia instantáneamente. Pero lo que importa es ver las líneas de fuerza que ocultamente empiezan a dirigir la orientación de una sociedad, la inquietud de sus hombres, la dirección de sus miradas; sólo así puede saberse lo que va a acontecer visiblemente varios siglos después. La profanidad de Rafael no se explica sin esa oculta tensión de las líneas de fuerza que empiezan a actuar ya en el siglo XII. Entre un Giotto y un Rafael —comienzo y fin de un proceso— hay toda la distancia que media entre un pequeñoburgués profundamente cristiano, todavía sumergido hasta la cintura en la Edad Media, y un artista mundano, emancipado de toda religiosidad.

La vuelta a la naturaleza es un rasgo esencial de los comienzos renacentistas y se manifiesta tanto en el lenguaje popular como en las artes plásticas, en la literatura satírica como en la ciencia experimental. Los pintores y escultores descubren el paisaje y el desnudo. Y en el redescubrimiento del desnudo no sólo influye la tendencia general hacia la naturaleza, sino el auge de los estudios anatómicos y el espíritu igualitario de la pequeña burguesía: porque el desnudo, como la muerte, es democrático. La primera actitud del hombre hacia la naturaleza fue de candoroso amor, como en San Francisco. Pero dice Max Scheler que amar y dominar son dos actitudes complementarias, y a ese amor desinteresado y panteístico siguió el deseo de dominación, que habría de caracterizar al hombre moderno. De este deseo nace la ciencia positiva, que no es ya mero conocimiento contemplativo, sino el instrumento para la dominación del universo. Actitud arrogante que termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado. El hombre secularizado —animal instrumentificum— lanza finalmente la máquina contra la naturaleza, para conquistarla. Pero dialécticamente ella terminará dominando a su creador.


EL DIABLO REEMPLAZA A LA METAFÍSICA

El fundamento del mundo feudal era la tierra; como consecuencia, esta sociedad es estática, conservadora y espacial. En cambio, el fundamento del mundo moderno es la ciudad; la sociedad resultante es dinámica, liberal y temporal. En este nuevo orden prevalece el tiempo sobre el espacio, porque la ciudad está dominada por el dinero y la razón, fuerzas móviles por excelencia. La dinámica es una rama moderna de la física, contemporánea de la industria y de la balística del Renacimiento; los antiguos sólo habían desarrollado la estática. La característica de la nueva sociedad es la cantidad. El mundo feudal era un mundo cualitativo: el tiempo no se medía, se vivía en términos de eternidad y el tiempo era el natural de los pastores, del despertar y del descanso, del hambre y del comer, y del amor y del crecimiento de los hijos, el pulso de la eternidad; era un tiempo cualitativo, el que corresponde a una comunidad que no conoce el dinero.

Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de las figuras en una ilustración no correspondían a las distancias ni a la perspectiva: eran expresión de la jerarquía. Pero cuando irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica. En una sociedad en que el simple transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que "el tiempo es oro", es natural que se lo mida, y que se lo mida minuciosamente. Desde el siglo XV los relojes mecánicos invaden Europa y el tiempo se convierte en una entidad abstracta y objetiva, numéricamente divisible. Habrá que llegar hasta la novela actual para que el viejo tiempo intuitivo sea recuperado por el hombre.

El espacio también se cuantifica. La empresa que fleta un barco cargado de valiosas mercancías no va a confiar en esos dibujos de una ecumene rodeada de grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no poe¬tas. El artillero que debe atacar una plaza fuerte necesita que el matemático le calcule el ángulo de tiro. El ingeniero civil que construye canales y diques, máquinas de hilar y de tejer, bombas para minas; el constructor de barcos, el cambista, el ingeniero militar, todos ellos tienen necesidad de matemática y de un espacio cuadriculado. El artista de aquel tiempo surge del artesano —en realidad de la misma persona— y es lógico que lleve al arte sus preocupaciones técnicas. Piero della Francesca, creador de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la pintura. Entusiasmados con la novedad, los pintores italianos comienzan a emplear una perspectiva abundante y muy visible, como nuevos ricos de este arte geométrico. El viejo Uccello se extasía tanto ante el invento, que su mujer tiene que reclamarlo repetidas veces para la comida. Leonardo escribe en su Tratado: "Dispon luego las figuras de hombres vestidos o desnudos de la manera que te has propuesto hacer efectiva, sometiendo a la perspectiva las magnitudes y medidas, para que ningún detalle de tu trabajo resulte contrario a lo que aconsejan la razón y los efectos naturales". Y en otro aforismo agrega: "La perspectiva, por consiguiente, debe ocupar el primer puesto entre todos los discursos y disciplinas del hombre. En su dominio, la línea luminosa se combina con las variedades de la demostración y se adorna gloriosamente con las flores de las matemáticas y más aún con las de la física".
Según Alberti, el artista es ante todo un matemático, un técnico, un investigador de la naturaleza.
Y así, también, irrumpe la proporción. El intercambio comercial de las ciudades italianas con Oriente facilitó el retorno de las ideas pitagóricas, que habían sido corrientes en la arquitectura romana. Pero es con la emigración de los eruditos griegos de Constantinopla cuando en Italia comienza el real resurgimiento de Platón y, a través de él, de Pitágoras. Cosimo recoge a los sabios y él mismo sigue sus enseñanzas en la Academia de Florencia. De este modo, el misticismo numerológico de Pitágoras celebra matrimonio con el de los florines, ya que la aritmética regía por igual el mundo de los poliedros y el de los negocios. Con razón sostiene Simmel que los negocios introdujeron en Occidente el concepto de exactitud numérica, que será la condición del desarrollo científico. El viejo tirano dejaba sus múltiples preocupaciones para asistir, embelesado, a las discusiones académicas; y, por un complicado mecanismo, Sócrates lo aliviaba del último envenenado. Lo mismo, más tarde, su nieto Lorenzo: "Sin Platón, me sentia incapaz de ser buen ciudadano y buen cristiano", aforismo paradójico que no le impedía degollar o ahorcar a sus enemigos políticos.

Nada muestra mejor el espíritu del tiempo que las obras de Luca Pacioli, especie de almacén en que se encuentran desde los inevitables elogios al duque hasta las proporciones del cuerpo humano, desde contabilidad por partida doble hasta la trascendencia metafísica de la Divina Proporción: "Esta nuestra proporción, oh excelso Duque, es tan digna de prerrogativa y excelencia como la que más, con respecto a su infinita potencia, puesto que sin su conocimiento muchísimas cosas muy dignas de admiración, ni en filosofía ni en otra ciencia alguna, podrían venir a luz". Sucesivamente la califica de divina, exquisita, inefable, singular, esencial, admirable, innominable, inestimable, excelsa, suprema, excelentísima, incomprensible y dignísima. Parece como si hablara del propio Duque de Milán. Este concepto pitagórico tuvo influencia en casi todos los artistas del Renacimiento italiano, así como en Durero. Pero también se extendió al campo de las ciencias, como puede observarse en los trabajos de Cardano, Tartaglia y Stevin. Finalmente, reaparece en la mística de la armonía kepleriana y en las hipótesis estético-metafísicas que sirvieron de base a las investigaciones de Galileo. Porque los que piensan que los hombres de ciencia investigan sin prejuicios estético-metafísicos tienen una idea bastante singular de lo que es la investigación científica. Este es el hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el mundo, las tiene a su servicio, es el dios de la tierra: es el diablo. Su lema es: todo puede hacerse. Sus armas son el oro y la inteligencia. Su procedimiento es el cálculo.

Jacobo Loredano asienta en su Libro Mayor: "Al Dux Foscari, por la muerte de mi hijo y de mi tío". Después de haber eliminado a Foscari y a su hijo, agrega: "Pagado". Gianozzo Manetti ve en Dios algo así como el maestro duno traffico. Villani considera que las donaciones y limosnas son una forma contractual de asegurarse la ayuda
divina. Inocencio VIII instaura un banco de indulgencias, en donde se venden absoluciones por asesinatos. Esta mentalidad calculadora de los mercaderes se extiende en todas direcciones. Empieza por dominar la navegación, la arquitectura y la industria. Con las armas de fuego invade el arte de la guerra, a través de la balística y la fortificación. Se desvalorizan la lanza y la espada del caballero, a la bravura individual del señor a caballo sucede la eficacia del ejército mercenario.
A estos ingenieros no les interesa la Causa Primera. El saber técnico toma el lugar de la preocupación metafísica, la eficacia y la precisión reemplazan a la angustia religiosa. Para juzgar hasta qué punto esto es la esencia del espíritu burgués, véase la crítica que Valéry hace a la metafísica en Leonardo y los filósofos: aunque falaz, es la misma que hace Leonardo, la misma que hacen los pragmatistas y positivistas, esos ingenieros de la filosofía.
La mentalidad calculadora invade finalmente la política: Maquiavelo es el ingeniero del poder estatal. Se impone una concepción dinámica e inescrupulosa. Que no reconoce honor, ni derechos de sangre, ni tradición. ¡Qué lejos estamos de aquella cristiandad unida en su fe contra los infieles! El Papa Alejandro VI intenta la alianza de los turcos contra los venecianos. Las dinastías se levantan y se liquidan mediante el puñal de asesinos a sueldo, a tantos ducados por cabeza. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que puedan impedir el desarrollo de los planes humanos. Leonardo, en sus laboriosas noches del hospital Santa María, inclinado sobre el pecho abierto de los cadáveres, busca el secreto de la vida y de la muerte, quiere ver cómo Dios crea seres vivos, ansia suplantarlo, exclama: "Voglio fare miracoli!".



COMPLEJIDAD Y DRAMA DEL HOMBRE RENACENTISTA

Estamos hablando de las fuerzas dominantes, pero es necesario que ahora consideremos las contrafuerzas. El Renacimiento, como cualquier época, sólo puede ser profundamente juzgado si se lo pien¬sa como la lucha y la síntesis de fuerzas encontradas. La afirmación (provisoria y parcial ) de que el Renacimiento es un proceso de se¬cularización no implica negar el misticismo de Savonarola o de Mi¬guel Ángel. Bastaría sentir por un instante, en el Palazzo del Bargello, la tierna y estremecida actitud del San Giovannino, de Donatello, para comprender hasta qué punto es trivial aquella creencia so¬bre la mera profanidad del Renacimiento.
Una doctrina no traduce unívocamente una época, sino se for¬ma de manera compleja; en parte por el desarrollo autónomo y pu¬ramente intelectual de las ideas anteriores —por o en contra de esas ideas—, en parte como manifestación del espíritu de su tiempo. Y también esto de manera polémica: al espíritu religioso de la Edad Media sucede el espíritu profano de la burguesía; pero, al asumir és¬te sus formas más groseras, suscita la reacción mística de Savonarola. Artistas como Miguel Ángel y Botticelli fueron intensamente conmovidos por esta reacción, y no sólo no contradicen la profani¬dad del Renacimiento, sino que son su consecuencia.
Por eso es falso afirmar que "el Renacimiento es una vuelta a la antigüedad". La historia no retorna jamás. Lo que hay es un retorno de ciertas características del espíritu grecolatino, en la medida en que también había sido un espíritu ciudadano, el producto de una cultura de ciudades, una civilización.
Mas las ciudades renacentistas eran ciudades distintas de las antiguas y bastaría la sola existencia del cristianismo para diferenciar radicalmente esta nueva civilización de la antigua. ¿Cómo sería posible comparar el realismo de un espíritu cristiano como Donatello con el realismo de un escultor griego? La importancia del cristianismo se revela hasta en aquella actividad del espíritu que, por su naturaleza, parece más alejada: la ciencia positiva. Mucho se sorprenderían los anticlericales de barrio si se les dijese que la ciencia occidental nació gracias a la Iglesia, y no obstante es así. Creo posible explicar aquel proceso de la siguiente manera:
       
                 Durante la Edad Media, la Iglesia está caracterizada por dos temas: el dogma y la abstracción. La burguesía aparece caracterizada por los dos temas contrapuestos: la libertad y el realismo. Entre los clérigos y los burgueses están los humanistas. El sentido naturalista, concreto, vivo del humanismo, frente a la aridez escolástica, lo hace un aliado de la burguesía: con su paganismo, conmueve los fundamentos de la Iglesia, es revolucionario, ayuda al ascenso de la nueva clase; los dos temas de la burguesía —libertad y realismo— son los suyos propios; y no es extraño, en consecuencia, que la mayor parte de los humanistas proviniesen de la clase mercantil. Al otorgar a los escritos de los antiguos tanto valor como a la Biblia, el cristianismo se hizo irreconocible en estos hombres; la yuxtaposición de ambos cultos tenía que conducir a la indiferencia y finalmente al ataque de la moral cristiana y de las instituciones eclesiásticas, paso que dio Lorenzo Valla, esa especie de protestante avant la lettre. Pero en el momento en que el humanismo se extasía con la antigüedad, en el momento en que hace de su culto un juego cortesano y exquisito, se vuelve conservador y reaccionario: técnicos como Leonardo, los hombres que mejor representan el espíritu de la modernidad, mirarán como a charlatanes a los señores que se pasaban el día discutiendo en la Academia, a esos pedantes que habían vuelto la espalda al lenguaje popular para entregarse a la vana resurrección del latín, a esos presuntuosos que habían dejado de llamarse Fortiguerra o Wolfgang Schenk para convertirse, grandiosamente, en Cartero-machus y Lupambulus Ganimedes. De esta manera, el humanismo pasa del tema de la libertad al tema del dogma, al dogma de la antigüedad. Y de la revolución pasa a la reacción.

En cuanto al burgués, había insurgido como realista, preocupándose solamente por lo que tenía delante de las narices, desconfiando de toda suerte de abstracciones. Pero con palancas y ruedas no se hace la ciencia moderna: es necesario unir los hechos en un esquema racional y abstracto. Por eso, paradójicamente, la ciencia positiva no pudo surgir sin la ayuda de la Iglesia, pues mientras su faz técnica y utilitaria proviene de la burguesía, su lado teórico, la idea de una racionalidad del Universo (sin la cual ninguna ciencia es posible), proviene de la escolástica. De este modo, apenas la burguesía ha llegado a la etapa de la ciencia, hace suyo el tema de la abstracción, que caracterizaba a la escolástica, pero lo instrumenta a su modo, uniéndolo al saber concreto y utilitario, entrelazándolo a los poderes temporales de la máquina y el capitalismo y, a través del número, al tema de la belleza en la proporción, que era típico del humanismo. Y así, en este fugaz reinado pitagórico, oímos la última parte de una compleja partitura, en que todos los temas iniciales aparecen complicados y entrelazados de tal manera que apenas puede distinguirse a Platón de Aristóteles, a las preocupaciones prácticas de las metafísicas, a la aridez escolástica de la intuición concreta. Pero esto no es todo. Además del cristianismo, hay dos fuerzas que complican aun más el proceso renacentista.
Como dice Jung, el proceso cultural consiste en una dominación progresiva de lo animal en el hombre, un proceso de domesticación que no puede llevarse a cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad. De tiempo en tiempo, una especie de embriaguez acomete a la humanidad, que ha ido entrando por las vías de la cultura. La antigüedad experimentó esa embriaguez en las orgías dionisíacas, desbordadas de Oriente, y que cons¬tituyeron un elemento esencial y característico de la cultura clásica. Según la ley ya establecida por Heráclito de la enantiodromía, o contracorriente, todo marcha hacia su contrario, y a la orgía dionisíaca tenía que seguir, fatalmente, el ideal estoico y luego el ascetismo de Mitra y de Cristo; hasta que, con el Renacimiento, un nuevo, tu¬multuoso y adolescente entusiasmo intenta el dominio del espíritu humano. Este espíritu dionisíaco explica la duplicidad de muchos grandes hombres del Renacimiento, que en ciertos casos llevará hasta la neurosis. Un ejemplo sencillo lo tenemos en la ciencia: ni Leonardo ni ninguno de los precursores tuvieron una idea sistemática de la racionalidad. En todo el Renacimiento se asiste a una lucha entre la magia y la ciencia, entre el deseo de violar el orden natural —¡y qué sexual es hasta la misma expresión!— y la convicción de que el poder sólo puede adquirirse en el respeto de ese orden. En uno de sus aforismos, dice Leonardo: "La naturaleza no quebranta jamás sus leyes"; pero en uno de sus arrebatos demiúrgicos, exclama con soberbia: "¡Quiero hacer milagros!". Es probable que su conciencia pensara en ese ins¬tante en milagros "científicos", pero es seguro que su inconsciencia soñaba con milagros genuinos. El Renacimiento está saturado de brujerías. La obra de los alquimistas y astrólogos es eminentemente renacentista, y no poco de la química y de la astrología de nuestro tiempo tiene origen en aquellas desaforadas investigaciones. El Re¬nacimiento es demoníaco, por lo mismo que busca el dominio de la tierra.

Roger Bacon, el doctor mirabilis, padre de nuestra ciencia ex-perimental, era tenido por un poderoso mago: condensando el aire, había construido un puente de treinta millas entre Inglaterra y el continente, y por él había pasado con toda su comitiva, desvanecién-dolo detrás de sí. Con el arte pasan cosas similares: la duplicidad del espíritu renacentista nos explica esa especie de insatisfacción neurótica que nos parece intuir en la obra de tantos artistas renacentistas, y quizá en los más grandes: ya en la angustiosa y romántica escultura de Miguel Ángel, como en la melancólica pintura de Botticelli. Como ha señalado Berdiaeff, el hombre occidental ya no podía volver ingenuamente a la naturaleza, en el estado de ánimo del griego, porque de por medio estaba el cristianismo y así, mientras los antiguos lograron la perfección en el arte, el Renacimiento sufrió siempre los efectos de ese radical desdoblamiento del espíritu: ímpetu profano, herencia cristiana. En los hombres del cuatrocientos se siente la añoranza por la perfección clásica, que ya nunca más será alcanzable: la disociación que la conciencia cristiana ha establecido entre la vida divina y la terrena, entre lo eterno y lo perecedero, no podrá ser superada más en el curso de nuestra historia.

Esa disociación es más intensa en los países germánicos que en Italia, porque éste era un país antiguo, y no es asombroso que en ella hasta los mismos papas hayan sucumbido a la actitud profana. La irrupción gótica es la otra y potente fuerza de la modernidad, fuerza que ya oculta, ya aparente, hará que el conflicto básico de nuestra civilización sea más dramático, hasta terminar primero con la rebelión protestante y más tarde con la rebelión romántica y existencial. En la arquitectura gótica, angustiosamente estirada hacia arriba, incapaz de la medida y de la perfección grecolatinas, ve Berdiaeff la materialización de ese conflicto del alma europea, de ese carácter de imposible que es el rasgo característico de toda la cultura cristiana. En suma, si por Renacimiento consideramos no el mero, estrecho y falso concepto de los humanistas, sino el comienzo de los tiempos modernos, hay que tomarlo como el despertar del hombre profano, pero en un mundo profundamente transformado por lo gótico y lo cristiano. Como una civilización que simultáneamente produce palacios en estilo antiguo y catedrales góticas, pequeños burgueses anticlericales como Valla y espíritus religiosos como Miguel Ángel, literatura realista y satírica como Boccaccio y un vasto drama cristiano como La Divina Comedia. Olvidemos de una vez por todas las viejas fórmulas de los humanistas, para quienes el Renacimiento no era sino una vuelta a la antigüedad, como si jamás semejante milagro se hubiera producido; olvidemos sus teorías sobre la aberración del arte gótico y pensemos que justamente fueron las catedrales góticas el corazón de muchísimas comunas burguesas que se desarrollaron a partir de la Primera Cruzada. Sólo podremos entender la complejidad del Renacimiento y el dramático dualismo de nuestro tiempo si admitimos que ese tiempo nuestro nació como interacción de los pueblos de distinta raza y tradición. Italia nunca perdió del todo la noción de ser un pueblo antiguo, ni olvidó jamás el esplendor grecolatino, que perduraba en las ruinas de sus foros, en sus acueductos
y estatuas semiderruidas; y así como muchos soñamos con los irre-cuperables instantes de la infancia, así los italianos imaginaban que de ese melancólico universo de ruinas podía realmente resurgir el portentoso pasado. En tanto que en aquellas ciudades nórdicas, formadas en torno de las fortalezas feudales, el surgimiento de la nueva civilización se iba a realizar con atributos más bárbaros y modernos, en ciudades esencialmente mercantiles, con las más típicas características del capitalismo moderno. Pero, al mismo tiempo paradójicamente en apariencia, serían la cuna de las reacciones más violentas contra la nueva civilización: el romanticismo y el existencialismo.




sábado, 26 de mayo de 2012

James George Frazer: La Rama Dorada (1890)

     Capítulo I
Rex Nemorensis 




                   1. Diana y Viribio 

¿Quién no conoce el cuadro de Turner, La Rama Dorada? La escena, inmersa en los destellos dorados con que la sublime imaginación de Turner envolvía y transfiguraba hasta el más hermoso paisaje natural, es una visión onírica del pequeño lago del bosque de Nemi "el espejo de Diana", como lo llamaban los antiguos. Quien haya contemplado las tranquilas aguas encajonadas entre las verdes colinas del monte Albano, nunca podrá olvidarlo. Las dos típicas aldeas italianas que dormitan en sus laderas y el castillo cuyos jardines descienden en terrazas hacia el lago, apenas turban la quietud y la soledad de la escena. Diana misma podría surgir aún en la orilla solitaria o incluso aparecer en la espesura del bosque. En la Antigüedad, este paisaje boscoso fue escenario de una tragedia extraña y repetida. En la orilla norte del lago, precisamente debajo del precipicio del cual pende la moderna villa de Nemi, se hallaba el pequeño bosque sagrado y el santuario de Diana Nemorensis o Diana del Bosque. El lago y el bosquecillo fueron llamados también lago y bosque de Aricia. Pero el pueblo de ese nombre (hoy La Riccia) se hallaba unas tres millas más allá, al pie del monte Albano, separado por un brazo del lago que ocupa una concavidad semejante a un cráter en la falda de la montaña. En ese bosque sagrado había un árbol alrededor del cual rondaba una figura siniestra durante todo el día y probablemente también hasta altas horas de la noche. Empuñaba una espada desnuda y miraba cautelosamente a su alrededor como si esperase a cada instante el ataque de un enemigo. Era, al mismo tiempo, sacerdote y asesino, y tarde o temprano alguien llegaría para matarlo y ocupar su puesto sacerdotal. Tal era la norma del santuario. Sólo podía ocuparse el puesto dando muerte al sacerdote para reemplazarlo, hasta ser asesinado a la vez por alguien más fuerte o más hábil. El puesto, obtenido de modo tan precario, confería el título del rey, pero seguramente ningún rey descansó menos que éste ni sufrió pesadillas tan terribles. Año tras año, en verano y en invierno, con buen o mal tiempo, debía mantener su guardia solitaria, tratando de no dormirse por el riesgo que ello implicaba para su vida. La menor desatención de su vigilancia, la más pequeña disminución de sus fuerzas o de su destreza lo ponían en peligro, las primeras canas sellaban su sentencia de muerte. 

Los sencillos y piadosos peregrinos que llegaban al santuario verían oscurecer el hermoso paisaje con su figura, como una nube que cubre de pronto al sol un día luminoso. El encanto azul de los cielos italianos, el claroscuro de los bosques en verano, los reflejos del sol en las olas, no se conciliaban con este personaje rudo y siniestro. Sería mejor imaginar este cuadro como podría verlo un caminante retrasado una de esas lúgubres noches de otoño, cuando las hojas secas caen sin cesar y el viento parece entonar un responso al año que se extingue. Es una escena sombría, con música melancólica: al fondo, el bosque recortándose negro sobre el cielo tempestuoso, el viento silbando entre las ramas, el crujido de las hojas secas bajo los pies, el azote de las frías aguas del lago contra las orillas y, en primer plano, yendo y viniendo en medio de la luz crepuscular o en la oscuridad, la figura sombría, con destellos acerados cuando la pálida luna asoma entre las nubes y filtra su luz entre la espesura. 

Esta extraña costumbre sacerdotal no tiene paralelo en la antigüedad clásica y resulta inexplicable en sí misma. Buscaremos su interpretación en otros campos. Probablemente nadie podrá negar que tiene reminiscencias de épocas bárbaras que han sobrevivido en la época imperial, fuertemente aisladas de aquella culta sociedad italiana, como una roca primitiva que emerge en medio del bien recortado césped de un jardín. La extrema rudeza y la barbarie de la costumbre nos permite alentar la esperanza de encontrar una explicación. Recientes investigaciones de la historia primitiva del hombre revelan la semejanza esencial de la mente humana que, por encima de múltiples diferencias superficiales, ha elaborado su primera y rústica filosofía de la vida. 

Por consiguiente, si podemos demostrar que una costumbre bárbara como la de los sacerdotes de  Nemi existió en otros lugares, si determinamos los motivos que la originaron, si podemos probar que esos motivos han actuado amplia y tal vez universalmente en la sociedad humana, dando origen en diversas circunstancias a una variedad de instituciones diferentes pero genéricamente similares y, por último, si demostramos que esos verdaderos motivos, y algunas de las instituciones derivadas de ellos, actuaron en la antigüedad clásica, podremos inferir que, en épocas remotas las mismas causas dieron origen al sacerdocio de Nemi.


         
  
En primer término, presentaremos los pocos hechos y leyendas que han llegado hasta nosotros al respecto. Según una de esas leyendas, el culto de Diana en Nemi fue instituido por Orestes
quien, luego de matar a Thoas, rey del Quersoneso Taúrico (Crimea) , huyó con su hermana a Italia, llevando la imagen de Diana Táurica oculta en un haz de leña. Cuando murió, sus restos fueron trasladados de Aricia a Roma, y sepultados frente al templo de Saturno, en la ladera del Capitolio, junto al templo de la Concordia. El sanguinario ritual, que la leyenda atribuye a la Diana Táurica, es conocido por los lectores de los clásicos: se dice que el extranjero que llegaba a la costa era sacrificado en su altar. Pero, al ser trasladado a Italia, el rito asumió una forma más suave. En el santuario de Nemi crecía un árbol cuyas ramas no podían romperse. Sólo un esclavo fugitivo estaba autorizado para romper una de ellas, si podía hacerlo. Si lo lograba, ello le daba derecho a luchar en un singular combate con el sacerdote, y si lo mataba, reinaba en su lugar con el título de Rey del Bosque (Rex Nemorensis). Según la opinión generalizada de los antiguos, la rama fatal era la Rama Dorada que Eneas, aconsejado por la Sibila, arrancó antes de intentar la peligrosa jornada hacia el Mundo de los Muertos. Se decía que la fuga del esclavo representaba la huida de Orestes y que su combate con el sacerdote era una reminiscencia de los sacrificios humanos ofrendados a la Diana Táurica. Esta ley de sucesión por la espada se cumplió hasta los tiempos del Imperio. 

Calígula, entre otras de sus extravagancias, pensó que el sacerdote de Nemi llevaba demasiado tiempo en su puesto y pagó a un bandido para que lo asesinara. Un viajero griego que visitó Italia en la época de los Antoninos ha confirmado que en aquellos tiempos el sacerdocio seguía siendo el premio de la victoria en singular combate. En el culto de Diana en Nemi pueden señalarse aún algunas características importantes. Las ofrendas votivas que se han encontrado en el lugar muestran que Diana era considerada cazadora, y también que impartía su bendición a hombres y mujeres con descendencia y que aseguraba un parto feliz a las madres. Asimismo, creemos que el fuego tenía un importante papel en su ritual. Durante el festival anual que se celebraba el 3 de agosto, en la época más calurosa del año, su bosque santuario se iluminaba con innumerables antorchas, cuyos resplandores rojizos se reflejaban en el lago, y el día se celebraba en toda Italia, con ritos sagrados en todos los hogares. En el santuario se han encontrado estatuillas de bronce que representan a la misma diosa con una antorcha en su mano derecha alzada, y las mujeres cuyos ruegos habían sido escuchados por ella, iban al santuario coronadas de guirnaldas y portando antorchas en cumplimiento de sus votos. 

Un desconocido dedicó una lámpara encendida a perpetuidad en un pequeño altar en Nemi, en favor de la salud del emperador Claudio y su familia. Las lámparas de terracota descubiertas en el bosque sagrado sirvieron tal vez a los pobres para idénticos fines. Si fuera así, sería obvia la analogía de esta costumbre con la práctica católica de ofrendar cirios bendecidos en las iglesias. Además, el título de Vesta que tenía Diana en Nemi indica claramente el mantenimiento de un fuego sagrado y perpetuo en el santuario. Una gran plataforma circular existente en el ángulo nordeste del santuario, elevada sobre tres escalones y que muestra restos de piso de mosaico, probablemente soportaba un templo redondo de Diana en su carácter de Vesta, similar al templo redondo de Vesta en el Foro romano. En tal caso, el fuego sagrado debió ser mantenido por vestales vírgenes, si nos atenemos a una cabeza de terracota encontrada en el lugar, que representa a una vestal, y a que el culto del fuego perpetuo parece haber sido común en el Lacio desde los primeros a los últimos tiempos. 

Asimismo, en el festival anual de la diosa, se adornaba con coronas a los perros de caza y no se molestaba a los animales salvajes. La juventud era objeto de una ceremonia purificadora en su honor. Después se servía vino y un festín que incluía una cabra, tortas recién sacadas del fuego dispuestas sobre hojas, y ramas de manzano con sus frutas. Pero Diana no reinaba sola en su bosque de Nemi. Otras dos divinidades compartían su rústico santuario. Una era Egeria, la ninfa de las aguas claras que borboteaban al surgir de las rocas de basalto para caer en el lago, en gráciles cascadas, en el lugar denominado Le Mole, por haberse instalado allí los molinos del moderno pueblo de Nemi. El rumor de la corriente sobre su lecho de guijarros ha sido evocado por Ovidio, que nos cuenta que bebía sus aguas frecuentemente. Las mujeres embarazadas hacían sacrificios a Egeria, pues creían que al igual que Diana era capaz de favorecerlas con un parto feliz. Según la tradición, la ninfa había sido la esposa o la amante del sabio rey Numa, que la acompañaba en el sagrado misterio del bosque, y las leyes que el soberano dio a los romanos le fueron inspiradas en comunión con esta deidad. Plutarco compara la leyenda con otras historias de amores de diosas con mortales, como los amores de Cibeles y la Luna con los hermosos jóvenes Atis y Endimión. Según otros autores, el lugar de los encuentros de los amantes no estaba en el bosque de Nemi sino en un bosquecillo situado en las inmediaciones de la Porta Capena de Roma, donde otra fuente, también consagrada a Egeria, surgía en el interior de una cueva oscura.  

     Todos los días, las vestales romanas sacaban agua de esa fuente, llevándola en cántaros de loza sobre sus cabezas. En tiempos de Juvenal, la roca natural había sido revestida de mármol y el lugar consagrado fue profanado por bandas de judíos pobres a quienes se permitía guarecerse allí. Suponemos que el manantial que caía sobre el lago de Nemi fue el verdaderamente original de Egeria y que cuando los primeros emigrantes se trasladaron de las colinas del Albano a las orillas del Tiber, llevaron consigo a la ninfa y fundaron un nuevo hogar para ella en las afueras de la ciudad. Restos de baños descubiertos en el sagrado recinto, así como modelados en terracota de distintas partes del cuerpo, parecen indicar que las aguas de Egeria se usaron para curar enfermos, quienes para manifestar su fe o expresar su gratitud dedicaron ex votos de los miembros enfermos a la diosa, según una costumbre que aún se observa en muchas partes de Europa. En la actualidad, el manantial conserva al parecer sus virtudes medicinales. La otra deidad menor de Nemi era Virbio. Dice la leyenda que Virbio fue el joven héroe griego Hipólito, casto y hermoso, que aprendió del centauro Quirón el arte de la montería y pasaba todo el día cazando animales salvajes en la selva en compañía de la cazadora y virgen Artemisa (la contrafigura griega de Diana). Orgulloso de esta asociación divina, Hipólito rechazó el amor de las mujeres y ello le resultó fatal. Afrodita, ofendida por su desdén, inspiró en su madrastra Fedra amor por él y cuando Hipólito rechazó sus inicuos requerimientos, ella lo acusó falsamente ante su padre, Teseo, quien creyó la calumnia, y rogó a su señor Poseidón que lo vengara por la supuesta ofensa. Así, mientras Hipólito paseaba en su carro por la costa del golfo Sarónico, el dios del mar le lanzó un toro furioso que apareció en medio de las olas. Los aterrorizados caballos se encabritaron, Hipólito fue arrojado del carro y murió pisoteado por los animales. 

Pero Diana, movida por el amor que le tenía, persuadió a Esculapio para que resucitara con sus medicamentos al joven y hermoso cazador. Júpiter, indignado de que un mortal pudiera volver a pasar por las puertas de la muerte, arrojó al Hades al entrometido médico. Entretanto, Diana, para librar a su favorito del dios enfurecido, lo ocultó en una nube densa, avejentó su figura para que representara más años de los que tenía, y  llevarlo a la Ninfa Egeria para que viviera desconocido y solitario, con el nombre de Virbio, en lo más profundo de la selva italiana. Reinó allí como un monarca y dedicó un santuario a Diana. Tuvo un hijo esbelto, también llamado Virbio, quien, sin sospechar el destino de su padre, se unió a los latinos con una cuadrilla de caballos indómitos para participar en la guerra contra Eneas y los troyanos. El culto de Virbio como deidad no se limita a Nemi. Se sabe que en Campania había un sacerdote especialmente a su servicio. Los caballos fueron expulsados del monte de Aricia y su santuario por ser los causantes de la muerte de Hipólito. Estaba prohibido tocar su imagen. Algunos creían que era el sol. "Pero la verdad -dice Servio- es que Virbio es una deidad asociada con Diana, así como Atis se asocia con la Madre de los Dioses, Erictonio con Minerva y Adonis con Venus". 

Más adelante nos ocuparemos de la naturaleza de esta asociación. Es importante destacar la tenacidad desplegada por este personaje mítico en el largo y cambiante curso de su vida. No caben dudas de que el San Hipólito del calendario romano, arrastrado por caballos y muerto el 13 de agosto -el mismo día de Diana -pueda ser otro que el héroe griego del mismo nombre, quien después de morir dos veces como pecador pagano ha sido resucitado felizmente como santo cristiano. No se necesita una paciente investigación para convencernos que los relatos sobre el culto de Diana en Nemi no son históricos. Evidentemente, pertenecen a esa larga serie de mitos elaborados para explicar el origen de los rituales religiosos sin otro fundamento que la semejanza real o imaginaria que pueda observarse con algún ritual extranjero. La incongruencia de los mitos de Nemi resulta en verdad transparente, ya que la fundación del culto procede algunas veces de Orestes y otras de Hipólito, según el detalle del ritual que se trate de explicar. El verdadero valor de estas historias es el de ilustrar la naturaleza del culto proporcionando una norma comparativa. Además, por su venerable antigüedad constituyen un testimonio indirecto de que los verdaderos orígenes se perdieron en las tinieblas de una fabulosa antigüedad. En este sentido, las leyendas de Nemi se hallan probablemente más cerca de la verdad que las tradiciones de apariencia histórica, como las de Catón el Antiguo, cuando dice que el bosque sagrado fue dedicado a Diana por un tal Egerio Baevius o Laevio de Tusculum, un dictador latino que representaba a los pueblos de Tusculum, Aricia, Lanuvium, Laurentum, Cora, Tibur, Pometia y Ardea. 

Es cierto que esta tradición reconoce la gran antigüedad del santuario, al señalar que la fundación se produjo poco tiempo antes del 495 a C, el mismo año en que Pometia fue saqueada por los romanos y desapareció de la Historia. Pero no podemos suponer que una norma tan bárbara como la de los sacerdotes de Aricia fuese deliberadamente instituida por una liga de comunidades civilizadas como lo eran sin duda las ciudades latinas. Debió provenir de una época perdida en la memoria humana, cuando Italia era aún un país más primitivo que otros en el mismo período histórico. El crédito que pueda darse a esta tradición no sólo no se confirma sino que se reduce en otra que atribuye la fundación del santuario a un tal Manio Egerius, lo que ha dado origen al proverbio: "Hay muchos Manes en Aricia"que alguien ha explicado señalando que Manio Egerius fue el antepasado de una numerosa y distinguida familia, mientras que otros piensan que se trataba de personas deformes y repugnantes que abundaban en Aricia, por lo que interpretan que el nombre Manio deriva de Mania, un fantasma o espantajo para asustar a los niños. Un satírico romano usa el nombre de Manius para designar a los mendigos que esperaban a los peregrinos en las pendientes de Aricia. Estas opiniones diferentes, lo mismo que las discrepancias entre Manio Egerius de Axicia y Egerio Laevius, de Tusculum, y la semejanza de ambos nombres con el de la mítica Egeria, suscitan nuestras sospechas. No obstante, la tradición mencionada por Catón nos parece demasiado circunstancial y su defensor por demás respetable para que la consideremos una curiosa ficción. Más aún; suponemos que se refiere a una antigua restauración o reconstrucción del santuario realizada en su momento por los estados confederados. De todos modos, atestigua la creencia de que el santuario, fue desde los más remotos tiempos, el lugar de culto de muchas de las antiguas ciudades del país, y no sólo de la confederación latina. 

                                 
                             2. Artemisa e Hipólito 

Ya hemos dicho que las leyendas de Orestes e Hipólito, aunque sin valor histórico, tienen cierta importancia porque nos permiten comprender mejor- el culto de Nemi en relación con los mitos y rituales de otros santuarios. Debemos preguntarnos ahora: ¿Por qué el autor de estas leyendas eligió a Orestes e Hipólito para explicar a Virbio y al rey del bosque? En lo referente a Orestes la respuesta es obvia. El y la imagen de la Diana Táurica, que sólo podía aplacarse con sangre humana, son elegidos para hacer comprensible la sanguinaria norma de sucesión de los sacerdotes de Aricia. El caso de Hipólito no es tan simple. Si bien las circunstancias de su muerte sugieren de inmediato una razón para excluir a los caballos del bosque sagrado, ello nos parece insuficiente para identificarlo.

Debemos entonces profundizar el estudio tanto del culto como de la leyenda o mito de Hipólito. Hipólito tenía un famoso santuario en Troezena, la patria de sus antepasados, en la bellísima y casi cerrada bahía donde los bosques de naranjos y limoneros y los altos cipreses se elevan como oscuras torres sobre el jardín de las Hespérides, hoy cubiertos por una franja de ribera fértil al pie de las escarpadas montañas. En las aguas azules de la tranquila bahía, como protegiéndola del mar abierto, se halla la isla sagrada de Poseidón, cuyas cimas se esfuman en el verdor oscuro de los pinos. En esta hermosa costa fue adorado Hipólito. Dentro del santuario había un templo con una antigua imagen. El servicio estaba a cargo de un sacerdote vitalicio, y todos los años se efectuaba una fiesta en su honor, que incluía sacrificios. Cada año las jóvenes solteras lamentaban su fin prematuro con cánticos tristes y acongojados. Antes de casarse, los jóvenes y las doncellas le ofrendaban mechones de sus cabellos en el templo. Su sepulcro se hallaba en Troezena, pero el pueblo no quería mostrarlo. 

Se ha pensado; y es muy probable, que el hermoso Hipólito, amado por Artemisa, muerto en plena juventud y llorado anualmente por las doncellas, fue uno de los amantes mortales de diosas que con tanta frecuencia aparecen en las religiones antiguas, de los cuales Adonis constituye el caso más conocido. La rivalidad entre Artemisa y Fedra por el amor de Hipólito reproduce, como se ha dicho, la de Afrodita y Proserpina por el amor de Adonis, siendo Fedra sólo la figura equivalente de Afrodita. La teoría puede aplicarse al caso de Hipólito y Artemisa; porque ella fue originariamente una gran diosa de la fertilidad y, según las leyes de la religión primitiva, la que fertiliza la naturaleza debe a su vez ser fertilizada, y tener necesariamente un consorte masculino. En este sentido, Hipólito era el consorte de Artemisa en Troezena y las trenzas o mechones de cabellos ofrendados por las doncellas y los jóvenes antes de casarse, tendrían por objeto fortalecer su unión con la diosa y favorecer así la fertilidad de la tierra, del ganado y de los hombres. Confirma este punto de vista de algún modo el hecho de que dentro del santuario se adoraban los poderes femeninos, Damia y Auxesia, cuya relación con la fertilidad del suelo es indudable. Cuando Epidauro sufrió una gran escasez, el pueblo obedeciendo el oráculo, talló imágenes de Damia y Auxesia en maderas de olivo sagrado, y tan pronto las hicieron y colocaron, la tierra volvió a dar sus frutos. Además, también en Troezena y presuntamente en el interior del santuario de Hipólito, se celebraba una curiosa pedrea litúrgica en honor de estas vírgenes, como las llamaban los troezenses. 

Resulta fácil demostrar que costumbres similares se han practicado en muchos países con el propósito expreso de obtener abundantes cosechas. En la leyenda de la trágica muerte del joven Hipólito podemos advertir una analogía con relatos similares de otros jóvenes hermosos pero mortales, que pagaron con su vida sus breves encuentros amorosos con diosas inmortales. Tal vez estos infelices amantes no fueron siempre solamente mitos, y las leyendas que hablan de rastros de sangre en los pétalos purpúreos de la violeta, en los tonos escarlata de la anémona, o en el intenso rubor de la rosa, muestran que no sólo se trata de poéticos emblemas juveniles ni de raptos de belleza fugaces como las flores estivales. Estas fábulas contienen una profunda filosofía de la relación de la vida del hombre con la vida de la naturaleza, una triste filosofía que dio origen a una costumbre trágica. Más adelante veremos cuáles eran esta filosofía y esta práctica. 


                                                   
                                           3. Recapitulación 

Tal vez ahora podemos comprender por qué los antiguos identificaron a Hipólito, el consorte de Artemisa, con Virbio, quien; según Servio, se une a Diana como Adonisa Venus o Atis a la Madre de los Dioses. Diana, al igual que Artemisa, era una diosa de la fertilidad en general y de los nacimientos en particular. Así, ella, como su doble griega, necesita un compañero masculino. Ese compañero, si Servio está en lo cierto, era Virbio. Por su carácter de fundador del bosque sagrado y de primer rey de Nemi, Virbio es evidentemente el predecesor mítico o arquetipo de la dinastía de sacerdotes que sirvieron a Diana con el título de reyes del bosque, y que, como él, estaban condenados a un trágico final. 

Por consiguiente, es natural conjeturar que su relación con la diosa del bosque sagrado era la misma que la de Virbio con ella. En síntesis, el mortal rey del bosque tenía como reina a la misma Diana. Si el árbol sagrado que cuidaba a riesgo de su propia vida era, lo que parece probable, la personificación de la Diosa, no sólo la adoraba como tal sino que la abrazaba como a su mujer. Esta suposición nada tiene de absurdo, ya que en los tiempos de Plinio un noble romano mantenía la misma relación con una hermosa haya en otro bosque consagrado a Diana, en las colinas del Albano. La abrazaba y la besaba, se acostaba a su sombra bebía vino apoyado, en su tronco. Evidentemente, consideraba al árbol como a una diosa. La costumbre de casar físicamente a hombres y mujeres con árboles se practica aún en la India y en otras parte de Oriente. 

¿Por qué no podía suceder lo mismo en el antiguo Lacio? Podemos concluir, en suma, que el culto de Diana en Nemi fue muy importante y de una antigüedad inmemorial. Ella fue adorada como diosa de los bosques y de los animales salvajes, y también probablemente del ganado doméstico y de los frutos de la tierra. Además, se creía que bendecía a hombres y mujeres con descendencia y ayudaba a las madres en los partos. Su fuego sagrado ardía continuamente en el templo redondo situado dentro del recinto del santuario. En la ninfa Egeria, asociada a ella, Diana delegaba una de sus propias funciones, la de ayudar a las parturientas, y era creencia popular que ella se había casado con un antiguo rey de Roma en el bosque sagrado. 

Por otra parte, la misma Diana del Bosque tenía un compañero llamado Virbio, que fue para ella lo que Adonis para Venus o Atis para Cibeles. Por último, el mítico Virbio era representado en los tiempos históricos por un linaje de sacerdotes conocidos como los Reyes del bosque, siempre muertos por la espada de sus sucesores, y cuyas vidas estaban de algún modo vinculadas con cierto árbol del bosque sagrado, porque mientras el árbol no sufriera daño, ellos estaban a salvo de cualquier ataque. Desde luego que estas conclusiones no bastan para explicar la peculiar ley de sucesión del sacerdocio, pero tal vez; si ampliamos el campo de esta investigación, podemos llegar a pensar que ellas contienen en germen la solución del problema. Haremos un análisis, amplio y trabajoso, pero que tendrá de algún modo el interés y el encanto de un viaje de descubrimiento durante el cual visitaremos países extraños con pueblos extraños y costumbres aún más extrañas. El viento silba en las jarcias, soltemos las velas y dejemos por algún tiempo las costas de Italia.





lunes, 21 de mayo de 2012

Albert Pike: Moral y Dogma (1809–1891)


            III
       Maestro



Interpretar literalmente los símbolos y alegorías de los textos orientales,
así como considerarlos un asunto meramente prehistórico, es cerrar
voluntariamente nuestros ojos a la Luz. Considerar los símbolos como algo trivial y banal es un error tremendo solo propio de los mediocres.
Toda expresión religiosa es simbolismo, dado que solo podemos describir lo que vemos, y el verdadero objeto de la religión es lo Visible. Los primeros instrumentos de educación fueron los símbolos; y tanto ellos como el resto de formas religiosas diferían, y todavía difieren, según las circunstancias externas y la imaginería, y según las diferencias de conocimiento y de cultura mental. Todo lenguaje es simbólico en tanto en cuanto se aplica a fenómenos y acciones mentales y espirituales. Todas las palabras tienen, en primer lugar, un sentido material, aunque sin embargo pueden adquirir posteriormente, para el ignorante, un sin-sentido espiritual. “Retractar”, por ejemplo, es tirar para atrás, y cuando se aplica a una frase es simbólico, tanto como lo sería una imagen de un brazo echado para atrás para explicar la misma cosa. La misma palabra “espíritu” significa “respirar”, del verbo latín spiro, respirar. Presentar un símbolo visible ante el ojo de otro no implica necesariamente informarle del significado que ese símbolo tiene para ti. Por ello el filósofo pronto añadió a los símbolos explicaciones destinadas al oído y susceptibles de mayor precisión, pero menos efectivas e impactantes que las formas pintadas o esculpidas que él intentaba explicar. De estas explicaciones surgió gradualmente una variedad de narraciones cuyo objetivo y significado fueron paulatinamente olvidados o perdidos en contradicciones e incongruencias. Y cuando estas fueron abandonadas y la Filosofía recurrió a definiciones y fórmulas, su lenguaje no era sino un simbolismo más complicado que intentaba, a oscuras, describir y forcejear con ideas imposibles de ser expresadas. Pues sucede con el símbolo visible lo mismo que con la palabra: pronunciarla  no te informa del significado exacto que tiene para mí; y por ello la religión y la filosofían se abocaron a grandes disputas sobre el significado de las palabras. La expresión más abstracta para la Deidad que el lenguaje puede ofrecer no es sino un signo o símbolo de algo más allá de nuestra comprensión, no más veraz y adecuado que las imágenes de Osiris y Vishnú, o sus nombres, salvo por ser menos explícito y perceptible por los sentidos. Evitamos nuestra dependencia de los sentidos recurriendo únicamente a la simple negación, y finalizamos por definir espíritu afirmando que no es materia. Espíritu es espíritu. Un  sencillo ejemplo del simbolismo de las palabras lo encontramos en un habitual texto de estudio masónico. Encontramos en el Rito Inglés esta frase: “Siempre cubriré, siempre ocultaré y nunca revelaré” (I will ever hail, ever conceal and never reveal); y en el Catecismo, estas: Pregunta: “Yo cubro” (I hail) Respuesta: “Yo oculto” (I conceal) Y la ignorancia, malinterpretando la palabra hail, ha interpolado la frase “¿Desde dónde saludas?” (From whence do you hail?) Pero la palabra es realmente hele, del verbo anglosajón helan, cubrir, esconder u ocultar, y esta palabra es traducida por el verbo latino tegere, cubrir o retejar. “No me ocultarás cosa alguna” (That ye fro me no thynge woll hele), dice Gower. “No me cubren nada oculto” (They hele fro me no priuyte) relata el Romance de la Rosa. “Cubrir una casa” es una frase habitual en Sussex, y en el oeste de Inglaterra, el que cubre una casa con pizarra se denomina cubridor, de lo que se deduce que cubrir significa lo mismo que retejar. Con esto se aprecia que el lenguaje es igualmente simbolismo, y las palabras son mal interpretadas y mal empleadas como lo son otros muchos materiales simbólicos. El simbolismo tendía continuamente a hacerse más complicado, y todas las potencias del Cielo se reprodujeron en la tierra hasta que se tejió, en parte de forma elaborada y en parte por la ignorancia de los errores, una red de ficción y alegoría que el ingenio del hombre, con sus limitados medios de explicación, nunca deshará. Incluso el teísmo hebreo se involucró en el simbolismo y la adoración de imágenes, prestadas seguramente de algún credo anterior y de las remotas regiones de Asia. La adoración de la Gran Diosa-Naturaleza semítica AL o ELS y las representaciones simbólicas del Mismo Jehová no se reducían al lenguaje poético o ilustrativo. Los sacerdotes eran monoteístas, el pueblo era idólatra. Hay peligros inherentes al simbolismo y que nos ayudan a comprender los riesgos similares que conciernen al uso del lenguaje. La imaginación, a la que se apela para ayudar a la razón, usurpa su lugar o abandona a su aliado indefenso y enmarañado en su red. Los nombres que representaban a cosas son tomados por ellas, los medios se confunden con lo fines y los instrumentos de interpretación por el objeto, y de esta manera los símbolos llegan a usurpar un carácter independiente como verdades o como personas. Aunque quizá era un sendero necesario, también era un camino peligroso a través del cual aproximarse a la Deidad, camino en el que muchos, dice Plutarco, “confundiendo el signo por la cosa significada, cayeron en la ridícula superstición, mientras que otros, intentando evitar ese extremo, cayeron en el no menos horrendo mar de la irreligiosidad y la impiedad”. Es a través de los misterios –sostiene Cicerón – como hemos aprendido los primeros principios de la vida; por ello el término iniciación está bien empleado; y los misterios no solo nos enseñan a vivir más feliz y agradablemente, sino que además alivian el dolor de la muerte con la esperanza de una vida mejor en el más allá. 




Los Misterios eran un drama sagrado que exponía alguna leyenda relativa a los cambios de la naturaleza, al universo visible en el que se revela la Divinidad, y cuyo significado en muchos aspectos era tan abierto a los paganos como a los cristianos. La Naturaleza es la gran maestra del hombre, pues es la Revelación de Dios. La Naturaleza ni dogmatiza ni intenta tiranizar obligando a creer en un credo particular o en una especial interpretación. Nos presenta sus símbolos, y no añade nada a través de una explicación. Es el texto sin el comentario; y como sabemos, es principalmente el comentario y la glosa lo que lleva al error, a la herejía y a la persecución. Los primeros maestros de la Humanidad no solo adoptaron las lecciones de la Naturaleza, sino también en todo cuanto les fue posible su método de impartirlas. En los misterios, más allá de las tradiciones de su época y los rituales sagrados y enigmáticos de los templos, pocas explicaciones se daba a los espectadores, a los que se dejaba, como en la escuela de la naturaleza, hacer inferencias por ellos mismos. Ningún otro método podría haber venido mejor a cada grado de cultura y capacidad. Emplear el simbolismo de la naturaleza en lugar de los tecnicismos del lenguaje es fructífero para el más humilde buscador de sabiduría y revela los secretos a cada uno en proporción a su preparación previa y su capacidad de comprensión. Si su significado filosófico estaba por encima de la comprensión de algunos, su contenido político y moral sí estaban dentro del alcance de todos. Estas representaciones místicas no consistían en la lectura de un texto, sino en el planteamiento de un problema. Al necesitar investigación, estaban calculadas para poner en marcha el intelecto dormido, e implicaba no tener reticencias hacia la Filosofía, pues la Filosofía es el gran difusor del simbolismo, aunque sus interpretaciones antiguas estaban a menudo mal fundadas y eran incorrectas. La alteración del símbolo en dogma es fatal para la belleza de la expresión, y conduce a la intolerancia y a la pretensión de infalibilidad. Si al enseñar la gran doctrina de la naturaleza divina del Alma, y al intentar explicar los anhelos para la vida más allá de la muerte, y al demostrar la superioridad del alma humana sobre la de los animales, que no tienen aspiraciones celestiales, los antiguos lucharon en vano por expresar la naturaleza del alma comparándola con el Fuego o la Luz, no nos vendría mal plantearnos si, en nuestro presuntuoso conocimiento, tenemos alguna idea mejor o más nítida de su esencia, o si hemos asumido, desesperanzados, que nunca sabremos nada. Si bien los antiguos erraron en la ubicación original del alma e interpretaron literalmente la forma y manera de su descenso a este mundo, estos aspectos no eran más que accesorios a la gran Verdad, y probablemente para los iniciados meras alegorías diseñadas para hacer la idea más palpable y causar mayor impresión en la mente. No son más merecedores de ser observados con la sonrisa del ignorante engreído, o con la condescendencia de aquellos cuyo conocimiento consiste solamente en palabrería, que el Seno de Abraham como hogar para las almas de los que acaban de morir; o el mar de fuego real para la tortura eterna de las almas; o la Ciudad de la Nueva Jerusalén, con sus muros de jaspe y sus edificios de oro puro como cristal transparente, sus cimientos de piedras preciosas y sus puertas hechas cada una por una única perla. “Conocí a un hombre”, dice Pablo, “que estuvo en el Tercer Cielo... que fue y volvió del Paraíso, y escuchó palabras inefables que un hombre no puede pronunciar”. Y en ninguna parte aparece el antagonismo y el conflicto entre el cuerpo y el espíritu más frecuente e insistentemente que en los escritos del apóstol, y en ninguna parte se afirma más la naturaleza divina del alma. “Con la mente”, dice Pablo, “sirvo a la ley de Dios, pero con la carne sirvo a la ley del pecado... Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Porque el continuo anhelar de las criaturas espera la manifestación de los hijos de Dios... Que también las mismas criaturas serán liberadas de la servidumbre de la corrupción de la carne en la libertad gloriosa de los hijos de Dios”.


Dos formas de gobierno favorecen la primacía de la falsedad y la mentira. Bajo el Despotismo, los hombre son falsos, traicioneros y mentirosos por efecto del miedo, como esclavos temerosos del látigo. Bajo una Democracia lo son igualmente, pero como medio de alcanzar popularidad y cargos, así como por la codicia de riqueza. La experiencia probablemente demostrará que estos vicios odiosos y detestables crecen más ampliamente y se extienden más rápidamente en una república. Cuando los cargos y las riquezas se convierten en los dioses de un pueblo, y los menos valiosos e ineptos aspiran a los primeros, y el fraude se convierte en camino para la segunda, la nación apestará a falsedad y sudará mentiras y estafas. Si los cargos son accesibles a todos, el mérito, la integridad minuciosa y el honor inmaculado los alcanzará solo rara vez y por accidente. Ser capaz de servir bien al país dejará de ser una razón por la que los grandes, sabios y preparados sean elegidos para prestar ese servicio, y se fomentarán otras habilidades menos honorables: adaptar las opiniones propias al humor popular; sostener, excusar y justificar las locuras populares; defender únicamente el interés propio y aquello que nos granjea el aplauso; mimar, embaucar y halagar al elector, mendigar su voto como un perrito faldero aunque sea de un negro sacado de la barbarie; profesar amistad a un competidor y apuñalarle por la espalda con murmuraciones; poner en circulación maledicencias que al pasar de mano en mano se convertirán en mentiras que se irán deformando al ir de boca en boca. ¿Quién de entre nosotros no ha visto estas malas artes y perversas maquinaciones puestas en práctica y convirtiéndose en algo general, de forma que el éxito no se podía conseguir, seguramente, por medios más honorables? El resultado es un Estado regido por los ignorantes y mediocres, por presuntuosos engreídos y por la inexperiencia del intelecto inmaduro y vano de colegiales de palabras aparentemente sabias pero sin fundamento. La deslealtad y la falsedad en la vida pública y política se tornará deslealtad y falsedad en lo privado. El timador en la política, como el timador en las apuestas, está podrido desde la piel al corazón. En cualquier lugar él mirará primero por sus intereses, y quien quiera que se apoye en él será atravesado con una caña rota. Su ambición es innoble, como él mismo, y por lo tanto pretenderá obtener el cargo por medios innobles, igual que intentará obtener cualquier objeto codiciado: tierras, dinero o reputación.
A la larga, el cargo y el honor están divorciados. El lugar que se considera digno de ser ocupado por el inepto e incapaz, el truhán y el embaucador, cesa de tener valor y alentar la ambición del grande y capaz; o si no, se echan atrás ante un concurso en el que las armas a usar no son dignas de ser manejadas por un caballero. Entonces los hábitos de abogados sin escrúpulos echan raíces en los senados, y los politicastros se enzarzan en riñas sobre pequeñeces cuando el destino de la nación y la vida de millones de ciudadanos están en la picota. Los estados son engendrados por la villanía y crecen en el fraude, y los truhanes son exaltados por legisladores que claman por su honorabilidad. Las elecciones acaban siendo decididas por votos perjuros o intereses partidistas, y las prácticas de los peores tiempos de corrupción se reviven, exageradas, en las repúblicas. ¡Es extraño que el amor reverencial a la verdad, la hombría y la auténtica lealtad, la abominación de la pequeñez y de la ventaja desleal, así como la genuina fe, la piedad y la grandeza de espíritu tengan que disminuir entre los hombres de estado y el pueblo a medida que la civilización avanza, la libertad se generaliza y el sufragio universal implica valía y aptitud universal! En los tiempos de la reina Isabel, sin sufragio universal y sin Sociedades para la Difusión del Conocimiento Útil, o lecturas públicas, o Liceos, el estadista, el mercader, el burgués y el marinero eran todos igual de heroicos y temían únicamente a Dios y no a los hombres. Permitid que no pasen más de cien o doscientos años, y tanto en una monarquía como en una república de la misma especie no habrá nada menos heroico que el mercader, el astuto especulador, el arribista, temiendo todos únicamente a los hombres, y nunca a Dios. La admiración por la grandeza se extingue y es sustituida por una pérfida envidia de la grandeza. Todos los hombres se encuentran o bien en el sendero de la riqueza o bien en el de la popularidad. Hay un sentimiento general de satisfacción cuando un gran estadista es desplazado o, en general, cuando el que ha disfrutado de su momento de gloria, convirtiéndose en ídolo popular, cae en desgracia y se hunde desde su alta posición. Se convierte en un infortunio, si no en un crimen, estar por encima del nivel popular. Deberíamos suponer, naturalmente, que la nación que se encuentra en tribulaciones buscaría el consejo del más sabio de sus hijos. Pero, por el contrario, los grandes hombres nunca parecen tan escasos como cuando más se les necesita, y los personajes de escasa talla nunca son tan osados para infestar el Estado como cuando la mediocridad, la ambición incapaz, la inmadurez engreída y la incompetencia animada y ostentosa resultan más peligrosas. Cuando Francia se encontraba al final de su agonía revolucionaria, era regida por una asamblea de petimetres de provincias, y Robespierre, Marat y Couthon gobernaban en lugar de Mirabeau, Vergniaud y Carnot. Inglaterra fue gobernada por el Parlamento Purgado tras haber decapitado a su rey. Cromwell acabó con esta asamblea, y Napoleón con la anterior. El fraude, la falsedad, las artimañas y la mentira en los asuntos de la nación son síntomas de decadencia en los Estados y precede a la convulsión y la parálisis. Intimidar al débil y agacharse ante el fuerte es la política de las naciones gobernadas por las pequeñas mediocridades. Las artimañas de las elecciones vuelven a representarse en los senados y el Ejecutivo se convierte en dispensador de cargos y patrocinador, principalmente, de los más incapaces, de forma que los hombres son sobornados con cargos en lugar de dinero, para mayor ruina de la comunidad. Lo Divino desaparece de la naturaleza humana, y el interés, la avaricia y el egoísmo toman su lugar. Es una triste pero ilustrativa alegoría la que nos muestra a los compañeros de Ulises tornados en cerdos por los encantamientos de Circe.



         “No puedes” – dice el Gran Maestro -  “servir a Dios y a Mamón”. Cuando la sed de riquezas se generaliza, estas serán buscadas tanto honesta como deshonestamente, por fraudes y sin importar los medios, por las bribonadas del comercio y la frialdad de la especulación avariciosa, por el juego azaroso de acciones y valores que pronto desmoraliza a toda la comunidad. Los hombres especularán sobre las necesidades de sus vecinos y los sufrimientos de su nación. Burbujas que, de explotar, empobrecerían a las multitudes, serán reventadas por taimados truhanes, con la estupidez y la credulidad como sus ayudantes e instrumentos. Las grandes bancarrotas que sobresaltan a un país como terremotos, y peor aún, los nombramientos fraudulentos, la apropiación indebida de los ahorros de los pobres, la acuñación excesiva y hundimiento de la moneda, las quiebras bancarias y la depreciación de los títulos del estado hacen presa en los ahorros de los que se han esforzado y turban con su expolio el primer alimento de la infancia y las últimas arenas de la vida, y llenan de difuntos los cementerios y de enloquecidos los manicomios. Pero el estafador y el especulador prospera y engorda. Si su país declara una leva general porque está luchando por su propia existencia, él ayuda depreciando su papel moneda, de forma que pueda acumular cantidades fabulosas con una inversión ínfima. Si su vecino está en apuros, compra su terreno por una miseria. Si administra un estado, este se vuelve insolvente, y los huérfanos quedan reducidos a la miseria. Si su banco explota, resulta que él ha tomado a tiempo medidas para protegerse. La sociedad adora a sus reyes de papel y crédito como los antiguos hindúes y egipcios adoraban a sus ídolos sin valor, y tanto más obsequiosamente cuanto más resultan ser los verdaderos pobres de una sociedad rica. No es preciso preguntarse por qué los hombres piensan que debe haber otro mundo en el que se pague por las injusticias de este, cuando ven a sus amigos de familias arruinadas mendigando a los acaudalados estafadores una limosna para que los huérfanos no mueran de hambre hasta que encuentren medios de valerse por sí mismos.



Los estados están principalmente ávidos de comercio y territorio. Este
ansia de territorio lleva a la violación de tratados, la invasión de los vecinos débiles y la rapacidad hacia los protectorados cuyas tierras codician. Las repúblicas son en esto tan rapaces y faltas de principios como los déspotas, y nunca aprenden de la historia que la expansión desmesurada por rapiña y fraude tiene como consecuencias inevitables el desmembramiento y la derrota. Cuando una república comienza a expoliar a sus vecinos, el epitafio de su propia condenación está escrito en las paredes. Hay un juicio ya pronunciado por Dios sobre cualquier conducta nacional que no se ajuste a derecho. Cuando la guerra civil rompe los órganos vitales de una república, échese la vista atrás y observad si no ha sido culpable de injusticias; y si lo ha sido, ¡dejadla humillarse en el polvo! Cuando una nación es poseída por un espíritu de ansia mercantil más allá de los justos límites impuestos por la razonable prosperidad tanto individual como general, se trata de una nación poseída por el demonio de la avaricia comercial, una pasión tan innoble y vil como es la avaricia en el individuo; y como esta sórdida pasión es más perversa y exenta de escrúpulos que la ambición, resulta más deleznable, y finalmente provoca que la nación infectada 
sea contemplada como enemiga de la raza humana. Querer obtener la parte del león ha resultado siempre en la ruina de los estados, pues conduce invariablemente a injusticias que lo hacen parecer detestable, y a una política egoísta y torcida que impide a otras naciones ser amigas del estado que solo mira por sí mismo. La avidez comercial en la India ha sido madre de más atrocidades y mayor rapacidad, y ha costado más vidas humanas, que la más noble ambición de extender el Imperio por parte de la Roma de los cónsules. La nación que se aferra al comercio no puede sino volverse egoísta, calculadora e inerte ante los más nobles impulsos que deberían mover a los estados. Aceptará insultos que
agredan su honor antes que poner en peligro sus intereses mercantiles, mientras que para servir a estos intereses emprenderá guerras injustas bajo pretextos falsos y frívolos, y su pueblo libre se aliará despreocupadamente con déspotas para aplastar a un rival comercial que se ha atrevido a exiliar a sus reyes y elegir a sus propios gobernantes. De esta forma, en las naciones comercialmente avariciosas, el frío cálculo de un sórdido interés propio siempre termina desplazando los nobles impulsos del Honor y la Generosidad que les elevó a la grandeza. Honor y generosidad que llevó a Isabel y a Cromwell a proteger conjuntamente a los protestantes, más allá de los cuatro mares de Inglaterra, contra la tiranía coronada y la persecución mitrada; y si hubiesen perdurado, habrían prohibido las alianzas con los zares, autócratas y Borbones destinadas a reinstaurar la tiranía de la incapacidad y armar a la Inquisición de nuevo con sus instrumentos de tortura. El alma de las naciones avariciosas se petrifica igual que el alma del individuo que hace del oro su dios. El déspota actuará ocasionalmente movido por impulsos nobles y generosos, y ayudará al débil contra el fuerte y al derecho contra la injusticia. Pero la codicia comercial es esencialmente egoísta, acaparadora, impía, desmedida, astuta, fría, ambiciosa y calculadora, únicamente guiada por consideraciones del propio interés. Sin corazón y sin compasión, no conoce sentimientos de piedad, comprensión u honor que puedan entorpecer su avance sin remordimientos, y aplasta todo
estorbo en su camino a medida que su quilla de especulación va hundiendo bajo ella las olas inadvertidas. Una guerra por un gran principio ennoblece a una nación, pero una guerra por la supremacía comercial, basada en cualquier pretexto falaz, es despreciable, y demuestra mejor que nada hasta qué inconcebibles profundidades de maldad los hombres y las naciones pueden descender. La avidez comercial no tiene la vida de los hombres en más valor que la vida de las hormigas. El comercio de esclavos es tan aceptable para un pueblo cautivado por esa ansia como el mercado de marfil o especias si el beneficio es amplio. Ya se esforzará más adelante por justificarse ante Dios y tranquilizar su propia conciencia obligando a aquellos a quienes vendieron los esclavos, previamente robados o comprados, a ponerlos en libertad, castigándolos con masacres y hecatombes si rehúsan obedecer los mandatos de la filantropía.




Ningún sabio concibe la Justicia únicamente como dar a cada uno la
exacta medida de recompensa o castigo que creemos que merece su mérito, o lo que denominamos su crimen, que es más a menudo su error. La justicia del padre no es incompatible con el perdón de los errores y ofensas de sus hijos. La Infinita Justicia de Dios no consiste en adjudicar exactas medidas de castigo a las debilidades y pecados humanos. Estamos demasiado dispuestos a erigir nuestra propia y mínima concepción de lo que está bien y mal dentro de la ley de la justicia, y sostener que Dios la adoptaría como su ley; dispuestos a medir algo según nuestro criterio y llamarlo a eso amor divino por la justicia. Continuamente intentamos ennoblecer nuestra innoble sed de venganza y represalia llamándolo erróneamente justicia. Tampoco consiste la justicia en regir nuestra conducta hacia otros hombres por las inflexibles normas del derecho legal. Si hubiese en cualquier
parte una comunidad donde todo se atuviese a la estricta ley, debería estar escrito sobre sus puertas, como aviso a los desafortunados que deseasen entrar en tan inhóspito dominio, las palabras que según Dante están escritas sobre la gran puerta del infierno: “Dejad atrás toda esperanza los que aquí entráis”. No se trata únicamente de pagar al obrero, sea en el campo o en la fábrica, su salario sin más, ateniéndose al valor de mercado más económico para su trabajo y tan solo mientras necesitemos su trabajo o sea capaz de trabajar; pues cuando la enfermedad o la edad le venza, les dejará a él y a su familia en la más extrema pobreza. Y Dios maldecirá con calamidades al pueblo en que los hijos de los obreros sin trabajo se vean obligados a comer hierbas y las madres deban estrangular a sus hijos para, con el dinero dado en caridad para el entierro, poder comer algo ellas mismas. Las reglas de lo que habitualmente se denomina “justicia” pueden ser observadas minuciosamente por los espíritus caídos que
son la aristocracia del Infierno.



La Justicia, desligada de la compasión y la comprensión, es indiferencia
egoísta, no mucho más encomiable que la soledad misántropa. Hay
comprensión entre las algas, una tribu de simples organismos de los que aún quedan miríadas por descubrir, con la ayuda del microscopio, en el más pequeño trozo de escoria de una balsa estancada. Pues se sitúan, como si fuese por acuerdo, en colonias separadas en la pared del recipiente que las contiene, y parecen desplazarse hacia arriba en filas; y cuando una colonia se cansa de su lugar y pretende cambiar su ubicación, cada agrupación mantiene su itinerario sin confusión y sin mezclarse, procediendo con gran regularidad y orden, como si estuviesen dirigidos por sabios cabecillas. Las hormigas y las abejas se ofrecen asistencia mutua más allá de lo requerido por lo que las
criaturas humanas somos capaces de percibir como estricto sentido de la
justicia. Seguramente necesitamos reflexionar un poco para convencernos de que el individuo no es más que una parte de la unidad que es la sociedad, y de que él está indisolublemente conectado con el resto de su raza. No sólo las acciones, sino también la voluntad y los pensamientos de otros hombres hacen o estropean su fortuna, controlan su destinos y determinan su vida o su muerte, su honor o su deshonor. Las epidemias, físicas y morales, contagiosas e infecciosas, la opinión y las vanas ilusiones del pueblo, los entusiasmos y otras corrientes y fenómenos eléctricos, morales e intelectuales, prueban la afinidad y
empatía universales. El voto de un hombre aislado y oscuro, la manifestación de la propia voluntad, ignorancia, presunción o rencor, al decidir unas elecciones y situar la irresponsabilidad, la incapacidad o la maldad en un senado, llega a involucrar a la nación en una guerra, barre nuestra fortuna, masacra a nuestros hijos, echa a perder todo el trabajo de una vida y nos empuja irremediablemente, oponiéndonos con la única ayuda de nuestro intelecto, a la tumba. Estas consideraciones deberían enseñarnos que la justicia hacia los otros y hacia nosotros mismos es la misma; que no podemos definir nuestros deberes por líneas matemáticamente establecidas con una escuadra, sino que debemos
llenar con ellos el gran círculo trazado por el compás; que el círculo de la humanidad es el límite y no somos más que el punto en el centro, la gota en el océano, el átomo o partícula unida por una misteriosa ley de atracción, que denominamos simpatía, a todos y cada uno de los átomos de la masa; que el bienestar físico y moral de los otros no nos puede ser indiferente; que tenemos un interés directo e inmediato en la moralidad pública y en la inteligencia del pueblo, así como en el bienestar y comodidad del pueblo en general. La ignorancia del pueblo, su pobreza e indigencia y la consecuente degradación, su embrutecimiento y abandono moral son enfermedades; y no podemos elevarnos lo suficiente sobre el pueblo, ni aislarnos de él lo preciso, para escapar del contagio de esas miasmas ni de las grandes corrientes magnéticas. La Justicia es particularmente indispensable para las naciones. El estado injusto está condenado por Dios a la calamidad y a la ruina. Esta es la enseñanza de la Sabiduría Eterna y de la historia. “La rectitud exalta a un
pueblo, pero la vileza es una lacra para las naciones”. “El trono está establecido por la rectitud. ¡Dejad a los labios del gobernante pronunciar la sentencia que es divina, y que su boca no yerre en el juicio!” La nación que se añade provincia tras provincia por medio del fraude y la violencia, que invade al débil y expolia al sometido, que viola sus tratados y las obligaciones de sus contratos y que sustituye la ley del honor y el trato honesto por las exigencias de la avaricia, por
viles artimañas políticas y los innobles mandatos de la conveniencia, está predestinada a la destrucción, pues en esto, al igual que en el individuo, las consecuencias del mal son inevitables y eternas. Hay una sentencia contra todo lo que es injusto, escrita por Dios en la naturaleza del hombre y en la naturaleza del Universo, pues está en la naturaleza del Dios Infinito. Ningún mal realmente triunfa. La ganancia de una
injusticia es una pérdida; su placer, sufrimiento. La iniquidad con frecuencia parece prosperar, pero su éxito es su derrota y vergüenza. Si sus consecuencias no alcanzan al hacedor, caerán sobre sus hijos y los aplastarán. Es una verdad filosófica, física y moral, en forma de amenaza, que Dios hace caer la iniquidad de los padres que violan sus leyes sobre los hijos hasta la tercera o cuarta generación. Pasado el tiempo siempre llega el día de reflexión, tanto para la nación como para el individuo; y siempre el truhán se engaña a sí mismo y acaba fracasando. La hipocresía es el homenaje que el vicio y el mal rinden a la virtud y a la justicia. Es Satán intentando envolverse en la angélica vestidura de la Luz. Es igualmente detestable en la moral, en la política y en la religión; es detestable tanto en el hombre como en la nación. Cometer una injusticia bajo la apariencia de integridad y ecuanimidad, condenar el vicio en público y practicarlo en privado, simular caridad pero condenar inexorablemente, profesar los principios de la beneficencia masónica y cerrar los oídos al gemido de dolor y al llanto de sufrimiento, elogiar la inteligencia del pueblo y conspirar para engañar y traicionarle por medio de su ignorancia y simpleza, alardear de puritanismo y malversar fondos, presumir de honor y abandonar mezquinamente una causa que se pierde, jactarse de ser altruista y vender el propio voto por cargos y poderes, son hipocresías tan comunes como infames y desgraciadas. Aparentar servir a Dios pero servir al Diablo, simular creer en un Dios de piedad y Redentor de amor al tiempo que se persigue a aquellos que profesan una fe diferente, especular con las casas de las viudas y rezar largamente para simular piedad, predicar la continencia pero revolcarse en la lujuria, inculcar humildad pero superar a Lucifer en soberbia, pagar el diezmo pero omitir las mayores obligaciones prescritas por la ley, el juicio, la piedad y la fe, poner el grito en el cielo por un mosquito pero tragarse un camello, mantener limpio el exterior de la copa y el plato pero manteniéndolos llenos de extorsión y excesos, aparentar de
cara a los hombres ser justo y piadoso pero por dentro estar lleno de hipocresía e iniquidad, es de hecho como ser un sepulcro blanqueado, que parece hermoso por fuera pero por dentro está lleno de huesos, muerte y suciedad. La república camufla su ambición bajo la pretensión de deseo y deber de “extender el mandato de la Libertad” y proclama como “manifiesto destino” anexionar otras repúblicas o los estados y provincias de otras para sí misma, sea empleando abiertamente la violencia o bajo títulos obsoletos, vacíos y fraudulentos. El Imperio fundado por un soldado exitoso reclama sus fronteras antiguas o naturales, y hace de la necesidad y la seguridad los pretextos para
saquear abiertamente. La gran Nación Mercante, una vez obtenido un punto de apoyo en Oriente, descubre su continua necesidad de extender su dominio por las armas, y sojuzga a la India. Las grandes realezas y despotismos, sin una excusa, se reparten entre ellos un reino, desmembran Polonia y se preparan para disputarse los territorios de la Media Luna. Mantener la balanza de poder es un excusa para destruir estados. Cartago, Génova y Venecia, ciudades únicamente comerciales, deben obtener territorio por la fuerza o el fraude para convertirse en estados. Alejandro marcha hacia la India. Tamerlán persigue un
imperio universal, los sarracenos conquistan España y atemorizan a Viena. La sed de poder nunca se satisface. Es insaciable. Ni los hombres ni las naciones tiene nunca suficiente. Cuando Roma era señora del mundo, los emperadores exigieron ser adorados como Dioses. La Iglesia de Roma reclamó el despotismo sobre el alma y sobre toda la vida, desde la cuna a la tumba. Dio y vendió absoluciones para los pecados pasados y futuros. Proclamó ser infalible en materia de fe, y diezmó Europa para purgarla de herejes, y diezmó América para convertir a los mejicanos y peruanos. Entregó y arrebató tronos, y por
excomunión y entredicho cerró las puertas del Paraíso a las naciones. España, altiva por su dominación sobre las Indias, intentó aplastar el protestantismo en los Países Bajos mientras Felipe II se casaba con la Reina de Inglaterra y la pareja intentaba devolver ese reino a la lealtad del trono papal. Después España intentaba conquistar Inglaterra con su Armada Invencible. Napoleón situó a sus familiares y capitanes en los tronos, repartiéndose entre ellos media Europa. El Zar reina sobre un imperio más gigantesco que Roma. La historia de todos es o será la misma: adquisición, desmembramiento, ruina. Hay un juicio de Dios
sobre todo lo que es injusto. Intentar sojuzgar la voluntad de los demás y tomar el alma cautiva, por representar el ejercicio del más alto poder, parece ser el más alto objetivo de la ambición humana. Está en la base de todo proselitismo y propaganda, desde el de Mesmer hasta el de la Iglesia de Roma y la República Francesa. Esa era la tarea de ambos, Jesús y Mahoma. La Masonería únicamente predica la Tolerancia, el derecho del hombre a acatar su propia fe, el derecho de las naciones a gobernarse por sí mismas. Condena por igual al monarca que busca
extender sus dominios por conquista, a la iglesia que proclama el derecho a reprimir la herejía por medio del fuego y el acero y la confederación de estados que insiste en mantener una unión por la fuerza restaurando la hermandad a través de la masacre y la opresión.
Es natural, cuando se está contrariado, desear venganza; y persuadirnos a nosotros mismos de que lo deseamos menos por nuestra propia satisfacción que para impedir la repetición de un mal, pues el autor se sentiría animado por la impunidad unida al beneficio del mal. Rendirse ante el estafador es alentarle a continuar, y estamos bastante dispuestos a considerarnos a nosotros mismos como los instrumentos escogidos de Dios para infligir Su venganza, y por Él y en Su lugar desalentar al mal haciéndolo estéril y asegurando su castigo. Se dice
que la venganza es “una especie de justicia salvaje”, pero siempre se lleva a cabo inflamada por el odio, y por lo tanto es indigna de una gran alma, que no debería ver turbada su ecuanimidad por la ingratitud o la villanía. Las heridas infligidas a nosotros por los perversos no son mucho más dignas de nuestra ira que aquellas causadas por los insectos y los animales; y cuando aplastamos a la víbora o damos muerte al lobo o a la hiena deberíamos hacerlo sin ser movidos por la ira, y con un sentimiento de venganza no mayor que si arrancásemos una mala hierba. Y si bien no está en la naturaleza humana no vengarse por medio del castigo, dejad al masón considerar sinceramente que al hacerlo así él es el agente de Dios, y dejemos así que su venganza sea mesurada por la justicia y atemperada por la piedad. La ley de Dios es que las consecuencias del mal, la crueldad y el crimen sean su propio castigo; y que el ofendido, el perjudicado y el indignado sean sus instrumentos para reforzar la ley tanto como lo son la reprobación pública, el veredicto de la historia y la execración de la posteridad.
Nadie dirá que el inquisidor que ha torturado y quemado al inocente, el español que despedazó a niños indios con su espada y arrojó los miembros a sus perros, el militar tirano que ha ejecutado a hombres sin celebrar juicio, el truhán que ha robado o traicionado al estado, el banquero fraudulento y corrupto que ha dejado a huérfanos en la indigencia, el funcionario público que ha quebrantado su juramento, el juez que ha prevaricado o el legislador cuya incapacidad ha arruinado el estado no deberían ser castigados. Que así sea, y dejemos a los
ofendidos o a los que los compadecen ser los instrumentos de la justa venganza de Dios, pero siempre por un sentimiento más noble que no la mera venganza personal. Recordad que cada característica moral del hombre encuentra su prototipo entre las criaturas de menor inteligencia; que la cruel hediondez de la hiena, la salvaje rapacidad del lobo, la furia del tigre, la taimada astucia de la pantera, se encuentran en la especie humana, y cuando se encuentran en el hombre no deberían despertar otra emoción distinta a cuando las descubrimos en las
bestias. ¿Por qué debería estar el verdadero hombre irritado con los gansos que graznan, los pavos que se pavonean, los burros que rebuznan y los monos que imitan y parlotean, aunque por fuera ostenten forma humana? Además, siempre es cierto, es mucho más noble perdonar que vengarse, y en general más bien deberíamos despreciar a los que nos hacen daño que no sentir la emoción de la ira o el deseo de venganza.





Fragmento del capítulo "Maestro III"
Traducción al castellano:
Alberto Moreno Moreno.  2008 
Benidorm (Alicante, España)