miércoles, 27 de febrero de 2013

Roberto Matta: Entrevista en Roma (1991)


Un Estallido                 Interior



Los poetas colombianos Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo, realizaron en Italia este reportaje al reconocido pintor chileno, quien fuera considerado durante décadas el artista más importante del mundo. Roberto Matta (1911- 2002) devela aquí su visión cósmica, su eterna rebeldía, su alto sentido de lo humano y esa irreductible lúdica que lo caracterizó a lo largo de su fructífera vida. Era septiembre en Roma. El escritor chileno Gilberto Cáceres evocaba mientras caminábamos hacia nuestra decadente pensión cercana a la estación de Termini, su amistad con el pintor Roberto Matta, con tanta modestia y naturalidad que nos ofendía. La ciudad estaba enrojecida por el verano y aunque permanentemente Cáceres nos señalaba algunos secretos lugares que había descubierto a fuerza de trasegar por esas calles deslumbradoras, todos sus intentos por seguir en el papel de guía quedaron condenados al fracaso, pues comenzamos a preguntarle acuciosos sobre ese pintor que era responsable de nuestra deformación cultural, de nuestra libertad poética, de nuestro compromiso interior; por ese artista que era parte de nuestra mirada. Después de un agudo interrogatorio y algo molesto por los asedios, quizá pretendiendo deshacerse de tantas inquisiciones dijo: “Les daré el número telefónico de ese animal antidiluviano, pero les aclaro, tengan cuidado, porque es imposible no amarlo”. Horas más tarde, iluminados por el vino, mientras escudriñábamos en la biblioteca datos sobre la vida y obra de Roberto Sebastián Matta Echaurren –para ocultar nuestra improvisación llegado el momento del reportaje–, terminamos apostando sobre quién debería acopiar el coraje para llamarlo. La moneda de mil liras saltó y ante la tranquilizadora derrota de Amparo, me tocó a mí, a este extraviado escritor colombiano, enfrentar a la famosa bestia lírica y ser el blanco de las más aguzadas ironías de uno de los últimos artistas míticos del siglo XX.


                La voz grave de una mujer al otro lado del teléfono contestó con el característico pronto y pregunté en español por ese legendario hombre que había pertenecido a la esencia del surrealismo, que había sido precursor del Expresionismo Abstracto, que ejerció una influencia determinante sobre el arte latinoamericano y norteamericano, y que poseía una conciencia lúdica profundamente afinada, de la cual, como habíamos sido advertidos, era difícil salir ilesos.

Sin sobreponerme aún al temor y viendo que mis compañeros jugueteaban y hacían gesticulaciones para distraerme como niños traviesos, escuché la voz de mi victimario y dije:

–Aló, ¿maestro?

–No me llame así, que me recuerda a mis profesores de matemáticas, además yo nunca he podido enseñar nada.

–Bueno, lo llamaré, Roberto.

–Roberto no, por favor, es un nombre de cura.

Desastres del misticismo
Desconcertado me pregunté qué clase de personaje al otro lado se burlaba de mí, deduciendo que mi pretensión de una entrevista estaba por frustrarse. Intenté de nuevo optando por su segundo nombre:

–Sebastian, entonces...

–Tampoco, no soy un Festival.

Maldije a Cáceres por no advertirme qué clase de criatura delirante era, y supuse estar enfrentándome a un ser huraño, opuesto a la imagen que teníamos de él, y muy distante de la figura enriquecida por el amigo chileno.

–Matta, cuánto tiempo lo hemos buscado... –dije después de pensar la frase, creyendo que ésta sería la última opción de continuar escuchándolo.

–No me llame Matta, se lo ruego, así me llaman los críticos, esos personajes de ojos redondos como halcones que me quieren convertir en algo que yo no entiendo.

Recibí esta respuesta con desolación, permanecí callado hasta que escuché la carcajada infantil de ese interlocutor hechizante; entonces dije:

–Sé que lo han convertido en Matta pero le aclaro que yo no tengo la culpa y lamento que lo traten así esos seres de ojos redondos. Yo simplemente soy un escritor a quien usted le ha salvado la vida muchas veces y quien comparte su pensamiento de que hay guerras interiores que debemos librar aunque nos aguarde la derrota.

Solté el párrafo de un sólo tirón sin respirar y me quedé de nuevo a la defensiva. Mis compañeros vislumbraron la situación desventajosa en que me hallaba y se aprestaron a conectar al auricular nuestro precario sistema de grabación.

–¿Qué ocurre? –preguntó Matta escuchando los extraños ruidos y el murmullo de las voces.

–Que intento capturar esta conversación con la ayuda de la Gestapo tropical.

Oí su risa. Después el golpe de su respiración, y luego lo escuché decir:

–Mientras lo logra prefiero ir en busca de Baco.

Me pareció irrebatible su determinación y decidí imitarlo ante mis incrédulos acompañantes que se arrebataban la palabra sugiriendo preguntas. Mi confusión se hizo absoluta, bebí un largo trago y todavía atemorizado regresó la voz que del otro lado inquiría:

–¿Preparado para el combate...? La guerra interior se gana cuando el yo es transformado en tú. El reconocimiento del tú siempre es benéfico y el yo por el contrario fatídico, es más letal que un Tiranosaurio-rex.

Me sentí de nuevo acorralado y dije pausadamente:

–Hace una semana llegamos de Colombia para realizar un largo itinerario por Europa... Dirijo una secreta revista de literatura, casi de poesía... Sí, de poesía, y por eso queremos entrevistarlo.

–Sí, latinoamericano, lo noté por su acento, por eso quise gastarle esa broma, habría seguido, pero me pareció que estaba próximo a tirarme el teléfono. ¿En qué lugar está? 
Ah, cerca de Termini, es bueno conocer todas las ciudades desde la sobrevivencia... Sí, y los hombres. 

Aún no asimilo que se pueda hablar con una voz y no con una persona. Teléfono, significa aparato para hablar a distancia, pero en realidad creo que necesitamos un cercáfono. La técnica va a acabar por estropear el mundo e incluso le ha hecho daño a la ciencia y desde luego al hombre –dijo cayendo en esa lucidez fragmentaria, en esa especie de trance revelador que siempre lo asistía.

–Podemos conversar por la vía de la presencia cuando usted pueda; estaremos algunos días más en Roma, y si tenemos suerte de que los heroinómanos que todas las noches rompen la puerta de vidrio de nuestra pensión no se decidan a asaltarnos, a pesar de ser colombianos asistiremos puntuales a la cita.

–Escuché que era escritor, por fortuna no es periodista, me producen tedio. Siempre les digo: ¿para qué me preguntan a mí? Debemos interrogarnos primero a nosotros mismos. ¿Qué sacan con mis respuestas si nadie puede contestar quiénes somos? ¿O cómo se inició la vida? ¿O si hay vida? ¿O si podemos vivir sin ser avasallados por esta sociedad inhumana? –dijo dándole a la voz matices histriónicos–. Sin embargo será muy difícil que nos encontremos, deben disculparme, pero estoy preparando un viaje. Espero no defraudarlos, yo no soy un pintor, la verdad es que soy un viajero y debo obedecer a mis instintos.


Architecture du temps (un point sait tout), 1999 


–Siento mucho que no podamos conocerlo... ¿Podríamos hablar otro poco por teléfono? En mi país hay gente que necesita sus palabras.

–Sí, desde luego, pero yo no me merezco tanto... Usted trae en los ojos otro paisaje y en los oídos otra música. Viene de un continente que los europeos jamás han descubierto. Es mentira eso de Colón. Aquí nunca nos han visto de verdad y mucho menos en Francia o Alemania. Pero lo grave es que nosotros tampoco nos hemos visto, nunca nos hemos mirado, ni siquiera en esos espejos que citan los cronistas de Indias. Nosotros debemos crear el verbo americar y conjugarlo hasta el hastío. Yo americo, tú americas. Sería como respirar nuestras flores, ver el colorido de nuestras selvas, sentir el fluir de nuestros ríos, la erupción de los volcanes...

–Y pensar que los gringos se han apropiado de la palabra América...

M’onde, 1989
–Estados Unidos no es un verbo, ellos son un gigantesco sustantivo que tiene la tendencia a hacerse cada día más enorme. Nosotros estamos más compuestos de sensaciones, de aromas, de cadencias, de ritmos... Estados Unidos ha intentado enceguecer al planeta... Cuando alguien pretende observar, esa cultura lo extravía, lo convierte en objeto, y la labor del artista es desprender las vendas, aguzar los sentidos.

–...Su pintura es como una sinfonía de Stravinsky, pienso en El Pájaro de Fuego...

–Intento pintar la explosión original, pero si quisiera definir mi obra diría que es una danza, en realidad a veces creo que una bailarina la hace con la levedad de sus pies. Podría titular un cuadro: Impromptu de Isadora Duncan o Nijinsky... No obstante siempre he vinculando al hombre con la naturaleza, cuando pinté los volcanes en erupción tan sólo quería mostrar un estallido interior.

–En su arte hay algo telúrico y el hombre es una especie de constelación. Como en el principio mismo, como en el arte rupestre. A veces sus personajes afloran del color para irradiar, para iluminar, son entes de energía, imágenes elementales del ser humano y de las cosas...

–No podemos olvidar que somos cosmos. Los indígenas y todas las culturas primitivas lo sabían, pero nosotros ignoramos para dónde vamos. Y ni siquiera buscamos el consuelo de mirar un río, esa imagen poderosa que aumenta la mirada.

–Usted es un artista de nacimientos, su pintura transmite el caos del origen, la violencia inaugural...

–No puedo decir nada de mi pintura, porque el arte en general no me interesa. Creo que el hombre es un ser insignificante y pretencioso. Nada he pintado todavía que se pueda comparar con una hoja, con una bacteria. La pintura sólo tiene importancia para los críticos y para los mercaderes del arte, para los millonarios que la ostentan en sus salas; a mí sólo me importa la orientación, la rosa de los vientos del espíritu. Yo pinto para no olvidar el latido de mi corazón, el movimiento de las olas, las galaxias...

La révolte des contraires
–Un famoso cuadro suyo se titula La Tierra es un Hombre...

–Sí, pero el hombre también es la Tierra y ya nadie lo recuerda. Ni siquiera la pisamos, ahora hollamos el pavimento, y no vemos las montañas sino los edificios... El hombre primitivo era más sabio porque no iba a cometer un descuido tan peligroso y por eso la adoraba...

–Es un riesgo olvidar las fuentes...

–Yo pinto para festejarlas, también para conocer mi respiración. Siento muchas veces que los colores se van evadiendo de mí y les ayudo. Pero yo nunca me libero completamente porque aún no soy un todo con la naturaleza, con el universo, con los soles y satélites. Los hombres de la Edad del Fuego eran libres porque tenían esa intuición cósmica. Nosotros la hemos perdido, por eso el territorio del arte puede ayudarnos... –interrumpió de pronto su reflexión y agregó–: No escriba esto, lo que yo digo todo el mundo lo sabe, lo sabían los cavernícolas; sólo que ahora padecemos amnesia universal.

–¿Cómo fue su vínculo con los surrealistas?

–Fue una relación amorosa: los quería asesinar. Recuerdo a Magritte como mi primer amigo verdadero en ese grupo. Una tarde Dalí me envió con mis dibujos a una galería y fui ingenuamente sin saber que su director era André Breton; todavía me avergüenzo de esa perversa jugada de Salvador. Imagínese, yo llegué como un idiota donde ese poeta deslumbrante con mis precarios trabajos bajo el brazo. Él estaba empeñado en darle respiración boca a boca al arte aletargado, asfixiado, era un ser ejemplar. Cuando me invitó en 1937 a participar en ese Movimiento acepté inmediatamente y estuve con ellos hasta que una década más tarde el mismo Breton me excomulgó.

Listen to living, 1941 
–Pero fue admitido posteriormente...

–Sí, y eso me quitó prestigio... –afirmó con ironía–. 

En esa época leíamos a Lautrémont, a Rimbaud, a Baudelaire y a todos esos maravillosos seres que habían decidido hacer de su vida un grito, pero también un relámpago que podía guiarnos en la oscuridad. Esa confrontación nos hacía crecer, era como galopar a contrapelo, como el pescador que siente los movimientos agónicos del pez en su sedal y mientras sus manos sangran, sabe que responde con el mismo elemento de vida al animal que se debate poniendo en juego todos sus recursos.

–También conoció a Le Corbusier. ¿Podría contarme alguna anécdota que ejemplifique ese tiempo compartido?

–Al graduarme de arquitecto fundé una fábrica de muebles en Santiago, luego fui marinero por algunos meses, se puede decir que huía de mi familia, de su aristocracia decadente. En 1933 llegué a París y busqué a Le Corbusier quien estaba en la cúspide de su celebridad; tenía la idea de que era imposible trabajar con él, sin embargo era muy fácil debido a que a nadie le pagaba. Usaba unos inmensos anteojos que parecían lupas y me trataba como a un simple mensajero. Creo que era un hombre desdichado. Una vez me envió a Rusia con unos planos y pasé casi dos meses en Moscú, donde tuve oportunidad de estar en los funerales de Gorki. Pero luego me volví surrealista.

–¿Y cómo fue su encuentro con García Lorca?

–A él lo conocí por mis tíos en Madrid. Recuerdo que organizaba reuniones y fiestas en la casa de ellos, tocaba el piano, entraba a la cocina y disponía de todo como si fuera suyo. Era una personalidad arrolladora. Yo le escribía a mi tía cartas en papel verde desde París, porque era el más barato, y Federico las leía frecuentemente dada la confianza que existía con ella; por eso cuando meses más tarde me lo presentaron, el poeta andaluz me dijo mofándose: al fin conozco a alguien que escribe en papel verde; por fortuna en ese momento yo no sabía quien era él porque me habría sentido intimidado. En esos días empezó la Guerra Civil Española y por precaución, debido a mi condición de extranjero, me fui a Portugal y allí me enteré del asesinato de García Lorca. Fue un momento desgarrador para mí, por suerte Gabriela Mistral me acogió en su casa donde permanecí por algunas meses y pude conocer su gran disposición para la rebeldía, para la revolución. Un día le hice saber que estaba enamorado de ella, y abrazándome con ternura afirmó que yo podía ser su nieto. Era una mujer de una extraordinaria generosidad...

–Su pintura fue fundamental para el desarrollo de la plástica del siglo XX, sin embargo usted siempre se ha burlado de esto...

–He comenzado a desconfiar de mi obra desde cuando la empezaron a poner en las enciclopedias. Los museos generalmente cuelgan el arte domesticado, domeñado. Es triste ver amaestrada una obra que fue libre, observar al halcón regresando al brazo posándose sobre el guante de cuero de su amaestrador. No quiero figurar en la historia artística, ni en el mismo arte, sólo pretendo acostarme en la hierba para mirar las estrellas. Yo siempre he hablado de la libertad de la conciencia, de la sabiduría... Los profesores tratan de interpretarme, pretenden saber qué busco con mi pintura, pero lo único que quiero es ser parte de la mirada de algún extraviado, de alguien que se siente más solo que Adán...



Ou la matiere noire (1992)


–Bueno, pero no se ensañe conmigo –dije y al escuchar su risa supe que podía seguir conversando–: Usted alguna vez afirmó que sólo el verdadero arte es capaz de salvarnos...

–Un artista es una ventana, muestra lo que está detrás de las cuatro paredes, es como el cuadro que cuelga un preso para poder huir. Tal vez por esto pinto, intento aniquilar los muros con la idea de que alguien cautivo o afligido pueda volar. Nunca me ha interesado el reconocimiento y muchas veces he dicho que prefiero trabajar como artista póstumo. En Chile me quieren convertir en Gabriela Mistral y en muchas partes del mundo pretenden volverme un pintor famoso, petrificado; desean que mi imaginación se congele y que repita fórmulas o realice cuadros que la crítica pueda comprender; por eso siempre me distancio.

–A usted lo consideran un artista comprometido ¿Fue militante del partido comunista?

–Para decir verdad, sólo he sido militante del surrealismo y eso sin llegar nunca a lo dogmático... Jamás creí en el l'engagement o compromiso político, e incluso en Cuba he hablado varias veces de la poética de la revolución, de la formación de un nuevo hombre. Los movimientos y partidos a los que alguna vez he pertenecido de manera quizá sesgada, han entendido muy pronto que prestaba un mejor servicio estando afuera y optaron por expulsarme –agregó eufórico.

E lucean le stelle (1990)
 Notándolo fatigado por mi interrogatorio imprevisto, un poco temeroso me atreví a añadir:

–Es conocida su fuerte relación con la poesía y su defensa de lo irracional...

–Es parte de mi compromiso radical con el instinto. Aún no hemos creado al artista esencial y mucho menos al verdadero hombre. El primitivo respondía por asociaciones mágicas, poéticas, intuitivas... La poesía fue la ciencia en el pasado y tenemos la opción de que la ciencia sea la poesía del futuro, y que se fusionen. Ella es el là-bas, el último peldaño, es una reveladora de signos. Si yo siembro en mi interior el dolor, la locura, la destrucción, el amor, como lo hace el poeta, puedo percibir cosas que cotidianamente están ocultas, develar lo que se esconde para la mirada convencional, extraer la luz subterránea. De todo lo que conozco, sé que es la poesía nuestra última oportunidad de supervivencia!

Agradecí atropelladamente y escuché el tintineo de los hielos en el fondo de su vaso. Después de despedirme, sentí en cámara lenta el descenso del auricular hasta el corte de la comunicación. Evoqué a ese hombre de baja estatura y de cabello ondulado que había visto en las fotografías, regresando como yo a esa realidad que desde el comienzo de su vida intentaba transformar. Lo imaginé parado frente a una de sus enormes pinturas volcánicas de intenso colorido y como si me siguiera guiando recordé una de sus frases memorables: La verdadera guerra se libra en las entrañas, no debemos dejar que el sueño use grilletes, un día regresarán los dioses y advertiremos que tienen nuestro rostro.




                                                                                                          Roma, verano de 1991





martes, 26 de febrero de 2013

Iván Illich: La sociedad desescolarizada (1985)



La Ritualización 
         del Progreso



El graduado en una universidad ha sido escolarizado para cumplir un servicio selectivo entre los ricos del mundo. Sean cuales fueren sus afirmaciones de solidaridad con el Tercer Mundo, cada estadounidense que ha conseguido su título universitario ha tenido una educación que cuesta una cantidad cinco veces mayor que los ingresos medios de toda una vida de media humanidad. A un estudiante latinoamericano se le introduce en esta exclusiva fraternidad acordándole para su educación un gasto por lo menos 350 veces mayor que el de sus conciudadanos de clase media. Salvo muy raras excepciones, el graduado universitario de un país pobre se siente más a gusto con sus colegas norteamericanos o europeos que con sus compatriotas no escolarizados, y a todos los estudiantes se les somete a un proceso académico que les hace sentirse felices sólo en compañía de otros consumidores de los productos de la máquina educativa. La universidad moderna confiere el privilegio de disentir a aquellos que han sido comprobados y clasificados como fabricantes de dinero o detentadores de poder en potencia. A nadie se le conceden fondos provenientes de impuestos para que tengan así tiempo libre para autoeducarse o el derecho de educar a otros, a menos que al mismo tiempo puedan certificarse sus logros. 


            Las escuelas eligen para cada nivel superior sucesivo a aquellos que en las primeras etapas del juego hayan demostrado ser buenos riesgos para el orden establecido. Al tener un monopolio sobre los recursos para el aprendizaje y sobre la investidura de los papeles por desempeñar en la sociedad, la universidad invita a sus filas al descubridor y al disidente en potencia. Un grado siempre deja su indeleble marbete con el precio en el currículum de su consumidor. Los grandes universitarios diplomados encajan sólo en un mundo que pone un marbete con el precio de sus cabezas dándoles así el poder de definir el nivel de esperanzas en su sociedad. En cada país, el monto que consume el graduado universitario fija la pauta para todos los demás; si fueran gente civilizada con trabajo o cesantes habrán de aspirar al estilo de vida de los graduados universitarios.
           De este modo, la universidad tiene por efecto el imponer normas de consumo en el trabajo o en el hogar, y lo hace en todo el mundo y bajo todos los sistemas políticos. Cuanto menos graduados universitarios hay en un país, tanto más sirven de modelo para el resto de la población sus ilustradas exigencias. La brecha entre el consumo de un graduado universitario y el de un ciudadano corriente es incluso más ancha en Rusia, China y Algeria que en los Estados Unidos. 
           Los coches, los viajes en avión y los manetófonos confieren una distinción más notoria en un país socialista en donde únicamente un título, y no tan sólo el dinero, pueden procurarlos. La capacidad de la universidad para fijar de consumo es algo nuevo. En muchos países la
universidad adquirió este poder sólo en la década del setenta, conforme la ilusión de acceso parejo a la educación pública comenzó a difundirse. 
Antes de entonces la universidad protegía la libertad de expresión de un individuo pero no convertía automáticamente su conocimiento en riqueza.  


           Durante la Edad Media, el ser estudioso significaba ser pobre y hasta mendicante. En virtud de su vocación, el estudioso medieval aprendía latín, se convertía en un out-sider digno tanto de la mofa
como de la estimación del campesino y del príncipe, del burgués y del clérigo. Para triunfar en el mundo, el escolástico tenía que ingresar primero en él, entrando en la carrera funcionaria, preferiblemente la eclesiástica. La universidad antigua era una zona liberada para el
descubrimiento y el debate de ideas nuevas y viejas. Los maestros y los estudiantes se reunían para leer textos de otros maestros, muertos mucho antes, y las palabras vivas de los maestros difuntos daban nuevas perspectivas a las falacias del mundo presente. La universidad era entonces una comunidad de búsqueda académica y de inquietud endémica. En la multiversidad moderna esta comunidad ha huido hacia los márgenes, en donde se junta en un apartamento, en la oficina de un profesor o en los aposentos del capellán. El propósito estructural de la universidad moderna guarda poca relación con la búsqueda tradicional. 
            Desde los días de Gutenberg, el intercambio de la indagación disciplinada y crítica se ha trasladado en su mayor parte de la "cátedra" a la imprenta. La universidad moderna ha perdido por incumplimiento su posibilidad de ofrecer un escenario simple para encuentros que sean autónomos y anárquicos, enfocados hacia un interés y sin embargo espontáneos y vivaces, y ha elegido en cambio administrar el proceso mediante el cual se produce lo que ha dado en llamarse investigación y enseñanza.


          Desde Sputnik, la universidad estadounidense ha estado tratando de ponerse a la par con el número de graduados que sacan los soviéticos. Ahora los alemanes están abandonando su tradición académica y están construyendo unos "campus" para ponerse a la par con los estadounidenses. Durante esta década quieren aumentar sus erogaciones en escuelas primarias y secundarias de 14 000 a 59 000 millones de DM y más que triplicar los desembolsos para la instrucción superior.
             Los franceses se proponen elevar para 1980 a un 10 por ciento de su PBN el monto gastado en escuelas, y la Fundación Ford ha estado empujando a países pobres de América Latina a elevar sus desembolsos per capita para los graduados "respetables" hacia los niveles estadounidenses.


            Los estudiantes consideran sus estudios como la inversión que produce el mayor rédito monetario, y las naciones los ven como un factor clave para el desarrollo. Para la mayoría que va primariamente en pos de un grado universitario, la universidad no ha perdido prestigio, pero desde 1968 ha perdido notoriamente categoría entre sus creyentes. Los estad0unidenses se niegan a prepararse para la guerra, la contaminación y la perpetuación del prejuicio. Los profesores les ayudan en su recusación de la legitimidad del gobierno, de su política
exterior, de la educación y del sistema de vida norteamericano. 
        No pocos rechazan títulos y se preparan para una vida en una contracultura, fuera de la sociedad diplomada. Parecen elegir la vía
de los Fraticelli medievales o de los Alumbrados de la Reforma, los hippies y desertores escolares de su época. Otros reconocen el monopolio de las escuelas sobre sus recursos que ellos necesitan para construir una contrasociedad. Busca de apoyo el uno en el otro para vivir con integridad mientras se someten al ritual académico. Forman, por así decirlo, focos de herejía en medio de la jerarquía.


            No obstante, grandes sectores de la población general miran al místico moderno y al heresiarca moderno con alarma. Éstos amenazan la economía comunista, el privilegio democrático y la imagen que de sí mismo tiene Estados Unidos. Pero no es posible eliminarlos con sólo desearlo. Cada vez menos aquellos a los que es posible reconvertir y reincorporar en las filas mediante sutilezas -como, por ejemplo, darles el cargo de enseñar como profesores su herejía.
            De aquí la búsqueda de medios que hagan posible ya sea el librarse de disidentes, ya sea disminuir la importancia de la universidad que les sirve de base para protestar. A los estudiantes y a la facultad que ponen en tela de juicio la legitimidad de la universidad, y lo hacen pagando un alto costo personal, no les parece por cierto estar fijando normas de consumo ni favoreciendo un sistema determinado de producción. Aquellos que han fundado grupos tales como el Committee of Concerned Asian Scholars y el North American Congress of Latin America (NACLA), han sido de los más eficaces para cambiar radicalmente la visión que millones de personas jóvenes tenían de países extranjeros. Otros más han tratado de formular interpretaciones marxistas de la sociedad norteamericana o han figurado entre los responsables de la creación de comunas. Sus logros dan nuevo vigor al argumento de que la existencia de la universidad es necesaria para una crítica social sostenida.


               No cabe duda de que en este momento la universidad ofrece una combinación singular de circunstancias que permite a algunos de sus miembros criticar el conjunto de la sociedad. Proporciona tiempo, movilidad, acceso a los iguales y a la información, así como cierta impunidad - privilegios de que no disponen igualmente otros sectores de la población. Pero la universidad permite esta libertad sólo a quienes ya han sido profundamente iniciados en la sociedad de consumo y en la necesidad de alguna especie de escolaridad pública obligatoria.
           El sistema escolar de hoy en día desempeña la triple función que ha sido común a las iglesias poderosas a lo largo de la historia. Es simultáneamente el depósito del mito de la sociedad, la institucionalización de las contradicciones de este mito, y el lugar donde ocurre el ritual que reproduce y encubre las disparidades entre el mito y la realidad. 

           
            El sistema escolar, y en particular la universidad, proporciona hoy grandes oportunidades para criticar el mito y para rebelarse contra
las perversiones institucionales. Pero el ritual que exige tolerancia para con las contradicciones fundamentales entre mito e institución para todavía por lo general sin ser puesto en tela de juicio, pues ni la crítica ideológica ni la acción social pueden dar a luz una nueva sociedad. Sólo el desencanto con el ritual social central, el desligarse del mismo, y reformarlo pueden llevar a cabo un cambio radical.
           La universidad estadounidense ha llegado a ser la etapa final del rito de la iniciación más global que el mundo haya conocido. Ninguna sociedad histórica ha logrado sobrevivir sin ritual o mito, pero la
nuestra es la primera que ha necesitado una iniciación tan aburrida, morosa, destructiva y costosa a su mito. La civilización mundial contemporánea es también la primera que estimó necesario racionalizar su ritual fundamental de iniciación en el nombre de la educación. No podemos iniciar una reforma de la educación a menos que entendamos primero que ni el aprendizaje individual ni la igualdad social pueden acrecentarse mediante el ritual de la escolarización. No podremos ir más allá de la sociedad de consumo a menos que entendamos primero que las escuelas públicas obligatorias reproducen inevitablemente dicha sociedad, independientemente de lo que se enseñe en ellas.


          El proyecto de desmitologización que propongo no puede limitarse tan sólo a la universidad. Cualquier intento de reformar la universidad sin ocuparse del sistema de que forma parte integral es como tratar de hacer la reforma urbana en Nueva York, desde el piso decimosegundo hacia arriba. La mayor parte de las reformas introducidas en el nivel de la enseñanza superior, equivalen a rascacielos construidos sobre chozas. Sólo la generación que se críe sin escuelas obligatorias será capaz de recrear la universidad.










lunes, 25 de febrero de 2013

Amado Nervo: Cuentos misteriosos (1912)


La Serpiente       que se muerde 
               la cola  


Me pasa frecuentemente, doctor – dijo el enfermo -, que al ejecutar un acto cualquiera, paréceme como que ya lo he ejecutado. No sé si usted experimenta alguna vez esta sensación tan rara y penosa. Hay amigos que afirman, quizá por consolarme, que a ellos les sucede otro tanto, de vez en cuando. Pero en mí el caso es frecuentísimo. Hablo, y apenas he pronunciado una frase, recuerdo, con vivacidad punzante, que ya la he pronunciado otra vez. Veo un objeto, e instantáneamente me doy cuenta de que ya lo he mirado de la misma suerte, con la misma luz, en el mismo sitio… Le aseguro, doctor, que esto se vuelve insoportable. Acabaré en un manicomio… Ahora mismo – prosiguió – siento, recuerdo, estoy seguro de que ya, en otra u otras ocasiones, he descrito mi enfermedad a usted; sí, a usted, en iguales términos, en la misma habitación esta… Usted sonríe, como sonríe ahora. ¡Es horrible! Hasta el chaleco de piqué labrado que lleva usted lo llevaba entonces. Todo igual. La teoría de las reencarnaciones pudiera dar una sombra de explicación al caso; pero sólo una sombra, porque si he vivido ya otras vidas, han sido diferentes …, en distintas épocas, con distintos cuerpos. ¿Por qué entonces veo las mismas cosas?


            El doctor se acarició la barba (que usaba en forma de abanico). Esto de acariciarse la barba es un lugar muy común que viene muy bien en las narraciones … Se acarició la barba y empezó así:
  El caso de usted, amigo mío, es demasiado frecuente, aunque ésta vez acuse una intensidad poco común, y tiene dos explicaciones: una fisiológica y otra filosófica.
            Según la primera, su sensorio de usted, instantánea, mecánicamente, registra los fenómenos exteriores que le transmiten las neuronas. Lo que usted ve u oye, queda fijado en su cerebro con rapidez extraordinaria, gracias a su sensibilidad especial; pero queda registrado, sin que usted se de cuenta de ello. Ahora bien; después de este registro (una fracción de segundo después) usted se entera de que ve un objeto, de que oye una frase, ya vistos y oídos a hurtadillas de su conciencia. Entonces, naturalmente, la memoria de usted se acuerda de la impresión anterior (aunque sea en esa fracción de segundo) a la otra, y este recuerdo le proporciona a usted la sensación de duplicidad de que me habla. Por tanto – concluyó el doctor –, no debe alarmarse. El fenómeno, en suma, sólo prueba la excelente conductibilidad de sus células nerviosas, la diligencia con que se opera la transmisión de sensaciones entre los sentidos y el cerebro, y significa que tiene usted una naturaleza privilegiada, que responde admirablemente a toda solicitud exterior.


          El enfermo, visiblemente tranquilo, dejó oir un suspiro de satisfacción. ¿Y la segunda explicación, doctor? – preguntó.
      La segunda explicación es un poco más honda… Nos la da todo un sistema filosófico, cuyos patrocinadores han sido hombres de la talla de un Federico Nietzsche, un Gustavo Lebón y Blanqui. Puede sintetizarse así: Dado que el tiempo es infinito, y que el número de átomos de que se compone la materia es limitado, se deduce que los mismos sistemas de combinaciones deben fatalmente reproducirse; es decir, que el sistema de combinaciones que, al cabo de más o menos milenarios, le permitió a usted nacer y vivir, tiene que volverse a dar a fortiori, al cabo de un número de siglos, de milenarios, de periodos, de ciclos, de lo que usted guste, ya que, matemáticamente, esas combinaciones, por numerosas que usted las suponga, no son infinitas. ¿Me entiende usted? 
     Sí doctor, perfectamente, pero eso que usted dice es estupendo.
         Estupendo y lógico, amigo mío.


          El gran Flammarión, en una de sus más sugestivas páginas, supone que, dada la infinidad de mundos, puede formarse en la infinidad del espacio un planeta idéntico al nuestro, donde acontezcan idénticas cosas; que pase por idénticos periodos geológicos, para reproducir la historia de los hombres, sin una tilde de menos. En ese planeta vuelven a guillotinar a Luis XVI, el 21 de enero de 1793.
 … Pero no es necesario ampliar la hipótesis. La teoría ortodoxamente científica, absolutamente matemática de lo limitado de las combinaciones atómicas, nos lleva, aún sin salir de este mundo que habitamos, a la inevitable conclusión de que el concurso de hechos infinitamente pequeños que, dadas tales o cuales circunstancias produjo al hombre llamado Pedro o Juan, ha producido ese mismo hombre n veces en la sucesión de los tiempos … y lo producirá todavía. Así pues, usted como yo, como todos, ha vivido, quién sabe cuántas veces, la misma vida, y la ha de vivir aún, en el eterno recomenzar de los siglos, simbolizado por la serpiente que se muerde la cola…
            Pero – exclamó el doctor – basta por hoy de filosofías. Necesita usted alimentarse bien y a sus horas. Son ya las ocho. Vaya a tomarse los mismos huevos pasados por agua y la misma leche que se ha bebido usted en tantas otras existencias idénticas.





miércoles, 20 de febrero de 2013

Norah Lange (1906-1972)


   Cuadernos 
      de  Infancia 




Habíamos fabricado grandes sombreros de papel, y de pie, las cinco delante de un espejo, cada una detenida frente a su rostro, contemplábamos el efecto de la sombra sobre los ojos, el resplandor distinto que la luz de la ventana adquiría en nuestros cabellos, contra el papel de diario.
La puerta se abrió, de pronto, y una corriente de aire los hizo vacilar sobre nuestras cabezas. Una de mis hermanas dijo: - “La primera que pierda su sombrero, se morirá antes que las otras…” Inmóviles frente al espejo, los brazos entrelazados para no cometer ninguna trampa, jugamos a quién sería la primera en morir. Un miedo horrible me fue invadiendo, lentamente. La puerta abierta dejaba entrar un aire rápido y peligroso que de un momento a otro, podría despojarme de mi sombrero. Pensé en Irene, en Marta, en Georgina, en Susana, en mí misma, y mientras las miraba de reojo, sonriéndome con ellas, una muerta de veinte años se acostaba sobre el rostro de cada una de mis hermanas; una muerta joven y perfecta, con una sola flor sobre la almohada. El viento agitaba los grandes triángulos de papel, sin llegar a derribarlos. Georgina, con los ojos absortos en alguna visión terrible, parecida a la mía, exclamó bruscamente:
     - “No me gustan estos juegos”- y, apartándose del espejo, se sacó el sombrero y lo arrojó, apelotonado, contra el suelo.


               Durante un tiempo, la hilera de cabezas frente al espejo me entregaba imágenes probables y tristes, rostros velados para siempre, y me pareció que hubiese sido mejor aguardar a que el viento señalara la muerte más próxima, para ser más dulces, más tiernas, con la hermana que debía morir primero. Era la segunda noche que, desde mi cama, oía abrir la puerta que daba al jardín y los mismos pasos cautelosos que se alejaban de mi ventana. Como si esa salida misteriosa, por la puerta más cercana a la calle, entrañase un peligro, un mundo nuevo e ignorado en la vida de alguna de mis hermanas, yo permanecía despierta esperando que regresaran. Incapaz de adivinar quién era, esa noche me propuse comprobarlo, y después de aguardar a que los pasos se perdieran en el fondo del jardín, me levanté con la mayor cautela, y envuelta en una manta oscura, salí al patio iluminado por la luna llena.
Los grandes paraísos de la calle Tronador trazaban enormes senderos de penumbra sobre los muros de la casa. Avancé agazapada, procurando que mi sombra no se alargara demasiado, hasta guarecerme detrás de una palmera desde donde se dominaba el fondo y ambos lados de la casa.

           A pesar de que la luna me permitía seguir los menores recodos del camino, no vislumbré a nadie en ninguna parte. Supuse que los pasos se hubieran encaminado hacia la calle, pero comprobé que el candado del portón se hallaba en su sitio habitual. 
          De pronto descubrí que una forma se movía en la parte más clara del jardín. Apoyaba contra un árbol, envuelta en un amplio poncho que había pertenecido a mi padre, después de mirar el cielo unos instantes, abrió los brazos para desembarazarse de él. Desnuda, silenciosa, inmóvil, su cuerpo se destacó contra la porción oscura del grueso tronco. Sin un estremecimiento, como si esperase algo, permaneció en esa actitud minutos. Cuando se inclinó para recoger el poncho, regresé apresuradamente a mi cuarto, y ya en la cama oí su pasos sigilosos, la puerta que se cerraba suavemente.


              A la noche siguiente, oculta tras la palmera, la vi, de nuevo, reclinaba contra un árbol, desnuda por completo, resplandeciente de luna. Pero no había transcurrido un minuto cuando percibí que un hombre se acercaba, silbando, por la calle Tronador. Al llegar al límite de nuestra verja, el silbido se detuvo. Amedrentada, estuve a punto de gritarle que se cubriese, por más que era imposible verla desde la calle. Pero ella también había oído, y, apresuradamente, recogió su poncho para regresar a la casa.
          Aunque demoré el sueño muchas veces, la escena no volvió a reiterarse. Un día que buscaba un libro en el dormitorio de Marta, descubrí, entre sus cosas, un método para adquirir belleza. Algunas hojas dobladas señalaban una receta que consistía en salir, desnuda, en una noche de luna llena. Bastaba hallarse algunos minutos en contacto completo con su luz fría, para lograr una seducción irresistible. Era evidente que, al sumergirse tres veces consecutivas en ese baño de luna, ella esperaba intensificar su efecto.






Extraído de "Cuadernos de Infancia, 
Ed. Losada, Buenos Aires,  Ed. 1994. 
(Primera edición 1957)