martes, 19 de agosto de 2014

Roger Caillois: Piedras y otros textos (1966)





                 Dedicatoria

              
                    Hablo de piedras que siempre se han acostado al raso o que han dormido en su yacimiento y en la noche de las vetas. No interesan a la arqueología, ni al artista, ni al diamantista. Nadie hizo con ellas palacios, estatuas, joyas; ni siquiera diques, fortificaciones o tumbas. No son útiles ni famosas.  Sus facetas no brillan en ninguna sortija, en ninguna diadema. No promulgan, grabadas en caracteres indelebles, las listas de victorias, las leyes del imperio. Ni hitos, ni estelas. Expuestas a la intemperie, aunque sin honores ni reverencias, sólo dan testimonio de sí mismas.


La arquitectura, la escultura, la glíptica, el mosaico, la joyería no han hecho nada con ellas. Han estado desde el comienzo del planeta, en ocasiones venidas de otra estrella. Cargan entonces sobre sí mismas la torsión del espacio como un estigma de su terrible caída. Han estado antes que el hombre; y el hombre, cuando llegó, no las marcó con la huella de su arte o de su industria; no las trabajó, destinándolas a cualquier uso trivial, lujoso o histórico. No se perpetúan más que en su propia memoria. No han sido talladas con la efigie de nadie, ni hombre, ni bestia, ni fábula. No han conocido más herramientas que las que sirvieron para revelarlas: el martillo de exfoliar, para manifestar su geometría latente, la muela de pulir, para mostrar su grano o para despertar sus colores apagados. Han seguido siendo lo que eran, a veces más frescas y más legibles, pero siempre dentro de su verdad: ellas mismas y nada más.


Hablo de las piedras que no alterará jamás nada que no sea la violencia de las sevicias tectónicas y la lenta usura que comenzó con el tiempo, con ellas. Hablo de las gemas antes del tallado, de las pepitas antes de la fundición, del hielo profundo de los cristales antes de la intervención del lapidario.

Hablo de las piedras: álgebra, vértigo y orden; de las piedras, himnos y tresbolillo; de las piedras, dardos y corolas, linde del ensueño, fermento e imagen; de la piedra de una porción de cabello opaco y rígido como el mechón de un ahogado, pero que no gotea en sien alguna, en el lugar donde la savia se hace más visible y más vulnerable en un canal azul; de las piedras de papel desarrugado, incombustible y espolvoreado de centellas inciertas; o el recipiente más estanco donde baila y recupera su nivel, tras las solas paredes absolutas, un líquido anterior al
agua y que, para preservarlo, ha sido necesario un cúmulo de Milagros.

Hablo de piedras con más edad que la vida y que permanecen, en los planetas fríos, incluso después de que ésta tuviera la fortuna de eclosionar en ellos. Hablo de piedras que ni siquiera tienen que esperar la muerte y que no tienen nada más que hacer que permitir que se deslicen sobre su superficie la arena, el aguacero o la resaca, la tempestad, el tiempo.


El hombre les envidia la duración, la dureza, la intransigencia y el brillo, que sean lisas e impenetrables, y enteras aun quebradas. Ellas son el fuego y el agua en la propia transparencia inmortal, visitada a veces por el iris y a veces por un aliento. Le aportan, porque lo tienen en la palma, la pureza, el frío y la distancia de los astros, múltiples serenidades. Como quien, al hablar de flores, dejara de lado tanto la botánica como el arte de los jardines y de los ramos –tendría aún mucho que decir –, así, por mi parte, olvidando la mineralogía, descartando las artes que hacen uso de las piedras, hablo de las piedras desnudas, fascinación y gloria, donde se oculta y al mismo tiempo se entrega un misterio más lento, más vasto y más serio que el destino
de una especie pasajera.

                                                                   Enero de 1966

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