sábado, 26 de mayo de 2012

James George Frazer: La Rama Dorada (1890)

     Capítulo I
Rex Nemorensis 




                   1. Diana y Viribio 

¿Quién no conoce el cuadro de Turner, La Rama Dorada? La escena, inmersa en los destellos dorados con que la sublime imaginación de Turner envolvía y transfiguraba hasta el más hermoso paisaje natural, es una visión onírica del pequeño lago del bosque de Nemi "el espejo de Diana", como lo llamaban los antiguos. Quien haya contemplado las tranquilas aguas encajonadas entre las verdes colinas del monte Albano, nunca podrá olvidarlo. Las dos típicas aldeas italianas que dormitan en sus laderas y el castillo cuyos jardines descienden en terrazas hacia el lago, apenas turban la quietud y la soledad de la escena. Diana misma podría surgir aún en la orilla solitaria o incluso aparecer en la espesura del bosque. En la Antigüedad, este paisaje boscoso fue escenario de una tragedia extraña y repetida. En la orilla norte del lago, precisamente debajo del precipicio del cual pende la moderna villa de Nemi, se hallaba el pequeño bosque sagrado y el santuario de Diana Nemorensis o Diana del Bosque. El lago y el bosquecillo fueron llamados también lago y bosque de Aricia. Pero el pueblo de ese nombre (hoy La Riccia) se hallaba unas tres millas más allá, al pie del monte Albano, separado por un brazo del lago que ocupa una concavidad semejante a un cráter en la falda de la montaña. En ese bosque sagrado había un árbol alrededor del cual rondaba una figura siniestra durante todo el día y probablemente también hasta altas horas de la noche. Empuñaba una espada desnuda y miraba cautelosamente a su alrededor como si esperase a cada instante el ataque de un enemigo. Era, al mismo tiempo, sacerdote y asesino, y tarde o temprano alguien llegaría para matarlo y ocupar su puesto sacerdotal. Tal era la norma del santuario. Sólo podía ocuparse el puesto dando muerte al sacerdote para reemplazarlo, hasta ser asesinado a la vez por alguien más fuerte o más hábil. El puesto, obtenido de modo tan precario, confería el título del rey, pero seguramente ningún rey descansó menos que éste ni sufrió pesadillas tan terribles. Año tras año, en verano y en invierno, con buen o mal tiempo, debía mantener su guardia solitaria, tratando de no dormirse por el riesgo que ello implicaba para su vida. La menor desatención de su vigilancia, la más pequeña disminución de sus fuerzas o de su destreza lo ponían en peligro, las primeras canas sellaban su sentencia de muerte. 

Los sencillos y piadosos peregrinos que llegaban al santuario verían oscurecer el hermoso paisaje con su figura, como una nube que cubre de pronto al sol un día luminoso. El encanto azul de los cielos italianos, el claroscuro de los bosques en verano, los reflejos del sol en las olas, no se conciliaban con este personaje rudo y siniestro. Sería mejor imaginar este cuadro como podría verlo un caminante retrasado una de esas lúgubres noches de otoño, cuando las hojas secas caen sin cesar y el viento parece entonar un responso al año que se extingue. Es una escena sombría, con música melancólica: al fondo, el bosque recortándose negro sobre el cielo tempestuoso, el viento silbando entre las ramas, el crujido de las hojas secas bajo los pies, el azote de las frías aguas del lago contra las orillas y, en primer plano, yendo y viniendo en medio de la luz crepuscular o en la oscuridad, la figura sombría, con destellos acerados cuando la pálida luna asoma entre las nubes y filtra su luz entre la espesura. 

Esta extraña costumbre sacerdotal no tiene paralelo en la antigüedad clásica y resulta inexplicable en sí misma. Buscaremos su interpretación en otros campos. Probablemente nadie podrá negar que tiene reminiscencias de épocas bárbaras que han sobrevivido en la época imperial, fuertemente aisladas de aquella culta sociedad italiana, como una roca primitiva que emerge en medio del bien recortado césped de un jardín. La extrema rudeza y la barbarie de la costumbre nos permite alentar la esperanza de encontrar una explicación. Recientes investigaciones de la historia primitiva del hombre revelan la semejanza esencial de la mente humana que, por encima de múltiples diferencias superficiales, ha elaborado su primera y rústica filosofía de la vida. 

Por consiguiente, si podemos demostrar que una costumbre bárbara como la de los sacerdotes de  Nemi existió en otros lugares, si determinamos los motivos que la originaron, si podemos probar que esos motivos han actuado amplia y tal vez universalmente en la sociedad humana, dando origen en diversas circunstancias a una variedad de instituciones diferentes pero genéricamente similares y, por último, si demostramos que esos verdaderos motivos, y algunas de las instituciones derivadas de ellos, actuaron en la antigüedad clásica, podremos inferir que, en épocas remotas las mismas causas dieron origen al sacerdocio de Nemi.


         
  
En primer término, presentaremos los pocos hechos y leyendas que han llegado hasta nosotros al respecto. Según una de esas leyendas, el culto de Diana en Nemi fue instituido por Orestes
quien, luego de matar a Thoas, rey del Quersoneso Taúrico (Crimea) , huyó con su hermana a Italia, llevando la imagen de Diana Táurica oculta en un haz de leña. Cuando murió, sus restos fueron trasladados de Aricia a Roma, y sepultados frente al templo de Saturno, en la ladera del Capitolio, junto al templo de la Concordia. El sanguinario ritual, que la leyenda atribuye a la Diana Táurica, es conocido por los lectores de los clásicos: se dice que el extranjero que llegaba a la costa era sacrificado en su altar. Pero, al ser trasladado a Italia, el rito asumió una forma más suave. En el santuario de Nemi crecía un árbol cuyas ramas no podían romperse. Sólo un esclavo fugitivo estaba autorizado para romper una de ellas, si podía hacerlo. Si lo lograba, ello le daba derecho a luchar en un singular combate con el sacerdote, y si lo mataba, reinaba en su lugar con el título de Rey del Bosque (Rex Nemorensis). Según la opinión generalizada de los antiguos, la rama fatal era la Rama Dorada que Eneas, aconsejado por la Sibila, arrancó antes de intentar la peligrosa jornada hacia el Mundo de los Muertos. Se decía que la fuga del esclavo representaba la huida de Orestes y que su combate con el sacerdote era una reminiscencia de los sacrificios humanos ofrendados a la Diana Táurica. Esta ley de sucesión por la espada se cumplió hasta los tiempos del Imperio. 

Calígula, entre otras de sus extravagancias, pensó que el sacerdote de Nemi llevaba demasiado tiempo en su puesto y pagó a un bandido para que lo asesinara. Un viajero griego que visitó Italia en la época de los Antoninos ha confirmado que en aquellos tiempos el sacerdocio seguía siendo el premio de la victoria en singular combate. En el culto de Diana en Nemi pueden señalarse aún algunas características importantes. Las ofrendas votivas que se han encontrado en el lugar muestran que Diana era considerada cazadora, y también que impartía su bendición a hombres y mujeres con descendencia y que aseguraba un parto feliz a las madres. Asimismo, creemos que el fuego tenía un importante papel en su ritual. Durante el festival anual que se celebraba el 3 de agosto, en la época más calurosa del año, su bosque santuario se iluminaba con innumerables antorchas, cuyos resplandores rojizos se reflejaban en el lago, y el día se celebraba en toda Italia, con ritos sagrados en todos los hogares. En el santuario se han encontrado estatuillas de bronce que representan a la misma diosa con una antorcha en su mano derecha alzada, y las mujeres cuyos ruegos habían sido escuchados por ella, iban al santuario coronadas de guirnaldas y portando antorchas en cumplimiento de sus votos. 

Un desconocido dedicó una lámpara encendida a perpetuidad en un pequeño altar en Nemi, en favor de la salud del emperador Claudio y su familia. Las lámparas de terracota descubiertas en el bosque sagrado sirvieron tal vez a los pobres para idénticos fines. Si fuera así, sería obvia la analogía de esta costumbre con la práctica católica de ofrendar cirios bendecidos en las iglesias. Además, el título de Vesta que tenía Diana en Nemi indica claramente el mantenimiento de un fuego sagrado y perpetuo en el santuario. Una gran plataforma circular existente en el ángulo nordeste del santuario, elevada sobre tres escalones y que muestra restos de piso de mosaico, probablemente soportaba un templo redondo de Diana en su carácter de Vesta, similar al templo redondo de Vesta en el Foro romano. En tal caso, el fuego sagrado debió ser mantenido por vestales vírgenes, si nos atenemos a una cabeza de terracota encontrada en el lugar, que representa a una vestal, y a que el culto del fuego perpetuo parece haber sido común en el Lacio desde los primeros a los últimos tiempos. 

Asimismo, en el festival anual de la diosa, se adornaba con coronas a los perros de caza y no se molestaba a los animales salvajes. La juventud era objeto de una ceremonia purificadora en su honor. Después se servía vino y un festín que incluía una cabra, tortas recién sacadas del fuego dispuestas sobre hojas, y ramas de manzano con sus frutas. Pero Diana no reinaba sola en su bosque de Nemi. Otras dos divinidades compartían su rústico santuario. Una era Egeria, la ninfa de las aguas claras que borboteaban al surgir de las rocas de basalto para caer en el lago, en gráciles cascadas, en el lugar denominado Le Mole, por haberse instalado allí los molinos del moderno pueblo de Nemi. El rumor de la corriente sobre su lecho de guijarros ha sido evocado por Ovidio, que nos cuenta que bebía sus aguas frecuentemente. Las mujeres embarazadas hacían sacrificios a Egeria, pues creían que al igual que Diana era capaz de favorecerlas con un parto feliz. Según la tradición, la ninfa había sido la esposa o la amante del sabio rey Numa, que la acompañaba en el sagrado misterio del bosque, y las leyes que el soberano dio a los romanos le fueron inspiradas en comunión con esta deidad. Plutarco compara la leyenda con otras historias de amores de diosas con mortales, como los amores de Cibeles y la Luna con los hermosos jóvenes Atis y Endimión. Según otros autores, el lugar de los encuentros de los amantes no estaba en el bosque de Nemi sino en un bosquecillo situado en las inmediaciones de la Porta Capena de Roma, donde otra fuente, también consagrada a Egeria, surgía en el interior de una cueva oscura.  

     Todos los días, las vestales romanas sacaban agua de esa fuente, llevándola en cántaros de loza sobre sus cabezas. En tiempos de Juvenal, la roca natural había sido revestida de mármol y el lugar consagrado fue profanado por bandas de judíos pobres a quienes se permitía guarecerse allí. Suponemos que el manantial que caía sobre el lago de Nemi fue el verdaderamente original de Egeria y que cuando los primeros emigrantes se trasladaron de las colinas del Albano a las orillas del Tiber, llevaron consigo a la ninfa y fundaron un nuevo hogar para ella en las afueras de la ciudad. Restos de baños descubiertos en el sagrado recinto, así como modelados en terracota de distintas partes del cuerpo, parecen indicar que las aguas de Egeria se usaron para curar enfermos, quienes para manifestar su fe o expresar su gratitud dedicaron ex votos de los miembros enfermos a la diosa, según una costumbre que aún se observa en muchas partes de Europa. En la actualidad, el manantial conserva al parecer sus virtudes medicinales. La otra deidad menor de Nemi era Virbio. Dice la leyenda que Virbio fue el joven héroe griego Hipólito, casto y hermoso, que aprendió del centauro Quirón el arte de la montería y pasaba todo el día cazando animales salvajes en la selva en compañía de la cazadora y virgen Artemisa (la contrafigura griega de Diana). Orgulloso de esta asociación divina, Hipólito rechazó el amor de las mujeres y ello le resultó fatal. Afrodita, ofendida por su desdén, inspiró en su madrastra Fedra amor por él y cuando Hipólito rechazó sus inicuos requerimientos, ella lo acusó falsamente ante su padre, Teseo, quien creyó la calumnia, y rogó a su señor Poseidón que lo vengara por la supuesta ofensa. Así, mientras Hipólito paseaba en su carro por la costa del golfo Sarónico, el dios del mar le lanzó un toro furioso que apareció en medio de las olas. Los aterrorizados caballos se encabritaron, Hipólito fue arrojado del carro y murió pisoteado por los animales. 

Pero Diana, movida por el amor que le tenía, persuadió a Esculapio para que resucitara con sus medicamentos al joven y hermoso cazador. Júpiter, indignado de que un mortal pudiera volver a pasar por las puertas de la muerte, arrojó al Hades al entrometido médico. Entretanto, Diana, para librar a su favorito del dios enfurecido, lo ocultó en una nube densa, avejentó su figura para que representara más años de los que tenía, y  llevarlo a la Ninfa Egeria para que viviera desconocido y solitario, con el nombre de Virbio, en lo más profundo de la selva italiana. Reinó allí como un monarca y dedicó un santuario a Diana. Tuvo un hijo esbelto, también llamado Virbio, quien, sin sospechar el destino de su padre, se unió a los latinos con una cuadrilla de caballos indómitos para participar en la guerra contra Eneas y los troyanos. El culto de Virbio como deidad no se limita a Nemi. Se sabe que en Campania había un sacerdote especialmente a su servicio. Los caballos fueron expulsados del monte de Aricia y su santuario por ser los causantes de la muerte de Hipólito. Estaba prohibido tocar su imagen. Algunos creían que era el sol. "Pero la verdad -dice Servio- es que Virbio es una deidad asociada con Diana, así como Atis se asocia con la Madre de los Dioses, Erictonio con Minerva y Adonis con Venus". 

Más adelante nos ocuparemos de la naturaleza de esta asociación. Es importante destacar la tenacidad desplegada por este personaje mítico en el largo y cambiante curso de su vida. No caben dudas de que el San Hipólito del calendario romano, arrastrado por caballos y muerto el 13 de agosto -el mismo día de Diana -pueda ser otro que el héroe griego del mismo nombre, quien después de morir dos veces como pecador pagano ha sido resucitado felizmente como santo cristiano. No se necesita una paciente investigación para convencernos que los relatos sobre el culto de Diana en Nemi no son históricos. Evidentemente, pertenecen a esa larga serie de mitos elaborados para explicar el origen de los rituales religiosos sin otro fundamento que la semejanza real o imaginaria que pueda observarse con algún ritual extranjero. La incongruencia de los mitos de Nemi resulta en verdad transparente, ya que la fundación del culto procede algunas veces de Orestes y otras de Hipólito, según el detalle del ritual que se trate de explicar. El verdadero valor de estas historias es el de ilustrar la naturaleza del culto proporcionando una norma comparativa. Además, por su venerable antigüedad constituyen un testimonio indirecto de que los verdaderos orígenes se perdieron en las tinieblas de una fabulosa antigüedad. En este sentido, las leyendas de Nemi se hallan probablemente más cerca de la verdad que las tradiciones de apariencia histórica, como las de Catón el Antiguo, cuando dice que el bosque sagrado fue dedicado a Diana por un tal Egerio Baevius o Laevio de Tusculum, un dictador latino que representaba a los pueblos de Tusculum, Aricia, Lanuvium, Laurentum, Cora, Tibur, Pometia y Ardea. 

Es cierto que esta tradición reconoce la gran antigüedad del santuario, al señalar que la fundación se produjo poco tiempo antes del 495 a C, el mismo año en que Pometia fue saqueada por los romanos y desapareció de la Historia. Pero no podemos suponer que una norma tan bárbara como la de los sacerdotes de Aricia fuese deliberadamente instituida por una liga de comunidades civilizadas como lo eran sin duda las ciudades latinas. Debió provenir de una época perdida en la memoria humana, cuando Italia era aún un país más primitivo que otros en el mismo período histórico. El crédito que pueda darse a esta tradición no sólo no se confirma sino que se reduce en otra que atribuye la fundación del santuario a un tal Manio Egerius, lo que ha dado origen al proverbio: "Hay muchos Manes en Aricia"que alguien ha explicado señalando que Manio Egerius fue el antepasado de una numerosa y distinguida familia, mientras que otros piensan que se trataba de personas deformes y repugnantes que abundaban en Aricia, por lo que interpretan que el nombre Manio deriva de Mania, un fantasma o espantajo para asustar a los niños. Un satírico romano usa el nombre de Manius para designar a los mendigos que esperaban a los peregrinos en las pendientes de Aricia. Estas opiniones diferentes, lo mismo que las discrepancias entre Manio Egerius de Axicia y Egerio Laevius, de Tusculum, y la semejanza de ambos nombres con el de la mítica Egeria, suscitan nuestras sospechas. No obstante, la tradición mencionada por Catón nos parece demasiado circunstancial y su defensor por demás respetable para que la consideremos una curiosa ficción. Más aún; suponemos que se refiere a una antigua restauración o reconstrucción del santuario realizada en su momento por los estados confederados. De todos modos, atestigua la creencia de que el santuario, fue desde los más remotos tiempos, el lugar de culto de muchas de las antiguas ciudades del país, y no sólo de la confederación latina. 

                                 
                             2. Artemisa e Hipólito 

Ya hemos dicho que las leyendas de Orestes e Hipólito, aunque sin valor histórico, tienen cierta importancia porque nos permiten comprender mejor- el culto de Nemi en relación con los mitos y rituales de otros santuarios. Debemos preguntarnos ahora: ¿Por qué el autor de estas leyendas eligió a Orestes e Hipólito para explicar a Virbio y al rey del bosque? En lo referente a Orestes la respuesta es obvia. El y la imagen de la Diana Táurica, que sólo podía aplacarse con sangre humana, son elegidos para hacer comprensible la sanguinaria norma de sucesión de los sacerdotes de Aricia. El caso de Hipólito no es tan simple. Si bien las circunstancias de su muerte sugieren de inmediato una razón para excluir a los caballos del bosque sagrado, ello nos parece insuficiente para identificarlo.

Debemos entonces profundizar el estudio tanto del culto como de la leyenda o mito de Hipólito. Hipólito tenía un famoso santuario en Troezena, la patria de sus antepasados, en la bellísima y casi cerrada bahía donde los bosques de naranjos y limoneros y los altos cipreses se elevan como oscuras torres sobre el jardín de las Hespérides, hoy cubiertos por una franja de ribera fértil al pie de las escarpadas montañas. En las aguas azules de la tranquila bahía, como protegiéndola del mar abierto, se halla la isla sagrada de Poseidón, cuyas cimas se esfuman en el verdor oscuro de los pinos. En esta hermosa costa fue adorado Hipólito. Dentro del santuario había un templo con una antigua imagen. El servicio estaba a cargo de un sacerdote vitalicio, y todos los años se efectuaba una fiesta en su honor, que incluía sacrificios. Cada año las jóvenes solteras lamentaban su fin prematuro con cánticos tristes y acongojados. Antes de casarse, los jóvenes y las doncellas le ofrendaban mechones de sus cabellos en el templo. Su sepulcro se hallaba en Troezena, pero el pueblo no quería mostrarlo. 

Se ha pensado; y es muy probable, que el hermoso Hipólito, amado por Artemisa, muerto en plena juventud y llorado anualmente por las doncellas, fue uno de los amantes mortales de diosas que con tanta frecuencia aparecen en las religiones antiguas, de los cuales Adonis constituye el caso más conocido. La rivalidad entre Artemisa y Fedra por el amor de Hipólito reproduce, como se ha dicho, la de Afrodita y Proserpina por el amor de Adonis, siendo Fedra sólo la figura equivalente de Afrodita. La teoría puede aplicarse al caso de Hipólito y Artemisa; porque ella fue originariamente una gran diosa de la fertilidad y, según las leyes de la religión primitiva, la que fertiliza la naturaleza debe a su vez ser fertilizada, y tener necesariamente un consorte masculino. En este sentido, Hipólito era el consorte de Artemisa en Troezena y las trenzas o mechones de cabellos ofrendados por las doncellas y los jóvenes antes de casarse, tendrían por objeto fortalecer su unión con la diosa y favorecer así la fertilidad de la tierra, del ganado y de los hombres. Confirma este punto de vista de algún modo el hecho de que dentro del santuario se adoraban los poderes femeninos, Damia y Auxesia, cuya relación con la fertilidad del suelo es indudable. Cuando Epidauro sufrió una gran escasez, el pueblo obedeciendo el oráculo, talló imágenes de Damia y Auxesia en maderas de olivo sagrado, y tan pronto las hicieron y colocaron, la tierra volvió a dar sus frutos. Además, también en Troezena y presuntamente en el interior del santuario de Hipólito, se celebraba una curiosa pedrea litúrgica en honor de estas vírgenes, como las llamaban los troezenses. 

Resulta fácil demostrar que costumbres similares se han practicado en muchos países con el propósito expreso de obtener abundantes cosechas. En la leyenda de la trágica muerte del joven Hipólito podemos advertir una analogía con relatos similares de otros jóvenes hermosos pero mortales, que pagaron con su vida sus breves encuentros amorosos con diosas inmortales. Tal vez estos infelices amantes no fueron siempre solamente mitos, y las leyendas que hablan de rastros de sangre en los pétalos purpúreos de la violeta, en los tonos escarlata de la anémona, o en el intenso rubor de la rosa, muestran que no sólo se trata de poéticos emblemas juveniles ni de raptos de belleza fugaces como las flores estivales. Estas fábulas contienen una profunda filosofía de la relación de la vida del hombre con la vida de la naturaleza, una triste filosofía que dio origen a una costumbre trágica. Más adelante veremos cuáles eran esta filosofía y esta práctica. 


                                                   
                                           3. Recapitulación 

Tal vez ahora podemos comprender por qué los antiguos identificaron a Hipólito, el consorte de Artemisa, con Virbio, quien; según Servio, se une a Diana como Adonisa Venus o Atis a la Madre de los Dioses. Diana, al igual que Artemisa, era una diosa de la fertilidad en general y de los nacimientos en particular. Así, ella, como su doble griega, necesita un compañero masculino. Ese compañero, si Servio está en lo cierto, era Virbio. Por su carácter de fundador del bosque sagrado y de primer rey de Nemi, Virbio es evidentemente el predecesor mítico o arquetipo de la dinastía de sacerdotes que sirvieron a Diana con el título de reyes del bosque, y que, como él, estaban condenados a un trágico final. 

Por consiguiente, es natural conjeturar que su relación con la diosa del bosque sagrado era la misma que la de Virbio con ella. En síntesis, el mortal rey del bosque tenía como reina a la misma Diana. Si el árbol sagrado que cuidaba a riesgo de su propia vida era, lo que parece probable, la personificación de la Diosa, no sólo la adoraba como tal sino que la abrazaba como a su mujer. Esta suposición nada tiene de absurdo, ya que en los tiempos de Plinio un noble romano mantenía la misma relación con una hermosa haya en otro bosque consagrado a Diana, en las colinas del Albano. La abrazaba y la besaba, se acostaba a su sombra bebía vino apoyado, en su tronco. Evidentemente, consideraba al árbol como a una diosa. La costumbre de casar físicamente a hombres y mujeres con árboles se practica aún en la India y en otras parte de Oriente. 

¿Por qué no podía suceder lo mismo en el antiguo Lacio? Podemos concluir, en suma, que el culto de Diana en Nemi fue muy importante y de una antigüedad inmemorial. Ella fue adorada como diosa de los bosques y de los animales salvajes, y también probablemente del ganado doméstico y de los frutos de la tierra. Además, se creía que bendecía a hombres y mujeres con descendencia y ayudaba a las madres en los partos. Su fuego sagrado ardía continuamente en el templo redondo situado dentro del recinto del santuario. En la ninfa Egeria, asociada a ella, Diana delegaba una de sus propias funciones, la de ayudar a las parturientas, y era creencia popular que ella se había casado con un antiguo rey de Roma en el bosque sagrado. 

Por otra parte, la misma Diana del Bosque tenía un compañero llamado Virbio, que fue para ella lo que Adonis para Venus o Atis para Cibeles. Por último, el mítico Virbio era representado en los tiempos históricos por un linaje de sacerdotes conocidos como los Reyes del bosque, siempre muertos por la espada de sus sucesores, y cuyas vidas estaban de algún modo vinculadas con cierto árbol del bosque sagrado, porque mientras el árbol no sufriera daño, ellos estaban a salvo de cualquier ataque. Desde luego que estas conclusiones no bastan para explicar la peculiar ley de sucesión del sacerdocio, pero tal vez; si ampliamos el campo de esta investigación, podemos llegar a pensar que ellas contienen en germen la solución del problema. Haremos un análisis, amplio y trabajoso, pero que tendrá de algún modo el interés y el encanto de un viaje de descubrimiento durante el cual visitaremos países extraños con pueblos extraños y costumbres aún más extrañas. El viento silba en las jarcias, soltemos las velas y dejemos por algún tiempo las costas de Italia.





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