viernes, 20 de abril de 2012

Viktor Frankl: El Hombre en busca de Sentido (1905-1997)

Segunda Fase: 
   La Vida en el                 Campo   

                                         Apatía


Las reacciones descritas empezaron a cambiar a los pocos días. El prisionero pasaba de la primera a la segunda fase, una fase de apatía relativa en la que llegaba a una especie de muerte emocional. Aparte de las emociones ya descritas, el prisionero recién llegado experimentaba las torturas de otras emociones más dolorosas, todas las cuales intentaba amortiguar. La primera de todas era la añoranza sin límites de su casa y de su familia. A veces era tan aguda que simplemente se consumía de nostalgia. Seguía después la repugnancia que le producía toda la fealdad que le rodeaba, incluso en las formas externas más simples. A muchos de los prisioneros se les entregaba un uniforme andrajoso que, por comparación, hubiera hecho parecer elegante a un espantapájaros. Entre los barracones del campo no había nada más que barro y cuanto más se trabajaba para eliminarlo más se hundía uno en él. Una de las prácticas favoritas consistía en destacar a un recién llegado en el grupo encargado de limpiar las letrinas y retirar los excrementos. Si, como solía suceder, parte de éstos le salpicaba la cara al trasladarlos entre los desniveles del campo, cualquier signo de asco por parte del prisionero o la intención de quitarse la porquería de la cara merecía cuando menos un latigazo por parte del "capo", indignado ante la "delicadeza" del prisionero. De esta forma se aceleraba la mortificación ante las reacciones normales. Al principio, el prisionero volvía la cabeza ante las marchas de castigo de otros grupos; no podía soportar la contemplación de sus compañeros yendo arriba y abajo durante horas, hundidos en el fango, acompañadas las órdenes de golpes. Unos días o unas semanas después, las cosas cambiaban. Por la mañana temprano, cuando todavía estaba oscuro, el prisionero se plantaba frente a la puerta, junto con su destacamento, listo para marchar. Oía un grito y veía tirar a golpes al suelo a un camarada; se volvía a poner de pie y nuevamente le volvían a derribar al suelo. ¿Y todo por qué? Tenía fiebre, pero se había presentado a la enfermería en un momento inoportuno. Le castigaban por tratar de zafarse de sus deberes de esta forma irregular. El prisionero que se encontraba ya en la segunda fase de sus reacciones psicológicas no apartaba la vista. Al llegar a ese punto, sus sentimientos se habían embotado y contemplaba impasible tales escenas. Otro ejemplo: cuando ese mismo prisionero estaba por la tarde esperando ante la enfermería con la esperanza de que le concederían dos días de trabajos ligeros dentro del campo a causa de sus heridas o quizás por el edema o la fiebre, observaba impertérrito cómo era arrastrado un muchacho de 12 años para el que no había ya zapatos en el campo y le habían obligado a estar en posición firme durante horas bajo la nieve o a trabajar a la intemperie con los pies desnudos. Se le habían congelado los dedos y el médico le arrancaba los negros muñones gangrenados con tenazas, uno por uno. Asco, piedad y horror eran emociones que nuestro espectador no podía sentir ya. Los que sufrían, los enfermos, los agonizantes y los muertos eran cosas tan comunes para él tras unas pocas semanas en el campo que no le conmovían en absoluto. Estuve algún tiempo en un barracón cuidando a los enfermos de tifus; los delirios eran frecuentes, pues casi todos los pacientes estaban agonizando. Apenas acababa de morir uno de ellos y yo contemplaba sin ningún sobresalto emocional la siguiente escena, que se repetía una y otra vez con cada fallecimiento. Uno por uno, los prisioneros se acercaban al cuerpo todavía caliente de su compañero. Uno agarraba los restos de las hediondas patatas de la comida del mediodía, otro decidía que los zapatos de madera del cadáver eran mejores que los suyos y se los cambiaba. Otro hacía lo mismo con el abrigo del muerto y otro se contentaba con agenciarse —¡Imagínense qué cosa!— un trozo de cuerda auténtica. Y todo esto yo lo veía impertérrito, sin conmoverme lo más mínimo. Pedía al "enfermo" que retirara el cadáver. Cuando se decidía a hacerlo, lo cogía por las piernas, dejaba que se deslizara al estrecho pasillo entre las dos hileras de tablas que constituían las camas de los cincuenta enfermos de tifus y lo arrastraba por el desigual suelo de tierra hasta la puerta. Los dos escalones que había que subir para salir al aire libre siempre constituían un problema para nosotros, que estábamos exhaustos por falta de alimentación. Tras unos cuantos meses de estancia en el campo, éramos incapaces de subir las escaleras sin agarrarnos a la puerta para darnos impulso. El hombre que arrastraba el cadáver se acercaba a los escalones. A duras penas podía subir él; a continuación tenía que izar el cadáver: primero los pies, luego el tronco y finalmente —con un ruido extraño— la cabeza del muerto subía botando los dos escalones. Acto seguido nos distribuían la ración diaria de sopa. Mi sitio estaba en la parte opuesta del barracón, cerca de la pequeña y única ventana, situada casi a ras del suelo. Mientras mis frías manos agarraban la taza de sopa caliente de la que yo sorbía con avidez, miraba por la ventana. El cadáver que acababan de llevarse me estaba mirando con sus ojos vidriosos; sólo dos Horas antes había estado hablando con aquel hombre. Yo seguía sorbiendo mi sopa. Si mi falta de emociones no me hubiera sorprendido desde el punto de vista del interés profesional, ahora no recordaría este incidente, tal era el escaso sentimiento que en mí despertaba.



Lo que hace daño

La apatía, el adormecimiento de las emociones y el sentimiento de que a uno no le importaría ya nunca nada eran los síntomas que se manifestaban en la segunda etapa de las reacciones psicológicas del prisionero y lo que, eventualmente, le hacían insensible a los golpes diarios, casi continuos. Gracias a esta insensibilidad, el prisionero se rodeaba en seguida de un caparazón protector muy necesario. Los golpes se producían a la mínima provocación y algunas veces sin razón alguna. Por ejemplo: el pan se repartía en el lugar donde trabajábamos y teníamos que ponernos en fila para obtenerlo. En una ocasión, el que estaba detrás de mí se corrió ligeramente hacia un lado y esta mínima falta de simetría desagradó al guardián de las SS.  Yo no sabía lo que ocurría en la fila detrás de mí, ni lo que pasaba por la mente del guardia, pero, de pronto, recibí dos fuertes golpes en la cabeza. Sólo entonces me di cuenta de que a mi lado había un guardia y que estaba usando su vara. En tales momentos no es ya el dolor físico lo que más nos hiere (y esto se aplica tanto a los adultos como a los niños); es la agonía mental causada por la injusticia, por lo irracional de todo aquello. Por extraño que parezca, un golpe que incluso no acierte a dar, puede, bajo ciertas circunstancias, herirnos más que uno que atine en el blanco. Una vez estaba de pie junto a la vía del ferrocarril bajo una tormenta de nieve. A pesar del temporal nuestra cuadrilla tenía que seguir trabajando. Trabajé con bastante ahínco, repasando la vía con grava, ya que era la única forma de entrar en calor. Durante unos breves instantes hice una pausa para tomar aliento y apoyarme sobre la pala. Por desgracia, el guardia se dio entonces media vuelta y pensó que yo estaba holgazaneando. El dolor que me causó no fue por sus insultos o sus golpes. El guardia decidió que no valía la pena gastar su tiempo en decir ni una palabra, ni lanzar un juramento contra aquel cuerpo andrajoso y demacrado que tenía delante de él y que, probablemente, apenas le recordaba al de una figura humana. En vez de ello, cogió una piedra alegremente y la lanzó contra mí. A mí, aquello me pareció una forma de atraer la atención de una bestia, de inducir a un animal doméstico a que realice su trabajo, una criatura con la que se tiene tan poco en común que ni siquiera hay que molestarse en castigarla. 




El insulto

El aspecto más doloroso de los golpes es el insulto que incluyen. En una ocasión teníamos que arrastrar unas cuantas traviesas largas y pesadas sobre las vías heladas. Si un hombre resbalaba, no sólo corría peligro él, sino todos los que cargaban la misma traviesa. Un antiguo amigo mío tenía una cadera dislocada de nacimiento. Podía estar contento de trabajar a pesar del defecto, ya que los que padecían algún defecto físico era casi seguro que los enviaban a morir en la primera selección. Mi amigo se bamboleaba sobre el raíl con aquella traviesa especialmente
pesada y estaba a punto de caerse y arrastrar a los demás con él. En aquel momento yo no arrastraba ninguna traviesa, así que salté a ayudarle sin pararme a pensar. Inmediatamente sentí un golpe en la espalda, un duro castigo, y me ordenaron regresar a mi puesto. Unos pocos minutos antes el guardia que me golpeó nos había dicho despectivamente que los "cerdos" como nosotros no teníamos espíritu de compañerismo. En otra ocasión y a una temperatura de menos de veinte
grados centígrados empezamos a cavar el suelo del bosque, que estaba helado, para tender unas cañerías. Para entonces ya me había debilitado mucho físicamente. Vi venir a un capataz con sus rechonchas mejillas sonrosadas. Su cara recordaba inevitablemente la cabeza de un cerdo. Me fijé, con envidia, en sus cálidos guantes, mientras pensaba que nosotros teníamos que trabajar con las manos desnudas y sin ninguna prenda de abrigo, como su chaqueta de cuero forrada de piel, bajo aquel frío tan intenso. Durante un momento me observó en silencio. Sentí que
se mascaba la tragedia, ya que junto a mí tenía el montón de tierra que mostraba exactamente lo poco que había cavado. Entonces: "Tú, cerdo, te vengo observando todo el tiempo. Yo te enseñaré a trabajar. Espera a ver como cavas la tierra con los dientes, morirás como un animal. ¡En dos días habré acabado contigo! No has debido dar golpe en toda tu vida. ¿Qué eras tú, puerco, un hombre de negocios?" Ya había dejado de importarme todo. Pero tenía que tomar en serio esta amenaza de muerte, así que saqué todas mis fuerzas y le miré directamente a los ojos: "Era médico especialista." "¿Qué? ¿Un médico? Apuesto a que les cobrabas un montón de dinero a tus pacientes." "La verdad es que la mayor parte de mi trabajo lo hacía sin cobrar nada, en las clínicas para pobres." Al llegar aquí, comprendí que había dicho demasiado. Se arrojó sobre mí y me derribó al suelo gritando como un energúmeno. No puedo recordar lo que gritaba. Afortunadamente el "capo" de mi cuadrilla se sentía obligado hacia mí; sentía hacia mí cierta simpatía porque yo escuchaba sus historias de amor y sus dificultades matrimoniales, que me contaba en las largas caminatas a nuestro lugar de trabajo. Le había causado cierta impresión con mi diagnosis sobre su carácter y mi consejo psicoterapéutico. A partir de este momento me estaba agradecido y ello me fue de mucho valor. En ocasiones anteriores me había reservado un puesto junto a él en las cinco primeras hileras de nuestro destacamento, que normalmente componían 280 hombres. Era un favor muy importante. Teníamos que alinearnos por la mañana muy temprano cuando todavía estaba oscuro. Todo el mundo tenía miedo de llegar tarde y tener que quedarse en las hileras de la cola. Si se necesitaban hombres para hacer un trabajo desagradable, el jefe de los "capo" solía reclutar a los hombres que necesitaba de entre los de las últimas filas. Estos hombres tenían que marchar lejos a otro tipo de trabajo, especialmente temido, a las órdenes de guardias desconocidos. De vez en cuando, el "capo" elegía a los hombres de las primeras cinco filas para sorprender a los que se pasaban de listos. Todas las protestas y súplicas eran silenciadas con unos cuantos puntapiés que daban en el blanco y las víctimas de su
elección eran llevadas al lugar de reunión a base de gritos y golpes.
Ahora bien, mientras duraron las confesiones de mi "capo", nunca me sucedió eso a mí. Tenía garantizado un puesto de honor junto a él, lo que comportaba además otra ventaja. Como casi todos los que estaban internados en el campo, yo padecía edema de hambre. Mis piernas estaban tan hinchadas y la piel tan tirante que apenas podía doblar las rodillas. No podía atarme los zapatos si quería que cupieran en ellos mis pies hinchados. No hubiera quedado espacio para los calcetines aun cuando los hubiera tenido. Mis pies parcialmente desnudos estaban siempre mojados y los zapatos llenos de nieve. Ello me producía, naturalmente, congelaciones y sabañones. Cada paso que daba constituía una verdadera tortura. Durante las largas marchas sobre los campos
nevados se formaban en nuestros zapatos carámbanos de hielo.
Una y otra vez los hombres resbalaban y los que les seguían tropezaban y caían encima de ellos. Entonces la columna se detenía unos momentos, no demasiados. Pronto entraba en acción uno de los guardias y golpeaba a los hombres con la culata de su rifle, haciendo que se levantaran rápidamente. Cuanto más adelantado se estuviera en la columna, menos probabilidades tenías de detenerte y de tener que recuperar después la distancia perdida corriendo con los pies doloridos. ¡Qué agradecido debíasentirme por haber sido designado médico personal de su señoría
el "capo" y por marchar en cabeza a un paso regular! Como pago
adicional a mis servicios, yo podía estar seguro de que mientras
en nuestro lugar de trabajo se repartiera un plato de sopa a la
hora de comer, cuando llegara mi turno, él metería el cacillo hasta
el fondo del perol para pescar unas pocas habichuelas.
Este mismo "capo", que anteriormente había sido oficial del
ejército, se había atrevido a musitar al capataz, aquel que se
había irritado conmigo, que me consideraba un trabajador
excepcionalmente bueno. No es que esto me ayudara mucho,
pero sí sirvió para salvarme la vida (una de las muchas veces que
se salvaría). Al día siguiente del episodio con el capataz el "capo"
me metió de contrabando en otra cuadrilla de trabajo.
Con este suceso, aparentemente trivial, quiero mostrar que
hay momentos en que la indignación puede surgir incluso en un
prisionero aparentemente endurecido, indignación no causada por
la crueldad o el dolor, sino por el insulto al que va unido. Aquella
vez, la sangre se me agolpó en la cabeza por verme obligado a
escuchar a un hombre que juzgaba mi vida sin tener la más
remota idea de cómo era yo, un hombre (debo confesarlo: la
observación que expongo seguidamente la hice a mis compañeros
de prisión tras la escena, lo que me produjo un cierto alivio
infantil) "que parecía tan vulgar y tan brutal que la enfermera de
la sala de espera de nuestro hospital ni siquiera le hubiera
permitido pasar".
Había también capataces que se preocupaban por nosotros y
hacían cuanto podían por aliviar nuestra situación, cuando menos
al pie de obra. Pero aún así no cesaban de recordarnos que un
trabajador normal hacía siete veces nuestro trabajo y en menos
tiempo. Entendían, sin embargo, nuestras razones cuando
argüíamos que ningún trabajador normal y corriente vivía con 300g de pan (teóricamente, pero en la práctica recibíamos menos) y
1 litro de sopa aguada al día; que un obrero normal no vivía bajo
la presión mental a la que nos veíamos sometidos, sin noticias de
nuestros familiares que, o bien habían sido enviados a otro campo
o habían muerto en las cámaras de gas; que un trabajador
normal no vivía amenazado de muerte continuamente, todos los
días y a todas horas. Una vez incluso me permití decirle a un
capataz amablemente: "Si usted aprendiera de mí a operar el
cerebro con tanta rapidez como yo estoy aprendiendo de usted a
hacer carreteras, sentiría un gran respeto por usted." Y él hizo
una mueca. La apatía, el principal síntoma de la segunda fase, era un
mecanismo necesario de autodefensa. La realidad se desdibujaba
y todos nuestros esfuerzos y todas nuestras emociones se
centraban en una tarea: la conservación de nuestras vidas y la de
otros compañeros. Era típico oír a los prisioneros, cuando al
atardecer los conducían como rebaños de vuelta al campo desde
sus lugares de trabajo, respirar con alivio y decir: "Bueno, ya
pasó el día."





Versión castellana de DIORKI, 
de la obra de VIKTOR FRANKL 
Duodécima edición 1991




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