lunes, 9 de marzo de 2015

Michel Camus: Ensayo (1929-2003)



Paradigma 
de la transpoesía




No sabemos qué es la poesía. Los conceptos unívocos a los cuales llamábamos hace poco "el mundo", "la realidad", "la naturaleza", "la cultura", "la poesía" se han vuelto ingenuamente reductores desde que los investigadores han tomado conciencia de la pluralidad del mundo y de las culturas, de la compleja crecida de niveles de realidad y de niveles de percepción escapando a la lógica aristotélica y a la dialéctica binaria. De este modo existe una infinitud de niveles de verdad y de complejidad de la poesía, una verticalidad de niveles de percepción de la poesía, una pluralidad de direcciones de búsqueda, una multiplicidad de formas de arte poética.

Una cantidad de corrientes de la poesía contemporánea son extranjeras a la elevada poesía iniciadora que fue aquella originada en el Oriente. Sin duda alguna los adeptos del Gran juego lo habían percibido claramente descubriendo los versículos de Rig Véda. René Daumal y sus amigos habían abierto un camino poético, místico y agnóstico, a través de las culturas contradictorias del Oriente y Occidente, como a través las ciencias orientadas exclusivamente hacia el polo del Sujeto y las ciencias orientadas hacia el polo del Objeto. En Francia como en otros lugares existen todavía poetas abiertos a la dimensión invisible de lo "sagrado de cohesión" para diferenciarlo, como lo hizo Roger Callois de lo "sagrado de disolución". Hay poetas transreligiosos colmados por el sentimiento de lo Absoluto, como por ejemplo el poeta árabe: Adonis. Poetas místico ateos como Bernard Noël. Poetas de la enigma con diferentes grados de intensidad en el régimen del fuego. Buscadores de verdad para quienes la poesía iniciadora que tiende hacia el conocimiento unitivo se inclina a enlazar la ciencia del hombre con la del universo.

Poesía hechicera y zahorí. Poesía que despierta. Sólo el poeta despierto sabe que los vivos tienen la misma esencia que los muertos. Pero la poesía la más despierta hoy sólo está viva en las catacumbas de una época que es víctima de la desintegración de todos los valores, la degeneración de todas las religiones, la caída de los últimos mitos tales como el marxismo y la escatología utópica de la ciencia. En un mundo que ha perdido todo punto de referencia, hay todavía aquí y allá heréticos portadores del fuego sagrado, alquimistas del silencio y adivinos. Los medios de comunicación tienen miedo del silencio. Insensibles a la poesía elevada, los hombres que viven en la superficie de la vida son incapaces de presentir el secreto del silencio vivo escondido en todo silencio de muerte.

Norte, Sur, Este, Oeste forman parte de la misma Rosa de los Vientos y están generados por el mismo signo enigmático. Toda verdadera búsqueda poética, cualquiera que sea su lengua o la naturaleza de su cultura, está orientada hacia el centro e intenta aproximarse al sentido ante el cual el poeta Antonin Artaud exclamó:- ¿Pero quién a bebido de la fuente de la vida? Entre los caminos de búsqueda que convergen, cada uno por su propia vía de pasaje, hacia la inaccesible fuente de vida, podríamos llamar transpoesía la vía transfiguradora del poeta zahorí orientado hacia el autoconocimiento y la unidad del conocimiento. Mirada que atraviesa y sobrepasa la poesía.

Poseído por el sentimiento de lo Absoluto, el poeta zahorí es hoy ciudadano del mundo. El es transnacional en el sentido de sentirserelativamente ligado a varios niveles de realidad al mismo tiempo, pero absolutamente involucrado a aquello que los atraviesa y los excede. Es decir que él se siente ciudadano del cosmos, después de la Tierra ( la "aldea-planeta" de Jacques Delors), luego Europeo, después Francés, después de Córcega por ejemplo. Lo esencial es no hacer universal ningún nivel de realidad. Lamentablemente el hombre tiene una tendencia molesta , decía en substancia Kierkegaard, a relativisar lo Absoluto, haciendo absoluto lo relativo. Se trata, por el contrario, de abandonar nuestras identificaciones absolutistas para acceder a lo que René Berger llama una trans-identidad; concepto infinitamente abierto análogo a aquel de la identidad infinita de toda conciencia despierta a su trascendencia interior y a la trascendencia del universo, por lo tanto a una doble trascendencia a percibir unitivamente. Por lo tanto podemos ser a la vez nacionales por apariencia de una cultura territorial y transnacionales por espíritu transcultural.

Ser transcultural , es, en esencial, no dejarse alienar por las formas y las creencias , por sistemas de pensamiento y de enseñanzas formales. Es abrir a la trascendencia del sentido del sentido más allá del lenguaje, abertura que el chaman mexicano Don Juan Matus llama el "conocimiento silencioso" inseparable de nuestra luminosa ignorancia. El poeta zahorí tiende a reconciliar las hermanas enemigas: la poesía y la filosofía. La visión transcultural de la poesía es forzosamente transreligiosa; es planetaria antes de ser europea, francesa o de otra parte; florece en el centro de la Rosa de los Vientos; está abierta a todas las diferencias. Nuestra identidad occidental es ilusoria en la medida que no integra al Otro- la oriental-que somos de toda eternidad. En esta óptica, Rûmi es nuestro maestro del vivir a mismo título que Maestro Eckhart. Nuestra comprehensión de toda cultura diferente a la nuestra sólo puede resultar de nuestra propia comprehensión abierta a la identidad de contrarios. Formamos parte como ellos mismos del mismo Nos trascendental para hacer referencia a la visión , en Edmund Hursserl, de la intersubjetividad absoluta de los seres y las cosas rigiendo la esencia de la vida.

Uno de los axiomas del poeta zahorí, es el principio absoluto de la relatividad de toda realidad y de todo lenguaje. El sabe que todo es metáfora. El sabe que la paradoja del lenguaje poético es de hacer alusión a aquello que escapa al lenguaje. Olvidamos a menudo que el lenguaje es una enorme muralla China. El poeta zahorí la atraviesa abriéndose al silencio viviente. Es por ahí que el poeta escapa a la prisión de la lengua. "No hay poesía sin silencio" decía Roberto Juarroz. Esa presencia infinitamente cercana infinitamente lejana del silencio viviente, podemos llamarla indiferentemente presencia de lo sagrado o conciencia de la trascendencia inmanente en el sentido que la trascendencia es inmanente de la conciencia misma. Es del orden del secreto que la poesía iniciadora tienta, por imposible, de compartir. Es un secreto transpoético, puesto que atraviesa la palabra y el silencio, puesto que está más arriba de la palabra y del silencio. Es el tercio secretamente incluido en la oposición binaria de la palabra y del silencio. Ese tercio incluido, ningún poeta jamás dijo ni dirá que es. Maestro Eckhart hace alusión evocando la esencia de una "tercera palabra" que no está dicha ni pensada y que jamás ha sido expresada. El silencio poético puede acceder, en lo que vive, a un alto grado luminoso de silencio. Sólo ese silencio puede delibrarnos de la sombra oscura y de la gravidez del lenguaje. No es un silencio vacío, es un silencio lleno e incluso desbordante de sentidos silenciosos. Poco importa el nombre que sirve para señalar el abismo o el agujero escondido en la lengua, dicho de otro modo el no- referente que escapa a todo lenguaje. El poeta zahorí utiliza libremente las palabras como flechas tiradas hacia lo Impronunciable, hacia la Fuente inaccesible pero inagotable. En tanto que hombre de límites sólo puede aproximarse sin alcanzarla. Decir "la Fuente" es entonces una metáfora; aquella del enigma del ¿Quién? y de la enigma del ¿Qué? que son una sola y misma enigma. El poeta es libre de hacer alusión evocando el Sin-Nombre, el Sin-Forma o el Sin-Fondo. Es paradojicamente el Sin-Fondo que funda la unidad del conocimiento poético.

Vivimos en un mundo donde la tecnociencia genera una tecnocultura que no tiene nada que ver con la agricultura del alma. Con los poderes exorbitantes de esta mundialisación salvaje,¿ qué contra-poderes podrán oponer los poetas zahoríes?. La resistencia a los entenebrecidos medios. La autotransformación hacia el autoconocimiento. Nuestra visión del mundo sólo puede cambiar si nosotros cambiamos del interior, si nos estados de conciencia evolucionan, según la palabra de Goethe, hacia mayor luz, Mehr Licht ! En el combate titanico donde se oponen la luz y las tinieblas, cada uno, según su naturaleza, sirve ya sea a la neguentropia , sea a la entropía, o bien a la evolución de la conciencia o bien a su involución. Cada uno es el instrumento consciente o inconsciente de fuerzas que depasan su comprensión. Los poetas zahoríes saben de que lado combaten. El paradigma de la poesía transcultural, es antes que nada la necesidad de despertar del hombre a aquello que lo funda, a aquello que lo atraviesa y a aquello que lo sobrepasa. El manifiesto de la Transdiciplina de Basarab Nicolescu, físico cuántico pero autor de un millar de Teoremas poéticos, abre caminos de encuentro entre los poetas y los científicos, entre los investigadores de ciencias humanas y los investigadores de ciencias exactas. Es un viraje radicalmente nuevo. Es el germen de una nueva alianza entre investigadores y creativos de todas las disciplinas contra las aves de rapiña que están en el poder. Un elevado número de astrofísicos y de físicos cuánticos se revelan como poetas metafísicos. La alianza de los buscadores de la verdad, unos interrogando el polo del Sujeto y los otros el polo del Objeto y su interacción transdiciplinaria, pueden constituir un indestructible nudo de luz contra las tinieblas programadas de las aves de rapiña. El destino de la humanidad no está decidido de antemano, se crea a cada instante. Arrojado en la nave-tierra en una fabulosa aventura cósmica, el fenómeno humano posee en su corazón la inagotable potencia de despertar a la luz trascendente de su propia fuente interior. Es la vocación de poetas zahoríes de hacer alusión creando nuevos puntos de referencia y nuevos signos de orientación sobre el camino sin camino del infinito interior.






trad. Vivian Lofiego 
Texte publié dans Transversales
 Science/Culture, n°44, mars-avril 1997

lunes, 9 de febrero de 2015

Fernando Pessoa: Libro del desasosiego de Bernardo Soares (1930)





Encogimiento de Hombros



Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente a la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.

Pero así es toda la vida; así, por lo menos, es ese sistema de vida particular al que, en general, se llama civilización. La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y, realmente, el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se vuelve realmente otro. Manufacturamos ideales. La materia prima sigue siendo la misma, pero la forma, que el arte le ha dado, la aleja de continuar siendo efectivamente la misma. Una mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición es ya, en efecto, otro sentimiento.


No sé qué efecto sutil de luz, o ruido vago, o memoria de perfume o música, tañida por no sé qué influencia externa, me ha traído de repente, en pleno ir por la calle, estas divagaciones que anoto sin prisa, al sentarme, en el café, distraídamente. No sé a dónde iba a conducir los pensamientos, o dónde preferiría conducirlos. El día es de una leve niebla húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón. Me duele un sentimiento que desconozco; me falta un argumento no sé sobre qué; no tengo deseo en los nervios. Estoy triste por debajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal-anotadas, no para decir esto, ni para decir nada, sino para dar un trabajo a mi distracción. Voy llenando lentamente, a trazos flojos de lápiz -que no tengo sentimentalismo para afilar- el papel blanco de envolver los bocadillos que me han dado en el café, porque no necesitaba uno mejor y cualquiera servía, siempre que fuese blanco. Y me doy por satisfecho. Me reclino. La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e inseguro... Y dejo de escribir porque dejo de escribir.



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Lo que hay de más deleznable en los sueños es que todos los tienen. En algo piensa en la oscuridad el cargador que se amodorra de día contra la farola en el intervalo de los carreteos. Sé en qué entrepiensa: es en lo mismo en que yo me abismo entre asentamiento y asentamiento en el tedio estival de la oficina tranquilísima.


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Me da más pena de los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que de los que devanean sobre lo lejano y lo extraño. Los que sueñan en grande, o están locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son devaneadores sencillos, para quienes el devaneo es una música del alma que los arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión. No puede pesarme mucho el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el no haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve, dobla siempre la esquina de la derecha. El sueño que nos promete lo imposible ya nos priva con eso de ello, pero el sueño que nos promete lo posible se entromete en la propia vida y delega en ella su solución. Uno, vive exclusivo e independiente; el otro, sometido a las contingencias del acontecer.

Por eso amo los paisajes imposibles y las grandes zonas desiertas de las llanuras en las que nunca voy a estar. Las épocas históricas pasadas son de pura maravilla, pues, desde luego, no puedo pensar que se realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no existe; me despierto cuando sueño lo que puede existir.

Me asomo, desde una de las ventanas de la oficina abandonada a mediodía, a la calle en la que mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve, desde la distancia de mi meditación. Me duermo sobre los codos, donde me duele la barandilla, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle sin animación por la que muchos andan se me destacan en un alejamiento mental: los cajones apiñados en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro y, en el escaparate distante de la tienda de ultramarinos de la esquina, el vislumbre de las botellas de ese vino de Oporto que sueño que nadie puede comprar. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que ha pasado hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas sin movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.

La anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los mismos sentidos...La posibilidad de otras cosas...Y, de repente, suena, detrás de mí, en la oficina, la llamada metafísicamente abrupta del mancebo. Siento que podría matarlo por haber interrumpido lo que no estaba pensando. Le miro, volviéndome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una tensión de homicidio latente, la voz que va gastar en decirme algo. Se sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en voz alta. Le odio como al universo. Tengo los ojos pesados de sopor.



43

Desde el principio empañado del día caliente y falso, unas nubes oscuras y de contornos mal rotos rondaban a la ciudad oprimida. Por los lados a los que llamamos de la barra, sucesivas y torvas, esas nubes se superponían, y una anticipación de tragedia se entendía con ellas desde el indefinido torpor de las calles contra el sol alterado.

Era mediodía y ya, a la salida para el almuerzo, pesaba una esperanza mala en la atmósfera empalidecida. Harapos de nubes harapientas negreaban en su delantera. El cielo, hacia los lados del Castillo, estaba limpio, pero de un azul malo. Hacía sol pero no apetecía disfrutar de él.

A la una y media de la tarde, al regresar a la oficina, parecía más limpio el cielo, pero sólo hacia un lado antiguo. Sobre los lados de la barra estaba, verdaderamente, más descubierto. Sobre la parte norte de la ciudad, sin embargo, las nubes se juntaban lentamente en una sola nube -negra, implacable- que avanzaba lentamente con garras romas de blanco ceniciento en la punta de los brazos negros. Dentro de poco alcanzarla al sol, y los ruidos de la ciudad parece que se sofocaban con el esperarla. Estaba, o parecía, un poco más límpido el cielo por los lados del este, pero el calor resultaba más desagradable. Se sudaba en la sombra de la habitación grande de la oficina. «Por ahí viene una buena tormenta», dijo Moreira, y volvió la página del Libro Mayor.

A las tres de la tarde ya había fracasado toda la acción del sol.Fue preciso -y era triste porque era verano- encender la luz eléctrica: primero al fondo de la habitación grande, donde estaban empaquetando las remesas, después ya en medio de la habitación, donde se hacia difícil hacer sin cometer errores las guías de las remesas y anotar en ellas los números de las señales del ferrocarril. Por fin, ya eran casi las cuatro, hasta nosotros -los privilegiados de las ventana- no veíamos agradablemente para trabajar. La oficina fue iluminada. El patrón Vasques tiró de la antepuerta del despacho y dijo al salir: «Moreira, yo tenía que ir a Bemfica pero no voy; se va a hartar de llover». «Y es por aquel lado», respondió Moreira, que vivía al lado de la Avenida 2. Los ruidos de la calle se destacaron de repente, se alteraron un poco, y era, no sé por qué, un poco triste el sonido de la campanilla de los tranvías en la calle paralela y cercana.



47

Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan, expresan, sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho, y no muestran, dejan transparecer. Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores.

Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel...

Llevo, sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento entre la gente real; la condenación de ser vecino igual, ante el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia en el zaguán que es mi vida.
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Tres días seguidos de calor sin calma, tempestad latente en el malestar de la quietud de todo, han traído, porque la tempestad se ha escurrido hacia otro sitio, un leve fresco tibio y grato a la superficie lúcida de las cosas. Así a veces, en este decurso de la vida, el alma, que ha sufrido porque la vida le ha pesado, siente súbitamente un alivio, sin que haya sucedido en ella nada que lo explique.

Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio.

La inmensidad vacía de las cosas, el gran olvido que hay en el cielo y la tierra...



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Cuando duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos, todavía con el rastro y la seguridad de ellos. Y me pasmo de mi automatismo, con el que los demás me desconocen. Porque atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano de la nodriza astral, y mis pasos por la calle van de acuerdo y consonantes con oscuros designios de la imaginación del sueño. Y, por la calle, voy seguro; no voy oscilando; respondo bien; existo.

Pero, cuando se produce un intervalo, y no tengo que vigilar el curso de mi marcha, para evitar vehículos o no estorbar a los peatones, cuando no tengo que hablarle a alguien, ni me pesa la entrada de una puerta próxima, me voy de nuevo por las aguas del sueño, como un barquito de papel, y de nuevo regreso a la ilusión mortecina que me arrulla la vaga conciencia de la mañana que nace entre el ruido de los carros de hortaliza.

Y entonces, en plena vida, es cuando el sueño tiene grandes funciones de cine. Bajo por una calle ideal de la Baja y la realidad de las vidas que no existen me ata, con cariño, a la cabeza un trapo blanco de reminiscencias falsas. Soy navegante en un desconocimiento de mí. Lo he vencido todo donde nunca he estado. Y es una brisa nueva esta somnolencia con que puedo andar, inclinado hacia delante con una marcha casi imposible.

Cada cual tiene su alcohol. Tengo alcohol suficiente con existir. Borracho de sentirme, vagabundeo y voy seguro. Si es hora, me recojo en la oficina como cualquier otro. Si no es hora, voy hasta el río a mirar el río, como cualquier otro. Y, por detrás de esto, cielo mío, me constelo a escondidas y tengo mi infinito.