sábado, 24 de noviembre de 2012

Oliverio Girondo (1891-1967)

                                 Interlunio

                                a Norah Lange


Lo veo, recostado contra una pared, los ojos casi fosforescentes, y a los pies, una sombra más titubeante, más andrajosa que la de un árbol. ¿Cómo explicar su cansancio, ese aspecto de casa manoseada y anónima que sólo conocen los objetos condenados a las peores humillaciones?...¿Bastaría con admitir que sus músculos prefirieron relajarse a soportar la cercanía de un esqueleto capaz de envejecer los trajes recién estrenados?... ¿O tendremos que persuadirnos de que su misma artificialidad terminó por darle la apariencia de un maniquí arrumbado en una trastienda?...Las pestañas arrasadas por el clima malsano de sus pupilas, acudía al café donde nos reuníamos, y acodado en un extremo de la mesa, nos miraba como a través de una nube de insectos.     Es indudable que sin necesidad de un instinto arqueológico desarrollado, hubiera sido fácil verificar que no exageraba, desmesuradamente, al describir la fascinante seducción de sus atractivos, con la impudicia y la impunidad con que se rememora lo desaparecido... pero las arrugas y la pátina que corroían esos vestigios le proporcionaban una decrepitud tan prematura como la que sufren los edificios públicos. Aunque por lo común permanecía horas enteras en silencio, a veces lográbamos que relatara algún episodio de su vida, que recitase algún poema de Corbière o de Mallarmé. ¡Nunca era más temible su cercanía!... Entre la incesante humareda del cigarrillo, su voz —llena de hollín—resonaba como si fuese emitida por una chimenea, y mientras su inmovilidad adquiría la borrosa impavidez del retrato de alguien que ya nadie recuerda, su dentadura postiza se obstinaba en inventar las sonrisas menos oportunas. En vano pretendíamos vivir el contenido de algún verso. 

              Tras el silencio de cada estrofa: su aliento de cama deshecha, el temor de que su esqueleto cometiese algún ruido, de que su barba creciera con el mismo susurro con que crece la barba de los muertos... Y ya en esa pendiente resbaladiza, bastaba un gesto, una mirada, para que descubriéramos su semejanza con esos pares de medias que se hospedan sobre los roperos de los hoteles, con esos cuellos que se retuercen junto a ellas, tan desesperadamente, que nos sugieren ideas de suicidio. 


           De resistirnos a esos excesos, por otra parte, ¿hubiéramos logrado contemplar la maraña de sus arrugas sin imaginarnos todas las noches perdidas, todos los rumores huecos y desvalidos que, al estratificarse con una lentitud de estalactita, le habían formado unos repliegues de cansancio que ni la misma muerte conseguiría planchar?

                     ...Para recorrerlas de un extremo al otro sin perderme, yo, por lo menos, me veía forzado a examinarlas con el mismo detenimiento con que se siguen las rutas en un plano y, demasiado absorbido por sus accidentes, rara vez lograba escuchar lo que decía. Hasta en las oportunidades en que nos encontrábamos solos, cuando no perdía frases enteras, me llegaban con tantas intermitencias como las que suben a nuestra ventana, descuartizadas por todos los ruidos de la calle. ¡Era inútil que reconcentrase mi atención!... Siempre se me extraviaba alguna palabra, alguna partícula tan esencial, que antes de contestarle debía realizar un esfuerzo equivalente al de traducir un documento cifrado.    

              Aderezada con la misma premeditación de esos platos que llegan momificados a la mesa, su dialéctica —por lo demás— no estimulaba excesivamente mi apetito, pues al abuso de la paradoja unía el empeño de citar cuantos libros habían fomentado su temible habilidad en el manejo de la rima, de la que exhibía, con sobrada frecuencia, un muestrario de versos tan manoseados como los sobres en que los borroneaba. 

             A pesar de que mi desgano la ingiriese a pequeños trozos, no tardé en enterarme, sin embargo, de una cantidad de anécdotas más o menos turbias de su vida: la bancarrota —con suicidio y demás accesorios— de su padre; su tránsito por dos o tres empleos; la necesidad de irse comiendo los gemelos, el frac, el sobretodo; los primeros síntomas del hambre —pequeños escalofríos en la espalda, pequeños calambres sordos y desesperantes—; mil sucesos en todos los meridianos, en todos los ambientes, hasta llegar a Buenos Aires, que —según él— ¡era algo maravilloso!... la única ciudad del mundo donde se podía vivir sin trabajar y sin dinero, porque resultaba rarísimo efectuar una sangría con éxito negativo, hasta en las billeteras más exangües. Aunque aquejada de una anemia crónica, la mía no hubiese podido rectificarlo, si bien es cierto que adoptaba algunas medidas preventivas para impedir que sus extracciones fuesen demasiado cuantiosas y frecuentes.


                 Más que por debilidad, soportaba ese régimen extenuante debido a que me divertía el contraste entre su habitual escepticismo y su entusiasmo hiperbólico por el país. Es así cómo, antes de embarcarse para la Argentina, ya se la representaba como una enorme vaca con un millón de ubres rebosantes de leche, y cómo a los pocos días de ambular por Buenos Aires, había comprendido que, a pesar de su apariencia de ciudad bombardeada, la pampa acababa de aproximarse al río para parirla.           

                     “Europa es como yo —solía decir— algo podrido y exquisito; un Camembert con ataxia locomotriz. Es inútil untarla con malos olores.
La tierra ya no da másEs demasiado vieja. Está llena de muertos. Y lo que es peor aún, de muertos importantes. En vano se trata de eludirlos. Se tropieza con ellos en todas partes. No hay un umbral, un picaporte que no hayan desgastado. Se vive bajo los mismos techos donde vivieron y donde han muerto. Y por mucho que nos repugne —¡no queda otro remedio!— hay que repetir sus gestos, sus palabras, sus actitudes. Sólo un hombre capaz de usar un ala de cuervo sobre la frente, como Barrès, pudo deleitarse en aprender a fornicar en los cementerios. 

                      “Aquí, en cambio, la tierra es limpia y sin arrugas. Ni un camposanto, ni una cruz. Se puede galopar una vida sin encontrar más muerte que la nuestra. Y si tropezamos, por casualidad, con un cadáver, es tan humilde que no molesta a nadie. Vive una muerte anónima; una muerte del mismo tamaño que la pampa. “En la ciudad, la vida no es menos libre. Por todas partes corre un aire de improvisación que nos permite ensayar cualquier postura. Ustedes se quejan de su fealdad. ¡Pero la esperanza dispone de tantos terrenos baldíos!... Con decirle que, de haber nacido aquí, yo mismo me sentiría tentado por hacer algo... ¡Y vaya usted a saberlo!... Hasta quizás llegase a convencerme de que el sudor es una segregación tan respetable como se pretende. 

             Yo la prefiero, en todo caso, a las ciudades europeas, tan acabadas, tan perfectas que no consienten que se mueva una piedra. Sus cornisas nos proporcionan excelentes modales. Tarde o temprano terminan por colocarnos un chaleco de fuerza. Imposible cometer un error de sintaxis, desperezarse, agarrar un florero y hacerlo añicos contra el suelo.” Estas arremetidas, y otras equivalentes, adquirían una cento menos retórico, sin embargo, al referir algún episodio de su vida. Acaso por esa circunstancia o por el estado lamentable en que se hallaba, espero reproducir, con bastante fidelidad, el que me relató la última vez que nos encontramos. 


               Recuerdo que fue en uno de esos cafés que no pegan los ojos. Las sillas ya se habían trepado a las mesas para desentumecerse las patas, mientras que —con un gesto que ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín sobre las baldosas humedecidas. Sentado ante una pequeña copa que contenía un menjunje con cierto aspecto de colirio, un hombre parecía dudar entre ingerirlo o lavarse con él una pupila. De toda supersona trascendía un fracaso tan auténtico y definitivo que, inmediatamente, lo reconocí. Su palidez de vidrio esmerilado, su barba tejida por una araña, su chambergo descolorido y sucio le daban no sé qué semejanza con esos faroles que nadie se ocupa de apagar y que sufren la luz despiadada de la mañana. 


            Es posible que, en el primer momento, aparentase no advertir mi presencia, pero al hallarme junto a él, bajó la cabeza y me extendió una mano algosa, sin esqueleto. Una vez más experimenté un sobresalto idéntico al que produce el insospechado contacto de unos guantes que yacen en un bolsillo. Enjugué la humedad con que impregnó la mía, y aproximé una silla. Era evidente que lo importunaba. Mientras cambiábamos las primeras palabras, sus miradas rozaban los objetos en un vuelo tajeante y volvían a sumergirse en sus pupilas, sin perturbar el reflejo de las luces que se trasuntaban en ellas, como en un charco. Urgía sustraerlo de ese marasmo. Con la mayor crueldad posible le dije que lo encontraba mal, que debía de hallarse muy enfermo. La argucia alcanzó el éxito esperado. 


                 De un solo sorbo terminó el whisky que habíamos pedido, y después de dejar caer los brazos de la mesa: “¡No puedo más! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy desesperado!...” Estrangulada, ronca, parecía que su voz saliese de atrás de una cortina. Como si la descorriera de pronto, me preguntó: “¿A usted nunca lo han martirizado los ruidos?... ¡No! ¡Estoy seguro que no! ¡Es algo horrible! ¡Horrible!...” La evidente desproporción  entre la causa y el efecto de su padecimiento, quizás me hiciera sonreír. 


            En todo caso, recién entonces me miró por primera vez, para proseguir con cierto dejo de rencor: “¡No! ¡Estoy seguro que no! Usted no puede comprenderme. Para eso necesitaría ser como yo. No tener nada de donde agarrarse. Hasta hace poco yo poseía esto—agregó, extrayendo un pequeño frasco que, a través de la suciedad de la etiqueta, delataba su procedencia farmacéutica—. ¡Esto!, que para mí era todo. Pero ya no me queda nada, absolutamente nada.” Y antes de necesitar insinuarle que se explicara: “Al principio fue el vecino de arriba. De noche siempre resulta emocionante escuchar unos pasos sobre el techo. Por poco acompasados que parezcan, ¡adquieren una solemnidad!... Es como si
llamaran a la puerta de una casa donde no vive nadie. Cada vez más pesados, cada vez más próximos a mi cabeza, yo los sentía derrumbarse de un extremo al otro del cielo raso, hasta convencerme de que terminarían por achatármela amartillazos. 

                “Averigüé quién vivía en la pieza de arriba. Resultó ser un estudiante que se paseaba, leyendo, gran parte de la noche. Como el estado de mi cuenta y mis relaciones con el hotelero alejaban la posibilidad de cualquier reclamo, decidí entenderme con él, directamente. La gestión obtuvo un resultado satisfactorio. Durante varios días, el cielo raso permaneció mudo. De vez en cuando, un portazo, un grito que subía por el hueco de la escalera; pero esos ruidos eran discontinuos, me dejaban descansar. Entre uno y otro existían grandes agujeros de silencio y de felicidad.” Al poco tiempo, sin embargo, las precauciones de mi vecino se convirtieron en un suplicio más torturante que el anterior. 

            Tendido sobre la cama, lo veía, durante horas enteras, ir de un lado al otro, como si el techo de la habitación fuese traslúcido. El cuidado con que abría un cajón o colocaba la pipa sobre su escritorio, llegó a exacerbarme hasta el extremo de tener que ahogar, en la almohada, un alarido de impaciencia. Creí que se ensañaba en prolongar mi angustia, que se valía de la menor distracción para inventar pequeños ruidos disimulados e imprevisibles. Los más traicioneros se descolgaban, como arañas, del cielo raso, y después de erizar los pelos de la alfombra, se reproducían en los rincones, detrás del ropero, abajo de la cama. A fuerza de ejercitarme, no tardé mucho en percibir, desde mi quinto piso —simultáneamente y con la mayor nitidez— las conversaciones de la gente que pasaba por la vereda, el trino de una canilla en el patio del fondo, los ronquidos de todos los cuartos del hotel. Aunque después de acecharlos semanas enteras terminé por conocer el horario y las costumbres de la mayor parte delos ruidos, siempre surgía alguno imposible de localizar antes de encontrarlo adentro de mi cabeza. ¡Era peor zambullirse bajo las frazadas!... A medida que se adormecían los de afuera, cuantos se alojaban en mi interior se iban despertando, uno por uno, y no contentos con clavarme sus dientes de laucha recién nacida, se aglomeraban en mi vientre hasta proporcionarme una sensación tal de gravidez que, por absurdo que parezca, creía estar en vísperas de tener un hijo.”Una noche de exasperación decidí salir a la calle. Preveíalo que me aguardaba, el efecto que me producirían los chirridos del tráfico, pero cualquier cosa era preferible a permanecer en mi cuarto. 

           En la esquina, tomé el primer tranvía que pasó. Lo que fue aquello no puede describirse. Creí que de un momento a otro la cabeza se me partiría a pedazos, pero la misma intensidad del dolor acabó por recubrirme de una indiferencia tan tupida que, cuando el tranvía se detuvo para emprender el regreso, me sorprendió encontrarme en los suburbios.”Las capitales europeas carecen de límites precisos, se amalgaman y se confunden con los pueblos que las circundan. Buenos Aires, en cambio, en ciertos parajes por lo menos, termina bruscamente, sin preámbulos. Algunas casas diseminadas, como dados sobre un tapete verde, y de pronto: el campo, un campo tan auténtico como cualquiera.                                                                                                 Parecería que el arrabal no se animara a distanciarse del adoquinado. Y si un almacén corre ese riesgo, se tiene que enfrentar con la pampa. 

                     Durante la noche, sobre todo, basta internarse algunas cuadras para que ninguna luz nos acompañe. De la ciudad no queda más que un cielo ruborizado.” Del sitio en que me dejó el tranvía tardé pocos minutos para hallarme en pleno campo. ¡Jamás experimentaré una plenitud semejante! 

            A medida que mi cerebro se iba impregnando, como si fuese una esponja, de un silencio elemental y marítimo, saboreaba la noche, me nutría de ella, a pedacitos, sin condimentos, al natural, deleitado en disociar su gusto a lechuga, su carnosidad afelpada... eldejo picante de las estrellas.” Ha de haber influido, probablemente, la angustia de los días anteriores. De cualquier modo que fuera, bastaría, por sí solo, ese instante, para justificar y darle una razón de ser a mi existencia. Se requiere haber pasado momentos muy duros antes de poder sentir algo parecido.” 

                 Por evidente que fuese la intención despectiva de la última frase, no quise interrumpirlo. “Desde ese día —agregó, ya sin ninguna jactancia—repetí el mismo itinerario todas las noches. Las sucesivas, sin embargo, no fueron tan dichosas. Me fastidiaba el roce esmerilado de mis pasos sobre la tierra, la testarudez con que los insectos taladraban el silencio. Llegué a persuadirme de que el silbido de los grillos poseía una intención agresiva —y lo que resultaba muchísimo más indignante— que los sapos se reían de mí.” A pesar de todo, durante un mes y medio reincidí en esas excursiones. Cualquier cosa resultaba preferible a seguir soportando la caja de resonancias en que se había transformado mi cuarto. Hace unos días aconteció un hecho, sin embargo, que me obligó a abandonarlas para siempre.” 
                               Era una noche magnífica—prosiguió con una voz más turbia y dolorida—. Desde que me alejé de la ciudad advertí que ningún ruido me molestaba. En el primer instante temí que hubieran terminado por ensordecerme. Al contrario. Los oía con una nitidez extraordinaria, pero sin dolor, sin sobresaltos. Ignoro cuántas cuadras caminé la embriaguez y el alivio de esta comprobación. 
              

                      En un cierto momento, mis piernas se rehusaron a dar un paso más. Busqué un lugar donde descansar y me acosté, de espaldas, al borde del camino.” En ninguna parte se encuentra un cielo tan rico en constelaciones. Al contemplarlo de esa manera todo lo demás desaparece, y por muy poco que nos absorbamos en él, se pierde hasta el menor contacto con la tierra. Es como si flotáramos, como si, reclinados en una proa, mirásemos unas aguas tan serenas que inmovilizan el reflejo de las estrellas.” Diluido en esa contemplación había logrado olvidarme hasta de mí mismo, cuando, de repente, una voz pastosa pronunció mi nombre. Aunque estaba seguro de encontrarme solo, la voz era tan nítida que me incorporé para comprobarlo. A los dos lados del camino, el campo se extendía sin tropiezos. Uno que otro árbol perdido en la inmensidad y, cerca mío, algunos cardos, entre los cuales divisé un bulto que resultó ser una vaca echada sobre el pasto.”Opté por acostarme de nuevo, pero antes que pasara un minuto oí que la voz me decía:”—¿No te da vergüenza? ¿Cómo es posible? ¿Qué has hecho para llegar a ese estado? ¿Ya ni siquiera puedes vivir entre la gente?”Por absurdo que resultase, era indudable que la voz partía del lugar donde se encontraba la vaca. Con el mayor disimulo me di vuelta para observarla. La claridad de la noche me permitía distinguir todos sus movimientos. Después de incorporarse y avanzar unos pasos se detuvo a pocos metros del sitio en que me hallaba, para rumiar durante un momento lo que diría y proseguir con un tono acongojado:”—¡Hubieras podido ser tan feliz!... Eres fino, eres inteligente y egoísta. ¿Pero qué has hecho durante toda tuvida? Engañar, engañar... ¡nada más que engañar!... Y ahora resulta lo de siempre; eres tú, el verdadero, el único engañado. ¡Me dan unas ganas de llorar!... ¡Desde chico fuiste tan orgulloso!... Te considerabas por encima de todos y de todo. De nada valía reprenderte. Crees haber vivido más intensamente que nadie. Pero, ¿te atreverías a negarlo?, nunca te has entregado. ¡Cuando pienso que prefieres cualquier cosa a encontrarte contigo mismo! ¿Cómo es posible que puedas soportar ese vacío?... ¿Porqué te empeñas en llenarlo de nada?... Ya no eres capaz de extender una mano, de abrir los brazos. ¡Es verdaderamente desesperante!... ¡Me dan unas ganas de llorar!... “Cuando calló, sin darme cuenta me levanté y di unos pasos hacia ella. Después de mirarme con unos ojos humedecidos de ternura y de limpiarse la boca refregándosela contra la paleta, sacó el pescuezo por encima del alambrado y estiró los labios para besarme. “Inmóviles, separados únicamente por una zanja estrecha, nos miramos en silencio. Pude caer de rodillas,pero di un salto y eché a correr por el camino. En lo más profundo de mí mismo se erguía la certidumbre de que la voz que acababa de oír era la de mi madre.” Fue tal la emoción que puso en la última parte del relato que no me atreví a sonreír. Como si se lo confiara a sí mismo agregó, después de un silencio: “Y lo peor es que la vaca, mi madre, tiene razón. Yo no soy, ni nunca he sido nunca más que un corcho. Durante toda la vida he flotado, de aquí para allá, sin conocer otra cosa que la superficie. Incapaz de encariñarme con nada, siempre me aparté de los seres antes de aprender a quererlos. Y ahora, es demasiado tarde. Ya me falta coraje hasta para ponermelas zapatillas.” Como si resonase en un cuarto desamueblado, su voz poseía un acento tan hueco que busqué un gesto, una frase que lo acompañara. Pero se encontraba demasiado solo. Entre su desamparo y mi silencio se iba interponiendo una niebla cada vez más espesa. Sólo quedaba intentar que la mañana la disipase. Ya había pasado la hora más resbaladiza del amanecer, ese instante en que las cosas cambian de consistencia y de tamaño, para fondear, definitivamente, en la realidad. Parados sobre una pata, los árboles se sacudían el sueño y los gorriones, mientras, extendido a lo largo de las calles, el asfalto iba perdiendo su coloración de film sin revelar. 

                               Con un bostezo metalizado, los negocios reabrían sus puertas y sus escaparates. En las veredas, en los zaguanes recién despiertos, los ruidos adquirían una sonoridad adolescente. De vez en cuando, un carro soñoliento transportaba un pedazo de campo a la ciudad. De todas partes venía hacia nosotros un olor a pan caliente, a tinta recién salida de la imprenta. El uno al lado del otro, caminábamos sin pronunciar una palabra. La cabeza hundida entre los hombros, el andar titubeante y sonámbulo, no me hubiera extrañado que se desmoronase junto a un umbral, como esos trajes que, sin ningún motivo, se derrumban desde una percha. Su chambergo, su sobretodo, sus pantalones parecían tan lacios, tan vacíos, que por un momento me resistí a admitir que fueran sus pasos los que retumbaban en la vereda. Al pasar frente a una lechería, una vieja nos acechó con una desconfianza de miope, y casi al mismo tiempo, un perro se detuvo a mirarlo con tal insistencia, que apresuré la marcha por temor a que se aproximara y lo confundiese con un árbol. Demasiado pesada, demasiado densa, hubiera podido suponerse que su sombra se negaba a seguirlo. ¿Le repugnaría convivir con él, soportar constantemente su presencia?... Se me ocurrió que cualquier noche, al atravesar una calle, al doblar una esquina, lo dejaría irse solo para siempre. Cuando llegamos ante la puerta del hotel, me sometí a la sangría de práctica y nos despedimos. Desde entonces no le he visto más. 

                        Hace algún tiempo, me aseguraron que, al retornar a París, había publicado, con éxito, un libro de poesías. Recientemente, alguien me enteró de que el espionaje ruso lo hizo fusilar después de encomendarle una misión en China. ¿Cuál de estas informaciones será exacta? Creo que nadie se atrevería a aseverarlo. Acaso ya no quede de su persona más que un mechón de pelo, junto a una dentadura postiza. Es muy posible que, acosado por el espanto de quedarse dormido, a estas horas se encuentre en algún café, con el mismo cansancio de siempre... con un poco de caspa sobre los hombros y una sonrisa de bolsillo gastado. Esto último es lo más probable. Su madre, la vaca, lo conocía bien.





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