martes, 1 de mayo de 2012

Octavio Paz (1914–1998)

  Hablo 
      de la
        Ciudad

             A Eliot Weinberger



novedad de hoy y ruina de pasado mañana, enterrada y resucitada cada día, convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, teatros, bares, hoteles, palomares, catacumbas, la ciudad enorme que cabe en un cuarto de tres metros cuadrados inacabable como una galaxia, la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos y rehacemos mientras soñamos, la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir, la ciudad que brota de los párpados de la mujer que duerme a mi lado y se convierte, con sus monumentos y sus estatuas, sus historias y sus leyendas, en un manantial hecho de muchos ojos y cada ojo refleja el mismo paisaje detenido, antes de las escuelas y las prisiones, los alfabetos y los números, el altar y la ley: el río que es cuatro ríos, el huerto, el árbol, la Varona y el Varón vestido de viento
—volver, volver, ser otra vez arcilla, bañarse en esa luz, dormir bajo esas luminarias, flotar sobre las aguas del tiempo como la hoja llameante del arce que arrastra la corriente, volver, ¿estamos dormidos o despiertos?, estamos, nada más estamos, amanece, es temprano,
estamos en la ciudad, no podemos salir de ella sin caer en otra, idéntica aunque sea distinta, hablo de la ciudad inmensa, realidad diaria hecha de dos palabras: los otros, y en cada uno de ellos hay un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva, hablo de la ciudad construida por los muertos, habitada por sus tercos fantasmas, regida por su despótica memoria,
la ciudad con la que hablo cuando no hablo con nadie y que ahora me dicta estas palabras insomnes, hablo de las torres, los puentes, los subterráneos, los hangares, maravillas y desastres,
El estado abstracto y sus policías concretos, sus pedagogos, sus carceleros, sus predicadores,
las tiendas en donde hay de todo y gastamos todo y todo se vuelve humo,
los mercados y sus pirámides de frutos, rotación de las cuatro estaciones, las reses en canal colgando de los garfios, las colinas de especias y las torres de frascos y conservas,
todos los sabores y los colores, todos los olores y todas las materias, la marea de las voces —agua, metal, madera, barro—, el trajín, el regateo y el trapicheo desde el comienzo de los días,
hablo de los edificios de cantería y de mármol, de cemento, vidrio, hierro, del gentío en los vestíbulos y portales, de los elevadores que suben y bajan como el mercurio en los termómetros,
de los bancos y sus consejos de administración, de las fábricas y sus gerentes, de los obreros y sus máquinas incestuosas,
hablo del desfile inmemorial de la prostitución por calles largas como el deseo y como el aburrimiento,
del ir y venir de los autos, espejo de nuestros afanes, quehaceres y pasiones (¿por qué, para qué, hacia dónde?),
de los hospitales siempre repletos y en los que siempre morimos solos,
hablo de la penumbra de ciertas iglesias y de las llamas titubeantes de los cirios en los altares,
tímidas lenguas con las que los desamparados hablan con los santos y con las vírgenes en un lenguaje ardiente y entrecortado,
hablo de la cena bajo la luz tuerta en la mesa coja y los platos desportillados,
de las tribus inocentes que acampan en los baldíos con sus mujeres y sus hijos, sus animales y sus espectros,
de las ratas en el albañal y de los gorriones valientes que anidan en los alambres, en las cornisas y en los árboles martirizados,
de los gatos contemplativos y de sus novelas libertinas a la luz de la luna, diosa cruel de las azoteas,
de los perros errabundos, que son nuestros franciscanos y nuestros bhikkus, los perros que desentierran los huesos del sol,
hablo del anacoreta y de la fraternidad de los libertarios, de la conjura de los justicieros y de la banda de los ladrones,
de la conspiración de los iguales y de la sociedad de amigos del Crimen, del club de los suicidas y de Jack el Destripador,
del Amigo de los Hombres, afilador de la guillotina, y de César, Delicia del Género Humano,
hablo del barrio paralítico, el muro llagado, la fuente seca, la estatua pintarrajeada,
hablo de los basureros del tamaño de una montaña y del sol taciturno que se filtra en el polumo,
de los vidrios rotos y del desierto de chatarra, del crimen de anoche y del banquete del inmortal Trimalción,
de la luna entre las antenas de la televisión y de una mariposa sobre un bote de inmundicias,
hablo de madrugadas como vuelo de garzas en la laguna y del sol de alas transparentes que se posa en los follajes de piedra de las iglesias y del gorjeo de la luz en los tallos de vidrio de los palacios,
hablo de algunos atardeceres al comienzo del otoño, cascadas de oro incorpóreo, transfiguración de este mundo, todo pierde cuerpo, todo se queda suspenso,
la luz piensa y cada uno de nosotros se siente pensado por esa luz reflexiva, durante un largo instante el tiempo se disipa, somos aire otra vez,
hablo del verano y de la noche pausada que crece en el horizonte como un monte de humo que poco a poco se desmorona y cae sobre nosotros como una ola,
reconciliación de los elementos, la noche se ha tendido y su cuerpo es un río poderoso de pronto dormido, nos mecemos en el oleaje de su respiración, la hora es palpable, la podemos tocar como un fruto,
han encendido las luces, arden las avenidas con el fulgor del deseo, en los parques la luz eléctrica atraviesa los follajes y cae sobre nosotros una llovizna verde y fosforescente que nos ilumina sin mojarnos, los árboles murmuran, nos dicen algo,
hay calles en penumbra que son una insinuación sonriente, no sabemos adónde van, tal vez al embarcadero de las islas perdidas,
hablo de las estrellas sobre las altas terrazas y de las frases indescifrables que escriben en la piedra del cielo,
hablo del chubasco rápido que azota los vidrios y humilla las arboledad, duró veinticinco minutos y ahora allá arriba hay agujeros azules y chorros de luz, el vapor sube del asfalto, los coches relucen, hay charcos donde navegan barcos de reflejos,
hablo de nubes nómadas y de una música delgada que ilumina una habitación en un quinto piso y de un rumor de risas en mitad de la noche como agua remota que fluye entre raíces y yerbas,
hablo del encuentro esperado con esa forma inesperada en la que encarna lo desconocido y se manifiesta a cada uno:
ojos que son la noche que se entreabre y el día que despierta, el mar que se tiende y la llama que habla, pechos valientes: marea lunar,
labios que dicen sésamo y el tiempo se abra y el pequeño cuarto se vuelve jardín de metamorfosis y el aire y el fuego se enlazan, la tierra y el agua se confunden,
o es el advenimiento del instante en que allá, en aquel otro lado que es aquí mismo, la llave se cierra y el tiempo cesa de manar;
instante del hasta aquí, fin del hipo, del quejido y del ansia, el alma pierde cuerpo y se desploma por un agujero del piso, cae en sí misma, el tiempo se ha desfondado, caminamos por un corredor sin fin, jadeamos en un arenal,
¿esa música se aleja o se acerca, esas luces pálidas se encienden o apagan?, canta el espacio, el tiempo se disipa: es el boqueo, es la mirada que resbala por la lisa pared, es la pared que se calla, la pared,
hablo de nuestra historia pública y de nuestra historia secreta, la tuya y la mía,
hablo de la selva de piedra, el desierto del profeta, el hormigüero de almas, la congregación de tribus, la casa de los espejos, el laberinto de ecos,
hablo del gran rumor que viene del fondo de los tiempos, murmullo incoherente de naciones que se juntan o dispersan, rodar de multitudes y sus armas como peñascos que se despeñan, sordo sonar de huesos cayendo en el hoyo de la historia,
hablo de la ciudad, pastora de siglos, madre que nos engendra y nos devora, nos inventa y nos olvida. 




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