miércoles, 7 de marzo de 2012

Antoni Tàpies (1923-2012)


Comunicación sobre los muros 



Si tengo que hacer la historia de cómo se fue concretando en mí la conciencia de este poder evocador de las imágenes murales, he de remontarme muy lejos. Son recuerdos que vienen de mi adolescencia y de mi primera juventud encerrada entre los muros en que viví las guerras. Todo el drama que sufrían los adultos y todas las crueles fantasías de una edad que, en medio de tantas catástrofes, parecía abandonada a sus propios impulsos, se dibujaban y quedaban inscritos a mi alrededor. Todos los muros de una ciudad, que por tradición familiar me parecía tan mía, fueron testigos de todos los martirios y de todos los retrasos inhumanos que eran infligidos a nuestro pueblo. Sin embargo, no cabe duda de que los recuerdos culturales aumentaron naturalmente el acento de esta experiencia. Y desde todas las divulgaciones arqueológicas que fui absorbiendo hasta los consejos de Da Vinci, desde todas las  destruc-ciones de Dadá hasta las fotos de Brassaï, todo esto contribuyó –y no es de extrañar– a que ya las primeras obras de 1945 tuviesen algo que ver con los graffiti de la calle y con todo un mundo de protesta repri-mida, clandestina, pero llena de vida, que también circulaba por los muros de mi país. 
¡Cuántas sugerencias pueden desprenderse de la imagen del muro y de todas sus posibles derivaciones! Separación, enclaustramiento, muro de lamentación, de cárcel, testimonio del paso del tiempo; superficies lisas, serenas, blancas; superficies torturadas, viejas, decrépitas; señales de huellas humanas, de objetos, de los elementos naturales, sensación de lucha, de esfuerzo; de destrucción, de cataclismo; o de construcción, de surgi-miento, de equilibrio; restos de amor, de dolor, de asco, de desorden; prestigio romántico de las ruinas; aportación de elementos orgánicos, formas sugerentes de ritmos naturales y del movimiento espontáneo de la materia; sentido paisajístico, sugestión de la unidad primordial de todas las cosas; materia generalizada; afirmación y estimación de la cosa terrena; posibilidad de distribución variada y combinada de gran-des masas, sensación de caída, de hundimiento, de expansión, de concentración; rechazo del mundo, contemplación interior, aniqui-lación de las pasiones, silencio, muerte; desgarramiento y torturas, cuerpos descuartizados, restos humanos; equivalencias de sonidos, rasguños, raspaduras, explosiones, tiros, golpes, martilleos, gritos, resonancias, ecos en el espacio; meditación de un tema cósmico, reflexión para la contemplación de la tierra, del magma, de la lava,
de la ceniza; campo de batalla; jardín; terreno de juego; destino de lo efímero.
La imagen del muro, con todas sus innumerables resonancias, constituye, naturalmente, uno de esos episodios. Pero si alguna importancia tiene en la historia de los encadenamientos estilísticos, no puede ser otra que la de haber reflejado por un momento este patrimonio común que todos los hombres creamos en mo-mentos de profundidad durante el curso de los siglos y sin el cual la cosa artística se-ría siempre superflua, banal, pretenciosa o ridícula. Y donde los estilos, las escu-elas, las tendencias, los ismos, las fórmulas y los mismos muros no son, por sí solos, ninguna garantía de una expresión auténtica. 



Fragmentos del texto 
publicado en La pràctica de L’art,
 ariel, barcelona, 197



1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias TíO!