sábado, 3 de marzo de 2012

Gyula Halász Brassaï (1899-1984)



Graffiti: 
De la pared de las cuevas a la pared de las fábricas


Todo es cuestión de óptica. Las más vivas analogías establecen relaciones vertiginosas a lo largo de las épocas por la simple eliminación del factor tiempo. A la luz de la etnografía, la antigüedad se convierte en una especie de primera juventud, la edad de piedra en un estado de espíritu, y la comprensión de la infancia es lo que aporta a los destellos del sílex el fulgor de la vida. Los graffiti que aquí presentamos han sido tomados al azar de algunos paseos por París. En 1933, y a dos pasos de la Ópera, signos semejantes a los de las grutas de Dordoña, del Valle del Nilo o del Éufrates surgieron de las paredes. La misma angustia que ha labrado un mundo caótico de grabados sobre las paredes de las cuevas, traza hoy dibujos alrededor de la palabra «Prohibir», la primera que el niño lee en las paredes. 
El curioso que explora esta flora precoz busca en vano encontrar en ella el barroquismo de los dibujos de los niños. Del papel a la pared, de lo que se vigila a lo que es anónimo, el carácter de la expresión cambia. El bullir de la fantasía cede el paso al hechizo. Se produce una nueva investidura de la palabra «encantador» en su sentido original. ¡Qué dura es la piedra! ¡Qué rudimentarios son los instrumentos! ¡Mas qué importa! No se trata ya de jugar sino de dominar el frenesí del inconsciente. Estos sucintos signos no son sino el origen de la escritura; estos animales, estos monstruos, estos demonios, estos héroes, estos dioses fálicos no son sino elementos de la mitología. Elevarlos al rango de poesía o sumirlos en la trivialidad deja de tener sentido en esta región donde las leyes de la gravedad pierden su vigencia. 
Extraña región de las «madres» tan cara a Fausto, en la que todo está en formación, transformación, deformación y todo permanece inmóvil, y donde las criaturas existentes y posibles contienen inertes toda la energía subversiva del átomo. Habiendo sido lanzado a la superficie por un violento mar de fondo, el graffiti se vuelve materia de arte, precioso útil de investigación. De las obras maestras, pesados y maduros frutos del espíritu que encierran en sí tanta savia que la rama por la que fluye se seca y se rompe, sólo la imaginación creadora puede reconocer en la cicatriz el sello secreto de su nacimiento. Los graffiti nos hacen asistir con el gozo sensual del voyeur al florecimiento y fecundación de la flor, ver brotar el fruto, un fruto minúsculo y salvaje que aún porta el oro del polen en el centro de los pétalos. Y lo que aquí se desvela bajo la transparencia cristalina de la espontaneidad es una función viva, tan imperiosa y tan impensada como la respiración o el sueño. Cualquiera que sea la disimilitud entre las obras de arte, solamente la marca innata de esta función atesta su autenticidad. Ella es la que confiere categoría. El arte bastardo de las calles de mala fama, que acaso no llega a despertar nuestra curiosidad, tan efímero como la intemperie, y al que una capa de pintura borra, se convierte en un criterio de valor. Su ley es formal, e invierte todos los cánones laboriosamente establecidos de la estética. 
La belleza no es el objeto de la creación, es la recompensa. Su aparición, a menudo tardía, no anuncia sino que el equilibrio, roto entre el hombre y la naturaleza, vuelve a ser una vez más reconquistado por el arte. ¿Qué es lo que queda de las obras contemporáneas después de esta confrontación? Aquello que, bajo una apariencia engañosa, ha dejado de contener verdad alguna y no es una necesidad fisiológica y no se sostiene sobre los límites de una disciplina tan austera como la de un graffiti, será rechazado como un no-valor. 



Minotaure, n. 3-4 
(diciembre 1933) 
Texto: Brassai









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