jueves, 4 de abril de 2013

Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautréamont: Los Cantos de Maldoror (1846-1870)


Canto Tercero 



RECORDEMOS los nombres de esos seres imaginarios, de naturaleza angelical, que mi pluma, durante el segundo canto, ha extraído de un cerebro que brilla con un fulgor emanado de ellos mismos. Mueren, desde su nacimiento, como esas chispas que, por su rápida desaparición, el ojo apenas puede seguir sobre el papel ardiendo. ¡Leman!... ¡ Lohengrin!... ¡ Lombano! ¡Holzer!... Aparecisteis un momento, recubiertos por las insignias de la juventud, en mi horizonte encantado, pero os dejé caer en el caos, como campanas de buzo. No saldréis más. Me basta con haber conservado vuestro recuerdo, pero tenéis que dejar el sitio a otras sustancias, acaso menos bellas, que dará a luz el desbordamiento tormentoso de un amor que ha resuelto no calmar su sed junto a la raza humana. Amor ávido que se devoraría a sí mismo si no buscara su alimento en las ficciones celestiales: creando, a la larga, una pirámide de serafines, más numerosos que los gérmenes que hormiguean en una gota de agua, para entrelazarlos en una elipse que hará arremolinar a su alrededor. Durante ese tiempo, el viajero, detenido frente al espectáculo de una catarata, si alza el rostro, verá, en la lejanía, a un ser humano arrastrado hacia la caverna del infierno por una guirnalda de camelias vivas. Pero... ¡silencio!, la imagen flotante del quinto ideal, sc dibuja lentamente, como los indecisos repliegues de una aurora boreal, sobre el plano vaporoso de mi inteligencia y toma una consistencia cada vez más determinada... Mario y yo íbamos por la orilla de la costa. Nuestros caballos, con los cuellos estirados, hendían las membranas del espacio y arrancaban chispas a los guijarros de la playa. El cierzo, que nos golpeaba en pleno rostro, se metía en nuestros mantos y hacía voltear hacia atrás los cabellos de nuestras cabezas gemelas. La gaviota, con sus gritos y sus aletazos, se esforzaba en vano por advertirnos de la posible proximidad de la tempestad, y exclamaba: «¿Adónde van con ese galope insensato?»   
             No decíamos nada; sumergidos en el sueño, nos dejábamos llevar en alas de esa carrera furiosa; el pescador, al vernos pasar, veloces como el albatros, y creyendo percibir, huyendo ante él, a los dos hermanos misteriosos, como se les llamaba porque estaban siempre juntos, se apresuraba a persignarse, y se escondía, con su perro paralítico, bajo alguna roca profunda.


               Los habitantes de la costa habían oído contar cosas extrañas de estos dos personajes, que aparecían sobre la tierra, en medio de las grandes nubes, en las épocas de grandes calamidades, cuando una guerra horrorosa amenazaba plantar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o cuando el cólera se disponía a lanzar con su honda la podredumbre y la muerte sobre ciudades enteras. Los más viejos saqueadores de restos de naufragios fruncían el ceño con aire grave, afirmando que los dos fantasmas, de quienes habían observado la vasta
envergadura de sus alas negras, durante los huracanes, por encima de los bancos de arena y de los escollos, eran el genio de la tierra y el genio del mar que paseaban su majestad en medio de los aires, durante las grandes revoluciones de la naturaleza, unidos por una amistad eterna cuya rareza y gloria ha engendrado el asombro de la cadena indefinida de las generaciones. 
           Se decía que, volando uno al lado del otro como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear, en circulos concéntricos, entre las capas de la atmósfera más próximas al sol, que se nutrían en esos parajes de las más puras esencias de la luz, y que sólo se decidían de mala gana a cambiar la inclinación de su vuelo vertical hacia la órbita aterrorizada en donde gira el globo humano en su delirio, habitado por espíritus crueles que se matan entre ellos en los campos donde ruge la batalla (cuando no se matan pérfidamente, en secreto, en el centro de las ciudades, con el puñal del odio y de la ambición), y que se alimentan de seres llenos de vida como ellos, colocados algunos grados más bajo en la escala de la existencia. O bien, cuando tomaban la firme resolución, a fin de animar a los hombres al arrepentimiento por las estrofas de sus profecías, de nadar, dirigiéndose a grandes brazadas hacia las regiones
siderales en donde un planeta se desplazaba en medio de las espesas exhalaciones de avaricia, de orgullo, de imprecación y de burla que se desprendían como vapores pestilentes de su superficie horrible, y parecía pequeño como una bola, siendo casi invisible a causa de la
distancia, no dejaban de encontrar ocasiones en que se arrepentían amargamente de su benevolencia desconocida y menospreciada, e iban a ocultarse en el fondo de los volcanes para conversar con el fuego vivo que hierve en las cubas de los subterráneos centrales, o en el fondo del mar, para descansar agradablemente su vista desilusionadora sobre los monstruos más feroces del abismo, que les parecían modelos de dulzura, en comparación con los bastardos de la humanidad. 


            Cuando llegaba la noche, con su propicia oscuridad, se lanzaban
desde los cráteres con cresta de pórfido y desde las corrientes submarinas, dejando tras ellos, muy lejos, el orinal rocoso donde se menea el ano estreñido de las cacatúas humanas, hasta que no pudiesen distinguir ya la silueta suspendida del planeta inmundo. Entonces, apenados por su infructuosa tentativa, en medio de las estrellas que se compadecían de su dolor, y bajo la mirada de Dios, se abrazaban llorando el ángel de la tierra y el ángel del mar... 
               Mario y el que galopaba a su lado no ignoraba los vagos y supersticiosos rumores que propagaban los pescadores de la costa, durante las veladas, cuchicheando en torno al hogar con las puertas y las ventanas cerradas, mientras el viento de la noche, que deseaba calentarse, hacia oír sus silbidos alrededor de la cabaña de paja, y conmovía, por su vigor, esas frágiles paredes rodeadas en su base por fragmentos de conchas transportados por las ondulaciones moribundas de las olas. No hablábamos. ¿Qué pueden decirse dos corazones que se aman? Nada. Pero nuestros ojos lo expresaban todo. Le advertí que se ciñera más el manto alrededor de sí, y él me hizo observar que mi caballo se separaba demasiado del suyo: cada uno toma tanto interés por la vida del otro como por la propia vida; no nos reíamos.
               Se esfuerza por sonreirme, pero percibo que su rostro lleva el peso de las terribles impresiones que en él grabó la reflexión, constantemente pendiente de las esfinges que desconciertan con su mirada oblicua las grandes angustias de la inteligencia de los mortales. Viendo inútiles sus maniobras, desvía los ojos, muerde su freno terrestre babeando de rabia, y mira el horizonte que huye al aproximarnos. A mi vez, me esfuerzo en recordarle su dorada juventud, que sólo pide entrar en los palacios de los placeres como una reina, pero él nota que mis palabras salen con dificultad de mi boca demacrada, y que los años de mi propia primavera han pasado, tristes y glaciales, como un sueño implacable que pasea, sobre las mesas de los banquetes y sobre los lechos de satén, donde dormita la pálida sacerdotisa del amor, pagada con los reflejos del oro, las voluptuosidades amargas del desencanto, las arrugas pestilentes de la vejez, las turbaciones de la soledad y las llamaradas del dolor. 


Viendo inútiles mis maniobras, no me extraño de no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se me aparece revestido de sus instrumentos de tortura, con toda la aureola resplandeciente de su horror; desvío los ojos, y miro el horizonte que huye al aproximarnos... Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa, como si huyeran de la mirada humana... Mario es más joven que yo; la humedad del tiempo y la espuma salada que nos salpica, llevan el contacto del frío a sus labios. Le digo: «¡Ten cuidado!... ¡Ten cuidado!... Cierra tus labios, ¿no ves las garras afiladas de la grieta que surca tu piel de dolorosas heridas?» Mira con fijeza mi frente y me replica con los movimientos de su lengua: 
            «Sí, veo esas garras verdes, pero no descompondré la situación natural de mi boca para hacerlas huir. Mira si miento. Puesto que parece es voluntad de la Providencia, quiero someterme a ella. Su voluntad podría haber sido mejor». Y yo exclamé: «Admiro esa noble venganza». Quise arrancarme los cabellos, pero me lo prohibió con una mirada severa, y le obedecí con respeto. Se hacia tarde, y el águila regresaba a su nido, excavado en las anfractuosidades de la roca. Me dijo: «Voy a prestarte mi manto para preservarte del frío: yo no lo necesito». Le repliqué: «Desdichado de ti si haces lo que dices. No quiero que otro sufra por mí, y sobre todo tú». No me respondió porque yo tenía razón pero me puse a consolarle a causa del acento demasiado imperioso de mis palabras... Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa, como si huyeran de la mirada humana. Levanté la cabeza como la proa de un barco levantada por una ola enorme, y le dije: «¿Estás llorando? Te lo pregunto, rey de las nieves y de las nieblas. No veo lágrimas en tu rostro, bello como la flor del cactus, y tus párpados están secos como el lecho del torrente, pero distingo en el fondo de tus ojos una tina llena de sangre donde burbujea tu inocencia, mordida en el cuello por un escorpión gigante. Un fuerte viento se arroja sobre el fuego que calienta la caldera y esparce las llamas oscuras hasta el exterior de tu órbita sagrada. He aproximado mis cabellos a tu frente rosada y he sentido un olor a chamusquina, porque se me quemaron. Cierra los ojos,
pues de otro modo tu rostro, calcinado como la lava de un volcán, caerá hecho ceniza en el hueco de mis manos». Se volvió hacia mí, sin prestarle atención a las riendas que sostenía en su mano, y me contempló con tristeza, mientras lentamente abría y cerraba sus párpados de lirio, igual que el flujo y el reflujo del mar. Quiso responder a mi audaz pregunta, y he aquí como lo hizo: «No te preocupes por mi. Lo mismo que las brumas de los ríos escalan a lo largo de las laderas de la colina, y, una vez alcanzada la cima, se lanzan a la atmósfera en forma de nubes, lo mismo tus inquietudes sobre mí han crecido insensiblemente, sin motivo razonable, y forman por encima de tu imaginación el cuerpo engañoso de un desolado espejismo. Te aseguro que no hay fuego en mis ojos, aunque sienta la misma impresión que si mi cráneo estuviera metido dentro de un casco de carbón ardiendo. ¿Cómo quieres que las carnes de mi inocencia burbujeen en la tina si sólo oigo unos gritos muy débiles y confusos que para mí no son más que los gemidos del viento que pasa por encima de nuestras cabezas? Es imposible que un escorpión haya fijado su residencia y sus agudas pinzas en el fondo de mi órbita destrozada; creo más bien que son vigorosas tenazas lo que pulverizan los nervios ópticos. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo en que la sangre que colma la tina ha sido extraída de mis venas por un verdugo invisible, mientras dormía la última noche. Te he esperado mucho tiempo, hijo amado del océano, y mis brazos entumecidos han entablado un vano combate con Aquel que se había introducido en el vestíbulo de mi casa... 

              Si siento que mi alma se halla asegurada con candado en el cerrojo de mi cuerpo, y no puede desprenderse para huir lejos de las costas que azota el mar humano y así dejar de ser testigo del espectáculo
de la lívida jauría de las desgracias que persiguen sin tregua, a través de los barrancos y precipicios de la inmensa desolación, a las gamuzas humanas. Pero no me quejaré. He recibido la vida como una herida y he prohibido al suicidio que cure la cicatriz. Quiero que el Creador contemple, en cada hora de su eternidad, la grieta abierta. Es el castigo que le inflijo. Nuestros corceles disminuyen la velocidad de sus pies de bronce; sus cuerpos tiemblan como el cazador sorprendido por una manada de jabalíes. No es necesario que se pongan a escuchar lo que decimos. A fuerza de prestar atención su inteligencia se desarrollaría y podría tal vez comprendernos. 
             ¡Desgraciados de ellos, pues sufrirían mucho más! Sólo tienes que pensar en los jabatos de la humanidad: el grado de inteligencia que les separa de los demás seres de la creación, ¿no parece que se les ha otorgado al precio irremediable de incalculables sufrimientos? Imita mi ejemplo, y que tu espuela de plata se hunda en los costados de tu corcel...» Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa, como si huyeran de la mirada humana.
               He ahí a la loca que pasa bailando, mientras recuerda vagamente algo. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Blande un bastón y hace el simulacro de correr tras ellos, pero continúa su camino. Ha perdido un zapato en el recorrido, aunque no se da cuenta. Largas patas de araña corren por su nuca: no son otra cosa que sus cabellos. Su rostro no se parece ya a un rostro humano y lanza carcajadas como la hiena. Deja escapar fragmentos de frases en las cuales aun ordenadas, muy pocos entrarían una clara significación. Su vestido, agujereado en más de un sitio, ejecuta bruscos movimientos en torno a sus piernas huesudas y llenas de barro. Marcha adelante, como la hoja del álamo, llevada -ella, la juventud, sus ilusiones y su felicidad pasada que vuelve a ver a través de las brumas de una inteligencia destruida- por el torbellino de sus facultades inconscientes. Ha perdido su gracia y su belleza primitivas, su andar es innoble y su aliento huele a aguardiente. Si los hombres fueran felices en esta tierra, habría que extrañarse. La loca no hace ningún reproche, es demasiado orgullosa
para quejarse, y morirá sin haber revelado su secreto a los que se interesan por ella, aunque les ha prohibido para siempre que le dirijan la palabra. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Ha dejado caer de su seno un rollo de papel. Un desconocido lo recoge, se encierra en su casa toda la noche, y lee el manuscrito, que contiene lo que sigue: «Después de muchos años estériles, la Providencia me envió una hija. Durante tres días me arrodillé en las iglesias y no cesé de dar las gracias al nombre de Aquel que al fin había atendido mis súplicas. Con mi propia leche alimenté a aquella que era más que mi vida y que yo veía crecer rápidamente, dotada de todas las cualidades del alma y del cuerpo. Ella me decía: "Quisiera tener una hermanita para jugar con ella, pídele a Dios que me envíe una, y para recompensarlo tejeré para él una guirnalda de violetas, mentas y geranios". Por cada respuesta, yo la alcé hasta mi seno y la besé con amor. Ella, que había aprendido ya a
interesarse por los animales, me preguntaba por qué la golondrina se contenta sólo con rozar con su ala las chozas de los hombres, sin atreverse a entrar. Pero yo ponía un dedo en mi boca, como para decirle que guardara silencio sobre esa grave cuestión, cuyos fundamentos no quería aún hacerle comprender, a fin de no herir con una impresión desmedida su imaginación infantil, y me apresuraba a desviar la conversación sobre ese asunto, penoso de tratar para todo ser perteneciente a la raza que ha desplegado una dominación injusta sobre
los demás animales de la creación. Cuando ella me hablaba de las tumbas del cementerio, diciéndome que en esa atmósfera se respiraba los agradables perfumes de los cipreses y de las simprevivas, me guardaba de contradecirla, pero le decía que era la ciudad de los pájaros, que allí cantaban desde la aurora hasta el crepúsculo, y que las tumbas eran sus nidos, donde descansaban de noche con sus familias, levantando la lápida. Todos los bonitos vestidos que llevaba, los había cosido yo, así como los encajes de mil arabescos que reservaba para el domingo. En invierno, tenía su sitio fijo alrededor de la gran chimenea, pues se creía una persona seria, y en verano, la pradera reconocía la suave presión de sus pasos, cuando se aventuraba, con su red de seda atada al extremo de un junco, tras los colibríes, plenos de independencia, y las mariposas, de sesgos molestos. 
"¿Qué haces, pequeña vagabunda, cuando la sopa te espera, desde hace una hora, con la cuchara que se impacienta?". Pero ella, saltando a mi cuello, exclamaba que no volvería a suceder más. Al día siguiente se escapaba de nuevo a través de las margaritas y las resedas, entre los rayos del sol y el vuelo atolondrado de los insectos efímeros; sólo conocía la copa prismática de la vida, pero no la hiel; era feliz de ser mayor que el abejarruco; se burlaba de la curruca que no canta tan bien como el ruiseñor; le sacaba solapadamente la lengua al villano cuervo, que la miraba paternalmente; y era graciosa como un gatito. Poco tiempo habría yo de gozar de su presencia; se aproximaba la hora en que debía, de una manera inesperada, decir adiós a los encantos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, de las gallinetas y de los verderones, el parloteo del tulipán y de la anémona, los consejos de las hierbas del pantano, el espíritu incisivo de las ranas y el frescor de los arroyos. Me contaron lo que había sucedido, pues no estuve en el suceso que tuvo como consecuencia la muerte de mi hija. Si lo hubiese estado habría defendido a aquel ángel a costa de mi sangre... 
              Maldoror pasaba con su alano, ve a una muchacha que duerme a la sombra de un plátano, y la confunde con una rosa. No podría decirse qué surgió primero en su espíritu, si la vista de aquella niña o si la resolución que tomó luego. Se desnuda rápidamente, como un hombre que sabe lo que va a hacer. Desnudo como una piedra, se arroja sobre el cuerpo de la muchacha y le levanta el vestido para cometer un atentado al pudor... ¡a la luz del sol! ¡No se anda por las ramas, vamos!... 


           No insistamos sobre esa acción impura. Con el espíritu descontento, se vuelve a vestir precipitadamente, arroja una mirada de cautela sobre el camino polvoriento, por donde nadie pasa, y ordena al dogo que estrangule con un movimiento de sus quijadas a la muchacha sangrante. Indica al perro de la montaña el lugar por donde respira y grita la víctima sufriente, y se aparta para no ser testigo de la penetración de los dientes puntiagudos en las venas rosadas. El cumplimiento de esa orden pudo parecerle severo al dogo. Creyó que
le pedían lo que ya había hecho, y se limitó, ese lobo de hocico monstruoso, a violar a su vez la virginidad de la delicada niña. Desde su vientre desgarrado, la sangre corre de nuevo a lo largo de sus piernas, a través de la pradera. 
             Sus lamentos se unen a los aullidos del animal. La muchacha le presenta la cruz de oro que adorna su cuello, a fin de que se aparte; ella no se había atrevido a ponerlas ante los salvajes ojos de aquel que en primer lugar había tenido la intención de aprovecharse de la debilidad de sus años. Pero el perro no ignoraba que, si desobedecía a su dueño, un cuchillo sacado de debajo de una manga le abriría repentinamente
las entrañas sin decir ni Pío. Maldoror (¡cómo repugna pronunciar este nombre!) oía los dolores la agonía y se asombraba de que la víctima resistiera tanto y no estuviera muerta. Se aproxima al altar de sacrificio y ve la conducta de su dogo que, entregado a sus bajos
instintos, levantaba la cabeza por encima de la muchacha, igual que náufrago eleva la suya por encima de las olas encolerizadas. Le da un puntapié y le salta un ojo. 
             El perro, lleno de ira, huye hacia el campo, arrastrando tras sí durante un espacio que siempre es demasiado largo, por corto que sea, el cuerpo de la muchacha suspendido, que sólo se desprende gracias a las sacudidas de la fuga, pero teme atacar a su dueño, que no volverá a verle. Éste saca de su bolsillo un cortaplumas americano, compuesto de diez o doce hojas que sirven para distintos usos. Abre las patas angulosas de esa hidra de acero, y, armado de semejante escalpelo, viendo que el césped no había aún desaparecido bajo el color de tanta sangre vertida, se dispone, sin palidecer, a registrar animosamente la vagina de la desgraciada niña.


Desde ese orificio, ampliado, extrae sucesivamente los órganos internos: los intestinos, los pulmones, el hígado, y, finalmente, el corazón mismo, son arrancados de sus ligamentos y llevados a la luz del día a través de la espantosa abertura. El sacrificador percibe que la muchacha, pollo vaciado, ha muerto hace tiempo, cesa en la perseverancia creciente de sus estragos y deja al cadáver dormir a la sombra del plátano. El cortaplumas abandonado se encontró a unos pasos de distancia. Un pastor, testigo del crimen cuyo autor no había sido descubierto, lo relató mucho tiempo después, cuando estuvo seguro de que el criminal se encontraba a salvo tras la frontera y no tenía que temer la evidente venganza proferida contra él, en caso de revelarlo. 
             Me compadecí del insensato que había cometido ese delito, que no había previsto el legislador, y carecía de precedentes. Me compadecí porque es probable que hubiera perdido la razón cuando manejó el puñal de hoja cuatro veces triple, lacerando de arriba a abajo las paredes de las vísceras. Me compadecí porque, si no estaba loco, su conducta vergonzosa debía abrigar un odio muy grande contra sus semejantes, para ensañarse de esa manera con las carnes y las arterias de la niña inofensiva que fue mi hija. Asisti al entierro de esos escombros humanos con muda resignación, y todos los días voy a rezar ante la tumba».


          
             Al terminar esta lectura, el desconocido no puede conservar sus fuerzas y se desmaya. Recobra sus sentidos y quema el manuscrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (la costumbre embota la memoria), y, después de veinte años de ausencia, regresaba a aquel país fatal. ¡No comprará dogos!... ¡No conversará con los pastores!... ¡No se dormirá bajo la sombra de los plátanos!... Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Tremdall ha estrechado por última vez la mano de aquel que se ausenta voluntariamente, siempre huyendo hacia adelante, siempre con la imagen del hombre que le persigue. El judío errante piensa que si el cetro de la tierra perteneciera a la raza de los cocodrilos no huiría de esa manera. Tremdall, de pie en el valle, ha puesto una mano ante sus ojos, para concentrar los rayos solares y hacer su vista más penetrante, mientras la otra palpa el seno del espacio, con el brazo horizontal e inmóvil. Inclinado hacia adelante, estatua de la amistad, mira con ojos misteriosos como el mar como escalan por la pendiente de la costa las polainas del viajero, que se ayuda de su férreo bastón. Le parece que le falta la tierra bajo los pies, y, aunque lo quisiera, no podría contener sus lágrimas y sus sentimientos: «Él se halla lejos, veo su silueta caminar por un estrecho sendero. ¿Adónde va con ese paso tan lento? Ni él mismo lo sabe... Sin embargo, estoy persuadido de que no sueño: ¿qué se acerca y va al encuentro de Maldoror? ¡Qué grande es el dragón... mucho más que un roble! Se diría que sus alas blancuzcas, fijadas por fuertes ligaduras, tienen nervios de acero, por la soltura con que hienden el aire. Su cuerpo comienza con un busto de tigre y termina con una larga cola de serpiente. Yo no estaba habituado a ver esas cosas. ¿Qué tiene en la frente? Veo escrito en ella en una lengua simbólica, una palabra que no puedo descifrar. Con un último aletazo, se traslada junto aquel cuyo timbre de voz conozco. Le ha dicho: "Te esperaba, y tú también a mi. Ha llegado la hora, aquí estoy. Lee en mi frente mi nombre escrito con signos jeroglíficos". Pero él, apenas ha visto llegar al enemigo, se ha convertido en una inmensa águila y se prepara para el combate haciendo chasquear de contento su pico encorvado, queriendo decir con ello que él solo se encarga de devorar la parte posterior del dragón. 
            Ahí están, trazando círculos concéntricos que disminuyen cada vez más, espiando sus recíprocos medios, antes del combate, y hacen bien. El dragón me parece más fuerte, y me gustaría que consiguiera la victoria sobre el águila. Voy a sentir grandes emociones con este espectáculo en el que una parte de mi ser está comprometida. Poderoso dragón, te animaré con mis gritos si es necesario, pues es de interés que el águila sea vencida. ¿Qué esperan para atacarse?
             Siento una angustia mortal. Veamos, dragón, comienza, tú el primero, el ataque. Acabas de darle un golpe seco con tu garra: no está demasiado mal. Te aseguro que el águila lo habrá sentido: el viento se lleva la belleza de sus plumas manchadas de sangre. ¡Ah!, el águila te
arranca un ojo con su pico, y tú, tú no le arrancaste más que piel; debiste poner cuidado en eso. Bravo, tómate la revancha y rómpele un ala; no hay nada que decir, tus dientes de tigre son muy buenos.
           
 ¡Si pudieras acercarte al águila, mientras da vueltas en el espacio, lanzado en picado sobre el campo! Observo que este águila te inspira precaución, incluso cuando cae. Ya está en tierra, no podrá elevarse. El aspecto de todas esas heridas abiertas me embriaga.
Vuela a ras de tierra a su alrededor, y, con los golpes de tu cola escamosa de serpiente, remátala, si puedes. Ánimo, hermoso dragón, húndele tus garras vigorosas, y que la sangre se mezcle con la sangre para formar arroyos que no contengan agua. Es fácil decirlo, pero no
hacerlo. El águila acaba de preparar un nuevo plan estratégico de defensa, condicionado por la suerte aciaga de esa lucha memorable; es prudente. Se ha sentado sólidamente, en una posición inmutable, sobre el ala restante, sus dos muslos y su cola, que antes le servía de timón. Desafía esfuerzos más extraordinarios que los que hasta ahora se le han opuesto. Tan pronto gira con la rapidez del tigre, sin dar muestras de cansancio, tan pronto se acuesta sobre el lomo, con sus dos fuertes patas en el aire, y, con sangre fría, mira irónicamente a su adversario. Será preciso, a fin de cuentas, que yo sepa quién será el vencedor, pues el
combate no puede eternizarse. ¡Pienso en las consecuencias del resultado! El águila es terrible, y da enormes saltos que hacen temblar la tierra, como si fuera a emprender su vuelo, aunque sabe que eso es imposible. El dragón no se fía, cree a cada instante que el águila le va
a atacar por el lado en que le falta el ojo. ¡Qué desgraciado soy! Esto es lo que me sucede.


¿Cómo se ha dejado el dragón agarrar por el pecho? Es en vano que use la fuerza y la astucia: veo que el águila, pegada a él con todos sus miembros, como una sanguijuela, a pesar de las nuevas heridas que recibe, hunde cada vez más su pico, hasta la raíz del cuello en el vientre
del dragón. No se le ve más que el cuerpo. Parece estar cómoda y no tiene prisa en salir. Busca sin duda algo, mientras el dragón con cabeza de tigre lanza bramidos que despiertan los bosques. Y he ahí al águila, que sale de esa caverna. ¡Águila, qué horrible eres! ¡Eres más roja que un charco de sangre! Aunque tienes en tu pico un corazón palpitante, estás tan cubierta de heridas que apenas puedes sostenerte sobre tus patas emplumadas y sin abrir el pico te balanceas, al lado del dragón que muere en medio de una horrorosa agonía. La victoria ha sido difícil, no importa, pero tú la has logrado: al menos hay que decir la verdad...
             De acuerdo con las normas de la razón, procede a despojarte de la forma de águila, mientras te alejas del cadáver del dragón. Así pues, Maldoror, ¡fuiste vencedor! Así pues, Maldoror, ¡venciste a la Esperanza! ¡De ahora en adelante, la desesperación se nutrirá de tu substancia más pura! A pesar de que estoy, por así decirlo, extenuado por el sufrimiento, el último golpe que has dado al dragón no he dejado de sentirlo yo. ¡Juzga tú mismo si sufro! Pero me das miedo. Mirad, mirad en la lejanía a ese hombre que huye. Sobre él, tierra excelente, la
maldición ha hecho brotar su espeso follaje: está maldito y maldice. ¿Adónde llevas tus sandalias? ¿Adónde vas, vacilante como un sonámbulo, por encima del tejado? ¡Qué tu perverso destino se cumpla! ¡Adiós Maldoror! ¡Adiós, hasta la eternidad, donde no volveremos a encontrarnos!».

 
Era un día de primavera. Los pájaros derramaban sus cánticos en trinos, y los seres humanos, entregados a sus diferentes deberes, se bañaban en la santidad del cansancio. Todo trabajaba
en su destino: los árboles, los planetas, los escualos. ¡Todo, excepto el Creador! Estaba tendido en el camino con los vestidos destrozados. Su labio inferior colgaba como una cuerda somnífera, sus dientes no estaban lavados y el polvo se mezclaba con las ondas rubias de sus
cabellos. Amodorrado por un denso sopor, machacado por los guijarros, su cuerpo hacía inútiles esfuerzos para levantarse. Sus fuerzas le había abandonado, y yacía allí, débil como la lombriz de tierra, impasible como la corteza. Oleadas de vino llenaban las huellas creadas por los sobresaltos nerviosos de sus hombros. La brutalidad de jeta de cerdo lo cubría con sus alas protectoras y le arrojaba una mirada amorosa. Sus piernas, con los músculos relajados, barrían el suelo, como dos mástiles ciegos. La sangre manaba de sus narices: en su caída el rostro se había golpeado contra un poste... ¡Estaba borracho! ¡ Horriblemente borracho!
               ¡Borracho como una chinche que ha chupado durante la noche tres toneles de sangre! Llenaba el eco de palabras incoherentes, que me guardaré de repetir aquí; si no se respeta al borracho supremo, yo debo respetar a los hombres. ¿Sabíais que el Creador... se emborrachaba? ¡Piedad para ese labio manchado en las copas de la orgía! El erizo que pasaba le hundió sus púas en la espalda y dijo: «Eso para ti. El sol está en la mitad de su carrera; trabaja, holgazán, y no te comas el pan de los demás. Espera un poco y me vas a ver, si llamo a la cacatúa de pico ganchudo». El picoverde y la lechuza que pasaban le hundieron el pico
entero en el vientre y dijeron: «Eso para ti. ¿Qué vienes a hacer a esta tierra? ¿Es para ofrecer esta lúgubre comedia a los animales? Ni el topo, ni el castor, ni el flamenco te imitarán, te lo juro». El asno que pasaba le dio una cez en la sien y dijo: «Eso para ti. ¿Qué te hice yo para me dieras unas orejas tan largas? Hasta el grillo me desprecia».   
              El sapo que pasaba le lanzó un chorro de baba a la frente y dijo: «Eso para ti. Si no me hubieras hecho el ojo tan grande, no te hubiera visto en el estado en que estás, y habría ocultado castamente la belleza de tus miembros bajo una lluvia de ranúnculos, de nomeolvides y de camelias, para que nadie te viera». El león que pasaba inclinó su real rostro y dijo: «Yo lo respeto, aunque su esplendor nos parezca por el momento eclipsado. Vosotros, que pasáis por orgullosos y no sois más que cobardes, puesto que lo habéis atacado mientras dormía, ¿os alegraría si puestos en su lugar tuviérais que soportar, por parte de los que pasan, las injurias que no le habéis ahorrado?». El hombre que pasaba se detuvo ante el Creador desconocido, y, con los aplausos de la ladilla y de la víbora, ¡defecó durante tres días sobre su rostro augusto! ¡ Desgraciado sea el hombre acausa de esta injuria, pues no ha respetado al enemigo caído en la mezcla de barro, sangre y vino, indefenso y casi inanimado!... Entonces, el Dios soberano, despertado al fin por todosestos mezquinos insultos, se levantó como pudo; tambaleándose, fue a sentarse en una piedra, con los brazos colgando como los dos testículos de un tuberculoso, y lanzó una mirada vidriosa, apagada, sobre toda la naturaleza, que le pertenecía.
             Oh humanos, sois niños terribles, pero os lo suplico, perdonemos a esta gran existencia que aún no ha terminado de
incubar el licor inmundo, y no habiendo conservado suficiente fuerza para mantenerse erguido, ha vuelto a caer pesadamente sobre esta roca en la que está sentado, como un viajero Prestad atención a ese mendigo que pasa: ha visto que el faquir extendía un brazo hambriento, y, sin saber a quien daba limosna, ha dejado un trozo de pan en esa mano que
implora misericordia. El Creador le ha expresado su agradecimiento con un movimiento de cabeza. ¡Oh, nunca sabréis qué difícil es sostener constantemente las riendas del universo! A veces la sangre se sube a la cabeza cuando uno se dedica a sacar de la nada un último cometa
con una nueva raza de almas. La inteligencia, demasiado removida de arriba abajo, se retira como un vencido, y puede caer, una vez en la vida, en los delirios de que habéis sido testigos.
         
 Un farol rojo, bandera del vicio, suspendido del extremo de un listón, balanceaba su armadura, azotada por todos los vientos, sobre una puerta maciza y carcomida. Un corredor sucio, que olía a nalga humana, daba sobre un patio, donde algunos gallos y gallinas, más flacos que sus propias alas, buscaban su comida. Sobre el muro que servía de cerco al patio, en el lado oeste, se había practicado pacientemente diversas aberturas, cerradas por ventanillas enrejadas. El musgo recubría ese cuerpo de edificio que, sin duda, había sido un
convento y servia en la hora actual, con el resto del caserón, como vivienda de todas esas mujeres que muestran día a día, a los que entran, el interior de su vagina, a cambio de un poco de dinero. Yo estaba sobre un puente cuyos pilares se hundían en el agua fangosa de un foso circular. Desde su superficie elevada, contemplaba aquella construcción agobiada por la vejez en medio del campo y los más pequeños detalles de su arquitectura interior. A veces, la reja de la ventanilla se alzaba rechinando, como por el impulso ascendente de una mano que violentaba la naturaleza del hierro: un hombre asomaba la cabeza por la abertura despejada a medias, sacaba sus hombros, sobre los que caía el yeso desconchado, y, tras esa extracción, hacía salir su cuerpo cubierto de telarañas. Poniendo sus manos como una corona sobre las inmundicias de toda clase que comprimían el suelo con su peso, mientras tenía aún una pierna enganchada en los hierros retorcidos de la reja, recobraba su posición natural e iba a mojar sus manos en un balde rojo, cuya agua jabonosa había visto levantarse y caer a generaciones enteras, para alejarse después lo más aprisa posible de esas callejuelas de suburbio e ir a respirar el aire puro en el centro de la ciudad. Cuando el cliente había salido, una mujer completamente desnuda salía a su vez de la misma manera y se dirigía hacia el mismo balde. Entonces, los gallos y gallinas acudían a bandadas desde diversos puntos del patio, atraídos por el olor seminal, la tiraban al suelo, a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban la superficie de su cuerpo como un estercolero, y despedazaban a picotazos, hasta hacer brotar sangre, los labios fláccidos de su hinchada vagina. Las gallinas y los gallos, con el buche saciado, volvían a escarbar en la hierba del patio; la mujer, ya limpia, se levantaba, temblorosa, cubierta de heridas, como el que se despierta de una pesadilla. Dejaba caer el estropajo que había llevado para enjuagar sus piernas, y no teniendo ya necesidad del balde común, se volvía a su guardia de la misma manera que había salido, a la espera de otro cliente. ¡Ante ese espectáculo yo también quise penetrar en la casa! Iba a descender del puente cuando vi en la cornisa de un pilar esta inscripción en caracteres hebreos: 
               «Tú, que pasas por este puente, no vayas a ese lugar. El crimen y el vicio tienen en él su morada. Un día en vano esperaron sus amigos a un muchacho que había franqueado la puerta fatal». La
curiosidad se impuso sobre el temor, y al cabo de unos instantes llegué ante la ventanilla cuya reja poseía unos sólidos barrotes que se entrecruzaban estrechamente. Quise mirar al interior a través de este espeso tamiz. Al principio no pude ver nada, pero no tardé en distinguir los objetos que había en la habitación oscura, gracias a los rayos del sol que aminoraba su luz, pues pronto iba a desaparecer por el horizonte. La primera y única cosa que atrajo mi vista fue un bastón rubio, compuesto de cuernos que penetraban unos en otros. ¡Ese bastón se movía! ¡Andaba por la habitación! Sus sacudidas eran tan fuertes que el piso temblaba, y con sus dos extremos producía enormes boquetes en la pared, a semejanza de un ariete que se lanza contra la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos eran inútiles, los muros estaba
construidos con piedra tallada, y, cuando chocaba con la pared, lo veía encorvarse como una lámina de acero y rebotar como una pelota. ¡Ese bastón no era por lo tanto de madera! Noté a continuación que se enrollaba y se desenrollaba con facilidad, lo mismo que una anguila.
Aunque tenía la altura de un hombre no se mantenía erguido. A veces lo intentaba y mostraba uno de sus extremos delante de la reja de la ventanilla. Daba imperiosos saltos y volvía a caer en tierra sin que pudiera vencer el obstáculo. Me puse a mirarlo cada vez con mayor atención y vi que era ¡ un cabello! Tras una gran lucha con la materia que lo rodeaba como una cárcel, fue a apoyarse en la cama que había en la habitación, con la raíz descansando sobre una alfombra y la punta adosada a la cabecera. Después de algunos instantes de silencio, durante los cuales oí unos sollozos entrecortados, alzó la voz y dijo así:     
             «Mi dueño me ha olvidado en esta habitación y no viene a buscarme. Se levantó de esta cama en la que estoy apoyado, se
peinó la perfumada cabellera y no se acordó más de que yo había caído al suelo. Sin embargo, si me hubiera recogido, yo no habría encontrado extraño ese sencillo acto de justicia. Me abandonó en esta habitación emparedada, después de haberse envuelto en los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas están todavía húmedas de su cálido contacto
y conservan en su desorden la huella de una noche de amor...» ¡Y yo me preguntaba quién podría ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... «Mientras la naturaleza entera dormitaba en su castidad, él se acopló con una mujer degradada, entre abrazos lascivos e impuros. Se rebajó hasta dejar que aproximara a su augusta faz unas mejillas marchitas despreciables por su habitual impudicia. El no se avergonzaba, pero yo me avergonzaba por él. Es cierto que se sentía feliz por dormir con semejante esposa de una noche. La mujer extrañada del aspecto majestuoso del huésped, parecía sentir voluptuosidades incomparables y le besaba en el cuello con frenesí». ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... 

  
«Yo, durante ese tiempo, sentía que unas pústulas venenosas, cuyo número crecía en razón de su insólito ardor por los goces de la carne, rodeaban mi raíz con su hiel mortal y absorbían con sus ventosas la sustancia generatriz de mi vida. Mientras más se olvidaban ellos entre sus insensatos movimientos, más sentía yo decaer mis fuerzas. En el momento en que los deseos corporales alcanzaron el paroxismo del furor, me di cuenta de que mi raíz se retorcía sobre sí misma, como un soldado herido por una bala. Habiéndose apagado en mí la antorcha de la vida, me desprendí de su cabeza ilustre como una rama seca y caí al suelo sin rabia, sin fuerza, sin vitalidad, pero con una profunda piedad por aquel a quien pertenecía y con un eterno dolor por su voluntario extravío...» ¡   
           Y yo preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía... «¡Si al menos hubiera rodeado con su alma el seno inocente de una virgen! Ella hubiera sido más digna de él, y la degradación habría sido menos grande. ¡Sus labios besan esa frente cubierta de barro, que los hombres han pisoteado con su tacón lleno de polvo!... ¡Aspira con su desvergonzada nariz las emanaciones de esas dos axilas húmedas!... Vi contraerse de vergüenza la piel de esas últimas, mientras, por su lado, la nariz se negaba a esa aspiración infame. Pero ni él ni ella prestaban la menor atención a las advertencias solemnes de las axilas, a la repulsa lúgubre y pálida de la nariz. Ella levantaba cada vez más los brazos, y él, con mayor empuje, hundía su rostro en sus oquedades. Estaba obligado a ser cómplice de esa profanación. Estaba obligado a ser espectador de ese contorneo inaudito, a asitir a la forzada alianza de esos dos seres cuyas distintas naturalezas estaban separadas por un abismo inconmensurable...» 





              ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡ Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... «Cuando se sació de aspirar a esa mujer, quiso arrancarle los músculos uno a uno, pero como era una mujer, la perdonó, y prefirió hacer sufrir a un ser de su mismo sexo. Lla-mó, en la celda vecina, a un muchacho que había llegado a aquella casa para pasar algunos momentos de indiferencia con una de aquellas mujeres y le ordenó que viniera a colocarse a un paso de sus ojos. Hacía mucho tiempo que yo yacía en el suelo. Al no tener fuerzas para incorporarme sobre mi raíz abrasadora, no pude ver lo que hicieron.   
           Sólo sé que apenas el muchacho estuvo al alcance de su mano, unos jirones de carne cayeron a los pies del lecho y vinieron a colocarse a mi lado. Me contaron en voz baja que las garras de mi dueño los había
arrancado de los hombros del adolescente. Éste, al cabo de algunas horas, durante las cuales había luchado contra una fuerza muy superior, se levantó del lecho y se retiró majestuosamente. Estaba literalmente desollado de los pies a la cabeza y arrastraba por las losas de la habitación su piel desprendida. Se decía que su carácter estaba lleno de bondad, que le gustaba creer que sus semejantes eran tamh6n buenos, y que por eso había accedido al deseo del distinguido extranjero que lo había llamado a su lado, pero que nunca, nunca hubiera esperado ser torturado por un verdugo. Por un verdugo semejante, añadió después de
una pausa. Por último, se dirigió hacia la ventanilla, que se hundió con piedad hasta el nivel del suelo, en presencia de ese cuerpo desprovisto de epidermis. Sin abandonar su piel, que todavía podía servirle, tal vez como manto, intentó desaparecer de ese sitio peligroso, y, una vez lejos de la habitación, yo no pude ver ya si había tenido fuerzas para llegar a la puerta de salida. 


              ¡Oh, con cuánto respeto se apartaban los gallos y gallinas, a pesar de su hambre, de ese largo rastro de sangre que empapaba la tierra!» ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... «Entonces, aquel que
hubiera debido pensar más en su dignidad y en su justicia, se incorporó penosamente sobre su codo cansado. ¡ Sólo, sombrío, asqueado y horrible!... Se vistió lentamente. Las monjas, sepultadas desde hacía siglos en las catacumbas del convento, después de haber sido despertadas de sobresalto por los ruidos de aquella horrible noche, que chocaban entre sí en una celda situada encima de las criptas, se cogieron de la mano para formar un corro fúnebre alrededor de él. Mientras él buscaba los escombros de su antiguo esplendor, y se lavaba las manos con gargajos, secándoselas a continuación en sus cabellos (es mejor lavarlas con gargajos que no lavarlas con nada, después de pasar toda una noche entre el vicio y el crimen), las monjas entonaron las plegarias de lamento por los muertos cuando alguien es bajado a la tumba. En efecto, el muchacho no debía sobrevivir a ese suplicio ejecutado sobre él por una mano divina, y su agonía terminó durante el canto de las monjas...» 
              Me acordé de la inscripción del pilar, y comprendí lo que había sucedido con el púber soñador que todavía esperaban sus amigos todos los días desde el momento de su desaparición... ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!
         «Los muros se separaron para dejarlo pasar; las monjas, viéndole emprender el vuelo por los aires con alas que hasta entonces había ocultado entre sus ropas esmeralda, volvieron a introducirse en silencio bajo la lápida de la tumba. Él partió hacia su celestial morada, dejándome aquí, lo que no es justo. Los demás cabellos continúan en su cabeza, y yo yazgo en esta habitación lúgubre, sobre el suelo cubierto de sangre coagulada y jirones de carne seca; esta habitación ha quedado condenada desde que él penetró en ella; nadie entra ya, y por lo tanto yo sigo aquí encerrado. ¡Todo se acabó! Ya no volveré a ver las legiones de
ángeles marchar formando densas falanges, ni a los astros pasearse por los jardines de la armonía. Bien, sea... sabré soportar mi desgracia con resignación. Pero no dejaré de decir a los hombres lo que ha sucedido en esta celda. Le daré permiso para rechazar su dignidad, como un vestido inútil, puesto que tienen el ejemplo de mi dueño; le aconsejaré que chupen
la verga del crimen, puesto que otro ya lo ha hecho...» El cabello se calló... 


¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... Muy pronto estalló el trueno y un destello fosfórico penetró en la habitación. Retrocedí, a pesar mío, por no sé qué instinto de advertencia, y, aunque estaba alejado de la
ventanilla, percibí otra voz, pero lenta y baja por temor de que se le oyera: «¡No des esos saltos! ¡Cállate... cállate... si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos... no te he olvidado, pero te hubieran visto salir, y yo me hubiera visto comprometido.
          ¡Oh, si supieras como he sufrido desde aquel momento! De regreso al cielo, mis arcángeles me rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme el motivo de mi ausencia. Ellos, que no se habían atrevido nunca a levantar la vista sobre mí, esforzándose por descifrar el enigma, echaban miradas estupefactas a mi rostro abatido, aunque no percibían el fondo del misterio, y se comunicaban en voz baja pensamientos que dudaban de algún cambio desacostumbrado en mí. Derramaban silenciosas lágrimas; vagamente sentían que yo no era
ya el mismo, que me había vuelto inferior a mi identidad.
            Hubiesen querido conocer qué funesta resolución me había hecho franquear las fronteras del cielo, para luego bajar a la tierra y gozar de las voluptuosidades efímeras que ellos mismos despreciaban profundamente. Notaron en mi frente una gota de esperma, una gota de sangre. ¡ La primera había saltado desde las nalgas de la cortesana! ¡La segunda había saltado desde las venas de los mártires! ¡ Odiosos estigmas! ¡ Rosetones inquebrantables! Mis ángeles encontraron, colgados en los matorrales del espacio, los restos resplandecientes de mi túnica de ópalo que flotaban sobre los pueblos atónicos. No pudieron reconstruirla, y mi cuerpo permanece desnudo ante su inocencia, memorable castigo por la virtud abandonada. Mira los surcos que se han trazado un lecho en mis descoloridas mejillas: son la gota de esperma y la gota de sangre que se filtran lentamente a lo largo de mis secas arrugas. Llegadas al labio superior, hacen un esfuerzo inmenso y penetran en el santuario de mi boca, atraídas como por un imán, por las fauces irresistibles. Me ahogan esas dos gotas implacables. Yo, hasta ahora, me había creído el
           Todopoderoso, pero no, tengo que bajar la cabeza ante el remordimiento que me grita: ¡Sólo eres un miserable! ¡No des esos saltos! ¡Cállate, cállate... si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos... Vi a Satán, el gran enemigo, recomponer el enredo óseo del esqueleto, por encima de su letargo de larva, y de pie, triunfante, sublime, arengar a sus tropas reunidas, y, como me merezco, hacer que se burlaran de mí. Dijo que se asombraba mucho de que su orgulloso rival, sorprendido en flagrante delito por el éxito, al fin realizado, de un espionaje perpetuo, hubiera podido rebajarse hasta el punto de besar el vestido de la corrupción humana, tras un largo viaje a través de los arrecifes del éter, y hacer peligrar entre sufrimientos a un miembro de la humanidad. Dijo que ese muchacho, triturado en el engranaje de mis refinados suplicios, acaso hubiera llegado a ser una inteligencia genial y consolar así a los hombres en esta tierra por medio de admirable cánticos de poesía y de
ánimo contra los golpes del infortunio. Dijo que las monjas del convento-lupanar no pueden recobrar el sueño, vagan por el patio, gesticulando como autómatas, aplastando con el pie los
ranúnculos y las lilas, se han vuelto locas de indignación, pero no lo bastante como para no recordar la causa que engendra esa enfermedad de su cerebro... (Vedlas ahí avanzar revestidas de un blanco sudario, sin hablar, cogidas de la mano. Sus cabellos caen en desorden sobre los hombros desnudos, y llevan un ramillete de flores negras inclinado sobre
el seno. Monjas, volved a vuestras criptas, aún no ha llegado del todo la noche, sólo es el crepúsculo de la tarde...


            ¡Oh cabello, lo ves tú mismo, desde todos lados me asalta el desatado sentimiento de mi depravación!) Dijo que el Creador, que se vanagloriaba de ser la Providencia de todo lo que existe, se ha conducido con mucha ligereza, por no decir otra cosa, al ofrecer un espectáculo semejante a los mundos estelares, y afirmó claramente su
deseo de ir a relatar a los planetas orbiculares cómo mantengo, con mi propio ejemplo, la virtud y la bondad en la vastedad de mis reinos. Dijo que la gran estima que sentía por un enemigo tan noble, se había desvanecido de su imaginación, y que prefería llevar la mano al
seno de una muchacha, aunque éste fuera un acto de execrable maldad, antes que esculpir sobre mi rostro, recubierto de tres capas de sangre y esperma mezclados, a fin de no ensuciar su baboso gargajo. Dijo que se consideraba, con justo título, superior a mí, no por el vicio, sino por la virtud y el pudor; no por el crimen, sino por la justicia. Dijo que habría que arrastrarme por el lodo, a causa de mis innumerables faltas; hacerme quemar a fuego lento en un brasero encendido, para arrojarme luego al mar, siempre que el mar quisiera recibirme.
              Que, puesto que me vanagloriaba de ser justo, yo, que lo había condenado a las penas eternas por una ligera rebeldía que no había tenido consecuencias graves, debía dictar una justicia severa contra mí mismo, y juzgar imparcialmente mi conciencia cargada de iniquidades...
¡No des esos saltos! ¡Cállate... cállate... si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos...» Se detuvo un instante, y aunque no lo viese, comprendí, por esa parada
necesaria, que una oleada de emoción levantaba su pecho igual que un ciclón giratorio levanta a una familia de ballenas. ¡ Pecho divino un día manchado por el amargo contacto de las tetas de una mujer impúdica! 


¡Alma regia entregada en un momento de olvido al cangrejo
del libertinaje, al pulpo de la debilidad de carácter, al tiburón de la abyección individual, a la boa de la inmoralidad, y al caracol monstruoso de la idiotez! El cabello y su dueño se abrazaron estrechamente como dos amigos que se vuelven a ver después de una larga ausencia. El Creador prosiguió, como un acusado que reaparece ante su propio tribunal: «Y los hombres, ¡qué pensarán de mí, ellos que tenían una opinión tan elevada, cuando lleguen a saber los yerros de mi conducta, la marcha vacilante de mi sandalia por los laberintos
fangosos de la materia, y la dirección de mi ruta tenebrosa a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos de la charca donde, envuelto en niebla, azulea y ruge el crimen de pata sombría!...    
             Comprendo que es preciso que en el futuro trabaje mucho en mi rehabilitación, a fin de reconquistar su estima. Soy el Gran Todo, y sin embargo, por un lado, permanezco inferior a los hombres que he creado con un poco de arena! Cuéntale una mentira audaz y diles que nunca he salido del cielo, donde estoy constantemente encerrado con las preocupaciones del trono, entre los mármoles, las estátuas y los mosaicos de mi palacio. Me presenté ante los hijos celestiales de la humanidad y les dije: 'Arrojad el mal de vuestras chozas y dejad que entre en vuestro hogar el manto del bien. Aquel que lleve la mano sobre uno de sus semejantes, haciéndole en el seno una herida mortal con el hierro homicida, que no espere lós efectos de mi misericordia y que tema los balances de la justicia. Irá a ocultar su tristeza en los bosques, pero el murmullo de las hojas a través de los calveros cantará en sus oídos la
balada del remordimiento, y huirá de esos parajes pinchado en la cadera por la zarza, el espino y el cardo azul, entorpecidos sus rápidos pasos por la flexibilidad de las lianas y las mordeduras de los escorpiones. Se dirigirá hacia los guijarros de la playa, pero la marea ascendente, con sus salpicaduras y su aproximación peligrosa, le contará que no ignora su pasado y se precipitará en su ciega carrera hacia la cima del acantilado, mientras los vientos estridentes del equinoccio, al penetrar en las grutas naturales del golfo y en las canteras excavadas en la muralla de las rocas resonantes, mugirán como las inmensas manadas de búfalos en las pampas. Los faros de la costa lo perseguirán con sus destellos sarcásticos hasta los límites del septentrión y los fuegos fatuos de las marismas, simples vapores en combustión, con sus danzas fantásticas, harán estremecer los pelos de sus poros y verdecer el
iris de sus ojos. Que el pudor asiente en vuestras cabañas y esté seguro a la sombra de vuestros campos.
              De esa manera vuestros hijos serán hermosos y se inclinarán ante sus padres con reconocimiento; si no, enfermizos y encogidos como el pergamino de las bibliotecas, avanzarán a grandes pasos, conducidos por la rebeldía, contra el día de su nacimiento y el clítoris de su madre impura'. ¿Cómo los hombres van a obedecer a esas leyes severas, si es
el legislador mismo cl primero que se niega a ceñirse a ellas?...


 ¡Y mi vergüenza es inmensa como la eternidad!» Oí al cabello que le perdonaba humildemente su secuestro, puesto que su dueño había procedido con prudencia y no con ligereza, y el último pálido rayo de sol que iluminaba mis párpados se retiró de los barrancos de la montaña. Vuelto hacia él, le vi plegarse como un sudario... ¡No des esos saltos ¡Cállate... cállate... si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos. Y ahora que el sol ya se ha ocultado en el horizonte, viejo cínico y cabello afable, arrastraos los dos muy lejos del lupanar, mientras la noche, extendiendo su sombra sobre el convento, encubre el alargamiento de vuestros pasos furtivos por la llanura... 
              Entonces, el piojo, saliendo súbitamente de detrás de un promontorio, me dijo, erizando sus garras: «¿Qué piensas tú de esto?» Pero yo no quise responderle. Me alejé de allí y llegué al puente. Borré la inscripción que había y la reemplacé por esta:
             «Doloroso es guardar, como un puñal, un secreto en el corazón, pero juro no revelar jamás aquello de lo que fui testigo cuando penetré por primera vez en ese temible torreón». Arrojé por encima del barandal el cortaplumas que me había servido para grabar las letras, y,
haciendo algunas rápidas reflexiones sobre el carácter del Creador que chocheaba, el cual, ¡ay!, debía aún durante mucho tiempo hacer sufrir a la humanidad (la eternidad es larga), sea por las crueldades ejercidas, sea por el espectáculo innoble de los chancros que ocasiona un gran vicio, cerré los ojos, como un hombre ebrio, ante el pensamiento de tener a semejante ser por enemigo, y proseguir con tristeza mi camino, a través del dédalo de calles.




 Ilustraciones: Salvador Dalí 
(1934)

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