lunes, 24 de septiembre de 2012

Carlos Fuentes: Cuento (1928 - 2012)



El que inventó 
          la pólvora



Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.

La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.

Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. 

Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.

El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.

Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se había caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.

La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)

Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.

El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).

Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían... amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.

Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.

La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.

Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.

Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.

Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora... Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.

¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.

No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.
Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero:

«USEN TODO... TODO... TODO»

Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos...
Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera chispa...


                                                           
                                                         Fin   



sábado, 22 de septiembre de 2012

Totila Albert: Ensayo (1892-1967)





            La Epopeya 
                del Tres Veces 
                             Nuestro


                                                                                          Prólogo

                Se ha buscado la causa de la desunión de los seres humanos y del irremediable desorden que reina en las condiciones de la vida humana, y en esta búsqueda se ha criticado, por cierto, al Estado, y a la Iglesia, pero nunca se ha dado el paso definitivo: hacer responsable al creador de estas instituciones, que se atribuyó arbitrariamente valor absoluto y se adjudicó el derecho de disponer de la vida y la muerte de la familia, declarándola su propiedad y apoderándose de sus bienes.

Ya es tiempo de que nos ocupemos no solo de los síntomas sino también del germen de la enfermedad y de que al fin reconozcamos en el Patriarcado la causa tanto de nuestras imperfecciones humanas como también de nuestras formas artificiales de vida.

Sobrecogedora es la búsqueda simultánea de aquello que tenemos en común y sobre lo cual pudiéramos descansar, y por otro lado la manifiesta incapacidad de encontrar lo que se busca.  Ya es ahora tiempo de que nos demos cuenta de que no es afuera donde debemos buscar y encontrar lo que tenemos en común, sino dentro de nosotros mismos.

¿Qué tienen de común todos los seres humanos?  Su estructura dada por la naturaleza: “Padre”, “Madre”, “Hijo”, estructura que tanto es externa como interna.

 Todo ser humano es una trinidad.

Ya el óvulo fecundado contiene en potencia sus tres componentes.

En la hoja exterior, ectoderma, que produce la piel, los órganos de los sentidos y el sistema nervioso central y establece el enlace con el macrocosmos, podemos comprobar el principio paterno;

En la hoja interior, endoderma, que desarrolla las vísceras y realiza el enlace con la tierra, verificamos el principio materno, en la hoja intermedia, mesoderma, que consiste en una hoja vuelta al ectoderma y otra al endoderma y de la cual resultan el futuro sostén en sí (esqueleto), la acción (musculatura estriada), la vida que da impulso y provoca la circulación (corazón), la responsabilidad en la conservación de la especie (glándulas germinativas) se nos presenta el principio filial.

Con estos tres principios nace el hombre y puede desarrollarse armónicamente sólo cuando después de nacer ve que sus tres componentes son del mismo modo fomentados.

Pero en toda la historia de la humanidad conocida por nosotros el equilibrio de estas tres componentes se halla destruido.

En el primer período, mediante la exagerada acentuación del componente filial. (Filiarcado: nómades que migran al encuentro de la primavera y sacrifican a los padres que de todas maneras sucumbirían en el viaje; por consiguiente la época llamada en la Mitología de todos los pueblos “Edad de Oro”, y de la “Eterna Juventud” ).

En el segundo período, mediante la exagerada acentuación del componente materno.  (Matriarcado: Proyección del hogar microcósmico, el útero, en el macrocosmos, vida sedentaria, agricultura, arquitectura, comienzo de la “cultura”; eliminación del padre del hogar, y reacción a ello: formación de asociaciones masculinas en la selva, iniciación de los hijos varones en estas sociedades masculinas, inventos de los utensilios de pesca y caza y de las armas, y el comienzo de la investigación de las fuerzas naturales y de su dominio).

En el tercer período, mediante la exagerada acentuación del componente paterno. (Patriarcado: descubrimiento y apropiación de la tierra, conquista del hogar materno, caída del Matriarcado, llamada en la Mitología “la lucha de la luz, Patriarcado, contra las tinieblas, Matriarcado” Establecimiento del derecho paterno absoluto.)

En éste último estamos todavía atavísticamente envueltos, y adquirimos mayoría de edad como especie solo en el caso de liberarnos del gobierno del padre absoluto.  No solo a él pertenece la tierra, se ha apropiado de ella y la ha repartido conforme al poder y arbitrio, de tal modo que ya no sabemos que hacer con tantas Patrias.  He aquí que soñamos con un Gobierno Mundial Supernacional y olvidamos que con ello no atacamos la enfermedad, el Patriarcado atavístico, de manera que en realidad eludimos la verdadera salud de las relaciones humanas.  La tierra no debe ser más un campo de lucha de conquistadores: la Tierra está conquistada y es Tres Veces Nuestra, pertenece al padre, la madre y el hijo.

¿Pero cómo debemos liberarnos del dominio del padre absoluto?  Solo así: no sirviéndole nadie más en todo el mundo y simultáneamente.  Esta es la única revolución que tiene derecho a llamarse así, porque ella significa evolución, desenvolvimiento armónico de los tres componentes.
Hasta aquí todas las revoluciones dentro del patriarcado no han hecho sino colocar al hijo en el puesto del padre.
El Tres Veces Nuestro coloca al padre, a la madre y al hijo en sus derechos naturales.  Punto de partida para comprobar estos derechos es el conocimiento de las funciones biológicas de estos tres componentes.

Funciones paternas:
Engendrar, crear, producir, darle forma al regalo de la vida desde el pan hasta el arte.

Funciones maternas:
Recibir, alimentar, educar y entregar a la vida el ser completo.

Funciones filiales:
Desarrollarse, aprender, desear y ser libre.

Pero donde y cuando el padre absoluto asume autoritariamente funciones maternas y filiales, torna la alimentación en negocio, la educación en esclavitud, el deseo en arbitrio, la libertad en ansia de dominio, y en vez de entregar a la vida el ser completo lo entrega a la guerra y a la muerte.  Así se venga en la especie el crimen contra la naturaleza.

Después de haber realizado históricamente las tres posibilidades del desequilibrio de los tres componentes la Humanidad no tiene para desarrollarse y cumplir con su misión otra alternativa que realizar el equilibrio de los tres componentes.
Podemos organizarnos con los Tres que en verdad somos, una sola familia sobre la tierra ( en vez de combatirnos y destruirnos mutuamente), una familia que lleva su menaje libre e independiente, sin el negocio (Política) , ni la mediación (Diplomacia), ni la presión (Ejército) de padres especuladores estatales y eclesiásticos.

Padre, Madre, Hijo trabajan voluntaria y responsablemente uno para el otro y no necesitan recompensa alguna, porque cada uno de ellos vive en el Tres Veces Nuestro, que no conoce ni fronteras ni negocio con los bienes de la tierra y rendimiento del ser humano.  Cada uno despliega su actividad por propia elección, por amor a su actividad, y nadie se castigará a sí mismo no haciendo nada.  Pero en el Patriarcado trabajamos para ganar dinero, sin considerar si somos aptos para determinada clase de trabajo, y, por lo tanto, se pierde en su mayor parte, la energía de la especie.  De aquí provienen las preocupaciones económicas del patriarcado.

Pero este fracaso de la economía artificial del Padre absoluto no es nuestra única falla: fracasamos en nosotros mismos.

Fracasamos en nosotros mismos, porque, bajo la presión de la exclusiva orientación hacia el patriarcado, no solo dejamos de desarrollar los componentes maternos y filiales, sino desarrollamos aun equívocamente el componente paterno, obligados a aceptar como verdaderos sus arbitrarios supuestos, sus erróneas valoraciones, sobre la base de una milenaria educación patriarcal.
Esta violó la Naturaleza del ser humano y con derecho podemos decir que al ser humano aún no lo conocemos.

La educación, basada en el armónico cultivo de los tres componentes, nos mostrará lo que es por naturaleza el ser humano.

Los principios paterno, maternal y filial no dependen del sexo ni de la edad.

Aclarar todos los pormenores de este proceso de necesaria investigación no puede ser la tarea de un prólogo.

El tema está dado.  Su desarrollo debería recomendarse a institutos de investigación universales del Tres Veces Nuestro.





martes, 18 de septiembre de 2012

Aldo Pellegrini: Ensayo VI (1903–1973)


     Fundamentos 
         de una 
    estética          
de la Destrucción 



Más profundas, más extensas que las de la construcción, son las leyes de la destrucción. Pero destrucción y construcción son mecanismos asociados. Nada se puede construir sin una etapa previa de destrucción.Una lenta y solapada corriente de destrucción circula por la naturaleza que nos rodea, y toda esta tarea de destrucción confluye en la construcción de la vida. Y esa misma corriente de destrucción circula por el interior de la vida concediéndole a ésta su fuerza y su fragilidad, y esa magnífica calidad propia de lo efímero. Todo cambio implica destrucción, y la naturaleza es esencialmente cambio. Este cambio se nos revela como tiempo. Así el tiempo resulta el gran destructor. A la materia que consideramos inmóvil la recorre una lenta ola de destrucción. El tiempo corroe la materia y en el transcurso de esa corrosión surge la belleza. La belleza es el rostro del tiempo, es la luz del cambio que nos hechiza. ¿En qué medida el arte antiguo nos seduce por el hecho de que conservamos de él sólo ruinas? La corrosión del tiempo ha agregado a las estatuas antiguas la imagen del gran cambio. Ellas nos atraen vestidas con la pátina deslumbradora del tiempo.

Y el tiempo se apodera de la obra de los hombres. Entonces actúa como destructor y juez a la par: destruye la obra de los mediocres así como los mediocres tienden a destruir la obra de los verdaderos creadores. El tiempo es el gran crítico: terrible e implacable, aniquila lo que no tiene valor y saca de la oscuridad lo que realmente vale.
Toda destrucción libera una enorme cantidad de energía. Es por este efecto dinámico, por esta acción impulsada, que la destrucción sienta las bases de toda futura creación.

Los objetos se rompen o destruyen siguiendo leyes internas de la materia que los componen: su destrucción revela el secreto de su estructura esencial. Al actuar sobre las cosas el hombre utiliza un material prefabricado, y al destruir, se subordina a las leyes secretas de ese material. En el objeto que se destruye se libera su virtualidad material. Por eso todo acto de destrucción tiene el sentido de un atentado al pudor en cuanto nos ofrece la desnudez total de la materia.

En la destrucción manejada por el hombre aparecen dos elementos que la naturaleza ignora: la destrucción sin sentido, o sea, destruir por destruir, y la destrucción por el odio.

El odio, sentimiento novísimo y especifico del hombre, mediante el cual él se opone no sólo a la naturaleza exterior sino a su propia naturaleza.
En su afán de destrucción el hombre se convierte en una verdadera enfermedad de la materia; hoy el hombre es para el mundo una fuerza de destrucción más poderosa que todas las fuerzas naturales.

Posee el hombre una verdadera locura de destrucción, aunque aparentemente la idea de destruir es tabú para el común de la gente; y lo es porque siendo el hombre materia destruible, la idea de la propia destrucción condiciona una sensación de horror en torno a la palabra.
Ha llegado el momento de que se dignifique el concepto de destrucción, y dignificarlo significa volver, en primer término, a la enseñanza de la naturaleza misma. Destrucción y construcción constituyen para ella dos fases del mismo proceso. Y en efecto, para el hombre, crear es en definitiva transformar, es decir destruir algo para hacer con ese algo una cosa nueva.

El impulso a la destrucción es innato en el hombre. En el niño observamos el instinto de destrucción en su elemental pureza; el niño destruye objetos para afirmarse a sí mismo o para llegar a conocerlos. ¡Oh, sabiduría destructora de los niños!, ellos quieren saber qué son en realidad las cosas. El hombre también destruye para conocer: el anatomista destruye un cuerpo humano para conocer su estructura, el científico destruye la materia para conocer su composición.

Pero es al artista a quien corresponde descubrir el verdadero sentido de la destrucción. Y este sentido está en el fermento creador que contiene todo acto de destrucción. Ya es tiempo de que el artista dé las verdaderas normas de la destrucción, puesto que el acto de destruir es inseparable del hombre. Cuando la destrucción es voluntaria y desinteresada cumple primordialmente una función estética. La destrucción del artista no es el acto brutal y sin sentido que determina el odio, es un acto que tiene sentido, y este sentido lleva la marca indeleble del humor. El humor, fenómeno destructor de la más alta jerarquía, ataca lo estúpido, lo rutinario, lo pretencioso, lo falso. El humor, poder dinámico que mueve la actividad destructora del artista, y a la que presta, junto a su peculiar contenido estético, un contenido profundamente ético.La misión del artista es, por un lado, revelar la belleza que existe en las obras de destrucción que se producen por azar o por la acción del tiempo. El tiempo, ese gran artífice que utiliza los mecanismos de corrosión, desintegración, incrustación, que se vale de los medios más sutiles de la química y de la física y de los poderosos instrumentos que le ofrece el viento, el agua, el fuego, y la sutilísima vida microscópica que lo envuelve todo. Ante ese artífice impar de recursos infinitos el artista se inclina. Al señalar la belleza de un objeto que ha sufrido la acción del tiempo, el artista desarrolla un verdadero acto de creación, pues crear es hacer que una materia inerte adquiera sentido y vida para el hombre.

Pero lo que realmente importa es cuando el artista pone en marcha su propia voluntad de destrucción. Y esta destrucción lleva la carga de múltiples contenidos. Destruir un objeto feo, monstruoso, sin sentido o falso, significa destruir una civilización carcomida y antihumana, o destruir una religión sin vitalidad y castradora, o una moral maniatada y angustiante, o prejuicios culturales petrificados. La destrucción pertenece para el artista al orden supremo de la libertad.

El impulso que mueve al hombre hacia la destrucción tiene un sentido y toca al artista revelar ese sentido. Cualquiera que sea la motivación del acto destructivo: el furor, el aburrimiento, la repugnancia por el objeto, la protesta, ese acto debe tener un sentido estético y ese sentido evita que la destrucción acto procreador se transforme en aniquilamiento. Destrucción y aniquilamiento desde el punto de vista del artista son términos antagónicos. La destrucción de un objeto no lo aniquila, nos enfrenta con una nueva realidad del objeto, la carga de un sentido que antes no tenía.

Toca al artista revelar la universalidad del proceso de destrucción, hacer que se le pierda miedo al término, depurarlo de contenidos impuros: el odio, el resentimiento, el egoísmo. La universalidad de la destrucción se revela en que dos objetos que entran en contacto inician inmediatamente un proceso de mutua destrucción, de ahí que el amor sea el fenómeno de destrucción más ardiente que acontezca en la relación de dos seres vivos.

Toca al artista revelar que la destrucción oculta un poderoso germen de belleza; así cuando se diga de una mujer, que es bella como la destrucción, se hace de ella el más alto de los elogios y se da a entender que no estamos frente a una belleza pasiva, sino frente a una belleza que tiene las cualidades del fuego y de la explosión.
La destrucción depurada por el artista, llevado éste de la mano por el guía acre, cáustico, irreverente del humor, nos revelará inéditos mecanismos de belleza, oponiendo así su destrucción estética a esa orgía de aniquilamiento en que está sumergido el mundo de hoy.



miércoles, 12 de septiembre de 2012

Alejandro Jodorowsky: El maestro y las magas (2005)


 Intelectual,            ¡aprende a                morir!


La última vez que vi al maestro Ejo Takata fue en la modesta casa de una vecindad, en los límites superpoblados de la capital mexicana. Un cuarto y una cocina, no más. Yo iba allí en busca de consuelo, sufriendo por la muerte de mi hijo. El dolor me impidió ver las cajas de cartón que llenaban la mitad del cuarto. El monje se puso a freír  un par de pescados. Yo me esperaba un sabio discurso sobre la muerte:
«No se nace, no se muere... La vida es una ilusión... Dios da, Dios quita, bendito sea Dios... No pienses en su ausencia, agradece los veinticuatro años con que alegró tu vida... La gota divina regresó al océano original... Su consciencia se ha disuelto en la feliz eternidad... ». Todo eso me lo había dicho a mí mismo, pero el consuelo que buscaba en esas frases no calmaba mi corazón. Ejo sólo pronunció una palabra:
                  «Duele», y con una reverencia sirvió los pescados. Comimos en silencio. Comprendí que la vida continuaba, que debía aceptar el dolor, no luchar contra él ni buscar consuelo. Cuando comes, comes; cuando duermes, duermes; cuando duele, duele. Más allá de todo aquello, unidad de l a vida impersonal. Nuestras cenizas han de mezclarse con las del mundo... Entonces le pregunté:

-¿Qué contienen esas cajas?
-Mis cosas -respondió-. Me han prestado este lugar. De un día para otro pueden pedir que me vaya. Aquí estoy bien, ¿por qué no estaría bien en otro lugar?
-Pero, Ejo, en este espacio tan reducido, ¿dónde meditas? Hizo un gesto de indiferencia y me indicó cualquier rincón. Para meditar no necesitaba un sitio especial. No era el sitio el que otorgaba lo sagrado. Su meditación sacralizaba el lugar que fuera. De todas formas, para él, que había atravesado el espejismo de los vocablos antónimos, la distinción entre sagrado y profano no tenía sentido. En Estados Unidos, en Francia, en Japón, tuve oportunidad de conocer a otros roshis, entre ellos al maestro de mi maestro, Mumon Yamada, un hombre muy pequeño, de una energía leonina, con manos tan bien cuidadas como las de una doncella (las uñas de sus dedos meñiques medían tres centímetros), pero ninguno pudo ocupar en mi corazón el sitio que conquistó Ejo. Sé poco de la historia de su vida. Nació en Kobe, Japón, en 1928. A los 9 años inició la práctica del zen en el monasterio Horyuji con el maestro Heikisoken, una máxima autoridad de la escuela Rinzai. Más adelante en Kamakura ingresó, como discípulo directo de Mumon Yamada, en el monasterio Shofukuji que en 1195 fundara Yosai, el primer monje que importó el budismo zen chino a Japón. La vida que llevan los monjes aspirantes a la iluminación es muy dura. Siempre en grupo, despojados de la intimidad, comen poco y mal, trabajan rudamente, meditan sin cesar. 

              Todos los actos de la vida cotidiana obedecen a un estricto ritual, desde la manera de dormir hasta la de defecar. «El monje debe sentarse derecho, mantener las piernas cubiertas con los  bordes de la bata, no mirar ni hacia un lado ni hacia el otro, no hablar con sus vecinos, no rascarse sus partes privadas y excretar con el menor ruido posible y rápido porque otros esperan su turno.» Los monjes Soto zen deben dormir de costado, sobre el lado derecho. Los monjes Rinzai zen, de espaldas. No está permitida ninguna otra postura... Ejo Takata, después de vivir así durante treinta años; en 1967 consideró que los tiempos estaban cambiando, que era inútil preservar la tradición encerrado en un monasterio y decidió salir de Shofukuji para enfrentar el mundo. Su decisión hizo que embarcase hacia Estados  Unidos. Quería saber por qué los hippies estaban interesados en el zen. Fue recibido con todos los honores en un moderno monasterio de California. Ejo, a los pocos días, huyó de allí. No tenía más que su hábito de monje y un billete de  veinte dólares. Se acercó a una gran carretera, y con gestos -pues hablaba un inglés rudimentario- pidió que lo llevaran. Lo recogió un camión que transportaba naranjas. Ejo meditó sobre los perfumados frutos, viajando sin saber hacia dónde. Se durmió, y cuando despertó estaba en la inmensa capital de México.

          Por un azar, que me atrevería a llamar milagro, un discípulo de Erich Fromm, célebre psiquiatra que acababa de publicar en colaboración con Daisetz Teitaro Suzuki el libro Budismo zen y psicoanálisis, vio vagar por las calles de esa urbe de más de veinte millones de habitantes a un auténtico monje japonés... Maravillado, detuvo su automóvil, lo invitó a subir y lo llevó como regalo al grupo frommiano. Guardando celosamente el secreto de su presencia,  lo instalaron en las afueras de la ciudad, en una casita transformada en templo. Meses más tarde, cuando Ejo se dio cuenta de que antes de meditar los psiquiatras ingerían pastillas que les permitían soportar con sonrisa beata las dolorosas horas de inmovilidad, se despidió para siempre de ellos. Por una serie de circunstancias, que he descrito en otro libro, La danza de la realidad, yo había tenido la ocasión de conocer al maestro. Al verlo sin domicilio, le ofrecí mi casa para que la transformara en zendó [lugar para la meditación]. Ahí el monje encontraría sus primeros alumnos honestos: actores, pintores, estudiantes, karatecas, poetas, etc. Todos convencidos de que meditando iban a encontrar la iluminación, es decir, el secreto de la vida eterna. Vida que trascendía a la efímera carne. 

Pronto comprendimos que la meditación zen no era un juego.Mantenerse durante horas inmóvil, tratando de vaciar la mente, soportando dolores en las piernas y la espalda, acosados por el aburrimiento, era un trabajo titánico. Un día, cuando casi habíamos perdido la esperanza de obtener la mítica iluminación, oímos el ronronear de una potente moto que, de forma brusca, frenó frente a la casa. Alguien, dando vigorosos pasos, se dirigió hacia nuestra pequeña sala de meditación. Vimos entrar a un hombre joven, alto, de hombros anchos, brazos musculosos, melena larga y rubia, enfundado en un traje de cuero rojo. Se detuvo frente al maestro y le espetó con un marcado acento norteamericano: 
            
                   -¡Huiste de nuestro monasterio porque, con tus ojos rasgados, te sentías superior! ¡Crees que la verdad tiene un pasaporte japonés! ¡Sin embargo yo, un «despreciable» occidental, he resuelto todos los koans y vengo aquí a probado! ¡Te des afío! ¡Interrógame!
Nosotros, los discípulos, nos quedamos helados. De pronto nos sentimos en una película de vaqueros, donde un asesino reta a otro para ver quién dispara más rápido y certero. Ejo no se inmutó.
                            -¡Acepto! y entonces asistimos a una escena que nos dejó con la boca abierta. Para mí, como para los otros, los koans eran un misterio indescifrable. Cada vez que en algún libro leíamos uno, no comprendíamos absolutamente nada. Sabíamos que los monjes en Japón a veces meditaban sobre una de esas adivinanzas diez, veinte años. Preguntas como: «¿Cuál es la naturaleza de Buda?», y su respuesta: « ¡El ciprés en el jardín!», nos desesperaban. El zen no buscaba explicaciones filosóficas; pedía comprensión inmediata, más allá  de las palabras... Ese ciprés en el jardín nos derrotaba demostrándonos que, al no comprenderlo, no estábamos iluminados. Cuando le confesé estas angustias a Ejo, me respondió de forma abrupta: «¡Intelectual, aprende a morir!». Por todo aquello, fue para nosotros una conmoción profunda ver a ese agresivo, irrespetuoso y soberbio individuo responder veloz, sin dudar un segundo, a las preguntas del maestro.

      Ejo dio un aplauso:
-Éste es el sonido de dos manos, ¿cuál es el sonido de una mano?
El muchacho se sentó con las piernas cruzadas, irguió el tronco y, sin decir una palabra, estiró hacia delante su brazo derecho, alzando la mano abierta. Ejo le dijo:
         -¡Bien! Si oyes el sonido de una mano, pruébalo. El muchacho, sin una palabra, volvió a alzar su mano. Ejo continuó:
-¡Bien! Se dice que aquel que escucha el sonido de una mano se convierte en Buda. ¿Cómo lo harás? El muchacho, sin una palabra, volvió a alzar su mano. Otra vez Ejo dijo: 
-¡Bien!
     Mi corazón comenzó a latir con intensidad. Me di cuenta de que estaba presenciando algo extraordinario. Sólo una vez antes había sentido algo así: un torero español, el Cordobés, decidió citar al toro quedándose inmóvil como una estatua. La bestia embistió una y otra vez, pasando con sus cuernos a milímetros de su cuerpo, pero éste no cejó. Se formó entre el animal y el hombre una vorágine de energía que pareció ubicarlos en un tiempo y un espacio encantados, «el sitio», donde el error no podía existir... Ese invasor respondía, impasible y bien, a cada acometida de mi maestro. Había tal intensidad entre ellos, que nosotros, los discípulos, nos fuimos disolviendo en la sombra.

Ejo le dijo:
-Después de que te conviertas en cenizas, ¿cómo lo escucharás?
El muchacho volvió a alzar su mano. Ejo le dijo entonces:
-Que esa sola mano sea cortada por la espada Suimo, la más afilada de todas, ¿es posible? El visitante, con expresión de suficiencia, le respondió:  -Si es posible, demuéstrame que tú puedes hacerlo. 
    Ejo insistió:
-¿Por qué la espada Suimo no puede cortar esa mano? El muchacho sonrió:
-Porque esta mano se extiende por todo el universo. Ejo se levantó, acercó su rostro al del visitante y le gritó: -¿Qué es esa sola mano?
Él le respondió, gritando más fuerte aún:
-¡Es el cielo, la tierra, el hombre, la mujer, tú, yo, la hierba, los árboles, las motos, los pollos asados! ¡Todas las cosas son esta mano sola!
Ejo, con gran delicadeza, murmuró:
-Si estás oyendo el sonido de una mano, haz que yo también lo oiga.
El muchacho se levantó, le dio una bofetada y volvió a sentarse...
Ese golpe sonó como un disparo. Quisimos lanzarnos sobre el insolente para molerlo a golpes. El maestro nos contuvo con una sonrisa. Le preguntó al muchacho:
-¿Ahora que has escuchado el sonido de una mano, qué vas a hacer?
El visitante respondió:
-Conducir mi moto, fumar un porro, echar una meada.
El maestro, con voz apremiante, le dio una orden: -;Imita ese sublime sonido de una mano! 

El visitante. imitando el ruido de un camión que pasaba en ese momento por la calle. respondió:  -
broomm, brooommm... El monje lanzó un profundo suspiro, luego le preguntó: - ¿Cuán lejos va a llegar esa sola mano? El muchacho se inclinó, apoyó su mano en el piso. -Hasta aquí es lo más lejos que llega.
Ejo Takata lanzó una carcajada y, con un claro gesto, ofreció su lugar al visitante. Este, con aires de triunfador, se sentó en el sitio del maestro.-Has resuelto muy bien el koan compuesto por Hakuin Ekaku.
Lo interrumpió el muchacho exhibiendo su erudición:  -¡Célebre maestro zen japonés, nacido en 1686 y muerto en 1769! Ejo hizo una reverencia y continuó:
-Ahora que has demostrado tu perfecta iluminación, te pido que expliques a mis intrigados discípulos el significado de tus gestos y palabras... - ¿Puedes hacerlo?
-¡Por supuesto que puedo!  -respondió con gran orgullo el maestro Peter (así exigió que lo llamáramos)-. Cuando este monje me pide que le pruebe que he oído el sonido de una mano, elimino toda explicación con un gesto que significa «Es lo que es». Cuando me pregunta si voy a ser un Buda, es decir, iluminarme, no caigo en la trampa de la dualidad: «iluminación/no-iluminación». ¡Tonterías! Mi mano alzada
dice «Unidad, aquí y ahora". Respecto a convertirme en cenizas, caigo en la trampa de la «existencia/inexistencia». ¡Si soy, soy aquí, eso es todo! La noción «después de morir» sólo existe cuando uno está vivo... En cuanto a la espada Suimo que todo lo corta, respondo que no hay nada que pueda ser cortado. Si cortas lo que no es, sigues teniendo nada... ¿Por qué no se puede cortar esa mano? Porque al llenar todo el universo elimina toda distinción. Cuando me solicita que le haga oír el sonido de una mano, le doy una bofetada para indicarle que no debe subestimar su propia comprensión del koan... Al pedi rme que describa el «sublime» sonido de una mano, me tiende una trampa. La expectación de una experiencia extraordinaria es un obstáculo en el camino de la iluminación. Imitando un ruido real le explico que no hay ninguna diferencia entre ordinario y extraordinario. A la pregunta de qué voy a hacer cuando me ilumine, le respondo detallándole mis actividades cotidianas. ¡Basta de planes para iluminarse en el futuro! 
             Comprendamos que, sin darnos cuenta, siempre hemos estado iluminados. «¿Cuán lejos va a llegar esa mano?» es otra pregunta trampa: la iluminación no se localiza en el espacio. El visitante, satisfecho de sus propias palabras, se dio una palmada en el vientre y exclamó con vanidosa autoridad: -¡Aquí, sólo aquí y nada más que aquí!

               Viendo tal desparpajo, nosotros esperamos que Ejo expulsara al americano de su sitio. Nos horrorizaba tener que aceptar como maestro a tal energúmeno. Pero no, Ejo continuó sentado frente a él en
actitud de discípulo. Sonriendo, le dijo:
-En el sistema de Hakuin hay dos koans que son más importantes que todos los otros. Has resuelto el primero de forma perfecta, quiero ver ahora si eres capaz de resolver el segundo... Con el rostro invadido por una vanidosa expresión, el americano exclamó:
-¡Por supuesto!, es la pregunta sobre la naturaleza del perro.
-Exacto, la pregunta sobre la naturaleza del pero a la que Joshu respondió. Peter interrumpió otra vez, poniéndose a recitar a toda velocidad:
-Joshu, figura central del zen chino, nació en el año 778 y comenzó muy joven a  estudiar con el maestro Nansen. Cuando Nansen murió, Joshu tenía 57 años. Se quedó en ese monasterio honrando la memoria de su maestro durante tres años más. Luego partió en busca de la verdad. Viajó durante veinte años. A los 80, fijó su residencia en su aldea nativa en la provincia de Jo. Allí enseñó hasta que murió con
119 años...
-¡Estupenda erudición! -exclamó Ejo. Luego nos miró y exigió-: ¡Aplaudan! Me sumé a mis compañeros, aplaudiendo con envidia. El maestro Peter se puso de pie y nos saludó haciendo varias orgullosas reverencias.
-Veamos  -le dijo Ejo-: un monje pregunta al maestro Joshu «¿Tiene un perro la naturaleza de Buda?». Joshu responde «Mu». ¿Qué puedes decir tú? Peter fue incorporándose mientras murmuraba:
-Mu en japonés significa: «no, inexistencia, vacío». También es un árbol, un ladrido, en fin... -ya de pie, frente a Takata, gritó tan fuerte que las ventanas se estremecieron-: «¡MU!». Comenzó un nuevo duelo de preguntas y respuestas. -Dame las pruebas de ese Mu.
-¡MU!
-Si es así, ¿de qué manera te iluminarás?
-¡MU!
-Bien, entonces, después de que te incineren, ¿cómo será ese Mu?
-¡MU!
Los gritos del gringo se hacían cada vez más intensos. Takata, por el contrario, preguntaba cada vez con un tono más respetuoso. Poco a poco se humillaba ante ese exaltado que encontraba al instante las respuestas correctas. Temí que el diálogo continuase así durante horas. Pero hubo un ligero cambio. Las repuestas se hicieron más largas. En otra ocasión, cuando le preguntaron a Joshu si un perro tenía la naturaleza de Buda, respondió
«¡Sí!». ¿Qué piensas de aquello?
-Incluso si Joshu dice que un perro tiene la naturaleza de Buda, yo simplemente gritaré «¡Mu!» con todas mis fuerzas. -¡Muy bien! Ahora, dime: ¿cómo trabaja tu iluminación con el Mu? Peter se levantó y dio unos cuantos pasos diciendo: -Cuando es necesario ir, voy -luego, regresó a su sitio y se sentó-. Cuando es necesario sentarse, me siento.
-¡Muy bien! Ahora explica la diferencia entre el estado de Mu y el estado de ignorancia.
-Tomé mi moto y desde aquí me fui al Paseo de la Reforma, desde allí caminé hasta el Palacio de Gobierno. Luego, regresé al Paseo de la Reforma, tomé mi moto y volví por el mismo camino hasta aquí.
Esta respuesta nos dejó a todos perplejos. El gringo nos miró con aire de perdonavidas:
-El japonés ha querido que le explique la diferencia entre iluminación y no -iluminación. En mi descripción de un viaje comenzando en un sitio y regresando al mismo punto, rech acé la distinción entre
sagrado y mundano.
Lo ingenioso de su respuesta nos obligó, muy a nuestro pesar, a admirarlo.
-Muy bien -dijo Ejo con una sonrisa que me pareció aduladora-, ¿cómo es el origen de Mu?
-¡No hay cielo, no hay tierra, ni montañas ni ríos, ni árboles ni plantas, ni peras ni manzanas! ¡No hay nada, ni yo ni ningún otro! ¡Incluso estas palabras son nada! ¡Mu! Ese Mu fue tan fuerte que los perros de la vecindad se pusieron a ladrar. A partir de aquel momento el diálogo adquirió más y más velocidad.
-¡Entonces, dame tu Mu!
-¡Toma: -Peter colocó en las manos de Takata un cigarrillo de marihuana.
-¿Cuál es la altura de tu Mu?
-Mido un metro ochenta y dos.
-Di tu Mu tan simplemente que un niño pueda comprenderlo y ponerlo en práctica.
-Arrorró... -musitó Peter como si estuviera haciendo dormir a un niño.
-¿Cuál es la distinción entre Mu y Todo?
-Si tú eres Todo, yo soy Mu. Si eres Mu, soy Todo.
-Muéstrame diferentes Mu.
-Cuando como, cuando bebo, cuando fumo, cuando fornico, cuando duermo, cuando bailo, cuando tengo frío, cuando tengo calor, cuando cago, cuando canta un pájaro, cuando ladra un perro: ¡Mu!, ¡Mu!,
¡Mu!, ¡Mu!, ¡Mu!, ¡Mu!, ¡Mu!, ¡Mu!, ¡Mu! Los gritos se hicieron atronadores.  Un verdadero escándalo. Parecía que el poseso nunca iba a cesar de repetir su sílaba. Ejo, levantándose de un salto, tomó su bastón y emitiendo el impresionante grito zen  kuatsu!, comenzó a apalearlo. El maestro Peter, furioso, se arrojó contra él. Ejo utilizó sus
conocimientos de judo, que hasta ahora había mantenido ocultos, y con una rápida llave lo lanzó de espaldas al suelo. Luego, puso un pie en su garganta, inmovilizándolo.

        -¡Vamos a ver si tu iluminación supera al fuego!
Mientras arrastraba brutalmente hacia la calle al gringo, agarró una lámpara. En el barrio, frecuentemente había apagones de electricidad. Cuando sucedía esto, usábamos velas y un par de lámparas de petróleo. Ejo, ante el acobardado  visitante, vació el petróleo sobre la motocicleta.
Prendió un encendedor. El gringo quiso levantarse, gritando:
-¡Nooo! Ejo, de un certero puntapié en el pecho, lo tiró otra vez de espaldas.
-¡Quieto!, aquí tienes otro koan: «¿Iluminación o motocicleta?». Si respondes «iluminación», la incendio. Si respondes «motocicleta», te  vas en ella. Pero antes me entregas ese libro que has aprendido
de memoria... El maestro Peter pareció desmoronarse. Murmuró con un tono lastimero «Motocicleta»... Se levantó y, arrastrando los pies, fue a abrir una caja que llevaba en la parte posterior del vehículo. Extrajo de ella un libro de tapas rojas que entregó al que, otra vez, considerábamos nuestro maestro. Ejo leyó el título: The sound of the one hand: 281 Zen koans with answer, y luego gritó al vencido:
-¡Tramposo, aprende a ser lo que eres!
El rostro del visitante enrojeció. Se arrodilló ante el monje, apoyó sus manos en el suelo y humildemente imploró:
-Por favor, maestro. Ejo, con su bastón plano, le dio tres golpes en el omóplato izquierdo y tres en el derecho, seis impactos sobre la piel roja que resonaron como disparos, luego alzó una mano abierta. El americano se puso de pie. Pareció haber comprendido algo esencial. Suspiró:
-Gracias, sensei [maestro].
y se alejó para siempre en su poderosa moto.