lunes, 21 de mayo de 2012

Albert Pike: Moral y Dogma (1809–1891)


            III
       Maestro



Interpretar literalmente los símbolos y alegorías de los textos orientales,
así como considerarlos un asunto meramente prehistórico, es cerrar
voluntariamente nuestros ojos a la Luz. Considerar los símbolos como algo trivial y banal es un error tremendo solo propio de los mediocres.
Toda expresión religiosa es simbolismo, dado que solo podemos describir lo que vemos, y el verdadero objeto de la religión es lo Visible. Los primeros instrumentos de educación fueron los símbolos; y tanto ellos como el resto de formas religiosas diferían, y todavía difieren, según las circunstancias externas y la imaginería, y según las diferencias de conocimiento y de cultura mental. Todo lenguaje es simbólico en tanto en cuanto se aplica a fenómenos y acciones mentales y espirituales. Todas las palabras tienen, en primer lugar, un sentido material, aunque sin embargo pueden adquirir posteriormente, para el ignorante, un sin-sentido espiritual. “Retractar”, por ejemplo, es tirar para atrás, y cuando se aplica a una frase es simbólico, tanto como lo sería una imagen de un brazo echado para atrás para explicar la misma cosa. La misma palabra “espíritu” significa “respirar”, del verbo latín spiro, respirar. Presentar un símbolo visible ante el ojo de otro no implica necesariamente informarle del significado que ese símbolo tiene para ti. Por ello el filósofo pronto añadió a los símbolos explicaciones destinadas al oído y susceptibles de mayor precisión, pero menos efectivas e impactantes que las formas pintadas o esculpidas que él intentaba explicar. De estas explicaciones surgió gradualmente una variedad de narraciones cuyo objetivo y significado fueron paulatinamente olvidados o perdidos en contradicciones e incongruencias. Y cuando estas fueron abandonadas y la Filosofía recurrió a definiciones y fórmulas, su lenguaje no era sino un simbolismo más complicado que intentaba, a oscuras, describir y forcejear con ideas imposibles de ser expresadas. Pues sucede con el símbolo visible lo mismo que con la palabra: pronunciarla  no te informa del significado exacto que tiene para mí; y por ello la religión y la filosofían se abocaron a grandes disputas sobre el significado de las palabras. La expresión más abstracta para la Deidad que el lenguaje puede ofrecer no es sino un signo o símbolo de algo más allá de nuestra comprensión, no más veraz y adecuado que las imágenes de Osiris y Vishnú, o sus nombres, salvo por ser menos explícito y perceptible por los sentidos. Evitamos nuestra dependencia de los sentidos recurriendo únicamente a la simple negación, y finalizamos por definir espíritu afirmando que no es materia. Espíritu es espíritu. Un  sencillo ejemplo del simbolismo de las palabras lo encontramos en un habitual texto de estudio masónico. Encontramos en el Rito Inglés esta frase: “Siempre cubriré, siempre ocultaré y nunca revelaré” (I will ever hail, ever conceal and never reveal); y en el Catecismo, estas: Pregunta: “Yo cubro” (I hail) Respuesta: “Yo oculto” (I conceal) Y la ignorancia, malinterpretando la palabra hail, ha interpolado la frase “¿Desde dónde saludas?” (From whence do you hail?) Pero la palabra es realmente hele, del verbo anglosajón helan, cubrir, esconder u ocultar, y esta palabra es traducida por el verbo latino tegere, cubrir o retejar. “No me ocultarás cosa alguna” (That ye fro me no thynge woll hele), dice Gower. “No me cubren nada oculto” (They hele fro me no priuyte) relata el Romance de la Rosa. “Cubrir una casa” es una frase habitual en Sussex, y en el oeste de Inglaterra, el que cubre una casa con pizarra se denomina cubridor, de lo que se deduce que cubrir significa lo mismo que retejar. Con esto se aprecia que el lenguaje es igualmente simbolismo, y las palabras son mal interpretadas y mal empleadas como lo son otros muchos materiales simbólicos. El simbolismo tendía continuamente a hacerse más complicado, y todas las potencias del Cielo se reprodujeron en la tierra hasta que se tejió, en parte de forma elaborada y en parte por la ignorancia de los errores, una red de ficción y alegoría que el ingenio del hombre, con sus limitados medios de explicación, nunca deshará. Incluso el teísmo hebreo se involucró en el simbolismo y la adoración de imágenes, prestadas seguramente de algún credo anterior y de las remotas regiones de Asia. La adoración de la Gran Diosa-Naturaleza semítica AL o ELS y las representaciones simbólicas del Mismo Jehová no se reducían al lenguaje poético o ilustrativo. Los sacerdotes eran monoteístas, el pueblo era idólatra. Hay peligros inherentes al simbolismo y que nos ayudan a comprender los riesgos similares que conciernen al uso del lenguaje. La imaginación, a la que se apela para ayudar a la razón, usurpa su lugar o abandona a su aliado indefenso y enmarañado en su red. Los nombres que representaban a cosas son tomados por ellas, los medios se confunden con lo fines y los instrumentos de interpretación por el objeto, y de esta manera los símbolos llegan a usurpar un carácter independiente como verdades o como personas. Aunque quizá era un sendero necesario, también era un camino peligroso a través del cual aproximarse a la Deidad, camino en el que muchos, dice Plutarco, “confundiendo el signo por la cosa significada, cayeron en la ridícula superstición, mientras que otros, intentando evitar ese extremo, cayeron en el no menos horrendo mar de la irreligiosidad y la impiedad”. Es a través de los misterios –sostiene Cicerón – como hemos aprendido los primeros principios de la vida; por ello el término iniciación está bien empleado; y los misterios no solo nos enseñan a vivir más feliz y agradablemente, sino que además alivian el dolor de la muerte con la esperanza de una vida mejor en el más allá. 




Los Misterios eran un drama sagrado que exponía alguna leyenda relativa a los cambios de la naturaleza, al universo visible en el que se revela la Divinidad, y cuyo significado en muchos aspectos era tan abierto a los paganos como a los cristianos. La Naturaleza es la gran maestra del hombre, pues es la Revelación de Dios. La Naturaleza ni dogmatiza ni intenta tiranizar obligando a creer en un credo particular o en una especial interpretación. Nos presenta sus símbolos, y no añade nada a través de una explicación. Es el texto sin el comentario; y como sabemos, es principalmente el comentario y la glosa lo que lleva al error, a la herejía y a la persecución. Los primeros maestros de la Humanidad no solo adoptaron las lecciones de la Naturaleza, sino también en todo cuanto les fue posible su método de impartirlas. En los misterios, más allá de las tradiciones de su época y los rituales sagrados y enigmáticos de los templos, pocas explicaciones se daba a los espectadores, a los que se dejaba, como en la escuela de la naturaleza, hacer inferencias por ellos mismos. Ningún otro método podría haber venido mejor a cada grado de cultura y capacidad. Emplear el simbolismo de la naturaleza en lugar de los tecnicismos del lenguaje es fructífero para el más humilde buscador de sabiduría y revela los secretos a cada uno en proporción a su preparación previa y su capacidad de comprensión. Si su significado filosófico estaba por encima de la comprensión de algunos, su contenido político y moral sí estaban dentro del alcance de todos. Estas representaciones místicas no consistían en la lectura de un texto, sino en el planteamiento de un problema. Al necesitar investigación, estaban calculadas para poner en marcha el intelecto dormido, e implicaba no tener reticencias hacia la Filosofía, pues la Filosofía es el gran difusor del simbolismo, aunque sus interpretaciones antiguas estaban a menudo mal fundadas y eran incorrectas. La alteración del símbolo en dogma es fatal para la belleza de la expresión, y conduce a la intolerancia y a la pretensión de infalibilidad. Si al enseñar la gran doctrina de la naturaleza divina del Alma, y al intentar explicar los anhelos para la vida más allá de la muerte, y al demostrar la superioridad del alma humana sobre la de los animales, que no tienen aspiraciones celestiales, los antiguos lucharon en vano por expresar la naturaleza del alma comparándola con el Fuego o la Luz, no nos vendría mal plantearnos si, en nuestro presuntuoso conocimiento, tenemos alguna idea mejor o más nítida de su esencia, o si hemos asumido, desesperanzados, que nunca sabremos nada. Si bien los antiguos erraron en la ubicación original del alma e interpretaron literalmente la forma y manera de su descenso a este mundo, estos aspectos no eran más que accesorios a la gran Verdad, y probablemente para los iniciados meras alegorías diseñadas para hacer la idea más palpable y causar mayor impresión en la mente. No son más merecedores de ser observados con la sonrisa del ignorante engreído, o con la condescendencia de aquellos cuyo conocimiento consiste solamente en palabrería, que el Seno de Abraham como hogar para las almas de los que acaban de morir; o el mar de fuego real para la tortura eterna de las almas; o la Ciudad de la Nueva Jerusalén, con sus muros de jaspe y sus edificios de oro puro como cristal transparente, sus cimientos de piedras preciosas y sus puertas hechas cada una por una única perla. “Conocí a un hombre”, dice Pablo, “que estuvo en el Tercer Cielo... que fue y volvió del Paraíso, y escuchó palabras inefables que un hombre no puede pronunciar”. Y en ninguna parte aparece el antagonismo y el conflicto entre el cuerpo y el espíritu más frecuente e insistentemente que en los escritos del apóstol, y en ninguna parte se afirma más la naturaleza divina del alma. “Con la mente”, dice Pablo, “sirvo a la ley de Dios, pero con la carne sirvo a la ley del pecado... Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Porque el continuo anhelar de las criaturas espera la manifestación de los hijos de Dios... Que también las mismas criaturas serán liberadas de la servidumbre de la corrupción de la carne en la libertad gloriosa de los hijos de Dios”.


Dos formas de gobierno favorecen la primacía de la falsedad y la mentira. Bajo el Despotismo, los hombre son falsos, traicioneros y mentirosos por efecto del miedo, como esclavos temerosos del látigo. Bajo una Democracia lo son igualmente, pero como medio de alcanzar popularidad y cargos, así como por la codicia de riqueza. La experiencia probablemente demostrará que estos vicios odiosos y detestables crecen más ampliamente y se extienden más rápidamente en una república. Cuando los cargos y las riquezas se convierten en los dioses de un pueblo, y los menos valiosos e ineptos aspiran a los primeros, y el fraude se convierte en camino para la segunda, la nación apestará a falsedad y sudará mentiras y estafas. Si los cargos son accesibles a todos, el mérito, la integridad minuciosa y el honor inmaculado los alcanzará solo rara vez y por accidente. Ser capaz de servir bien al país dejará de ser una razón por la que los grandes, sabios y preparados sean elegidos para prestar ese servicio, y se fomentarán otras habilidades menos honorables: adaptar las opiniones propias al humor popular; sostener, excusar y justificar las locuras populares; defender únicamente el interés propio y aquello que nos granjea el aplauso; mimar, embaucar y halagar al elector, mendigar su voto como un perrito faldero aunque sea de un negro sacado de la barbarie; profesar amistad a un competidor y apuñalarle por la espalda con murmuraciones; poner en circulación maledicencias que al pasar de mano en mano se convertirán en mentiras que se irán deformando al ir de boca en boca. ¿Quién de entre nosotros no ha visto estas malas artes y perversas maquinaciones puestas en práctica y convirtiéndose en algo general, de forma que el éxito no se podía conseguir, seguramente, por medios más honorables? El resultado es un Estado regido por los ignorantes y mediocres, por presuntuosos engreídos y por la inexperiencia del intelecto inmaduro y vano de colegiales de palabras aparentemente sabias pero sin fundamento. La deslealtad y la falsedad en la vida pública y política se tornará deslealtad y falsedad en lo privado. El timador en la política, como el timador en las apuestas, está podrido desde la piel al corazón. En cualquier lugar él mirará primero por sus intereses, y quien quiera que se apoye en él será atravesado con una caña rota. Su ambición es innoble, como él mismo, y por lo tanto pretenderá obtener el cargo por medios innobles, igual que intentará obtener cualquier objeto codiciado: tierras, dinero o reputación.
A la larga, el cargo y el honor están divorciados. El lugar que se considera digno de ser ocupado por el inepto e incapaz, el truhán y el embaucador, cesa de tener valor y alentar la ambición del grande y capaz; o si no, se echan atrás ante un concurso en el que las armas a usar no son dignas de ser manejadas por un caballero. Entonces los hábitos de abogados sin escrúpulos echan raíces en los senados, y los politicastros se enzarzan en riñas sobre pequeñeces cuando el destino de la nación y la vida de millones de ciudadanos están en la picota. Los estados son engendrados por la villanía y crecen en el fraude, y los truhanes son exaltados por legisladores que claman por su honorabilidad. Las elecciones acaban siendo decididas por votos perjuros o intereses partidistas, y las prácticas de los peores tiempos de corrupción se reviven, exageradas, en las repúblicas. ¡Es extraño que el amor reverencial a la verdad, la hombría y la auténtica lealtad, la abominación de la pequeñez y de la ventaja desleal, así como la genuina fe, la piedad y la grandeza de espíritu tengan que disminuir entre los hombres de estado y el pueblo a medida que la civilización avanza, la libertad se generaliza y el sufragio universal implica valía y aptitud universal! En los tiempos de la reina Isabel, sin sufragio universal y sin Sociedades para la Difusión del Conocimiento Útil, o lecturas públicas, o Liceos, el estadista, el mercader, el burgués y el marinero eran todos igual de heroicos y temían únicamente a Dios y no a los hombres. Permitid que no pasen más de cien o doscientos años, y tanto en una monarquía como en una república de la misma especie no habrá nada menos heroico que el mercader, el astuto especulador, el arribista, temiendo todos únicamente a los hombres, y nunca a Dios. La admiración por la grandeza se extingue y es sustituida por una pérfida envidia de la grandeza. Todos los hombres se encuentran o bien en el sendero de la riqueza o bien en el de la popularidad. Hay un sentimiento general de satisfacción cuando un gran estadista es desplazado o, en general, cuando el que ha disfrutado de su momento de gloria, convirtiéndose en ídolo popular, cae en desgracia y se hunde desde su alta posición. Se convierte en un infortunio, si no en un crimen, estar por encima del nivel popular. Deberíamos suponer, naturalmente, que la nación que se encuentra en tribulaciones buscaría el consejo del más sabio de sus hijos. Pero, por el contrario, los grandes hombres nunca parecen tan escasos como cuando más se les necesita, y los personajes de escasa talla nunca son tan osados para infestar el Estado como cuando la mediocridad, la ambición incapaz, la inmadurez engreída y la incompetencia animada y ostentosa resultan más peligrosas. Cuando Francia se encontraba al final de su agonía revolucionaria, era regida por una asamblea de petimetres de provincias, y Robespierre, Marat y Couthon gobernaban en lugar de Mirabeau, Vergniaud y Carnot. Inglaterra fue gobernada por el Parlamento Purgado tras haber decapitado a su rey. Cromwell acabó con esta asamblea, y Napoleón con la anterior. El fraude, la falsedad, las artimañas y la mentira en los asuntos de la nación son síntomas de decadencia en los Estados y precede a la convulsión y la parálisis. Intimidar al débil y agacharse ante el fuerte es la política de las naciones gobernadas por las pequeñas mediocridades. Las artimañas de las elecciones vuelven a representarse en los senados y el Ejecutivo se convierte en dispensador de cargos y patrocinador, principalmente, de los más incapaces, de forma que los hombres son sobornados con cargos en lugar de dinero, para mayor ruina de la comunidad. Lo Divino desaparece de la naturaleza humana, y el interés, la avaricia y el egoísmo toman su lugar. Es una triste pero ilustrativa alegoría la que nos muestra a los compañeros de Ulises tornados en cerdos por los encantamientos de Circe.



         “No puedes” – dice el Gran Maestro -  “servir a Dios y a Mamón”. Cuando la sed de riquezas se generaliza, estas serán buscadas tanto honesta como deshonestamente, por fraudes y sin importar los medios, por las bribonadas del comercio y la frialdad de la especulación avariciosa, por el juego azaroso de acciones y valores que pronto desmoraliza a toda la comunidad. Los hombres especularán sobre las necesidades de sus vecinos y los sufrimientos de su nación. Burbujas que, de explotar, empobrecerían a las multitudes, serán reventadas por taimados truhanes, con la estupidez y la credulidad como sus ayudantes e instrumentos. Las grandes bancarrotas que sobresaltan a un país como terremotos, y peor aún, los nombramientos fraudulentos, la apropiación indebida de los ahorros de los pobres, la acuñación excesiva y hundimiento de la moneda, las quiebras bancarias y la depreciación de los títulos del estado hacen presa en los ahorros de los que se han esforzado y turban con su expolio el primer alimento de la infancia y las últimas arenas de la vida, y llenan de difuntos los cementerios y de enloquecidos los manicomios. Pero el estafador y el especulador prospera y engorda. Si su país declara una leva general porque está luchando por su propia existencia, él ayuda depreciando su papel moneda, de forma que pueda acumular cantidades fabulosas con una inversión ínfima. Si su vecino está en apuros, compra su terreno por una miseria. Si administra un estado, este se vuelve insolvente, y los huérfanos quedan reducidos a la miseria. Si su banco explota, resulta que él ha tomado a tiempo medidas para protegerse. La sociedad adora a sus reyes de papel y crédito como los antiguos hindúes y egipcios adoraban a sus ídolos sin valor, y tanto más obsequiosamente cuanto más resultan ser los verdaderos pobres de una sociedad rica. No es preciso preguntarse por qué los hombres piensan que debe haber otro mundo en el que se pague por las injusticias de este, cuando ven a sus amigos de familias arruinadas mendigando a los acaudalados estafadores una limosna para que los huérfanos no mueran de hambre hasta que encuentren medios de valerse por sí mismos.



Los estados están principalmente ávidos de comercio y territorio. Este
ansia de territorio lleva a la violación de tratados, la invasión de los vecinos débiles y la rapacidad hacia los protectorados cuyas tierras codician. Las repúblicas son en esto tan rapaces y faltas de principios como los déspotas, y nunca aprenden de la historia que la expansión desmesurada por rapiña y fraude tiene como consecuencias inevitables el desmembramiento y la derrota. Cuando una república comienza a expoliar a sus vecinos, el epitafio de su propia condenación está escrito en las paredes. Hay un juicio ya pronunciado por Dios sobre cualquier conducta nacional que no se ajuste a derecho. Cuando la guerra civil rompe los órganos vitales de una república, échese la vista atrás y observad si no ha sido culpable de injusticias; y si lo ha sido, ¡dejadla humillarse en el polvo! Cuando una nación es poseída por un espíritu de ansia mercantil más allá de los justos límites impuestos por la razonable prosperidad tanto individual como general, se trata de una nación poseída por el demonio de la avaricia comercial, una pasión tan innoble y vil como es la avaricia en el individuo; y como esta sórdida pasión es más perversa y exenta de escrúpulos que la ambición, resulta más deleznable, y finalmente provoca que la nación infectada 
sea contemplada como enemiga de la raza humana. Querer obtener la parte del león ha resultado siempre en la ruina de los estados, pues conduce invariablemente a injusticias que lo hacen parecer detestable, y a una política egoísta y torcida que impide a otras naciones ser amigas del estado que solo mira por sí mismo. La avidez comercial en la India ha sido madre de más atrocidades y mayor rapacidad, y ha costado más vidas humanas, que la más noble ambición de extender el Imperio por parte de la Roma de los cónsules. La nación que se aferra al comercio no puede sino volverse egoísta, calculadora e inerte ante los más nobles impulsos que deberían mover a los estados. Aceptará insultos que
agredan su honor antes que poner en peligro sus intereses mercantiles, mientras que para servir a estos intereses emprenderá guerras injustas bajo pretextos falsos y frívolos, y su pueblo libre se aliará despreocupadamente con déspotas para aplastar a un rival comercial que se ha atrevido a exiliar a sus reyes y elegir a sus propios gobernantes. De esta forma, en las naciones comercialmente avariciosas, el frío cálculo de un sórdido interés propio siempre termina desplazando los nobles impulsos del Honor y la Generosidad que les elevó a la grandeza. Honor y generosidad que llevó a Isabel y a Cromwell a proteger conjuntamente a los protestantes, más allá de los cuatro mares de Inglaterra, contra la tiranía coronada y la persecución mitrada; y si hubiesen perdurado, habrían prohibido las alianzas con los zares, autócratas y Borbones destinadas a reinstaurar la tiranía de la incapacidad y armar a la Inquisición de nuevo con sus instrumentos de tortura. El alma de las naciones avariciosas se petrifica igual que el alma del individuo que hace del oro su dios. El déspota actuará ocasionalmente movido por impulsos nobles y generosos, y ayudará al débil contra el fuerte y al derecho contra la injusticia. Pero la codicia comercial es esencialmente egoísta, acaparadora, impía, desmedida, astuta, fría, ambiciosa y calculadora, únicamente guiada por consideraciones del propio interés. Sin corazón y sin compasión, no conoce sentimientos de piedad, comprensión u honor que puedan entorpecer su avance sin remordimientos, y aplasta todo
estorbo en su camino a medida que su quilla de especulación va hundiendo bajo ella las olas inadvertidas. Una guerra por un gran principio ennoblece a una nación, pero una guerra por la supremacía comercial, basada en cualquier pretexto falaz, es despreciable, y demuestra mejor que nada hasta qué inconcebibles profundidades de maldad los hombres y las naciones pueden descender. La avidez comercial no tiene la vida de los hombres en más valor que la vida de las hormigas. El comercio de esclavos es tan aceptable para un pueblo cautivado por esa ansia como el mercado de marfil o especias si el beneficio es amplio. Ya se esforzará más adelante por justificarse ante Dios y tranquilizar su propia conciencia obligando a aquellos a quienes vendieron los esclavos, previamente robados o comprados, a ponerlos en libertad, castigándolos con masacres y hecatombes si rehúsan obedecer los mandatos de la filantropía.




Ningún sabio concibe la Justicia únicamente como dar a cada uno la
exacta medida de recompensa o castigo que creemos que merece su mérito, o lo que denominamos su crimen, que es más a menudo su error. La justicia del padre no es incompatible con el perdón de los errores y ofensas de sus hijos. La Infinita Justicia de Dios no consiste en adjudicar exactas medidas de castigo a las debilidades y pecados humanos. Estamos demasiado dispuestos a erigir nuestra propia y mínima concepción de lo que está bien y mal dentro de la ley de la justicia, y sostener que Dios la adoptaría como su ley; dispuestos a medir algo según nuestro criterio y llamarlo a eso amor divino por la justicia. Continuamente intentamos ennoblecer nuestra innoble sed de venganza y represalia llamándolo erróneamente justicia. Tampoco consiste la justicia en regir nuestra conducta hacia otros hombres por las inflexibles normas del derecho legal. Si hubiese en cualquier
parte una comunidad donde todo se atuviese a la estricta ley, debería estar escrito sobre sus puertas, como aviso a los desafortunados que deseasen entrar en tan inhóspito dominio, las palabras que según Dante están escritas sobre la gran puerta del infierno: “Dejad atrás toda esperanza los que aquí entráis”. No se trata únicamente de pagar al obrero, sea en el campo o en la fábrica, su salario sin más, ateniéndose al valor de mercado más económico para su trabajo y tan solo mientras necesitemos su trabajo o sea capaz de trabajar; pues cuando la enfermedad o la edad le venza, les dejará a él y a su familia en la más extrema pobreza. Y Dios maldecirá con calamidades al pueblo en que los hijos de los obreros sin trabajo se vean obligados a comer hierbas y las madres deban estrangular a sus hijos para, con el dinero dado en caridad para el entierro, poder comer algo ellas mismas. Las reglas de lo que habitualmente se denomina “justicia” pueden ser observadas minuciosamente por los espíritus caídos que
son la aristocracia del Infierno.



La Justicia, desligada de la compasión y la comprensión, es indiferencia
egoísta, no mucho más encomiable que la soledad misántropa. Hay
comprensión entre las algas, una tribu de simples organismos de los que aún quedan miríadas por descubrir, con la ayuda del microscopio, en el más pequeño trozo de escoria de una balsa estancada. Pues se sitúan, como si fuese por acuerdo, en colonias separadas en la pared del recipiente que las contiene, y parecen desplazarse hacia arriba en filas; y cuando una colonia se cansa de su lugar y pretende cambiar su ubicación, cada agrupación mantiene su itinerario sin confusión y sin mezclarse, procediendo con gran regularidad y orden, como si estuviesen dirigidos por sabios cabecillas. Las hormigas y las abejas se ofrecen asistencia mutua más allá de lo requerido por lo que las
criaturas humanas somos capaces de percibir como estricto sentido de la
justicia. Seguramente necesitamos reflexionar un poco para convencernos de que el individuo no es más que una parte de la unidad que es la sociedad, y de que él está indisolublemente conectado con el resto de su raza. No sólo las acciones, sino también la voluntad y los pensamientos de otros hombres hacen o estropean su fortuna, controlan su destinos y determinan su vida o su muerte, su honor o su deshonor. Las epidemias, físicas y morales, contagiosas e infecciosas, la opinión y las vanas ilusiones del pueblo, los entusiasmos y otras corrientes y fenómenos eléctricos, morales e intelectuales, prueban la afinidad y
empatía universales. El voto de un hombre aislado y oscuro, la manifestación de la propia voluntad, ignorancia, presunción o rencor, al decidir unas elecciones y situar la irresponsabilidad, la incapacidad o la maldad en un senado, llega a involucrar a la nación en una guerra, barre nuestra fortuna, masacra a nuestros hijos, echa a perder todo el trabajo de una vida y nos empuja irremediablemente, oponiéndonos con la única ayuda de nuestro intelecto, a la tumba. Estas consideraciones deberían enseñarnos que la justicia hacia los otros y hacia nosotros mismos es la misma; que no podemos definir nuestros deberes por líneas matemáticamente establecidas con una escuadra, sino que debemos
llenar con ellos el gran círculo trazado por el compás; que el círculo de la humanidad es el límite y no somos más que el punto en el centro, la gota en el océano, el átomo o partícula unida por una misteriosa ley de atracción, que denominamos simpatía, a todos y cada uno de los átomos de la masa; que el bienestar físico y moral de los otros no nos puede ser indiferente; que tenemos un interés directo e inmediato en la moralidad pública y en la inteligencia del pueblo, así como en el bienestar y comodidad del pueblo en general. La ignorancia del pueblo, su pobreza e indigencia y la consecuente degradación, su embrutecimiento y abandono moral son enfermedades; y no podemos elevarnos lo suficiente sobre el pueblo, ni aislarnos de él lo preciso, para escapar del contagio de esas miasmas ni de las grandes corrientes magnéticas. La Justicia es particularmente indispensable para las naciones. El estado injusto está condenado por Dios a la calamidad y a la ruina. Esta es la enseñanza de la Sabiduría Eterna y de la historia. “La rectitud exalta a un
pueblo, pero la vileza es una lacra para las naciones”. “El trono está establecido por la rectitud. ¡Dejad a los labios del gobernante pronunciar la sentencia que es divina, y que su boca no yerre en el juicio!” La nación que se añade provincia tras provincia por medio del fraude y la violencia, que invade al débil y expolia al sometido, que viola sus tratados y las obligaciones de sus contratos y que sustituye la ley del honor y el trato honesto por las exigencias de la avaricia, por
viles artimañas políticas y los innobles mandatos de la conveniencia, está predestinada a la destrucción, pues en esto, al igual que en el individuo, las consecuencias del mal son inevitables y eternas. Hay una sentencia contra todo lo que es injusto, escrita por Dios en la naturaleza del hombre y en la naturaleza del Universo, pues está en la naturaleza del Dios Infinito. Ningún mal realmente triunfa. La ganancia de una
injusticia es una pérdida; su placer, sufrimiento. La iniquidad con frecuencia parece prosperar, pero su éxito es su derrota y vergüenza. Si sus consecuencias no alcanzan al hacedor, caerán sobre sus hijos y los aplastarán. Es una verdad filosófica, física y moral, en forma de amenaza, que Dios hace caer la iniquidad de los padres que violan sus leyes sobre los hijos hasta la tercera o cuarta generación. Pasado el tiempo siempre llega el día de reflexión, tanto para la nación como para el individuo; y siempre el truhán se engaña a sí mismo y acaba fracasando. La hipocresía es el homenaje que el vicio y el mal rinden a la virtud y a la justicia. Es Satán intentando envolverse en la angélica vestidura de la Luz. Es igualmente detestable en la moral, en la política y en la religión; es detestable tanto en el hombre como en la nación. Cometer una injusticia bajo la apariencia de integridad y ecuanimidad, condenar el vicio en público y practicarlo en privado, simular caridad pero condenar inexorablemente, profesar los principios de la beneficencia masónica y cerrar los oídos al gemido de dolor y al llanto de sufrimiento, elogiar la inteligencia del pueblo y conspirar para engañar y traicionarle por medio de su ignorancia y simpleza, alardear de puritanismo y malversar fondos, presumir de honor y abandonar mezquinamente una causa que se pierde, jactarse de ser altruista y vender el propio voto por cargos y poderes, son hipocresías tan comunes como infames y desgraciadas. Aparentar servir a Dios pero servir al Diablo, simular creer en un Dios de piedad y Redentor de amor al tiempo que se persigue a aquellos que profesan una fe diferente, especular con las casas de las viudas y rezar largamente para simular piedad, predicar la continencia pero revolcarse en la lujuria, inculcar humildad pero superar a Lucifer en soberbia, pagar el diezmo pero omitir las mayores obligaciones prescritas por la ley, el juicio, la piedad y la fe, poner el grito en el cielo por un mosquito pero tragarse un camello, mantener limpio el exterior de la copa y el plato pero manteniéndolos llenos de extorsión y excesos, aparentar de
cara a los hombres ser justo y piadoso pero por dentro estar lleno de hipocresía e iniquidad, es de hecho como ser un sepulcro blanqueado, que parece hermoso por fuera pero por dentro está lleno de huesos, muerte y suciedad. La república camufla su ambición bajo la pretensión de deseo y deber de “extender el mandato de la Libertad” y proclama como “manifiesto destino” anexionar otras repúblicas o los estados y provincias de otras para sí misma, sea empleando abiertamente la violencia o bajo títulos obsoletos, vacíos y fraudulentos. El Imperio fundado por un soldado exitoso reclama sus fronteras antiguas o naturales, y hace de la necesidad y la seguridad los pretextos para
saquear abiertamente. La gran Nación Mercante, una vez obtenido un punto de apoyo en Oriente, descubre su continua necesidad de extender su dominio por las armas, y sojuzga a la India. Las grandes realezas y despotismos, sin una excusa, se reparten entre ellos un reino, desmembran Polonia y se preparan para disputarse los territorios de la Media Luna. Mantener la balanza de poder es un excusa para destruir estados. Cartago, Génova y Venecia, ciudades únicamente comerciales, deben obtener territorio por la fuerza o el fraude para convertirse en estados. Alejandro marcha hacia la India. Tamerlán persigue un
imperio universal, los sarracenos conquistan España y atemorizan a Viena. La sed de poder nunca se satisface. Es insaciable. Ni los hombres ni las naciones tiene nunca suficiente. Cuando Roma era señora del mundo, los emperadores exigieron ser adorados como Dioses. La Iglesia de Roma reclamó el despotismo sobre el alma y sobre toda la vida, desde la cuna a la tumba. Dio y vendió absoluciones para los pecados pasados y futuros. Proclamó ser infalible en materia de fe, y diezmó Europa para purgarla de herejes, y diezmó América para convertir a los mejicanos y peruanos. Entregó y arrebató tronos, y por
excomunión y entredicho cerró las puertas del Paraíso a las naciones. España, altiva por su dominación sobre las Indias, intentó aplastar el protestantismo en los Países Bajos mientras Felipe II se casaba con la Reina de Inglaterra y la pareja intentaba devolver ese reino a la lealtad del trono papal. Después España intentaba conquistar Inglaterra con su Armada Invencible. Napoleón situó a sus familiares y capitanes en los tronos, repartiéndose entre ellos media Europa. El Zar reina sobre un imperio más gigantesco que Roma. La historia de todos es o será la misma: adquisición, desmembramiento, ruina. Hay un juicio de Dios
sobre todo lo que es injusto. Intentar sojuzgar la voluntad de los demás y tomar el alma cautiva, por representar el ejercicio del más alto poder, parece ser el más alto objetivo de la ambición humana. Está en la base de todo proselitismo y propaganda, desde el de Mesmer hasta el de la Iglesia de Roma y la República Francesa. Esa era la tarea de ambos, Jesús y Mahoma. La Masonería únicamente predica la Tolerancia, el derecho del hombre a acatar su propia fe, el derecho de las naciones a gobernarse por sí mismas. Condena por igual al monarca que busca
extender sus dominios por conquista, a la iglesia que proclama el derecho a reprimir la herejía por medio del fuego y el acero y la confederación de estados que insiste en mantener una unión por la fuerza restaurando la hermandad a través de la masacre y la opresión.
Es natural, cuando se está contrariado, desear venganza; y persuadirnos a nosotros mismos de que lo deseamos menos por nuestra propia satisfacción que para impedir la repetición de un mal, pues el autor se sentiría animado por la impunidad unida al beneficio del mal. Rendirse ante el estafador es alentarle a continuar, y estamos bastante dispuestos a considerarnos a nosotros mismos como los instrumentos escogidos de Dios para infligir Su venganza, y por Él y en Su lugar desalentar al mal haciéndolo estéril y asegurando su castigo. Se dice
que la venganza es “una especie de justicia salvaje”, pero siempre se lleva a cabo inflamada por el odio, y por lo tanto es indigna de una gran alma, que no debería ver turbada su ecuanimidad por la ingratitud o la villanía. Las heridas infligidas a nosotros por los perversos no son mucho más dignas de nuestra ira que aquellas causadas por los insectos y los animales; y cuando aplastamos a la víbora o damos muerte al lobo o a la hiena deberíamos hacerlo sin ser movidos por la ira, y con un sentimiento de venganza no mayor que si arrancásemos una mala hierba. Y si bien no está en la naturaleza humana no vengarse por medio del castigo, dejad al masón considerar sinceramente que al hacerlo así él es el agente de Dios, y dejemos así que su venganza sea mesurada por la justicia y atemperada por la piedad. La ley de Dios es que las consecuencias del mal, la crueldad y el crimen sean su propio castigo; y que el ofendido, el perjudicado y el indignado sean sus instrumentos para reforzar la ley tanto como lo son la reprobación pública, el veredicto de la historia y la execración de la posteridad.
Nadie dirá que el inquisidor que ha torturado y quemado al inocente, el español que despedazó a niños indios con su espada y arrojó los miembros a sus perros, el militar tirano que ha ejecutado a hombres sin celebrar juicio, el truhán que ha robado o traicionado al estado, el banquero fraudulento y corrupto que ha dejado a huérfanos en la indigencia, el funcionario público que ha quebrantado su juramento, el juez que ha prevaricado o el legislador cuya incapacidad ha arruinado el estado no deberían ser castigados. Que así sea, y dejemos a los
ofendidos o a los que los compadecen ser los instrumentos de la justa venganza de Dios, pero siempre por un sentimiento más noble que no la mera venganza personal. Recordad que cada característica moral del hombre encuentra su prototipo entre las criaturas de menor inteligencia; que la cruel hediondez de la hiena, la salvaje rapacidad del lobo, la furia del tigre, la taimada astucia de la pantera, se encuentran en la especie humana, y cuando se encuentran en el hombre no deberían despertar otra emoción distinta a cuando las descubrimos en las
bestias. ¿Por qué debería estar el verdadero hombre irritado con los gansos que graznan, los pavos que se pavonean, los burros que rebuznan y los monos que imitan y parlotean, aunque por fuera ostenten forma humana? Además, siempre es cierto, es mucho más noble perdonar que vengarse, y en general más bien deberíamos despreciar a los que nos hacen daño que no sentir la emoción de la ira o el deseo de venganza.





Fragmento del capítulo "Maestro III"
Traducción al castellano:
Alberto Moreno Moreno.  2008 
Benidorm (Alicante, España)






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