sábado, 16 de junio de 2012

Eduardo Anguita (1914-1992)


Venus en el Pudridero

¿Escucháis madurar los duraznos a la hora del estío,
a la venida del sol, mientras un príncipe danza
en vísperas de su coronación?
Yo pienso en el gusano.

¿Oís podrirse los duraznos en el granero,
al atardecer, mientras las fechas del reino
caen de los tronos
y el viento las amontona, las dispersa y olvida?
Yo pienso en el gusano.

Si veis montar el agua de la noria,
con un niño fijamente asomado al brocal
frente a frente al abuelo
y se siente el beso de los amantes como una hoja seca
que al pie del tiempo aplasta crepitando:
¿los amantes están muertos? No preguntéis con torpeza.
Pensad en el gusano.

Al borde del pozo, gusano y amante,
los dos punteros del reloj.
El agua está vacía y la amada es un torrente
de mil rostros despeñados.
Ambos sedientos, un sol varonil frente al otro
sol, también varonil,
pero llorando y sombrío:
el de le aurora y el atardecer, íntimamente coludidos,
aparentemente enemigos y cuán quebrantados.

Llegan carretas rebozantes de frutas maduras,
se despiden los ancianos,
las raíces quedan en acecho al sol de la espera,
se acumulan los hechos.

Niño, niño mío, nómbrame sin pestañar,
en un segundo,
las dinastías reinantes -siglos, siglos-,
los monarcas desgajados.
Abuelo, abuelo, nómbrame siglos sin pestañar,
en un instante,
antes que el ruiseñor concluya la nota de su silbo.

¿Quién osa alzar el Tarot vertiginoso?
Todas las fechas están prontas, o marchitas, como nunca nacidas.
Niño y anciano, en este instante tenéis la misma edad:
sólo un instante:
¿no habéis empezado?, ¿habéis terminado?
¡A qué pensar en el gusano!

El rey que tomó la ciudad
y con ella hizo una argamasa de sangre,
dejó el horror, dejó el escarnio;
las vírgenes violadas están vivas, las viudas maldicen.
El rey murió. Un muerto es el culpable.

El diabólico motorista que en carruaje veloz
cruzó la calle sin razón aparente,
a un chico dejó inválido, a una novia le quebró la columna.
El motorista ha muerto.
A él se debe este mundo.

Cuanto nos es dado es obra de muertos;
nos dejaron maravillas y desdichas;
cómo pedirles cuenta, todo trayecto es corto.
Muertos poderosos que nos legaron herencias
imposibles de revivir, imposibles de evitar.
¡A muertos, a muertos se debe este mundo!

Tiempo furioso, memoria feroz.
Esa fuerza desprendida del látigo, que sigue ondulando
cuando la mano que lo maneja ya está hecha polvo,
el latigazo aún azota con destreza terrible y melancólica.

¿Podemos comprender que la amada,
apenas pronunciadas las palabras del amor,
cambie, desaparezca, se destituya?
Y todavía sientes la presión del abrazo,
el calor de su beso
y su boca ha expirado?

A un muerto, a un muerto se debe este mundo.

(De modo semejante, el Rosal misterioso,
centro ígneo de radio cero, palpita en reposo
en el corazón del jardín,
y de él fluyen los rayos, los pétalos, la extensión de los prados;
salió al día, y extendiendo los brazos su amor emana
en forma de apóstoles, de mártires, de amantes de todo orden,
y hasta de esas señoras que reparten la piedad
y son tantos más agrias
para que la moneda se vea más dulce y no les pertenece.
El amor, el aroma y los actos fortuitos,
más existentes que sus autores, gemas en reposo,
que no se quieren invisibles, y si se quieren
así, al fin y al cabo,
como sentirse llamados a vivir sólo un instante
y servir para mucho, mucho tiempo).

No lamentes la ausencia de la semilla,
ama grandemente el fruto dado.
La semilla debe morir.

Os contaré, amantes, qué hacéis cuando estáis juntos;
lo que yo hice y sentí
en aquel huerto de espigas corporales.
El gallo a mitad del día, erguido para el amor,
y la luna que espera al ave de fuego,
mojada, abierta y silenciosa.

La tomé por la mirada, rebanando con mi vista su entrecejo,
y desde ahí, humedeciendo con su vista mis manos y con mi vista su cuerpo,
sin dejar de mirarla,
comencé con las yemas a estirar sus ojos a las sienes:
hasta que su cabeza reclinóse en mi hombro.

Su cabeza era una blanda caverna, donde se escondía el torrente,
el que me llevaría hacía abajo, a las zarzas de sigiloso esplendor.
Palpé sus sienes, oyendo latir la piedra,
la piedra azulada por la respiración y el anhélito.

Ella tomó mi boca con su boca -llenar un hueco con otro hueco-,
para partir unidamente exhaustos.
Sus labios se reflejaron firmemente en mis labios.
Mis labios son yo que salgo; los suyos son yo que entro.
Y nos reconocimos íntimos y temblorosamente obvios.

Comencé a ser mi semejante.

Inquirí su cuello, una columna despierta,
hecha de luz intencional explícita.
.
Besos en su garganta de cascada de nieve, y sus pechos,
particulares bóvedas del cielo, copas de árbol, salidas
de sol y cualquier cosa aquí sólo representada.
Y siendo desbordantes, sin embargo formaban parte.
Era dichoso saber que su cuerpo podría haberlos cedido
sin perder nada intrínseco,
pero cuánto más completo con lo que no era suyo!
Yo quería arrancar y volver a poner
para darme la ilusión de poseer lo amado
al punto de disponer de él sin destruirlo.
Luego, al reponer, yo participaría por fin en lo bello,
ya que era como crearlo con mis manos.
Mi boca me ungió único entre los dos calores contiguos.
De ser una la esfera,
yo habría inventado la repetición.

Rodeaba mi cintura para ser ella copa y yo agua.
Quería aprisionarme, y no sólo por fuera,
pues podría escaparme hacía adentro,
y para que no me evadiera así, me insinuó
encerrarse ella dentro de mí.
Accediendo, la ceñí a mi vez por la cintura,
siendo ella ahora el agua y yo el vaso.
Y se hizo tan íntima que aun durmiendo
me encontraba con ella
como si la hubiera habitado y comulgado.
Llorando esta condena feliz estrechamos los abrazos
y caímos veloz
por la corriente que arrastra juntos al pájaro y al vuelo.



Su mano en mi nuca bordeaba la piel y el cabello.
Se ponía en la orilla: en la extrañeza y en la propiedad.
Estuve de acuerdo: tambien como ella deseé los contrarios.
Me adentré tanteando por el interior de sus muros
hasta esa cercanía más y más ajena,
pero, ¿entendéis?, sin llegar, sin llegar todavía
a decirle tú.
Sentí lo que ella sentía
y supe que yo era hombre porque ella así lo sentía.
Sentí por ella y me hice rápidamente mujer,
amándome a mí mismo.

Tú eres mujer, tú eres hombre.
Eres el muchacho y también la doncella.
Tú, como un viejo, te apoyas en el cayado.
Eres el pájaro azul oscuro
y el verde de ojos rojos.
Tú eres aquello. Y yo soy tú.
Pero no al mismo tiempo. Por eso entro y salgo.

Eduardoe-lisa ....Elisae-duardo
Elisaeduar-do ....Eduardoeli-sa

Luego giré en medio círculo y quedó mi conciencia
en dirección a sus pies, ella de espaldas y yo de bruces,
uno sobre el otro:
hicimos así lo que yo llamo
sinceramente
La clepsidra.

No sé cuál de los dos compartimentos recibía y cuál donaba.
Aunque desnudos, fue preciso esta inversión de los cuerpos para vaciar toda la arena,
hasta quedar realmente innatos: ella y yo, pasado y futuro, uno consumado, el otro consumido.
Medianoche, sin duda.


Rétame con sus muslos
tiemble tu herida previa.
Me insertaré tan hondamente
que quedaremos confundidos
más que un hecho con el tiempo que ocupa.
Gusano, ¿hemos mentido?, ¿hemos mentido?
Pues bien, intenta destruir nuestras palabras.


Tus pechos son las cabezas del dolor
bajo un cielo que yo amaría devorar
mezclado al agua de mi cuerpo.
Tus nuevas llagas me recorren como una madre al fuego,
Un paso infinito y que nunca llega a realizarse
es la mirada de la mujer que recibe al hombre;
sobre su nariz, el entrecejo es el puente atravesado sobre el goce
y el río,
para que yo mida mi alcance, mi agonía
y mi consumación.

¿En qué momento estás, ave inestable?
Paso el estío. Pasó. ¿Qué es de él?
No hay ni una hebra de día preservada
para yacer con la amada en los sembrados vivos de luz inmensa.
Pasó el estío. ¿Pasó?
Confórtame, gusano. Ríe, sombra. Dime:
Es estío. Todo está aquí presente.
Sólo que cuando el arco de sus labios mintió,
estirando su amor hasta donde ella no podía llegar,
creía que mentía.
Sus palabras son más ciertas: como el volar de la flecha
es más que el arco que la lanza.
¿Y miente, acaso, el arco -el otro-, el que sostiene
con su débil estructura las fuertes y más pesadas bóvedas?
¿Y el otro, miente el arco sobre la cuerda, ambos breves y exiguos,
cuando por el mutuo consentimiento de su caricia
pueden llegar hasta el viejo y el inválido,
traspasando los huertos su flameante sonido?
Gusano, ¿hemos mentido?
Y bien, intenta destruir nuestras palabras.
Observad cómo baila la danzarina,
con qué delicadeza
procura no salirse de la forma.
Cada paso, cada ademán, cada figura
llevan el secreto temor de derramar la belleza
que, entonces, transportada, un momento la asiste.
Cruza, se inclina y gira,
como lo haría un cáliz cuidando no verter
el vino
y quedarse ajado y blando.
Horrible es la visión. No soportamos
la Belleza desasida del apoyo,
ni contemplar el Amor solo, libre, espléndido:
un vino en el aire suspendido
sin necesidad de la copa continente.
Apenas la mano insolvente y menos eterna
no siguió dando respaldo a la caricia, y ésta, suelta,
es lo único que subsiste,
tampoco toleramos el objeto amante.

Oh vida, en qué te diferencias de la muerte, me pregunto.
Como el entusiasmo y el desánimo, arrastráis igual substancia.
Cómo sé cuando amanece y cuándo atardece.
No tengo mi ayer. No tengo mi mañana. Juzgo que es mediodía.
¿Qué me hace distinguir entre:
'Antes, iba a ser amado'
y 'Ahora, ya dejé de serlo'?
Una luz ya apagada vale lo que otra aún no encendida,
El camino es el mismo de subida que de bajada,
Daréis lo no venido por pasado.
El alemán que entra retrocediendo al cine
para simular que va saliendo;
el portero, que sabe lo que es el tiempo,
expulsa al intruso que intenta detenerlo.
¡Alegría! ¡Tristeza!
Vivir, morir, ¿qué color, qué movimiento os distingue?
Pero, sin duda, sé cuando un niño crece y un viejo desmejora;
cuando dos parejas, en escaños contiguos, se dan un beso
semejante,
discierno bien que un amor comienza a henchirse y el otro a
marchitarse,
cuándo amanece y cuándo anochece.
Hay amantes -los he visto- que exasperados por rehacer su
embriagante aventura,
retroceden con la mirada vuelta
y se quedan sollozando en el mismo pórtico donde hace apenas
unos días
ciñeron la dicha con sus cuerpos,
e inexplicablemente advierten que una sombra,
exactamente la misma que refrescó antaño la vid,
ahora
helaba el brote de los besos.
¡Vida, vida! Sin duda, eres diferente de la muerte; pero ahora,
¡ay, no puedo distinguirte!

El tiempo del deshielo, los laúdes sangrantes
El sol, las cuatro veinte entre los túmulos.
Capiteles que un soplo desharía.
Palomas de verdad con marco oscuro.
¡Guarda esta gota de agua entre las aguas!
Escucha:
Hubo una vez, hace mucho tiempo, en este instante,
en este mismo instante,
una mujer y un hombre,
un amor,
un instante.

Lee:
Aquí yace un instante,
nada más que un instan—,
nada más que un instan—
te.
Aspérgenos, Espíritu!
¡Desperdicio, detente! ¡Detente, bello instante!
La eternidad licúa sus zafiros.
Color del vino, resplandece el mar.
(Fragmento)











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