martes, 4 de septiembre de 2012

Thomas de Quincey: Confesiones de un inglés comedor de opio (1785-1859)



Los Placeres 
           del Opio 



Hace tanto tiempo que probé por primera vez el opio que si este hecho fuera en mi vida un incidente sin importancia habría olvidado la fecha; pero los acontecimientos decisivos no se olvidan y, por circunstancias relacionadas con el caso, sé que ello debió ocurrir durante el otoño de 1804. Me hallaba entonces en Londres, adonde venía por primera vez desde que ingresara a la universidad. Mi introducción al opio sucedió de la manera siguiente. Desde temprana edad estaba acostumbrado a lavarme la cabeza con agua fría por lo menos una vez al día; una noche sentí un violento dolor de muelas que atribuí al haber interrumpido, por simple accidente, dicha práctica; salté de la cama, hundí la cabeza en una jofaina de agua y me eché a dormir con el cabello mojado. Casi no hace falta decir que la mañana siguiente desperté con agudísimos dolores reumáticos en la cabeza y en la cara, que no me dejaron un instante de alivio durante veinte días. Creo que el vigésimo-primer día, un domingo, salí a la calle más para huir de mis tormentos, si acaso era posible, que con ningún propósito definido. Un conocido de la universidad, encontrado por azar, me recomendó el opio. ¡Opio! ¡Temible agente de placeres y sufrimientos inimaginables! Había oído hablar del opio como del maná o la ambrosía pero nada más. ¡Qué poco sentido tenía entonces su nombre! ¡Qué solemnes acordes hace resonar
ahora en mi alma! ¡Cómo se estremece el corazón con recuerdos amargos o felices! Al evocar estos recuerdos siento que las más leves circunstancias relativas al lugar, la hora y el hombre (si era un hombre) que me condujeron por primera vez al Paraíso de los comedores de opio tienen una importancia mística. 
                     
                   Era una tarde de domingo húmeda y triste; no hay en el mundo espectáculo más aburrido que un domingo lluvioso de Londres. El camino a casa pasaba por la calle de Oxford y cerca del «augusto Panteón» (como ha tenido la amabilidad de llamarlo el Sr. Wordsworth) vi la tienda de un boticario. El boticario, ministro inconsciente de placeres celestiales, estaba en armonía con el domingo lluvioso, pues parecía todo lo aletargado y estúpido que cabe esperar de cualquier boticario mortal un domingo, y cuando le pedí tintura de opio me la dio como podía haberlo hecho cualquier otra persona; aún más, al cambiarme una moneda de un chelín me entregó lo que parecía ser un verdadero medio penique de cobre, que sacó de un verdadero cajón de madera. Sin embargo, a pesar de tales indicios de humanidad, perdura desde entonces en mi memoria como la visión beatífica de un boticario inmortal enviado a la tierra en misión especial ante mi persona. Confirma mi modo de pensar el hecho de que, la siguiente vez que vine a Londres, lo busqué cerca del augusto Panteón y no logré encontrarlo; con lo cual a mí, que ignoraba su nombre (si es que lo tenía), me quedó la impresión de que se había desvanecido de la calle de Oxford y no retirado de ella de manera material. El lector, si así lo prefiere, puede suponer que posiblemente se trataba tan sólo de un boticario sublunar; bien pudiera ser, pero mi fe es superior: creo que se esfumó o se evaporó, tan poco dispuesto estoy a poner en relación cualquier recuerdo mortal con esa hora, ese lugar y esa criatura que por vez primera me dieron a conocer la droga celestial. 

              Como es de suponer, al llegar a casa no perdí un momento en tomar la cantidad prescrita. Naturalmente, nada sabía del arte y misterio del opio y lo que tomé lo tomé con todas las desventajas posibles. Pero lo tomé, y, una hora más tarde, ¡oh cielos!, ¡qué cambio tan repentino!, ¡cómo se elevó, desde las más hondas simas, el espíritu interior!, ¡qué apocalipsis del mundo dentro de mí! Que mis dolores se desvanecieran fue, a mis ojos, una insignificancia: este efecto negativo se hundía en la inmensidad de los efectos positivos que se abrían ante mí, en el abismo de divino deleite súbitamente revelado. Esta era la panacea —el (texto griego)— de todos los males humanos; aquí estaba, descubierto de un golpe, el secreto de la felicidad sobre el que disputaron los filósofos a través de las edades; la felicidad podía comprarse por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco, los éxtasis portátiles encerrarse con un corcho en una botella de medio litro, la paz del alma transportarse por galones en coches de correo. Pero si hablo de esta manera el lector creerá que me estoy riendo, y puedo asegurarle que nadie ríe mucho tiempo si frecuenta el opio: sus placeres tienen un carácter grave y solemne; ni siquiera en su estado más feliz puede presentarse al comedor de opio como un modelo del  Allegro: aun entonces habla y piensa como conviene a  Il Penseroso. Sin embargo, tengo la costumbre, por cierto muy censurable, de andar con burlas en medio de mis propias desgracias y, si no me refrenan otros sentimientos más intensos, mucho me temo que me haré culpable de práctica tan indecente aun en estos anales del dolor y la delicia. Sea el lector indulgente ante lo débil de mi naturaleza y, con unas pocas concesiones de esta clase, trataré de ser tan grave, ya que no tan soporífico, cual corresponde al tema del opio, que es en verdad antimercurial aunque no adormecedor como falsamente se le considera.
        
                 Para empezar, una palabra en cuanto a sus efectos corporales, ya que acerca de todo lo hasta ahora escrito sobre el opio por los viajeros que han recorrido Turquía (quienes pueden reclamar el privilegio de mentir como un derecho antiguo e inmemorial) o los profesores de medicina que hablan ex cathedra he de pronunciar, con el mayor énfasis posible, una sola crítica:¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! Recuerdo que en una ocasión, al pasar ante un puesto de libros, leí estas palabras en las páginas de un autor satírico: «Para entonces me había convencido de que los periódicos de Londres dicen la verdad dos veces por semana, a saber: el martes y el jueves, y que se puede tener fe en ello —cuando publican la lista de quiebras.» De manera semejante, no pretendo negar que se hayan comunicado al mundo algunas verdades en lo que respecta al opio: por ejemplo, los doctores han declarado en varias oportunidades que el opio es de color castaño oscuro y —dejo constancia de ello— estoy dispuesto a admitirlo; en segundo lugar, afirman que es más bien caro y también lo concedo, ya que en mi tiempo el opio de las Indias Orientales costaba tres guineas por libra y el de Turquía ocho; y, en tercer lugar, advierten que si lo come usted en grandes cantidades, muy probablemente se verá obligado a hacer algo que resulta en extremo desagradable a toda persona de costumbres morigeradas, o sea morirse.
                          
           Estas ponderosas afirmaciones, todas y cada una de
ellas, son ciertas; no puedo negarlas y la verdad ha sido y será siempre digna de elogio. Creo, sin embargo, que con estos tres teoremas hemos agotado todos los conocimientos que el hombre ha acumulado hasta ahora acerca del opio. Por lo tanto, ilustres doctores, en vista de que todavía hay lugar para nuevos descubrimientos, háganse ustedes a un lado y permítanme presentarme a disertar sobre el tema. En primer lugar, todo el que formal o incidentalmente toca la cuestión ni siquiera se molesta en afirmar, sino que da por sentado, que el opio es, o puede ser, causa de embriaguez. Ahora bien, lector, puedes estar seguro,  meo periculo, que ninguna cantidad de opio embriagó ni puede embriagar nunca a nadie. En cuanto a la tintura de opio (comúnmente llamada láudano) eso sí que puede embriagar, ciertamente, si alguien  tiene bastante resistencia como para beberla en cantidades suficientes; ¿por qué? Por la cantidad de alcohol y no por el opio que contiene. 
            
                   En cambio afirmo de modo perentorio que el opio crudo 
no puede producir en absoluto ningún estado corporal que se parezca remotamente al que produce el alcohol: es incapaz de ello no sólo en cuanto al grado sino también en cuanto a la clase de los efectos: lo que difiere no es sólo la cantidad sino sobre todo la calidad. El placer que da el vino va siempre en aumento y tiende a una crisis, pasada la cual declina; el del opio, una vez generado, se mantiene estacionario durante ocho o diez horas; el primero, según la distinción técnica utilizada en medicina, es un placer agudo, el segundo es crónico; el primero es una llama, el otro un resplandor constante y uniforme. Pero la diferencia principal estriba en esto, que mientras el vino desordena las facultades mentales, el opio, por el contrario (si se toma de manera apropiada), introduce en ellas el orden, legislación y armonía más exquisitos. El vino roba al hombre el dominio de sí mismo; el opio, en gran medida, lo fortalece. El vino perturba y oscurece el juicio y da una claridad sobrenatural y una exaltación muy vívida a los desprecios y admiraciones, amores y odios de bebedor; el opio, en cambio, imparte serenidad y armonía a todas las facultades, sean activas o pasivas, y con respecto al carácter, y los sentimientos morales en general, comunica tan sólo esa especie de calor vital que la razón aprueba y que probablemente acompañó siempre a toda constitución dotada de una salud primitiva y antediluviana. 
            
             El opio, al igual que el vino, acrece en el corazón los afectos más benignos, pero con esta diferencia notable, que la súbita expansión de la cordialidad que acompaña a la embriaguez es siempre más o menos sensiblera, lo cual la expone al menosprecio de los espectadores. Aquí será el estrecharse la mano, el jurarse amistad eterna y el echarse a llorar, aunque nadie sepa por qué: el predominio de la criatura sensual es evidente. En cambio, la expansión de los sentimientos benévolos característica del opio no es un acceso febril, sino una saludable restauración al estado que la mente recobra de modo natural al suspenderse cualquier honda irritación de dolor que altere y contrarreste los impulsos de un corazón de por sí justo y bueno. Cierto es que también el vino, en algunas personas y hasta cierto punto, tiende a exaltar y fortalecer la inteligencia; yo mismo, que nunca he sido gran bebedor de vino, encontraba que media docena de vasos afectaban para bien mis facultades, aclaraban e intensificaban la sensibilidad y daban a la mente la sensación de ser «ponderibus librata suis»: y sin duda es absurdo decir, como en la expresión popular inglesa, que alguien está disfrazado por el vino cuando, por el contrario, la mayoría de los hombres están disfrazados por la sobriedad y sólo al beber muestran su verdadero carácter, (texto griego) (como dice el viejo caballero de Ateneo) lo cual seguramente no es difrazarse. Pero el vino suele llevar al borde del desvarío y la extravagancia y, pasado cierto límite, volatiliza y dispersa las energías intelectuales, mientras que el opio parece siempre sosegar lo que estaba agitado y concentrar lo discorde. En suma, para decirlo todo en una palabra, el hombre que está embriagado o que tiende a la embriaguez se halla, y siente que se halla, en una condición que favorece la supremacía de la parte meramente humana, y a menudo brutal, de su naturaleza, en tanto que el comedor de opio (hablo de aquel que no sufre de ninguna enfermedad ni de otros efectos remotos del opio) siente que en él predomina la parte más divina de su naturaleza: los afectos se encuentran en un estado de límpida serenidad y sobre todas las cosas se dilata la gran luz del intelecto majestuoso.
                 
                Esta es la doctrina de la verdadera iglesia en cuanto al opio: iglesia de la que confieso ser el único miembro, el alfa y el omega; pero téngase en cuenta que mis palabras se sustentan en una experiencia personal amplia y profunda, en tanto que casi todos los autores ajenos a la ciencia que han tratado del tema, y aun aquellos que se refieren expresamente a cuestiones de medicina, muestran con el horror de sus expresiones que carecen del más mínimo conocimiento experimental en cuanto a la acción del opio. No obstante, he de reconocer con entera honradez que me ha ocurrido encontrarme con alguien cuyo testimonio del poder embriagador del opio hizo vacilar mi propia incredulidad, puesto que se trataba de un cirujano que había probado el opio y en grandes cantidades. En una ocasión le dije que (según había oído) sus enemigos lo acusaban de desvariar cuando hablaba de política mientras que sus amigos lo defendían aduciendo que se hallaba en permanente estado de embriaguez a causa del opio. Ahora bien, añadí, la acusación no es prima facie y de necesidad absurda y, en cambio, sí lo es la defensa. Cual no sería mi sorpresa cuando insistió en que tanto sus enemigos como sus amigos tenían razón. «Le aseguro a usted», me dijo, «que es cierto que desvarío y, en segundo lugar, le aseguro que no desvarío por principio ni tampoco por afán de lucro, sino lisa y llanamente, lisa y llanamente, lisa y llanamente (lo repitió tres veces) porque estoy embriagado de opio, cosa que me ocurre todos los días». Le respondí que, en cuanto a la acusación de sus enemigos, puesto que parecía fundarse en testimonios respetables y que las tres partes interesadas convenían en ello, no sería yo quien la pusiese en duda, pero que sí debía oponerme a la defensa. 
   
                Mi amigo procedió entonces a discutir la cuestión y exponer sus razones, y creí tan descortés continuar un debate en que se daba por supuesto que una persona se equivocaba en algo relativo a su propia profesión, que no insistí ni siquiera cuando me pareció que sus argumentos daban pie a objeciones; no hace falta agregar que un hombre que desvaría, aunque «sin fines de lucro», no es el más agradable de los interlocutores en una discusión, ya sea como ponente o como opositor. Admito, sin embargo, que la autoridad del cirujano, que por otra parte era bien considerado como tal, parecerá de peso ante mi prejuicio, mas he de alegar mi experiencia, que era mayor que la suya en 7.000 gotas diarias; y si bien no cabe pensar que un médico pueda no hallarse familiarizado con los síntomas de la embriaguez alcohólica, tengo la impresión de que tal vez cometía un error de lógica al emplear la palabra embriaguez con excesiva amplitud, abarcando con ella genéricamente todas las formas de la excitación nerviosa en vez de limitarla a un caso específico de excitación relacionado con ciertos diagnósticos. He oído a algunas personas afirmar que se habían embriagado con té verde, y un estudiante de medicina de Londres, cuyos conocimientos profesionales tengo razones para respetar mucho, me aseguraba el otro día que un paciente, al recobrarse de una enfermedad, se había embriagado con un beef-steak.
         
           Habiéndome demorado tanto en este primer error, el principal con respecto al opio, señalaré muy brevemente un segundo y un tercero, o sea que a la exaltación que produce sigue de necesidad la correspondiente depresión, y que la consecuencia natural y aun
inmediata del opio es la somnolencia y el embotamiento, tanto en lo físico como en lo mental. Me contentaré tan sólo con negar el primero de estos errores asegurando al lector que, durante los diez años que tomé opio espaciadamente, disfruté siempre de un bienestar excepcional al día siguiente de permitirme este placer. En cuanto al embotamiento que, según se dice, sigue o más bien (si hemos de creer a las muchas imágenes de turcos comedores de opio) acompaña a la práctica de comer opio, también lo niego. El opio está clasificado, por supuesto, entre los estupefacientes y al cabo puede tener, en cierta medida, efectos de esta clase, pero sus efectos primordiales son siempre excitar y estimular el sistema en el más alto grado; durante mi noviciado la primera fase de su acción duraba más de ocho horas, de modo que la culpa será del propio comedor de opio si no gradúa la dosis (para hablar en términos médicos) en forma tal que todo el peso de la influencia estupefaciente recaiga en sus horas de sueño. Al parecer los turcos que comen opio son tan absurdos que se quedan sentados, como si fuesen estatuas ecuestres, en troncos de madera tan estúpidos como ellos. A fin de que el lector juzgue el grado en que el opio puede enajenar las facultades de un inglés, describiré (para tratar la cuestión por vía ilustrativa y no argumentativa) la manera como yo mismo pasaba una tarde de opio en Londres entre los años 1804 y 1812. Como se apreciará, no cabe decir que el opio me incitase a buscar la soledad ni mucho menos la inactividad o ese lánguido volverse sobre sí mismo que se atribuye a los turcos. Con mi relato corro el riesgo de pasar por un entusiasta o visionario enloquecido, pero esto me importa muy poco: quiero recordar al lector que durante el resto del tiempo me hallaba dedicado a mis estudios, por cierto muy severos, y que al igual que cualquiera tenía pleno derecho a divertirme de cuando en cuando, aunque me lo permitía muy raras veces.

          El desaparecido duque de [Norfolk] solía decir: «El próximo viernes, con la bendición del cielo, tengo intención de emborracharme»; de modo semejante yo fijaba por anticipado el número de veces dentro de un plazo determinado, así como las fechas exactas, en que me permitiría una orgía de opio. Por lo general esto sucedía, como máximo, una vez cada tres semanas, ya que entonces no me hubiera atrevido a pedir diariamente (como después lo hice): «un vaso de láudano negus, caliente y sin azúcar». No, como he dicho, era muy raro en esa época que bebiera láudano más de una vez cada tres semanas. Elegía siempre, por principio, la noche del martes o del sábado y mi razón para ello era la siguiente: esos días cantaba en la Opera la Grassini y su voz era la más deliciosa de cuantas haya escuchado nunca. Hace siete u ocho años que no he vuelto al Teatro de la Opera e ignoro en qué estado se hallará ahora, pero por ese entonces era, con mucho, el lugar público de Londres en que podía pasarse más agradablemente una velada. La entrada de galería costaba cinco chelines y en ella se estaba expuesto a menos molestias que en las plateas de los teatros; la orquesta se distinguía, por su sonido tan dulce y melodioso, de las demás orquestas inglesas cuya composición, he de confesarlo, no es grata a mis oídos por el predominio de los instrumentos estridentes y la casi absoluta tiranía del violín. 
            
             Los coros eran divinos y dudo que al entrar al paraíso de los
comedores de opio ningún turco sintiera jamás la mitad del placer que yo sentía cuando aparecía la Grassini en un interludio, como ocurría a menudo, y vertía su alma apasionada en el papel de Anditómaca ante la tumba de Héctor, etc. Pero en verdad hago demasiado honor a esos bárbaros al suponerlos capaces de cualquier placer que se aproxime a los goces intelectuales de un inglés. En efecto, la música es un placer intelectual o sensual, de acuerdo con el temperamento de quien la escucha. Dicho sea de paso, con excepción de una página de espléndida fantasía en la  Noche de Reyes, la única observación acertada sobre el tema de la múscia que recuerdo en toda la literatura es un pasaje de la Religio Medici , de sir T. Browne, notable sobre todo por su carácter sublime aunque no sin valor filosófico, ya que apunta a la teoría más cierta de los efectos musicales.

               El error de la mayoría de las gentes consiste en creer que se comunican con la música por los oídos y por tanto que perciben sus efectos en actitud meramente pasiva. No es así: el placer se construye por reacción de la mente ante los avisos del oído (la materia viene de los sentidos, la forma de la mente) lo cual explica que dos personas de oído
igualmente bueno pueden tener pareceres muy distintos. Ahora bien, como en general el opio aumenta mucho la actividad de la mente, por fuerza aumentará también el modo particular de dicha actividad, que nos permite construir con la materia prima del sonido orgánico un
refinado placer intelectual. Pero me dice un amigo, para mí la sucesión de notas musicales es, como una serie de caracteres arábigos, no me inspira ideas de ninguna clase. ¿Ideas, mi querido señor? 
            No es el momento de tenerlas: todas las ideas que surgen en tales casos disponen del idioma de los sentimientos representativos. Mas por ahora el tema se aparta de mis propósitos; baste decir que la complicada armonía de  un coro, etc., desplegaba ante mí, como en un tapiz, toda mi vida pasada, no evocada por un acto de la memoria sino presente y encarnada en la música: ya sin dolor para mí, suprimidos o bien confundidos en una brumosa abstracción los detalles de sus incidentes y las pasiones exaltadas, espiritualizadas, sublimadas. Todo esto podía ser mío por cinco chelines. Además de la música de la escena y la orquesta, en los intermedios de la función escuchada a mi alrededor la música de la lengua italiana hablada por mujeres italianas, pues la galería estaba casi siempre llena de gentes de Italia a quienes yo escuchaba con la misma delicia que sentía  Weld el viajero al oír en el Canadá las dulces risas de las indias; cuanto menos entendemos un idioma más sensibles somos a lo melodioso o lo áspero de sus sonidos, y en esto me aprovechaba saber tan poco italiano ya que era incapaz de hablarlo, lo leía a duras penas y no comprendía ni la décima parte de las conversaciones. 

           Estos eran mis placeres de la Opera: tenía además otro placer que, como sólo estaba a mi alcance los sábados por la noche, entraba a veces en pugna con mi afición a la ópera, puesto que por entonces se cantaban óperas los martes y sábados. Me temo que al describirlo seré algo oscuro, aunque puedo asegurar al lector que no lo seré más que Marino en su vida de Proclo o que muchos otros autores famosos de biografías y autobiografías. Este placer, como he dicho, sólo era posible el sábado por la noche. ¿Por qué la noche del sábado significaba para mí algo más que la de cualquier otro día? Si no tenía labores de las que descansar, ni salario que recibir ¿qué podía importarme la noche del sábado, como no fuera una invitación para escuchar a la Grassini?
               
           Tienes razón, lógico lector: lo que dices es irrefutable. 
Y no obstante sucedía, y sucede, que los sentimientos de las distintas personas van por distintos caminos, y en tanto que la mayoría demuestra el interés que le inspiran los pobres expresando, 
de una u otra manera, compasión ante sus penas y desgracias, por esos tiempos yo me inclinaba a expresar mi interés compartiendo sus placeres. Poco antes había visto demasiado de cerca los dolores de la pobreza, hasta tal punto que prefería no acordarme de ellos, pero siempre es grato contemplar los placeres del pobre, los consuelos de su espíritu, el descanso de sus rudas fatigas. La noche del sábado es para los pobres el momento principal, regular y periódico, del reposo: en esto se unen las sectas más hostiles para reconocer un vínculo común de fraternidad: casi toda la Cristiandad descansa de sus labores. Es un descanso que sirve de introducción a otro descanso, y un día entero y dos noches lo separan de la reanudación del trabajo. or ello siempre me ha parecido, al llegar la noche del sábado, que yo también quedo liberado del yugo del trabajo, cobro un salario y disfruto de las delicias
del reposo. 
   
              En ese entonces, llevado por la intención de asistir en lo posible a un espectáculo por el que sentía tan plena simpatía, era frecuente que los sábados por la noche, después de tomar opio, me echase
a caminar, sin fijarme en la dirección ni en la distancia, hacia los mercados y otros lugares de Londres donde acuden los pobres la noche del sábado para gastar su dinero. Me he detenido a escuchar a muchas familias, formadas por un hombre, su mujer y a veces uno o dos de sus hijos, mientras consultaban su presupuesto, el peso de su bolsa o el precio de los artículos domésticos. Poco a poco me fui familiarizando
con sus deseos, sus dificultades y sus opiniones. veces oía murmullos de descontento pero más a menudo veía en los rostros y escuchaba en las palabras expresiones de paciencia, esperanza y serenidad. En términos generales soy de opinión de que, al menos en este aspecto, los pobres son mucho más filósofos que los ricos, puesto que se resignan antes y con mejor ánimo a lo que consideran como pérdidas irreparables o males sin remedio. Cada vez que se me presentaba la oportunidad o que podía hacerlo sin pasar por entrometido me unía a la partida para dar mi parecer sobre el tema en debate y, aunque mi intervención no fuese siempre atinada, siempre era recibida con  indulgencia. Su los jornales habían aumentado o se esperaba que aumentasen un poco, si el pan de cuatro libras había bajado de precio o estaban a punto de bajar las cebollas y la mantequilla, me sentía contento; si ocurría lo contrario encontraba en el opio medios de consolarme. Pues el opio (como la abeja, que extrae indiscriminadamente sus materiales de las rosas y del hollín de las chimeneas) puede imponerse a todos los sentimientos y someterlos a la clave dominante. En algunas de estas caminatas recorrí grandes distancias, ya que el comedor de opio es demasiado feliz para notar el paso del tiempo. A veces, en mis intentos de navegar de vuelta a casa con arreglo a los principios náuticos, fijando la mirada en la estrella polar y buscando ambiciosamente el paso del Noroeste en lugar de circunnavegar todos los cabos y puntas que doblara en mi viaje de salida, terminaba por tropezarme con los más arduos problemas en forma de callejuelas intrincadas, entradas misteriosísimas y calles sin salida, que eran como enigmas de la esfinge que hubiesen burlado la audacia de los mozos de cuerda y confundido el intelecto de los cocheros. Casi me persuadía por momentos de ser el primero en descubrir algunas de esas  terrae incognitae y dudaba de que figurasen en los mapas modernos de Londres. 
        
               Por todo esto habría de pagar un precio elevadísimo años después, cuando el rostro humano tiranizó mis sueños y las perplejidades de mis pasos por Londres regresaron para asediarme mientras dormía con la sensación de perplejidades morales o intelectuales que trajeron consigo desconcierto a la razón, angustia remordimiento a la conciencia.  Como puede apreciarse, el opio no produce necesariamente inactividad o embotamiento y, por el contrario, me llevó muchas veces a mercados y teatros. 
                    A pesar de ello estoy dispuesto a admitir lealmente que los mercados y los teatros no son el lugar más apropiado para el comedor de opio que se halla en el grado más divino que alcanza su deleite. En ese estado las multitudes son intolerables y hasta la música se  vuelve demasiado sensual y grosera: por inclinación natural busca la soledad y el silencio, condiciones indispensables de los trances y ensoñaciones profundísimas que son la corona y consumación de lo que puede hacer el opio por la naturaleza humana. De mí cabe decir que mi enfermedad consistió en meditar demasiado y observar demasiado poco, y cuando ingresé a la universidad estuve a punto de sumirme en una honda melancolía por el mucho cavilar en los sufrimientos de que fuera testigo en Londres, aunque tenía lo bastante presente la tendencia de mis propios pensamientos como para esforzarme en lo que estuviese a mi alcance por contrarrestarla. Era, en verdad, como el personaje de la antigua leyenda que entra a la caverna de Trofonio; los remedios que me impuse consistían en obligarme al trato con los demás y mantener mi inteligencia ocupada en todo momento con cuestiones científicas. Estoy
seguro de que sin estos remedios me habría hundido en una melancolía de hipocondríaco. 

     Sólo años después, cuando mi alegría quedó más plenamente restablecida, cedí a mi inclinación natural a la vida solitaria. Para
entonces el opio provocaba en mí un estado de ensoñación y más de una vez, sentado frente a una ventana abierta sobre el mar que divisaba una milla más abajo, y sobre la gran ciudad de [Liverpool], a una distancia semejante, pasé noches enteras de verano, desde el atardecer hasta el alba, perfectamente inmóvil y sin ningún deseo de moverme.
                 Me acusarán de misticismo, Behmenismo, quietismo,
etc., pero  eso me tiene sin cuidado. Sir H. Vane, el joven, fue uno de nuestros hombres más sabios: que mis lectores comprueben en sus obras filosóficas si es menos místico que yo. Añadiré que muchas veces me ha
ocurrido pensar que, en sí misma, la escena era en cierta medida característica de lo que sucedía durante la ensoñación. La ciudad de [Liverpool] representaba latierra con sus dolores y tumbas, dejada atrás aunque no perdida de vista ni enteramente olvidada. El océano de
movimiento eterno y sosegado, sobre el que se cernía una quietud de paloma, podía representar con justicia  la mente y la sensación que la embargaba. Por primera vez sentía como si estuviese lejos del estruendo de la vida, indiferente a él; como si el tumulto, la fiebre y la lucha se interrumpiesen, y se me concediera una tregua a las penas secretas del corazón, un sábado de calma, un descanso en mis trabajos. Aquí las esperanzas que florecen en los caminos de la vida se reconciliaban
con la paz de la tumba; el movimiento de la inteligencia era incesante como el de los cielos y una calma alciónica aplacaba todas las ansiedades, una tranquilidad que no parecía fruto de la inercia sino
resultado de vastos antagonismos en equilibrio: actividades infinitas, infinito reposo.

        ¡Oh justo, sutil y poderoso opio! que a los corazones de ricos y pobres, a las heridas que no cierran y a «los tormentos que tientan al espíritu con la rebelión» traes un bálsamo que apacigua: opio elocuente que con tu fuerte retórica deshaces las victorias de la ira; que durante una noche devuelves al culpable las esperanzas de la juventud y le lavas la sangre de las manos; y al hombre orgulloso concedes un breve olvido
de Males sin remedio y ofensas sin venganza; que convocas a la cancillería de los sueños, para los triunfos de la inocencia perseguida, testigos falsos, confundes al perjuro y revocas la sentencia del juez
prevaricador; que construyes en el seno de la oscuridad, con la imaginería fantástica del cerebro, ciudades y templos que no alcanzó el arte de Fidias y Praxiteles, superiores en esplendor a Babilonia y
Hekatómpylos, y de «la anarquía del profundo sueño» devuelves a la luz del sol las mejillas de muchachas hace tiempo sepultadas, los rostros benditos del hogar limpios de «los deshonores de la tumba». Sólo tú haces estos regalos al hombre y posees las llaves del Paraíso, ¡oh justo, sutil y poderoso opio! 




Traducción de Luis Loayza
ALIANZA EDITORIAL 





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